Señor García
Elpidio me llamó por teléfono. “A las siete quiero verte”, me dijo. Le contesté afirmativamente y eso que no debía hacerlo. Si no me interesaban los placeres de que él me hablaba ni estaba a gusto en compañía de la gente que él frecuentaba, no sé por qué se me ocurrió responder que sí. De todos modos durante un buen rato me olvidé de la cita que había concertado. En la oficina el trabajo no era mayor que otras veces pero me entretuve observando a Dinorah, con sus párpados azules y su motera y ese modo tan suyo de untarse el polvo en las mejillas. Por debajo del buró mostraba unas piernas largas (siempre asocio las piernas largas con la despreocupación en la mujer) que se cruzaban alternativamente una sobre la otra mientras hablaba por teléfono. Cuando ella terminaba de trabajar, exactamente a las seis de la tarde (a las seis menos cuarto ya comenzaba a mirar con impaciencia el reloj, vigilando los saltos del minutero) me acercaba al auricular y olfateaba su perfume durante un buen rato. Ganaba lo mismo que yo pero una mujer puede privarse de muchas cosas excepto de un frasco de perfume. Son los detalles que uno va aprendiendo con los años a costa de una profunda observación.
Antes de las seis de la tarde volvió a llamarme Elpidio. “Hoy no podemos vernos”, me dijo. “Está bien”, dije sin poner entusiasmo en las palabras. “¿Te molesta?”, me preguntó. “No, de ningún modo”. “Entonces la semana entrante nos veremos. Volveré a llamarte”.
A las seis se levantó Dinorah de la butaca, echó un capuchón de nylon sobre la máquina de escribir, se retocó las mejillas y dijo adiós a los que quedábamos en el salón con un guiño de ojos. Yo me acerqué a su auricular, a olfatearlo como siempre, y Demetrio me miró con ojos de sorpresa y yo levanté los hombros como si dijera qué le vamos a hacer. Luego me acerqué a Demetrio, afectando un aire de indiferencia, y le dije que mi teléfono tenía un ruido raro. “Repórtalo”, me dijo. “Sí, mañana”, repliqué y salí a la calle sin agregar otra palabra.
En la calle San Rafael tomé la ruta 27 y me bajé en los Muelles de Caballería. Bordeando el malecón caminaba una pareja con las cinturas enlazadas, de modo que sus brazos por detrás formaban una x. Tres muchachos empinaban sus papalotes. Soltaban hilo, lo recogían, movían las manos fuertemente, tratando de desviar los papalotes del sitio que ocupaban. Me imaginé que deseaban tocar con el rabo de los papalotes la chimenea de un barco atracado.
—¿Quiere que le lea las manos? —me preguntó la mujer al cruzar a su lado. Estaba sentada en el muro, y tenía unas trenzas largas y negras pero no era gitana.
—No, no me interesa —contesté. La mujer insistió y sin explicarme por qué le dije que si ella no era capaz de mejorar su destino no veía como podía hacer algo en mi favor. “Yo no le enderezo la vida a nadie. Sólo le adivino el porvenir”, me contestó. Sonreía dejando escapar unos extraños chasquidos como si uniera la lengua al paladar y la separara y volviera a unirla a intervalos regulares y precisos. Cuando yo iba a hablar de nuevo, uno de los muchachos tropezó conmigo y me dejó sin palabras. Caminaba de espaldas halando el hilo del papalote. La tarde estaba sin viento y el papalote descendía rápidamente. Quizá el rabo había rozado el agua y estaba mojado y pesaba demasiado. O quizá se debía sólo a la falta de viento.
—Son cincuenta centavos nada más —dijo la mujer.
—Ya le dije que no me interesa, señora.
—Yo le oí decir que sí.
Saqué las monedas y puse la palma de mi mano frente a sus ojos. “Primero la izquierda”, me dijo. “En la izquierda está escrito el pasado. En la derecha, el porvenir”. Una mujer se acercaba a nosotros taconeando fuertemente. Traté de retirar la mano pero la tenía aprisionada. “Yo no creo en nada de esto”, dije exactamente cuando la mujer cruzó a mis espaldas. Se volvieron a escuchar los chasquidos. ¿Se burlaba o simplemente se reía?
