Las estribaciones del cielo
Estaba agachada en medio de la sala, dándole de comer al gato, cuando Dionisio Sampedro introdujo la llave en la cerradura y empujó la puerta: era el único hombre al que le concedió el privilegio de llevar una copia de su llave en el bolsillo. Mientras hacían el amor ella lo llamaba mi bacán, mi dueño, mi macho lindo, mi Tarzán y otras linduras adicionales que a él le ponían al rojo vivo la vanidad. Damaris trasladó la vista desde el plato de peltre hasta el rostro del hombre que acababa de entrar a su apartamento y tuvo la impresión automática de que no era el mismo de siempre.
Dionisio, al fin, después de intensas caminatas calle arriba y calle abajo, había podido comprar en la bolsa negra un cake de chocolate para festejar el cumpleaños de su abuela, que ese día arribaba victoriosamente a los noventa; sostenía el cake con la mano izquierda y con la derecha hurgaba en el bolsillo del pantalón en busca de la llave cuando levantó el rostro, para mirar sin ningún propósito, como si desde un ámbito incierto una voz lo reclamara, y descubrió con estupor que en lo más alto de la pared de su casa, muy cerca de la puerta, alguien había dibujado un graffiti con el estruendo de una bofetada: maricón. Si es cierto que ahora está viviendo en Miami, como dicen, si no murió en alta mar devastado por los tiburones, es decir si hubiera podido vivir varios años más, aún estaría comprometido con la afirmación de que en aquel momento la ofensa no lo inquietó: un balance de fin de año, porque estábamos a mediados de diciembre, lo autorizaba a corroborar la cosecha de tres mujeres (una de ellas era Damaris) que en sus atardeceres muertos, cuando algún marido se descuidaba o cuando el tedio les oxidaba el corazón, lo dejaban ingresar a su anatomía sin mayores consecuencias, convencidas de que iban a sortear el desenfreno sin un rasguño en la piel. «Tres ases en un solo golpe de dados», murmuraba Dionisio frente al espejo, todas las tardes, antes de salir a la calle con una audacia a cuestas que era su tabla de salvación, puesto que no admitía más solución mágica que la forjada en sus ficciones. Ah, y una rubia caderuda, la cuarta fortaleza asediada, próxima a convertir al panadero del barrio en cornudo. Desde que reparó en ella, Dionisio se dijo que aquella mujer estaba destinada a sucumbir sin remedio a sus disparos de experto cazador, y como además había adoptado la consigna de que no existe una segunda oportunidad, muy pronto empezó a engatusarla no sólo con miradas de lobo de mar, entrecerrando los párpados como si escudriñara el horizonte, sino colocando su mano a la altura de los genitales, cuando pasaba a su lado, para que ella pudiera advertir bajo la tela del pantalón los movimientos perturbadores del animal despierto.
—Uno nunca sabe lo que tiene hasta que lo pierde, dice un refrán equivocado. Realmente, primo, uno nunca pierde nada hasta que lo sabe —farfulló Casimiro Losada con una botella de cerveza en la mano—. Así que has tenido una suerte del demonio, ninguno de los maridos de las mujeres con las que te acuestas las han perdido porque todavía no lo saben, pero el día que lo sepan, en el momento exacto en que se enteren, más vale que desaparezcas, que cojas un bote y te largues a Miami. Un marido burlado tiene la fuerza de un ciclón.
Mientras lo miraba con profundidad a los ojos, Casimiro encendió un cigarrillo, y entre espirales de humo que le desdibujaban el rostro, agregó que por pura casualidad se había enterado que a pocas cuadras de su casa un marido celoso asesinó a su mujer y al amante de su mujer, que estaban haciendo la cochinada en su propia cama, y después, con una sangre fría del carajo, se roció de alcohol y prendió un fósforo.
—¿Para eso me mandaste buscar, para darme un sermón?
—No, primo, para tomarnos estas dos cervezas. Saboréala, cógele el gusto. Puede ser la última que te tomes.
—Tú siempre con la matraquilla de la muerte.
