Casting

A veces ocurre.

Ambrosio Cernuda tenía cierto talento no disimulado para escribir guiones de cine a partir de las historias que, de noche, durante prolongados insomnios, trepaban hasta su imaginación. Además, se había adueñado con tanta pasión de las mañas del oficio como para estar convencido de que ningún productor, director o investigador de marketing, en una reducida sala de proyección, dejaría de conmoverse viendo su trabajo, si es que los guiones por él urdidos, lograban acceder, como esperaba, a un primer corte de director. Pero esa posibilidad no existía, es decir la eventualidad de un rechazo, pues Ambrosio Cernuda, para asegurarse el éxito, sabía cuanto necesitó aprender, sabía que la narración de historias en formato de guión deben estar conducidas por convincentes personajes que en ese instante atraviesan el período de mayor conflicto en sus vidas respectivas, sabía que los héroes y heroínas de sus tramas deben aparecer en casi todas las páginas del guión porque según los cálculos más conservadores el mayor compromiso de cada uno de ellos es permanecer asomados a las pantallas cuando menos el noventa por ciento del tiempo de proyección, sabía que los guiones deben tener entre cien y ciento veinte páginas, no más, porque esas páginas están destinadas a consumir como mínimo alrededor de cien minutos, que es una buena duración para cualquier película, sabía que cada una de las páginas con escenas de acción se apropian de cinco minutos de estruendo, quejidos, pólvora y sangre, mientras que las consagradas al diálogo suelen prolongarse sólo veinte segundos ante los ojos del espectador, y sabía también que sin el auxilio de la buena suerte tendría que esperar tal vez una segunda oportunidad para alzarse con el triunfo. Y eso fue lo que a Ambrosio Cernuda le ocurrió.

A menudo, cuando estaba abocado a una sombría esquina contigua a la desesperación, Ambrosio se echaba sus pocos dineros en el bolsillo, entraba en las penumbras del Club 37, se proporcionaba tragos para combatir alguna obsesión, y de regreso se tumbaba en la cama hasta cualquier amanecer. Pero ahora no estaba sentado a la barra de ningún night-club sino en la zona de ávidos fumadores en un avión que lo trasladaba de Ciudad de México a Los Ángeles, California, donde se iba a jugar una última moneda a cara o cruz. Antes de que la aeronave llegara a su destino, el hombre que estaba a su lado, observándolo tan aplicadamente que provocaba inquietud, le preguntó ¿es usted actor? No, pero escribo guiones de cine. Si le interesa, hágame una llamada, por favor —dijo el del asiento contiguo. Le entregó una tarjeta con su número de teléfono, después de informarle que su misión consistía en recolectar personas para que participen en audiciones, gracias a las cuales, explicó, podían calificar para formar parte del banco de talentos de la compañía en la que él trabajaba, pero ahora, de manera excepcional, le prometo, dijo, no una audición sino un casting, el primer peldaño para convertirse en protagonista de Génesis, una película que muy pronto se empezaría a rodar.

Cuando uno tiene un clavo a qué aferrarse, debe asumirlo como un mensaje cifrado del destino. No era la mejor opción que se procuraba pero, ya se sabe, en las escrituras de Dios menudean los renglones torcidos, y acaso ésa era, sin él saberlo, la línea más corta entre dos puntos porque iba a entrar al mundo del celuloide por una puerta insospechada que le franqueaba el contacto con prominentes ejecutivos de la industria cinematográfica. Por otra parte, me ha alegrado la idea de que en cualquier momento ya cercano, pensó Ambrosio, alguno de esos ejecutivos se sentará en un despacho refrigerado dispuesto a leer mis guiones. Sin embargo, siempre hay una última gota de ron en la botella para anunciar que la fiesta y la noche terminaron, y no hay nada más qué hacer salvo admitir a regañadientes el dictamen impuesto por la realidad. Ambrosio Cernuda tenía prevenciones más que justificadas para aceptar con vago temor el ofrecimiento del hombre de la tarjeta. Un famoso actor brasileño, de apellido Guimaräis como el famoso escritor, interpretó el personaje de un acaudalado hombre de negocios que agonizaba noche a noche en las pantallas del televisor, víctima de una afección cardiaca, y a poco de terminar el serial murió él también fulminado por un infarto. Era lo mismo que les había sucedido a otros muchos actores: se habían adjudicado —¿por ósmosis?— las desgracias que se les avecinaban a los personajes por ellos interpretados. Así que él no tenía ninguna razón válida para convertirse en excepción. Con esas perniciosas ideas rondándole la cabeza, Ambrosio Cernuda descendió en el aeropuerto, y para su beneficio, mientras aguardaba por el equipaje, se topó cara a cara con Eva Laguardia, una antigua amiga que había volado de Caracas a Los Ángeles y llegado algunos minutos antes que él.

