La sombrilla de guinga
Una vez me puse a coleccionar sombrillas como un filatelista colecciona sellos postales o cualquiera otro colecciona sonrisas de azafrán. Llegué a tener ochenta y cuatro sombrillas. Como no era posible tenerlas a todas desplegadas en la sala, conservaba muchas de ellas envueltas en el mismo papel celofán de la tienda, pero cada cierto tiempo yo las desempaquetaba, hacía saltar el broche y las abría sobre mi cabeza. Observaba minuciosamente las varillas, con el temor de que hubiera aparecido la herrumbre, y después las regresaba al papel celofán.
La suerte era que mi casa no la visitaba casi nadie y yo podía, sin muchos tropiezos, atravesar la sala llena se sombrillas y entrar a mi habitación. Pero a veces algún visitante inoportuno se quedaba desconcertado frente a la profusión de colores de mis sombrillas.
—¿Las vende? —llegó a preguntar alguno.
—No. Las sombrillas son mi entretenimiento.
El visitante entonces se encogía de hombros.
Hay sombrillas que silban y sombrillas que se quejan y otras que seguramente piensan y desean cosas, pero de todos modos me aburrí de mirarlas y en cuatro meses me deshice de mi colección.
Algunos años después conocí a Raimundo. Vivía a dos puertas de mi casa pero yo estoy convencido de que no tenía noticias de mis sombrillas pues comenzó a vivir allí mucho después de que me desprendiera de la última y además nunca me hizo una sola pregunta sobre el asunto.
Una noche, paseándonos por el Parque Central, Raimundo me preguntó si deseaba conocer a Rebeca.
—¿Quién es Rebeca?
—Una médium —me respondió—. Es fantástica.
—¿Podemos ir ahora mismo?
—Claro, hombre.
La médium me extendió su mano, apresó la mía y lanzando un quejumbroso resoplido me dijo:
—Lléveme a su casa.
—¿Cómo...?
—Mentalmente, quiero decir.
—Ah.
Entonces pensé en la puerta de mi casa.
—Tan rápido no —me dijo la médium—. Hágalo como usted acostumbra, por las calles que siempre transita.
Cuando hube efectuado el recorrido que me solicitó y me encontraba frente a la puerta, la escuché decir:
—Ahora, entre.
Entré.
—En la sala hay muchas sombrillas —dijo la médium.
—No. No hay ninguna.
—Usted no entiende. Es un espíritu que así se manifiesta porque ésa era la actividad en su vida.
—Perdón, usted se ha equivocado.
—Es su padre.
De golpe recordé que efectivamente mi padre se había ido de Cuba dos meses antes de yo nacer y que en Costa Rica abrió un negocio de sombrillas. Como eso nadie lo sabía en La Habana —yo mismo no me acordaba en ese momento— la piel se me llenó de supersticiosos erizamientos. Me desprendí de su mano, negado a escuchar otra palabra, y regresé a la casa de lo más preocupado.
A partir de ese momento empecé a ver sombrillas en la sala de mi casa, forradas con telas de los más diversos colores. Para escapar a la alucinación volví a comprar sombrillas reales, también forradas de los colores más diversos. Logré una colección increíble, donde la preferida, pese a las nuevas adquisiciones, era siempre una sombrilla de guinga, cuyos cuadritos en rosa y negro destacaban ingenuamente entre todos los demás colores.
Una noche mi madre se me apareció y me dijo que eso no estaba bien; que era como decir que yo había tenido muchos padres y que debía, por lo mismo, quedarme con una sola sombrilla. Rechacé su mandato y pensé que todo aquello sucedía a causa de mis nervios estropeados, pero mi madre continuó apareciéndoseme todas las noches y quejándose de lo mismo.
Poco a poco fui deshaciéndome de las sombrillas hasta que, aterrado, me llegó la idea de que hacerlo al azar era la peor de las torpezas y que, sin darme cuenta, podía echar de la casa a mi padre. Ni siquiera estaba convencido de que él fuera la sombrilla de guinga que tanto me llamaba la atención.