—Deje ver la derecha.
Se la extendí.
—¿Ve esta línea?
No contesté.
—Todo el mundo no la tiene así. Observe las manos de cuantas personas usted conozca. Puede sentirse contento. Ah, la línea del corazón. Está cortada aquí. Sí, indica una separación. Ha sido como un desgarramiento.
—¿Cómo es la mujer?
—Trigueña.
—Es suficiente —dije y pude retirar la mano. Sentí la voz detrás diciéndome que regresara. Las olas saltaban el muro y el agua se encharcaba en las aceras. Matilde, la encargada del hotel, también gustaba de adivinarle la vida a uno, sólo que no cobraba. Cuando me veía llegar salía desde detrás de la carpeta y me miraba con ojos chispeantes. Yo me hacía entonces el entretenido, daba los buenos días o las buenas tardes y me deslizaba hacia la escalera. En el primer peldaño me alcanzaban las palabras. “Señor García, señor García”, llamaba Matilde a mis espaldas.
—Dígame señora.
—Anoche soñé con usted. Un buen sueño, ¿sabe?
—No me diga.
—Así como lo oye. Soñé que usted manejaba un Cadillac, largo, dorado. Es una buena señal.
Yo le daba las gracias como si hubiera hecho algo a mi favor, y subía el resto de la escalera. Al principio el modo de hablar de Matilde me fastidiaba un poco, pero con el tiempo me atrapó el encanto de sus equivocaciones. Nunca acertaba en sus vaticinios. “Hoy tendrá un buen día”. Perdía el ómnibus y llegaba tarde al trabajo. “Hoy tenga cuidado, señor García, es un día, ¿cómo se dice?, adverso”. No era un día excelente porque nunca he tenido días excelentes, pero tampoco resultaba peor que otras veces. Uno concluye siempre por amar la irrealidad. Y aquel señor García que yo no era y del que hablaba Matilde con tanto entusiasmo se me hizo simpático. “Usted llegará lejos en política, señor García, yo no me equivoco”. “Pero si nunca he aspirado a nada. Y además no me gusta la política”. “¿Y qué? Eso no importa. El mundo está hecho de sorpresas”. Era cierto. Ella hacía sus vaticinios y yo me encontraba con la sorpresa de algo totalmente diferente. Pero, en cambio, la mujer con trenzas de gitana había metido la mano en mi pasado y sacó una verdad como si fuera una moneda del bolsillo. Si la dejaba hurgar en el futuro habría que decirle adiós a las sorpresas. Y nada es tan aburrido como jugar a las verdades.
¿Cómo demonios pudo saber si no lo de María Elena? Yo la conocí una tarde en el Ten-cents de Galiano y San Rafael. Me preguntó que dónde vendían las horquillas. Yo le contesté que no sabía. “Se usa para las tendederas”. Yo le dije que eso sí lo sabía, pero que no me había entendido. “Yo no soy empleado del Ten-cents”. “Ah, es verdad, aquí sólo trabajan mujeres. Perdón”. “No tenga pena, señorita”. Me miró a los ojos en una forma que me hizo pensar que ella no se había equivocado y que simplemente deseaba entablar conversación conmigo. Un mes después me confesó que era verdad. “Me gustaste desde el primer momento, monada”. Salíamos juntos dos o tres veces a la semana. Íbamos al cine y después alquilábamos una habitación en un hotel. “¿Por qué no vamos al tuyo?”, me preguntaba. “No me lo van a permitir. Todos saben que soy soltero”. Ella me decía que si era porque tenía otra mujer. Yo le contestaba que no. “Pues mira, di que te casaste conmigo y me voy a vivir definitivamente para allá”. Me gustó la idea. Con el mismo alquiler tendría mujer todos los días. Pensé en el gasto de la comida de otra persona y calculé que podía alcanzarme el dinero. Después de pensarlo durante una semana le dije que sí.