Se habían conocido cinco años atrás, y para economizar decidieron pagar entre los dos la renta de un apartamento de dos habitaciones en el mismo centro de Londres. Durante seis meses fueron dos amigos desinhibidos y felices. No hubo entonces una sola sospecha de poder ser asechados de amor por el otro, ni hubo siquiera otro indicio similar de preocupación en ninguno de los dos que allí durmieron con sólo una exigua pared de por medio, obstáculo nada difícil de vencer cuando la sangre joven hierve en las venas, y la noche es larga y mala consejera. ¿Rentamos juntos como la otra vez?, preguntó Eva. Por supuesto, respondió Ambrosio, también sin asomo de malicia. Estaba el apartamento a pocas cuadras del estudio donde debía someterse al casting, y mientras Eva se refugió de inmediato en su habitación, tendida en la cama muerta de cansancio, Ambrosio se cambió de ropa, un terno gris en lugar del azul que usó durante el viaje, y por el temor de andar a pie en ciudad desconocida solicitó un taxi por teléfono. Llegó al estudio a la hora prevista. En medio del salón había una alfombra sobre la que estaban diseminados numerosos objetos de la más diversa índole. Lo único que Ambrosio Cernuda debía hacer, después de inspeccionar con la vista el lugar, ya encendidas las candilejas y puesto en marcha el casi apagado rumor de una cámara en su trípode, era agacharse para recoger entre los variados objetos unas gafas ahumadas que trataría de acomodarlas a las distintas partes de su cuerpo sin resultado provechoso y de momento llevárselas a la nariz donde al fin coincidieron con sus ojos, sincronía que, según le explicaron, merecía coronarla con uno o varios gruñidos de satisfacción. Pero mientras un viento de sal y yodo le frotaba las mejillas, ya en Ambrosio se había producido la inevitable transformación, era el personaje que debía interpretar y no el fallido escritor de guiones, y observaba todo lo acontecido no como el presente pretendía reconstruirlo sino como debió suceder en el ayer de los tiempos. Así empezaron a aparecer en las arenas de la playa, arrastrados por el furor de las olas, los objetos más diversos que, durante años, se fueron depositando en las hondonadas de un cementerio marino: platos de aluminio, peines, una casaca color verde oliva, calcetines, dentaduras postizas, la hebilla de un cinturón, un lápiz, botellas de cerveza, un sostén color avellana, unas tijeras, y para detener la interminable enumeración, unas gafas ahumadas que Adán se inclinó para recogerlas, las sacudió esparciendo gotas de arena y de mar, y comenzó a inspeccionarlas con adhesiva curiosidad, pensando, primero, que no eran de origen animal o vegetal, y preguntándose enseguida que, si no era obra de Dios, de quién podía ser. El mayor de los enigmas consistía en reflexionar quién pudo haberlas hecho y para qué, acaso para usarlas como adorno del cuerpo, reflexionó con alegría de alucinado. Trató por consiguiente, de adecuarlas a su cuello, de acomodarlas en un antebrazo, en las pantorrillas, hasta que las aproximó a la punta de la nariz, empujó la armadura con el dedo corazón de la mano derecha y las gafas se deslizaron cuesta arriba, en busca del borde inferior de las cejas, donde para asombro del hombre desnudo frente al mar, coincidieron con sus ojos. Tal como estaba consignado en el guión, Adán, que virtualmente no era ducho en el manejo del lenguaje, emitió un gruñido de satisfacción, rápido indicio de júbilo intenso, sorpresa, fascinación y extrañeza, todo a la vez. De pronto alcanzaba a explicarse por qué habían sido hechas, acaso por la probabilidad de que alguien decidiera ponérselas a la misma altura de sus ojos, pero aún ignoraba para qué, se dijo manando consternación mientras alzaba la vista para interrogar las nubes vagabundas que cabalgaban por el cielo, porque al ponérselas se dio cuenta que servían más para ocultar el sol que para mirar.