Había acudido al primo con la determinación de limpiar su alma de telarañas pero ahora, escrutado hasta el riñón por la mirada incisiva de Casimiro, pensó que lo más acertado era dar un rodeo y empezar la explicación con cautela, sin muchos aspavientos, para que no se percatara tan bruscamente de que estaba al borde del abismo. Intentaba organizar minuciosamente el discurso, para amortiguar el impacto, cuando se preguntó que a qué venía entonces ese afán de convertirlo en confidente si no jugaba limpio y ocultaba más de un naipe en la manga de la camisa. Se mordió los labios, respiró hondo y al fin lo dijo: «Si no me desahogo con alguien, primo, voy a explotar». Desde que apareció el graffiti junto a la puerta de su casa no lograba dormir tranquilo ni media hora en toda la noche. Agobiado por el peor de los insomnios daba vueltas y más vueltas en la cama hasta el refugio final de la madrugada. ¿Se estaría volviendo loco? Era posible, porque todas las noches, mientras pasaban en ráfagas los nombres de sus concebibles enemigos, le parecía tener delante de los ojos cientos, miles de manos a disposición de su desasosiego, manos como en una proyección cinematográfica, que él imaginaba adoptando todas las formas y texturas posibles, puesto que a menudo eran manos espectrales como pintadas de cal viva y a veces enormes manos peludas, y en otras ocasiones curtidas por el sol, con un anillo en el anular o quizás cubiertas de manchas seniles, las manos del hombre o de la mujer que escribió lo que escribió.
A ratos le temblaba todo el cuerpo. Estaba tenso. Era evidente, ni soñar que pudiera ocultarlo. Además, estaba tan roto por dentro, tan desorientado, que contra su placer y sin saber a ciencia cierta por qué lo hacía, acababa de cancelar sus relaciones con Yaire, la mujer del panadero, a la que después de no pocas tentativas fallidas al fin había conseguido llevar a la cama. Casimiro esbozó una sonrisa que podía ser tanto de asombro como de incredulidad cuando Dionisio le confesó que durante la última semana, para incinerar las tensiones, para relajarse, hizo lo que nadie y mucho menos Casimiro hubiera esperado de él: había practicado varios ejercicios de yoga, como quien acude a un analgésico para evitarse futuros dolores de cabeza, se había sentado en la postura del loto como un monje budista, intentando meditar, pero todo resultó inútil: era puro nervio de los pies a la raíz del pelo. Sin embargo, estaba convencido de que no debía cargar únicamente a la cuenta de sus nervios trizados, o a una alucinación, lo que le ocurrió después, el verdadero motivo por el cual lo visitaba con tanta urgencia, ensopado por la lluvia, un domingo tan temprano, porque a alguien, coño, reiteró, tenía que contárselo. Una de esas noches, mientras observaba la profusión de manos, se levantó para ir al baño, a desaguar la vejiga, incidentalmente debía decirle que se acostaba sin quitarse la ropa pensando que alguien iba a tocar a su puerta para sacarlo de la cama a medianoche cualquiera sabe con qué propósito, así que en el mismo instante en que terminó de orinar, se sacudió el miembro y cerró la portañuela, experimentó por primera vez aquella extraña sensación en la espalda, como si una fuerza desconocida se hubiera apoderado de sus omóplatos y tironeara desde allí para conducirlo a las alturas. La sensación nunca le resultó fácil de describir, y mucho menos ahora, delante de este Casimiro que lo observaba con la indescifrable sonrisa de la Gioconda, pero desde el primer momento Dionisio se aventuró a pensar que el símil más apropiado era el de estar suspendido en el aire por arneses de paracaídas. Se refugiaba en ese símil para rehuir otro más inquietante, puesto que también era la sensación de tener dos alas ensambladas en los omóplatos, lo que le había llevado a aceptar (oh, Casimiro, entiéndeme, no es mi opinión) la explicación encontrada recientemente en una revista: todos somos ángeles caídos, es decir, antes de ser hombres fuimos ángeles, y por eso todavía conservamos en la espalda, subliminalmente, por debajo del umbral de la conciencia, como la huella de una cicatriz, el recuerdo persistente de las alas que nos amputaron durante la caída.
—¿Sospechas de alguien? —preguntó Casimiro.
—No entiendo tu pregunta.
—Trato de saber si sospechas quién escribió la palabrota en la fachada de tu casa.
Claro que sí, tenía muchas sospechas, y en primerísimo lugar sospechaba del italiano. Pudo haberle pagado a cualquier mequetrefe para que dibujara el graffiti, respondió sin entusiasmo mientras se palpaba los bolsillos de la camisa sin saber lo que buscaba.
