En la página siete
Pudo haber tenido la idea desde mucho antes pero fue una tarde cuando mi amigo me dijo que lo mejor del mundo era dedicarse a alquilar presumibles suicidas. Yo le contesté que había demasiados, que leyera las estadísticas, que el dinero no le iba a alcanzar y, después de todo, para qué. Mi amigo no hizo caso de mis argumentos, movió la cabeza de un lado a otro como siempre que un pensamiento no lo satisface del todo y salió dando un portazo. Entonces yo salí también y eché a andar por la calle apresuradamente, en la mano mi sombrero de paño azul. Tropezaba con la gente y la saludaba con alegría idiota, balbuceando “muchas gracias” cada vez que alguien me daba un empellón pero el caso era llegar cuanto antes. En el mayor puente de la ciudad estuve esperando cerca de dos horas, después de haber recorrido infructuosamente otros puentes menores. Encendía los cigarrillos con una frecuencia malsana y luego los tiraba al río cuando aún era posible fumarlos un poco más. Pensé que los cigarrillos navegarían corriente abajo, destripados, las picaduras y el papel cada cual por su lado, y que podía acabar con diez cajas sin que apareciera una sola persona dispuesta a suicidarse. Entonces vi que se acercaba un hombre, vestido todo de gris. Primero avanzaba sigilosamente, más tarde dio un salto y empezó a caminar no sin cierta premura hacia donde yo estaba, a tiempo que me hacía señas con la mano para que me le acercara. Mi desilusión fue total cuando comprendí que era mi amigo.
—¿Qué haces? —me preguntó.
—He recorrido todos los puentes de la ciudad inútilmente.
—Ése no es el modo, Emérito.
—¿Qué crees que debo hacer?
—Poner un aviso en los periódicos. Es lo que hace todo el mundo.
Le di las gracias y regresé a la casa. Acodado en la almohada, me puse a redactar el texto que esa misma tarde enviaría a los periódicos. Se solicitan presuntos suicidas. Si no quiere su vida, alquílemela. Me pareció un texto excelente. Sobrio y capaz de convencer a cualquiera.
Por la mañana leí el aviso en el periódico. Ocupaba aproximadamente media pulgada de texto, en la tercera columna de la página siete, bajo un título a bodoni que decía escuetamente: “Solicitudes”. Era un aviso desconcertante, sin duda, pero de todos modos no me fue difícil acomodarme a la idea. Grabé en mi memoria el nombre y la dirección del solicitante: Emérito Díaz, Concordia 63, apartamento D. Nunca me ha gustado llevar periódicos doblados en los bolsillos o debajo del brazo. Me parece de pésimo gusto, aparte de que si para alguien no es fácil grabar en la memoria el nombre y la dirección de otra persona es preferible no colocar avisos en los periódicos.
Caminé por toda la calle Concordia mirando los números hasta que di con el 63 que buscaba. Subí las escaleras ágilmente, sin necesidad de apoyar las manos en la baranda. En el primer descanso pasó a mi lado una mujer y me saludó con una sonrisa como si me conociera o como si yo le agradara. Era una verdadera lástima tener que morir después que le hayan regalado a uno toda una hilera de dientes tan perfectos como si se tratara de una sonrisa postiza, pero la aventura que me proponía Emérito Díaz no era para ser desechada. Me detuve frente al apartamento D. Mi mano se inmovilizó, me entró una desazón inesperada. Ya yo tenía decidido suicidarme y era posible que aquel señor desconocido me propusiera todo lo contrario: es decir, seguir viviendo. De otro modo, ¿qué objeto tenía su aviso en el periódico? Si era por el simple deseo de coleccionar cadáveres no tenía necesidad de apelar a los suicidas; en cualquier lugar es posible conseguirlos a un precio más módico y sin el inconveniente de que los suicidas, por lo general, no se llevan muy bien con los adquirientes. Iba a volver sobre mis pasos y bajar las escaleras cuando se me ocurrió la peregrina idea de hacerme a mí mismo la maldad de presentarme a Emérito Díaz.
Toqué a la puerta repetidas veces y nadie me contestó. En el apartamento contiguo, el marcado con la letra C, se abrió la puerta y salió un rostro que también me pareció haberlo visto antes en algún lugar: un rostro de viejo calvo que se me quedó mirando con las cejas muy tiesas. Noté que le temblaba el labio inferior. Creo que lo escuché decir mientras tosía: “las cosas de Emérito”. Después cerró la puerta con la mayor delicadeza.
Al fin, como no me abrían extraje la llave del bolsillo y entré. Sentado en el sofá, acariciando con la yema de los dedos la superficie moteada de la tela que le sirve de forro, tuve la idea cierta de que no pasaría mucho tiempo sin que alguien llegara respondiendo a mi solicitud. En efecto, escasamente a los diez minutos escuché golpes en la puerta. Abrí. Mi amigo entró, me miró torciendo los ojos y agachando la cabeza, es decir metiendo la mirada por entre las dos filas de pestañas, y después de dar varias vueltas por la sala se dejó caer en el butacón.
—¿Nada? —me preguntó.
—Hasta ahora, nada.
—Yo tú me daba por vencido.
—Eso sí que no —le contesté—, si has venido para echarlo todo a perder es mejor que te vayas.
—No hables así, Gustavo. A fin de cuentas el que te dio la idea del periódico fui yo.
—Gracias. Lo importante, convéncete, es tener paciencia. Vamos a esperar hasta las doce del día.
Yo me di cuenta que Gustavo se sentía nervioso. Cada cinco minutos se paraba y caminaba hasta las repisas adosadas a la pared, y se ponía a observar las figuritas de porcelana. Luego regresaba al butacón y encendía un cigarrillo tras otro; yo creo que tenía la caja de fósforos entre los dedos sólo para menearle constantemente y escuchar el sonido de maraca que es posible arrancarle a toda caja de fósforos si se tiene imaginación.
A las doce Gustavo me dijo que habíamos fracasado y que no iba a esperar un segundo más. Se guardó los cigarrillos y los fósforos en el bolsillo izquierdo del saco, revisó el nudo de su corbata y salió con su sombrero de paño azul en la mano.
De eso hace tres días. No me había sentido en disposición de leer nuevamente el periódico pero hoy, al buscar la página donde colocan los avisos —creo que es la siete— comprobé que alguien hacía una extraña solicitud: presumibles suicidas. Lo peor del caso era que el aviso estaba calzado con mi nombre y dirección. Era una broma que algún amigo me estaba gastando, sin duda, pero de todos modos lo más correcto era visitar al tal Emérito Díaz para saber por qué se le había ocurrido semejante idea.
Salí a la calle. Como soplaba mucho aire, tenía que aguantarme el sombrero con la mano para no perderlo. Recorrí otra vez todos los puentes de la ciudad sin ningún resultado. Con visible desaliento entré en la redacción de un periódico y puse el mismo aviso de siempre. Regresé a la casa y me senté a esperar. Sonaron las doce campanadas del reloj y desesperado porque el hombre que puso el aviso en el periódico no acudía a la cita, abandoné su casa ya sin la menor ilusión. Era lamentable no haber podido aprovechar esa oportunidad que me ofrecía.