En el hotel todos me desearon felicidades. “Qué oculto se lo tenía usted, señor García”, me dijo Matilde. Para los demás la cosa pasó con más naturalidad. Me acostumbré sin papeles a la vida de casado. A regresar al hotel apenas concluía mi trabajo. A comprar dos fritas en la calle Neptuno en lugar de una y a llevarme la segunda en un cartucho, deseando que no se enfriara demasiado en el trayecto. Un día María Elena desapareció del cuarto. La fui a buscar a casa de su familia y me explicaron que no tenían noticias de ella. La madre se alarmó tanto que quería avisarle a la policía. Yo le dije que era mejor esperar. “¿Esperar a qué? Bien se ve que usted no es madre”, me gritó. Se notaba que estaba molesta conmigo. Yo le dije que tenía razón pero la convencí para que esperara. A los tres días recibí un recado de María Elena. “Me fui con Jacinto, que es el hombre de mi vida. Mándame la hornilla eléctrica”, me decía en su carta. Me daba la dirección a dónde mandársela. Yo estaba enfurecido. “Qué se habrá creído. Que no cuente con la hornilla eléctrica”. Luego empaqueté la hornilla y la dejé en un rincón. Que la viniera a buscar o que mandara por ella. Yo no me iba a molestar en llevársela.
Estaba pensando en estas cosas mientras dejé la acera del Malecón y atravesé el parquecito en busca de la Plaza de la Catedral. En la Plaza me olvidé de María Elena. A esa hora me gustaba taconear sobre los adoquines y escuchar el ruido ascendiendo hasta las viejas paredes del campanario. El ruido no asciende simplemente. Cada una de las pisadas se amplifica, va adquiriendo fuerza según sube, y más allá de los tejados, en lugar de confundirse con los demás ruidos de La Habana Vieja, parece cobrar vida independiente. Pero esa tarde no tenía suerte. El enorme cuadrilátero de adoquines, circundado de balcones, enrejados, piedras de cantería y aleros voladizos, estaba más frecuentado que de ordinario. Si taconeaba iba a hacer el ridículo delante de tanta gente. Me puse a dar vueltas despaciosamente, mirando hacia lo alto como si fuera un turista. Trataba de disimular y de dar tiempo a que se fueran. Como demoraban demasiado me desalenté y tomé el camino del hotel.
Matilde salió desde detrás de la carpeta.
—¡Señor García!
—Diga usted —contesté desde el primer peldaño sin voltear apenas el rostro.
—¿A que no sabe quién estuvo a verlo?
—No me imagino.
—¿No? ¿Se da por vencido? ¡María Elena!
Me encogí de hombros y le di las gracias después de preguntarle qué quería ella. Matilde me dijo que no se lo explicó. “¿No dijo si iba a volver?” Matilde me contestó que no, no había hecho otro comentario. Subí al cuarto y pensé que venía por la hornilla eléctrica. Después tuve un sobresalto.”!Las fotografías!”, me dije. Yo le había tomado varias fotografías sin ropa y con toda seguridad se lo había confesado a Jacinto. Cuando ella se fue pensé que lo mejor era destruirlas, pero luego me dije que si Jacinto y ella las reclamaban y yo no las entregaba podían pensar que me estaba negando. Las conservaba dentro de un sobre de Manila en el escaparate. Abrí el escaparate, tomé el sobre y saqué las fotografías. María Elena tenía una hermosa figura. Recordé que mientras la retrataba la excitación hacía presa de mí como si nunca antes la hubiera visto desnuda. Era inexplicable, pero después de dos o tres tomas siempre íbamos a la cama.
Luego pensé que no, que posiblemente ella se había olvidado de las fotografías y venía sólo por la hornilla eléctrica. En realidad yo no la había comprado. María Elena la trajo cuando vino a vivir conmigo.
Durante una semana estuve llegando más temprano al hotel. Pensaba que María Elena podía regresar y deseaba saber qué quería. En la oficina se dieron cuenta de mi apuro. “Estás como Dinorah, vigilando a que den las seis para irte”, me dijo Demetrio. Cuando me olvidé de María Elena comencé a quedarme hasta más tarde, organizando los papeles en la gaveta, atento siempre al teléfono de Dinorah. Hubiera querido preguntarle qué perfume usaba pero nunca me atreví. Tenía la impresión de que todos estaban pendientes de mi actitud y un día Demetrio me lo confirmó. “Se están riendo de ti. Dinorah dice que se va y sigue en la persiana hasta que te acercas al teléfono. También dice que te quedas bobo mirándole las pantorrillas”. No volví a descolgar su teléfono, aunque estaba tentado de hacerlo para que creyeran que siempre lo había hecho porque el mío no andaba bien. Dinorah terminó por no volver a cruzar nunca más las piernas.