Con toda seguridad el italiano lo odiaba más que ninguna otra persona en este mundo, con un odio siciliano de ésos que siempre terminan, como en las películas, dentro de un charco de sangre. Cuando concluyó su búsqueda en el bolsillo y extrajo la fosforera, pensó una estupidez: la calvicie pudiera estar asociada al fuego de la próstata. Puesto que ese viejo gordo y calvo se había emperrado de tal forma con Damaris que, sin concederle importancia al dinero que se le iba, mientras estaba en La Habana se acostaba con ella todas las noches, desde que descendía del avión en la terminal aérea de Boyeros hasta que regresaba a su país. De vuelta, llevaba en la maleta numerosos objetos artesanales comprados en la Plaza de la Catedral, y en el rostro las huellas de su desatino, que malamente ocultaba con unas gafas de sol, unas ojeras de martirizado, de prisionero en un cepo, porque, según refería Damaris, el italiano no le daba respiro, toda la larga noche con el pene erecto como si tuviera veinte años.
Se llamaba Salvatore pero Damaris le decía Salva. Cuando estaba en la cama con Dionisio, previendo una explosión de celos, se burlaba de Salva con increíble voz de soprano: Salva me salva de la miseria, Salva me salva del hambre. De manera que Dionisio no sabía cuál de los dos era el que ganaba y cuál el que perdía. ¿No se aprovechaba él también de los verdes del salvador?
Con los dólares de Salva, Damaris le compró un reloj ruso, un Poljot, de manilla metálica, y una chaqueta de paño para el invierno. Con los dólares de Salva a cada rato comía mortadela y tostones, o congrí y yuca hervida.
La única vez que coincidieron en el apartamento de Damaris se debió a una de esas trampas de confusión que suele tender la vida. Cuando Dionisio introdujo la llave en la cerradura y empujó la puerta nadie tuvo que decírselo para saber que el inoportuno personaje era Salva. Inmóvil en la entrada, con el batiente todavía en la mano, aguantando la respiración para que no repararan en él, lo oyó decir que había llegado a La Habana antes de lo previsto pero como estaba roído por la impaciencia decidió subir la interminable escalera hasta el último piso para no tener que aguardar a que ella lo llamara por teléfono al hotel, al día siguiente, como estaba convenido, a fin de concertar la cita.
«¿Hice mal?», preguntó. Y sin esperar respuesta comentó que lo mejor de aquel apartamento era el chorro de luz que entraba desde la azotea. No obstante, se abstuvo de comentar que no se explicaba cómo Damaris podía vivir tan campante en las estribaciones del cielo, en un apartamento sin elevador y sin un teléfono a mano para algún recado de urgencia.
La versión que Dionisio extrajo de aquel encuentro fue que el italiano lo miró primero de reojo, sin concederle importancia a su presencia, pero más tarde lo inspeccionó con fingida serenidad desde los pies a la cabeza, y finalmente, convencido de que se enfrentaba a un rival de consideración, lo miró sin disimular las ganas desaforadas de asesinarlo. ¿Sería de verdad siciliano? Gesticulaba con el brazo izquierdo en alto para facilitar que por debajo de la manga de la camisa hiciera su aparición este reloj pulsera del diseñador Vacheron Constantin, explicó con petulancia, nada menos que el modelo Tourbullon Malte Squelette con su mecanismo al descubierto, la mejor forma que había encontrado para descalificar al adversario, para confirmar que Dionisio (que en esos instantes hacía esfuerzos para que el italiano mientras lo examinaba omitiera el reloj ruso) no tenía un miserable dólar en qué caerse muerto en tanto que él le había regalado a Damaris una minifalda de cuero y un televisor a colores de veintiuna pulgadas, y ahora, delante del propio Dionisio, qué clase de hijo de puta madre mía, le estaba prometiendo llevársela a vivir con él, en Florencia, donde hace poco había comprado un castillo renacentista, por cierto, dijo, igual al de Otero Silva en el cuento de García Márquez, con fantasma y todo, se rió, situado en las afueras de la ciudad.