Bravo, excelente, casi fue el grito del director sentado en una silla con espaldar de tiras de lona. Gracias a sus características físicas Ambrosio sabía desde cuándo, sin la menor duda, que iba a ser seleccionado, quién sino él. Por lo que cabe inferir a partir de las sagradas escrituras Adán era un tipazo de hombre, más un estereotipo latino que anglosajón pues tenía los ojos negros, la tez enturbiada por el ardiente sol a mediodía en las planicies del Edén, y cuando conversaba, un acento por debajo de la línea ecuatorial. Por esa razón y no por cualquiera otra había aceptado Ambrosio participar en el casting. Se dice que quien interpreta a Otelo en el cine no tiene necesariamente que ser celoso en la vida real, un mito elaborado para no desalentar a los actores. Por supuesto que no era cierto. Todo lo que los demás sueñan de nosotros de algún modo modifica nuestro futuro. Pero si a alguien le permitimos la entrada en nosotros, nos reemplaza. Con Adán no existía el menor pábulo de un contagio indeseable. Muy beneficiado de músculos, con derroche de vitalidad, por ser el primero era también el hombre en el que el dios creador más se afanó en dotarlo de perfección corporal. Por supuesto que podían existir entre Adán y él a partir de aquel momento otras equivalencias inquietantes pero ninguna que estuviera referida a la salud y por tanto a su permanencia en este mundo, tema al que Ambrosio Cernuda le concedía una singular prioridad. Cuando llegó el momento de regresar a casa, aconsejado por su interior Adán, decidió no pedir un taxi por teléfono, menos por hacer lo contrario de la vez anterior que por la falta de costumbre, y echó a andar a pie. Mientras devoraba la distancia con zancadas ávidas, se dio a pensar en la primera escena de Génesis, para la que no tenía cumplida explicación. Cómo podía sin anacronismo derramar el mar en la arena de una playa del Edén objetos que prefiguraban una inadmisible civilización anterior, suposición que además entraba en conflicto, mejor no desafiar a la Iglesia, con las ideas que desde niño, es decir desde siempre, depositamos en la almohada a la hora de dormir. Si algún ejecutivo de la industria le solicitaba que concluyera el guión tomando como punto de partida aquella escena, se hubiera dado por vencido, ninguna imaginación servía para tanto. La primera escena él la hubiera centrado en el delito de la serpiente que tentó a Eva para perderla y castigarla, pues desde entonces, lástima de mujer, se ha visto obligada a llevar ropa para ocultar sus vergüenzas. Todo lo que después ha colmado de ira, alborozado, abatido, uncido, desgarrado, iluminado, desunido, acariciado y enfurecido nuestras vidas es una prolongación del instante en que la serpiente agitó su lengua bífida para incitar a Eva a comer la fruta del árbol prohibido.

Cuanto más se acercaba a su apartamento más se percataba de la transformación que se operaba en su interior. Gradualmente, paso a paso, había dejado de ser Ambrosio Cernuda para ser Adán, él lo sabía mejor que nadie, para algo estaba dentro de Adán, para averiguar las instancias de aquel proceso alquímico que también a Adán le permitía ahora ser Ambrosio Cernuda en lugar del hombre de Génesis, un proceso similar al que se acoge la serpiente para cambiar de piel. Tan a la perfección encarnaba Adán el personaje de Ambrosio que introdujo la llave en la cerradura, empujó la puerta del apartamento con la familiaridad de siempre y entró. Su vida había cambiado para bien o para mal, lo intuyó mientras acariciaba las orejas de un gato salido a su encuentro. Eva llevaba horas tumbada en el sofá aguardando por él con una mezcla de curiosidad y desasosiego, imaginándolo por primera vez desguarnecido de ropa y calculando la desmesura de su péndulo genital, que por regla general se corresponde con el impresionante largo de las plantas de los pies de un hombre de dos metros de alto. Sin necesidad de encimársele y prodigarle una caricia, como antes al gato, Adán sintió en su propia piel la sinuosa descarga eléctrica que emanaba de aquella inmóvil persona expectante, que tampoco era la misma de siempre. Conturbado, reflexionó que el guión estaba llegando a su final. Mentalmente empezó a escribirlo: ESCENA VIGÉSIMOPRIMERA: interior de un apartamento. Eva disimula mirándose hasta el fondo las cutículas de las uñas de la mano izquierda mientras la derecha regresa la falda a su riguroso pudor, siempre hasta entonces por debajo de las rodillas, sólo que un poco antes, para afortunada incomodidad de Adán, había estado subida a medio muslo y se replegaba ahora con la debida maliciosa lentitud para que él alcanzara a vislumbrar lo que apenas faltaba para abrir las puertas de entrada al paraíso. Sin saber qué partido tomar pero convencido de que el destino no se puede evadir, lo mismo el merecido por uno que el inducido por otro, aunque sí es posible demorarlo para mejor entender las claves de su designio, Adán acudió a guarecerse en su habitación, qué alivio cuando atrancó la puerta, cuando se tendió boca arriba en la cama para pensar sin estorbo, como antes en el jergón de hierba cruda del Edén, bajo el parpadeo de las estrellas, ahora con una lamparilla de pantalla verde en la pequeña mesa a su lado, hasta que abandonó el lecho mediante un solo salto de gimnasta, alertado por un impulso en el que todas las ideas se habían puesto de acuerdo, las de Ambrosio, que no ignoraba lo que iba a suceder porque esa historia se la sabía de memoria desde su época de preescolar, y las de él, que experimentaba una frenética exaltación como la otra vez. Después de sus muchas conjeturas, ansioso Adán por confirmarlo se apresuró hasta el armario, descerrajó sus puertas, registró aquí y allá como enloquecido, aventando papeles inútiles y toallas y estuches de jabones y un tubo de pasta dental, hasta que la vio: allí estaba la culpable de todo según enseñan los libros canónicos y según el decir de augures y pitonisas, la eterna serpiente, varias veces enroscada sobre sí misma en el fondo de una gaveta.