Elpidio siguió llamándome por teléfono. Me invitó a salir varias veces con unas amigas y yo le contestaba que me sentía indispuesto. Una tarde acepté. Fuimos a un bar en la playa de Marianao. En la acera había muchos quioscos donde vendían pan con lechón. Elpidio compró cuatro y los devoramos mientras tomábamos cerveza. Elpidio siempre pedía Hatuey. Cuando le traían otra marca trataba de pelear con el camarero. Le decía animal y otros insultos por el estilo. Pero esa noche estaba distinto. “Mi hermano, cámbiamela”, decía ante la equivocación. La mujer que me tocó en suerte no era fea pero me aseguraba que no le interesaba otra cosa que conversar y darse tragos.”¿Y si yo te digo que me he enamorado de ti?”, le pregunté. “Te tendría lástima”, me contestó. “¿Por qué?” “Siempre me dan lástima los sentimentales.” Yo le aseguré que no había que ser un sentimental para enamorarse, eso podía ocurrirle a cualquiera. “Mejor háblame de otra cosa”, atajó. Pensé que lo decía sólo para justificarse pero que era como las demás. Traté de tocarla por debajo de la mesa. “Qué va, muchacho. No pierdas el tiempo”, me advirtió.
Le dije a Elpidio que iba al baño porque había tomado mucha cerveza. Se rió. “Volveré dentro de unos minutos”, agregué. “Apúrate, hermano. Mira que esto se está poniendo bueno”. Yo le dije que sí y repetí que iba a volver dentro de unos minutos. En lugar de entrar al baño salí por la otra puerta del bar. En la esquina tomé la ruta 32. Al otro día Elpidio me llamó y me dijo que nunca más me volvería a invitar y que yo no era un hombre de ley. Me hice el ofendido y colgué con fuerza el auricular. Me quedé esperando un nuevo timbrazo. Iba a decirle que me perdonara. Pero no volvió a llamar.
Esa noche María Elena estaba esperándome en el cuarto. Me contó que Matilde le había dado la llave porque ella le aseguró que habíamos hecho las paces. Le expliqué que no era verdad. “Pero tú me vas a perdonar, ¿verdad, monada?” Me puse muy serio y le dije que no. “Yo dejé a Jacinto por ti. Tú eres el hombre de mi vida”. “No te creo”. “Pues créelo, monada”. Se me colgó de los hombros y me besó. Me acordé de la mujer con la que había estado en el bar. “No soy un sentimental”, dije desprendiéndome de sus labios. “¿Tú sabes que Jacinto está celoso contigo? No hace más que hablar de ti. Debías de ir a buscarlo y darle una buena golpeadura”. Le comenté que no conocía a Jacinto ni él a mí, y que no veía por qué tenía que golpearlo. “¿Así que vas a dejar que te saque las tiras del pellejo?”. “Olvídate de Jacinto”. “Es verdad, qué tonta soy”, dijo y me volvió a besar.
Volví a adaptarme a la vida en compañía y a comprar dos fritas a la salida del trabajo y a llevarme una en el cartucho. Aumentaron las fotografías en el sobre de Manila. Trataba aún de explicarme por qué la miraba en el lecho sin otras consecuencias y en cambio cuando era a través del visor me entraba aquel desasosiego. Ella se reía. “Es que te gusto”. Yo le decía que era verdad pero que no bastaba esa razón para explicar el hecho. Abríamos la puerta que daba al balcón para tomar las fotografías con suficiente claridad. Como enfrente no había otras casas sino el mar llegué a tomarle fotografías en el balcón completamente desnuda. Un vecino me dijo que Matilde se había enterado y que no me llamaba la atención porque le daba pena. “No lo volveré a hacer. Dígaselo usted, a mí también me da pena”. El vecino me dijo que no entendía mi actitud, que mejor era en la cama. “Pero en fin, cada cual tiene sus gustos”, agregó. “Sólo la estaba retratando”, contesté muy serio. “Comprendo, comprendo”, dijo como si no lo creyera.