Dionisio siempre se daba cuenta que estaba sólo a unos pocos peldaños del apartamento de Damaris cuando deslizaba la vista por la pequeña ventana que remataba un recodo de la escalera y le parecía divisar, por encima de las azoteas vecinas, inconmovible, la columna de humo de la termoeléctrica de Tallapiedra. A veces el viento desflecaba el humo y a veces la proximidad de un aguacero, de un huracán degradado a tormenta tropical, ennegrecía el cielo y enmascaraba la columna de humo que, ahora, a contraluz, con el sol en declive, pespunteándola de plata, debía estar emitiendo destellos metálicos. En cuanto él llegara a la azotea lo iba a comprobar. Pero enmascarada o no, la columna de humo de Tallapiedra siempre estuvo asociada a su encuentro con la jinetera que ocupaba el último piso de un edificio situado muy cerca de la Avenida del Puerto. Se detuvo en un escalón para coger aire, asustado por la sordidez de su resuello, y en una fracción de segundo echó a andar el mecanismo de la memoria y la vio como la primera vez, a la salida del cine, con su minifalda coloreada por las luces pulsátiles de la marquesina, y su largo pelo negro derramado sobre los hombros, confluyendo hasta la geografía de los senos como una caricia de azabache. Reflexionó más tarde que quizás en aquel momento el entorno no estuvo salpicado de luces pulsátiles como las de las discotecas, ni ella tenía el tatuaje de una flor en el brazo izquierdo como al principio ideó, todo pudo haber sido el resultado de una inmediata ofuscación momentánea, ¿de una travesura de Cupido?, pero aunque él no creía siquiera en el amor a tercera vista, desde entonces trepaba todas las tardes, o casi todas, hasta el último piso con la respiración entrecortada, cuyos peldaños ganaba con impaciencia de dos en dos, o a causa de su reloj biológico que le pronosticaba la inminente inquietante perspectiva de los cuerpos machihembrados en la cama. Apenas introducía la llave en la cerradura y empujaba la puerta, empezaba a desnudarse rápidamente, como si se despellejara, arrojando la camisa en un rincón y el pantalón tal vez sobre una silla, pero antes de desabotonarse la camisa o sacarse el pantalón improvisaba maniáticamente algunos pasos rumbo a la azotea para echarle una mirada familiar a los barcos que avanzaban con pasmosa lentitud hasta el fondeadero de la bahía. Luego volteaba el rostro y descubría con sorpresa (una sorpresa que ya tenía todos los ingredientes de la rutina) que Damaris se le había adelantado como de costumbre, y sin que él pudiera precisar cuándo y cómo ya estaba desguarnecida de ropa sobre la cama, atrayéndolo con la furia de un imán. Nunca se explicó, aunque tampoco hizo esfuerzos por indagarlo, cómo era posible que ella pudiera deshacerse, así, casi mágicamente, de la blusa, la minifalda, la braga y el sostén. Después del encuentro de los cuerpos, que empezaba como sexo y acaso concluía como amor, Dionisio se quedaba en muchas ocasiones un poco de tiempo más porque Damaris lo invitaba a comer. Nada del otro mundo.
Un poco de mortadela y tostones. O congrí y yuca hervida.
Las reglas del juego estaban establecidas. Con su minifalda de cuero, regalo del italiano, y su pelo suelto, Damaris jineteaba a todo lo largo del Malecón, desde el Riviera hasta la calle G, y él no le ponía mala cara. Los extranjeros, si querían pasar la noche con ella, tenían que pagar nunca menos de cincuenta dólares, los famosos verdes gracias a los cuales Damaris colmaba el refrigerador de carnes y legumbres, pero Dionisio Sampedro no dejaba de saberlo y se hacía el desentendido con astucia incalculable pensando que de todos modos las tardes eran para él, de verdad que tampoco le importaba, nunca le importó porque si lo miraba bien nadie poseía lo que se necesitaba para hacerle la competencia, era el rey del colchón, el más toletudo de los hombres que merodeaban La Habana Vieja, que transitaban el casco histórico de la ciudad, conservado en cera virgen para engatusar a los turistas que ahora abejeaban desde la calle del Obispo hasta la Plaza de la Catedral con cámaras fotográficas al hombro, codiciándole las nalgas de canela a cualquier mujer. Siempre preferían a las mulatas. El color del café con leche los enloquecía, aunque si fuera necesario decidir entre la leche y el café, sin la menor vacilación se hubieran quedado con el café: las negras que no pintó Modigliani estaban tan bien cotizadas que muchas lograban casarse con extranjeros y ya vivían en Barcelona, en Londres y en París.
Mientras sostenía el cake de chocolate a veces con la mano izquierda y a veces con la derecha, pensó que apenas llegara a su casa conseguiría expulsar de la memoria todos los recuerdos sin consuelo que lo asaltaban en los cumpleaños de su abuela, la única persona con la que convivía. Pensó que los expurgaría para quedarse únicamente con los recuerdos más tolerables, o mejor aún con los más edulcorados y gratificantes que extraía de su pasado más reciente, y en efecto ya estaba casi a punto de sustituirlos por los recuerdos táctiles de los tersos muslos de Damaris, por los recuerdos olfativos que ascendían desde el triángulo del sexo hasta el ombligo de Damaris, y por las gustativas remembranzas de la lengua de Damaris reptando entre sus dientes, cuando se percató de la inutilidad de la estratagema. Por mucho empeño que pusiera, por muchos senos y muslos que evocaba, no podía aventar una sola de las escenas concertadas con el recuerdo de la muerte de sus padres, exactamente el mismo día del cumpleaños de su abuela, cuando él tenía doce. Vencido por las lágrimas que ya pugnaban por humedecerle las mejillas, recordó con abrumante precisión que acababa de poner la bicicleta contra la puerta de su casa justo cuando alguien que emitía muchos gritos le dijo que sus padres habían sufrido un accidente, un camión se les fue encima hace menos de quince minutos, le explicaron, el padre había muerto instantáneamente, la madre estaba entre la vida y la muerte. Cuando llegó al hospital, escoltado por varios parientes, ya su mamá había muerto. Recordó su rostro de impresionante palidez, sus párpados cerrados, y también el rostro de su padre, cuando se acercó, sollozando, para observarlo por última vez a través del cristal.
El graffiti, en cambio, sí había logrado ahuyentar los recuerdos más lacerantes. El graffiti no lo dejó pensar durante dos semanas en ninguna otra cosa. A menudo, durante esas dos semanas fragorosas, llegó a considerar que el letrero se lo tenía merecido a causa de la melena que le llegaba en rizos hasta los hombros.
Fluctuando entre la humillación y un resto de orgullo y de vanidad desaforada, pensó varias veces en visitar al barbero para pedirle que le dejara la cabeza totalmente rapada pero de inmediato retrocedía depositando también a la cuenta de la melena la persuasiva fascinación que ejercía sobre las mujeres. Fue el jueves de la segunda semana cuando pasó sin transición de las preocupaciones que le concedió el graffiti a la noción aún más provocadora de que un suceso inesperado venía a variar el curso de su vida. El acontecimiento fortuito y al mismo tiempo indescifrable podía ser a) la visita de Pitín el Cojo para invitarlo a participar en los preparativos de una salida clandestina del país, y b) la posibilidad presentida de que en cualquier momento iba a poder caminar sin la necesidad de apoyar sus pies en el suelo.
—Una balsa es muy fácil de fabricar —explicó Pitín el Cojo—, sólo tenemos que conseguir algunas tablas y dos gomas de camión. Con buen viento, en tres días estamos en Miami, ¿qué te parece?
El recuerdo es una profecía al revés. Mientras ganaba los primeros peldaños de la escalera que conducía al apartamento de Damaris, se daba cuenta, recordándola, que su última visita a Casimiro tuvo el resultado que cualquiera hubiera podido prever: el primo lo miraba como el que indaga en el rostro de un loco, con una inagotable sonrisa socarrona en su boca perdida, en la línea casi sin labios de su boca, tan parecida a la de la Gioconda, y Dionisio no pudo resistirse a la tentación de ponerse de pie bruscamente y largarse de allí. Después de todo, qué falta le hacía su opinión. Ninguna. Siempre hay alguna manera de agenciarse el conocimiento. Él no estaba tan escaso de lecturas como para dejar de pensar por cuenta propia. En una revista que le regaló Damaris, que le había regalado el italiano, un regalo dentro de otro regalo, leyó que en una ciudad imprecisa, que tal vez era Iowa, tuvo lugar ante las cámaras de la televisión una especie de competencia de levitadores para ver quién lograba mantenerse más tiempo que los otros suspendido en el aire. La noticia lo sacó de balance porque él siempre había tenido la idea de que levitar era un oficio de ocultamiento: los grandes levitadores de la hagiografía cristiana, José de Copertino y Francisco Suárez, eludían las miradas de los demás apenas se percataban de que estaban próximos a hollar el aire con sus talones, y Teresa de Avila hacía incontables esfuerzos para no ser observada cuando en presencia de sus hermanas carmelitas, en el locutorio, «presa de un espanto excesivo», según propia confesión, advertía que estaba siendo separada varios centímetros del suelo.
Pero aunque él hubiera tenido la incontestable sensación de las dos alas ensambladas en sus omóplatos como una invitación a levitar, aunque esa sensación persistía, la posibilidad de transitar el aire, tantas veces prevista en sus insomnios, era el mayor de todos los disparates que se le pudieran ocurrir. ¿Por qué? ¿Por qué era imposible que él lograra separar sus pies del piso? Muy claro: porque no era posible, porque demasiado había alardeado de ser el rey del colchón, el más toletudo de todos los hombres que recorrían el casco histórico de la ciudad. A levitar no se aprende entre los muslos de las mujeres, pensó. Levitar es el último peldaño de una vida con olor a santidad, una forma de reconciliarse con el cielo, de empezar a descifrar los mecanismos del más allá.