Una tarde legué al hotel y María Elena no estaba en la habitación. Me extrañó. Bajé y le pregunté a Matilde por ella. “Creo que la vi salir hace unas dos horas, señor García”, me dijo. Subí de nuevo a la habitación después de mirar un rato hacia la calle. Esa noche dormí solo. Esperé un nuevo papel solicitando la devolución de la hornilla eléctrica pero no me llegó. Tampoco estuve en casa de la familia de María Elena para avisarle de su desaparición.
—Yo siempre pensé que esa mujer no le convenía —me dijo Matilde. Tenía la cabeza gacha mientras me dijo esto.
—Yo también lo pensaba.
Alentada acaso por mi opinión agregó:
—Hasta llegué a pensar que podía engañarlo.
—No, eso sí que no. María Elena es incapaz. Sólo que no nos llevamos bien.
Le di las buenas tardes y salí. Matilde me alcanzó en la escalera. “Perdone, señor García, no quise decir eso”. Yo le dije que no valía la pena. Quiso insistir en la excusa. Entonces le pregunté que si había soñado conmigo. “No, señor García”, me respondió sorprendida y apenada como si estuviera en la obligación de hacerlo. Me pareció ridículo pero le dije: “Bueno, vamos a ver si lo consigue mañana”.
Volví a quedarme hasta más tarde en la oficina y a enterarme como siempre de nuevas cosas sobre mi persona. En horas laborables apenas podíamos hablar. Demetrio me dijo que estaban enterados de lo de María Elena. “Creo que no volverás a recogerla, ¿eh, chico?” Yo le aseguré que de ningún modo. También me contó que Dinorah no me mentaba por mi nombre.
—¿Cómo me llama?
—Naricita.
—¿Por qué?
—Ay, chico, por lo del teléfono.
Toda la noche estuve pensando en lo que me dijo Demetrio. Dinorah me llamaba “naricita”. María Elena, “monada”. Elpidio, “hermano”. La mujer que estuvo en el bar conmigo, “muchacho”. Me sentía molesto. Dieron las dos de la madrugada y todavía estaba despierto. A la siguiente mañana me desperté más optimista. Pensé que después de todo yo tenía mucha suerte. Contaba con un buen empleo en una empresa particular. No dependía de los vaivenes de la política. Nadie me echaría a la calle. Fue tal mi cambio de ánimo que hasta busqué en mi libreta de direcciones y llamé a Elpidio por teléfono.
No me gustaban aquellos bares de la playa pero Elpidio siempre insistía en ir al mismo lugar. Las vitrolas metían un ruido endemoniado y había que enamorar a voz en cuello. A veces sentía el temor imposible de que me escucharan en la mesa de al lado. Una vez salimos con dos mujeres muy hermosas. La que me correspondía mostraba una cabellera larga y unos dientes parejos y fuertes. Me confesó que era casada cuando le pregunté por qué miraba constantemente hacia todos lados. “Estoy preocupada. Si Juanelo me ve aquí es capaz de matarme”. Salimos a la calle en busca de un taxi y ella se ocultaba tras de mí cada vez que observaba a lo lejos un hombre alto y delgado. “Igualito que Juanelo”, decía. Elpidio me propuso llevarlas a mi habitación y yo le dije que sí. En la puerta del hotel me arrepentí. Elpidio se puso frenético. “Es que ahí está la encargada”, le decía tratando de calmarlo. Levantó el brazo como si me fuera a golpear y lo bajó. “Te tengo lástima”. Llamó a un taxi y se fue con las dos.
Entré. Lo que Elpidio me pedía era imposible. Desde hacía casi una semana Matilde me estaba interesando enormemente. El primero en darse cuenta fue el vecino que me advirtió lo del balcón.” ¿No se ha fijado cómo lo mira Matilde? Dichoso que es usted, hombre”, dijo mientras me palmoteaba la espalda. En efecto, Matilde me miraba de un modo muy especial. Caí también en la cuenta de que tenía buena figura. Una mañana que la estaba mirando a través del visor de mi cámara me excité.
—¿Qué le sucede, señor García?