Cuando pisamos el aire ya hemos roto las ataduras y no pertenecemos a este mundo. ¿Qué coño le pasaba? ¿También él, como Casimiro, se aficionaba a la matraquilla de la muerte?
—Hay que tener cuidado con la gente del Comité. La lechuza siempre está con la guardia en alto —susurró Pitín el Cojo mientras se golpeaba la pantorrilla con un palo de mangle. Señaló con un índice encogido hacia un hombre de rostro picado de viruelas que estaba sentado en el estribo de una camioneta.
—Ese es uno de ellos —agregó—. Desde hace dos días me están siguiendo los pasos. Por ahora olvídate de los cangrejos.
—¿Cangrejos?
—Coño, tú no sabes disimular.
¿La cancelación del proyecto se explicaba únicamente porque el hombre de rostro picado de viruela los miraba con imprudencia? La lógica decía todo lo contrario: si el hombre miraba tan directamente no debía ser del Comité, conjeturó Dionisio.
—No preguntes más nada. Ahueca el ala —dijo Pitín el Cojo a tiempo que echaba a andar hacia el roquerío de la costa, alejándose con rapidez.
Mucho antes del crepúsculo de ese día, cuando aún los rayos del sol descendían como flechazos incandescentes, Dionisio llegó a casa de Pitín el Cojo. Tocó a la puerta y nadie salió a recibirlo.
Cada vez que tocaba únicamente le respondía el ladrido de un perro. Pero Cojimar no era Tokio, pensó, le sería fácil localizarlo si daba una vuelta por el pueblo. Salió a buscarlo y muy pronto se topó con él donde menos esperaba encontrarlo: acuclillado frente a la bahía, observando un mar inmóvil, bruñido por tantos azules que parecía una planicie de aluminio.
—Si ya estaba todo cocinado —se lamentó Dionisio.
—Tranquilo, bróder, tranquilo. Peor es caer preso.
—Tienes miedo, ¿verdad?
—Piensa lo que quieras, pero yo no me meto en esa candela por ahora.
Tenía miedo. Eso era. A última hora, cuando ya habían acopiado las tablas y las gomas de camión, cuando lo tenían todo en un lugar seguro, Pitín el Cojo se había apendejado. Cualquiera se apendeja cuando tiene que subir a una balsa y enfrentar el océano. Noventa millas. En una balsa. Sin motor fueraborda ni velamen, con un palo a modo de remo, siempre a la deriva, apelando sólo a la buena voluntad de la corriente del Golfo. Pero tal vez Pitín el Cojo no había retrocedido como una rata de basurero empujada por su propio miedo, porque él había nacido en un pueblito de pescadores y según le gustaba referir estaba acostumbrado a sortear unas tormentas que parecían dividir el mar en dos mitades, sin que él se acoquinara, sin que el jadeo y los bramidos del mar lo intimidaran, hasta que las aguas fraccionadas lograban aquietarse y quedaba flotando en el aire un olor a manglar y a bejucos húmedos, que es el olor, decía, que debe haber tenido el mundo en el momento de nacer.
En cambio él, Dionisio Sanpedro, ¿por qué persistía? Se formuló la misma pregunta innecesaria diez, veinte, acaso mil veces durante el interminable lapso que medió entre encender un cigarrillo y después de algunas chupadas ávidas, tirarlo al suelo para apagarlo con el zapato. Sí, ¿por qué, por qué tenía que abandonar su casa natal, el paisaje, su idioma y las costumbres que lo protegían? ¿Por qué? ¿Sólo porque Pitín el Cojo lo había aconsejado?
Si lo miraba bien, no existía ningún motivo apremiante que lo obligara a hacerlo. ¿Quién lo perseguía, quién lo acosaba? Nadie, se respondió con una mezcla inesperada de perplejidad y desasosiego, como si esa sola palabra, pronunciada sin mucho énfasis, cuando más persuadido estaba de que no iba a retroceder, hubiera podido servirle para vencer la tentación de trepar a una balsa y salir rumbo a lo desconocido.
Nunca contaba los peldaños que lo separaban del apartamento de Damaris. Ahora, mientras ascendía, en lugar de empezar a contarlos por primera vez, Dionisio pensó que él no era tan idiota como para ignorar que los hombres pueden cambiar de la noche a la mañana, en un instante providencial. En cuanto él estuviera en alta mar, Yemayá, la Madre Universal, la diosa azul dueña de las aguas, la deidad de las siete sayas, lo ayudaría a transformarse. Los cubanos saben que no se puede cambiar de vida atravesando el mar sin el consentimiento de YemayáOlokun. Sin el concurso de las aguas de la superficie y de las profundidades. Yemayá lo iba a complacer. Aconsejado por un santero, se lo pediría, engatusándola con la promesa de una ofrenda de chayote, culantro, añil, berro, miel y verbena que, apenas le fuera posible, iba a colocar al pie de una palma real, que según le habían dicho abundaban en Miami casi tanto como en Cuba. Yemayá, Yemayá. El ruego lo haría de rodillas en la balsa, a medianoche, bajo el chisporroteo de las estrellas. No existe nada que no logre el océano con la furia y la paciencia de su eternidad. Solos en la balsa, alejados de todos, Yemayá y él. Bastaría con perdírselo a la diosa. Siempre había sido así desde el principio de los tiempos. Siempre el hombre iluminándose por intercesión de una divinidad. Para confirmarlo, ahí estaba el caso de San Pablo, que durante un tiempo fue un implacable perseguidor de cristianos, a muchos de los cuales les separó la cabeza del cuerpo. Bastó, para convertirse, que una luz lo envolviera y escuchar la voz de Jesús. De modo que, con todo el ímpetu que necesitaba para no volverse atrás, Dionisio tuvo la certidumbre de que había llegado para él el momento de enmendarse.
¿Si no, por qué se había apoderado de sus hombros la sensación de haber tenido alas? ¿Por qué lo rondaba la idea de que su vida estaba a punto de variar de curso, una idea que no era un simple capricho, lo sabía, sino el resultado de una urgencia interior a la que no podía negarse, a la que no podía abstenerse de ofrecer una respuesta condigna desde ahora y para toda la vida?
Pero él no debía hacerse demasiadas ilusiones. Ninguna persona intoxicada de la peor manera de hacer el sexo, es decir prescindiendo del amor, había logrado su conversión, ninguna había ascendido a los altares, ninguna había levitado, ninguna había siquiera conquistado el perdón. Y él, Dionisio, posiblemente era la peor de todas las personas que lo rodeaban. Nunca había conocido eso que los demás llamaban amor. La renuncia tácita al sueño que muchos de sus amigos identificaban con contraer matrimonio y tener varios hijos, le creó una dependencia del sexo semejante a la que se puede tener de la droga. El día que no se acostaba con una mujer le daba fiebre, y se sentía malhumorado, deprimido. Sólo le interesaban los atributos físicos de la mujer: la turgencia de los senos, las corvas, los muslos alargados y macizos como los de sus compañeras de secundaria que le abultaban las bragas de sus diecinueve años mientras jugaban basquetbol o hacían calistenia.
Soltó una estruendosa carcajada en el mismo instante en que accedió a un nuevo descanso de la escalera, pensando que el colmo de la extravagancia sería lanzarse al espacio abierto, desde la azotea de Damaris, para levitar desnudo, aunque a esa hora, con el sol en declive, a contraluz, silueteado, nadie desde abajo le podía observar sus particularidades, el reiterado eufemismo con el que su abuela hacía alusión a los genitales. Deslizó la vista por la pequeña ventana que remataba un ángulo de la escalera y le pareció divisar, por encima de las azoteas contiguas, la columna de humo de la termoelétrica de Tallapiedra, que a esa hora, pespunteada de plata, debía estar emitiendo destellos metálicos.
Recordó haber leído que al gran mago Daniel Dunglas Home muchas personas lo vieron flotar en el aire cuando salió al espacio abierto desde la ventana de un tercer piso de un edificio de Londres, al que regresó después de realizar una larga caminata sobre la calle. De haber conocido personalmente a Home o a San Juan de la Cruz, que también levitaba, les hubiera preguntado si en alguna ocasión experimentaron la sensación de tener dos alas ensambladas en los omóplatos.
¿Ocho escalones? ¿O diez? Nunca contaba los escalones que lo separaban de Damaris. No se detendría a contarlos ahora, pensó.
Pensó al mismo tiempo que acaso él no era un tipo fuera de serie como imaginaba. Tal vez era un blandengue y se estaba enamorando de Damaris sin darse cuenta. Por eso había roto sus relaciones con Yaire. Dicen que ocurre así, que un día cualquiera, sin saber cómo ni cuándo ni por qué, uno descubre que está enamorado. La vio como en la primera ocasión, a la salida del cine, con su minifalda coloreada por las luces pulsátiles de la marquesina, y su largo pelo negro derramado sobre los hombros, confluyendo hasta la geografía de los senos como una caricia de azabache. Por eso la tenía en la cabeza las veinticuatro horas del día, por eso subía siempre la interminable escalera con las manos yertas y una arrasadora necesidad de verla que era más de enamorado que de seductor. Por eso odiaba con todas sus fuerzas al italiano hijo de perra que pretendía llevársela a vivir en Nápoles, ¿o en Roma?