—Nada —dije torpemente y salí a la calle. Mientras caminaba por la acera la observaba a través del cristal de las ventanas. Un pedazo de pared me la quitaba de los ojos y después un nuevo cristal me la entregaba. Ella tampoco me perdía de vista. Pensé entonces que Matilde era más difícil de enamorar que el resto de las mujeres y casi estuve tentado de renunciar a la empresa.
Matilde comenzó a preguntarme si estaba preocupado. Hasta me dio a entender que temía por mi salud. “Está siempre sentado en un sillón. Sale usted muy poco, señor García”. Yo le decía “imagínese”, sin explicarle nada más, con el secreto deseo de que me comprendiera y me ayudara. Una noche me topé con ella en el pasillo frente a mi habitación. Volví el rostro hacia todos lados y no había nadie más. Nos mirábamos sin hablar. Pensé que lo mejor era invitarla a pasar, cerrar la puerta y declarármele. No me atrevía. Ella me preguntó que si estaba a gusto en mi habitación. Yo le dije que “sí” mientras reflexionaba sobre la naturaleza de las mujeres. “Casi siempre toman la iniciativa”, me dije. En seguida me preguntó que si no prefería una habitación del ala derecha. “La semana que viene se va a desocupar”. Comprendí entonces que me estaba hablando la encargada y no la mujer.
Iba a desearle buenas noches pero me contuve. La indecisión me atrapaba. “Por favor, señor García. Sea sincero. ¿Qué le sucede?”, preguntó conmovida. Yo le contesté que la amaba. Se rió y dijo: “Entonces cásese conmigo”. A las tres de la madrugada, después que todos los huéspedes estaban dormidos, ella vino a mi habitación como habíamos convenido. Con los primeros ruidos de la mañana salió sigilosamente y yo me qué en la cama sin poder conciliar el sueño, rememorando los acontecimientos.
Antes de que transcurrieran quince días decidió arrostrar la situación y venirse a vivir conmigo a la vista de todo el mundo. No se cansaba de repetir: “Amorcito, estoy loca por ti”. Caminando desnuda por la habitación me cocinaba deliciosos dulces de arroz con leche en la hornilla de María Elena. Comenzó luego a decirme que yo estaba cambiando. Al principio se quejaba con las palabras más dulces: “Dime lo que te pasa, amorcito”. Yo le contestaba que nada, que ése era mi carácter. Al cabo rompió con quejas más amargas. Me preguntó que si no podía olvidar a María Elena o que si estaba enamorado de otra. A la primera pregunta contesté que no y a la segunda permanecí en silencio. “Dime la verdad. ¿Estás enamorado de otra?” Yo seguía sin responder. Me echaba en cara lo que había hecho por mí. “Lo he sacrificado todo”, decía. Yo le dije que era verdad, lo comprendía pero que no podía ser de otro modo. Ante mi actitud se llenó de abnegación. “Hagamos un esfuerzo, amorcito. Todo esto ha sido demasiado hermoso para que termine así como así”.
Volví a llamar a Elpidio y a salir con él y otras dos mujeres. Como siempre fuimos al bar de la playa. De regreso se lo conté a Matilde. Me dijo que eso no me lo perdonaría nunca. Salió llorando de la habitación. Me miré al espejo para ver si necesitaba rasurarme y sentí lástima de mi mirada. Pensé de nuevo en Matilde, en todas las veces en que me llamaba “señor García, señor García” cuando yo ganaba la escalera. Me encogí de hombros. Pensé en seguida que se me hacía tarde para el trabajo. Me rasuré apresuradamente (aunque lo haga despacio siempre me corto con la máquina de afeitar) y salí.
Inexplicablemente me sentía contento. No tuve temor de levantar el auricular del teléfono de Dinorah y olerlo como antes. Me importaba poco lo que pudiera pensar Demetrio. A las siete salí rumbo al hotel. En el Malecón varios muchachos todavía empinaban sus papalotes a pesar de que muy pronto caería la noche. Pero no me detuve a mirarlos. Tampoco quise ir a la Plaza de la Catedral y eso que seguramente a esa hora no había nadie allí. A través del cristal de la ventana observé a Matilde en la carpeta. Cuando entré alzó los ojos y me vio. Llegué al primer peldaño de la escalera y esperé. Subí pensando que se le pasaría. Ya hace cuatro meses. Siempre me detengo en el primer escalón y espero inútilmente.