Por eso en este momento en que iba a soltar las amarras, a cambiar de destino, ahora que estaba a punto de demostrarle al mundo de lo que era capaz, de dar el salto mortal pasara lo que pasara, decidió ir en busca de Damaris y no de otra persona.
A ver, hoy es lunes, pensó Dionisio, el lunes es lunático, puede ocurrir no sólo lo que imaginas sino lo que rechazas, a ver, hace hoy exactamente una semana porque fue el lunes pasado cuando tuvo una pesadilla en la que ascendía al cielo con la chaqueta que le compró Damaris gracias a los dólares del italiano, pero al mismo tiempo que la tela de la chaqueta se disolvía en flecos luminosos alcanzó a comprobar que no era sólo la chaqueta la que se desmenuzaba, convirtiéndose en luz, sino todas las otras prendas, la camisa, el pantalón, la camiseta, los calzoncillos, hasta quedarse desnudo, suspendido en el aire anaranjado del atardecer, aterrorizado repentinamente porque no era al cielo hacia donde él se dirigía sino al infierno de aceite hirviente y calderas de bronce que se había ganado en la cama de los maridos burlados, el infierno que no olía a entrepierna ni a sobaco de mujer sino a tufarada de azufre, en la pesadilla cerró los ojos para agradecer que estaba muriendo con alegría, como si en la vida no existiera nada mejor que esperar la muerte, pero en realidad seguía ascendiendo, ganaba los últimos peldaños que lo separaban del piso más alto, abierto a la azotea desde donde iba a contemplar a su gusto el humo de Tallapiedra, introdujo la llave en la cerradura, empujó la puerta, Damaris estaba agachada en medio de la sala, dándole de comer al gato, y cuando trasladó la vista desde el plato de peltre hasta el rostro del hombre que acababa de entrar a su apartamento aceptó la incómoda idea de que Dionisio no era el mismo de siempre. Sin embargo, al mismo tiempo conjeturó que su sospecha podía ser excesiva. De reojo lo vio cruzar a su lado y caminar hacia la azotea. Era casi lo mismo de siempre. No ocurría nada diferente. Era lo que hacía todas las tardes. Antes de estar con ella, mientras ella lo esperaba desnuda en la cama, abierta de piernas, Dionisio siempre improvisaba maniáticamente algunos pasos rumbo a la azotea para echarle una mirada familiar a los barcos que avanzaban con pasmosa lentitud hasta el fondeadero de la bahía. No había motivos para preocuparse. Todo estaba bajo control. Mira que ella imaginaba cosas absurdas. Era muy imaginativa. Demasiado. Le sobraba inventiva. Pero ahora no fantaseaba, no era que estuviera fantaseando. Dionisio se demoraba demasiado. Demasiado era el silencio que mediaba entre los dos. ¿Sería tan rematadamente loco como para hacerlo? ¿Y nada menos que desde su casa, desde su azotea? Tremenda jodedera. Lo había oído hablar en repetidas ocasiones que era posible caminar sin poner los pies en el piso.
Levitar, esa era la palabra que usaba. Levitar. Sería idiota. Recordó que Dionisio mencionó a un tal Simón que logró levitar durante algunos minutos antes de caer al piso y partirse una cadera. Si trataba de hacerlo, le iba a pasar igual. Igual no, peor, porque iba a caer desde un quinto piso. Le pareció escuchar un estruendo allá abajo, en la calle. Ay, Dios mío, se mató. Se mató.
Se mató, santo Dios. Sí, le sobraba imaginación. Vio a la policía entrando a su apartamento. Interrogándola. No, por Dios, no puede ser verdad. Se armó de valor y saltó de la cama. Tenía que asomarse y mirar hacia abajo.
Fue la última vez que lo vio. Nunca más, se dijo, nunca más.
La azotea estaba desbordada por los fuegos fatuos del atardecer, que también crepitaban allá abajo, en el inmenso espejo de la bahía. Y cuando Damaris alcanzó a verlo de espaldas a ella, quitándose la ropa, tuvo el pálpito inexorable de que aquel hombre había subido con la respiración entrecortada la interminable escalera no sólo con el propósito de devolverle la llave del apartamento sino para hacerle un furioso amor de despedida en las estribaciones del cielo, el modo más humano de flotar en el aire, de levitar desnudo hasta perderse en un horizonte de antenas parabólicas y luces de neón.