Patas de conejo
Artemio Pereda hubiera querido quedarse en la cama hasta las diez. Como todas las mañanas se sentía cansado. Estiró los brazos, sin embargo, desperezándose, trató de incorporarse lentamente, apoyó un codo en la almohada y extendió el otro brazo hasta el velador para hacerse de fósforos y cigarros. Dio tres golpes pequeños, imperceptibles, con la punta de un cigarrillo en la sábana, se lo puso en la boca y lo encendió dificultosamente sin dejar de seguir acodado en la almohada. Desde hacía algunos años la mañana lo sorprendía con un raro cansancio como si durante el sueño se hubiera dedicado a múltiples andanzas, a un incesante recorrido por la ciudad que extenuaba sus músculos y dejaba adoloridos sus huesos. Tampoco despertaba del todo con facilidad y era necesario encender varios cigarrillos antes de darse cuenta con exactitud del mundo que lo rodeaba y se entregara a pensar con la lucidez acostumbrada. Al cabo, sintió que el brazo en que estaba apoyado se le entumecía y se incorporó con mal humor, sentándose en el borde de la cama donde se dedicó a frotárselo de arriba abajo y de abajo arriba hasta que el molesto cosquilleo desapareció. Entonces, sin soltar el cigarrillo de la boca, encorvó el cuerpo hacia delante para ponerse los calcetines y anudarse los zapatos, torciendo el rostro a medida que el humo se le metía en los ojos obstaculizándole la labor.
En la pared, un almanaque colgaba de un enorme clavo destinado originalmente, con toda seguridad, a un esfuerzo mayor que sostener la lámina de colores vivos y las hojas menudas donde aparecían marcados con tinta negra los días laborables y con roja los domingos. Artemio miró despaciosamente la litografía: un niño rollizo, su pecho cruzado por una banda de seda china donde estaba inscripto el año, sonreía enigmáticamente como si se viera obligado a revelar un júbilo que no compartía. Lo había mirado otras muchas veces sin prestarle la menor atención pero ahora hubiera deseado que ese rostro le ganara por completo el interés. De ese modo, contemplándolo, aplazaría el instante de comprobar que era viernes y que, como todos los viernes, debía salir a la calle con su pequeña quincalla ambulante. Los lunes, los miércoles y los viernes eran los días destinados a ganarse el sustento; el resto de la semana lo empleaba en no hacer nada, en calentar la cama hasta bien entrada la tarde o en dejar constancia en su diario, con una letra menuda, de cuanto observaba y pensaba. Al principio el diario lo provocaba con exigencias nunca satisfechas y lo apremiaba a saltar de la cama para tachar una palabra que no resultaba grata a sus oídos o para agregar un adjetivo más apropiado, pero con el tiempo esa exigencia se fue debilitando y ahora se acercaba a la libreta sobre el velador y buscaba la hoja en blanco correspondiente sólo para complacer la rutina. En definitiva, muy poco tenía que contar.
Los días destinados a trabajar en la calle quedaban sin anotaciones. Generalmente se levantaba muy temprano, a las siete o a más tardar a las ocho, pasaba por encima de su cabeza la gruesa correa, se la apoyaba cuidadosamente en los hombros y afirmaba el tablero sobre su vientre. Entonces miraba hacia la mesita en que había estado descansando el tablero: una mesita que se plegaba accionando sus patas como unas tijeras y que al abrirse ofrecía un buen sustento de tiras de lona. Meneaba la cabeza como compadeciéndola por el esfuerzo que tendría que realizar y, al fin, la plegaba, se la echaba dejado del brazo y salía a la calle. Cuando regresaba, ya de noche, no tenía fuerzas para sentarse en una silla frente al velador y escribir aunque fueran un par de líneas apresuradas. Los lunes, miércoles y viernes podían ser los más provechosos para las anotaciones: conocía gente, hablaba con hombres y mujeres, entraba a un gran número de casas y hasta a menudo le referían historias interesantes. Pero esos días el cansancio lo paralizaba o la certeza de la inutilidad de un esfuerzo adicional, y a la mañana siguiente ninguna de las observaciones o de las historias que le fueron referidas conservaban su tentadora frescura.
El mayor enigma del almanaque no estaba, sin embargo, en la sonrisa del niño litografiado sino en la tinta negra para señalar los días laborables y la roja para los domingos. Esta distinción, sobre la que pasaban los ojos de muchas generaciones sin advertirla, cargaba a Artemio de numerosas interrogantes. Para él trabajar podía ser también una satisfacción y necesariamente no había que utilizar el negro para expresar lo contrario. El-ganarás-el-pan-con-el-sudor-de-la-frente no implicaba una maldición. Era tan sólo una advertencia: bajo las gotas de sudor podía también la boca abrirse y reír aunque al final de la aventura quedara en los labios, en la lengua impaciente, el recuerdo quemante de una sal sucia. ¿Y el rojo? Tampoco conseguía explicarse por qué el domingo rojo era el primer día de la semana y no el negro como debía ser: inicio del esfuerzo, comienzo de la batalla cuya victoria estaba destinada a festejarse el día séptimo con el rojo del vino o de la sangre que cumplió su misión. Trataba de zafarse de estas reflexiones y de mirar, por ejemplo, un trecho de pared donde la pintura se desprendía en láminas dejando al descubierto una pintura anterior. Daban vueltas sus ojos y como no encontraba un mejor asidero para sus miradas, las regresaba al almanaque. Entonces se ponía de pie. Siempre le ocurría como hoy. “Es viernes”, pensó. “Trabajaré toda la mañana, hasta las doce. Almorzaré a esa hora o un poco después, en algún lugar donde al pasar el olor de un buen potaje o de una rueda de pescado me lo aconseje”. Caminó hasta el velador y se encontró la libreta abierta, con una hoja en blanco esperando, con una simple anotación que no le robaba espacio a un largo relato: viernes, 23 de febrero. Recordó que la noche anterior había escrito la fecha del día siguiente para obligarse a trabajar justamente en el momento en que las observaciones eran más provechosas, en que las historias referidas no habían perdido su vivacidad. Sonrió con amargura pensando que seguramente no iba a poder cumplir consigo mismo y que, al regreso, el cansancio como siempre se lo iba a impedir.
Miró en el centro de la habitación el tablero donde llevaba las baratijas (sortijas de acero níquel, collares de semillas silvestres, azabaches, bolitas de vidrio, patas de conejo pintadas de azul, rojo o verde, toscos llaveros hechos con la cadena de un tapón de lavabo), luego observó con mayor curiosidad la mesita con sus patas abiertas formando dos x, la madera barnizada que exhibía la rugosidad de tres o cuatro nudos prietos y, finalmente, las hilachas que colgaban de las viejas tiras de lona. Llevaba diez años con aquellos objetos en torno suyo y no podía dejar de concederles el privilegio de la novedad. Aunque ya estaba vestido y dispuesto para salir se sentó en la silla junto al velador, tomó en sus manos el lápiz y escribió sobre la página que se había destinado pero sin rozar el papel: nombres, verbos y adjetivos dibujados en el aire a ras de la rayada superficie de la libreta, una rápida escritura invisible. “Ya está”, dijo y se puso de pie. Sabía que era la única forma de lograr que al regreso la afilada punta del lápiz lo obligara a trabajar, a traducir en blanco y negro una tarea ya cumplimentada. Se imaginaba las palabras vivas en el aire, impacientes por alcanzar su ropaje de grafito.
Abrió la puerta de la calle con cuidado, tratando de que el tablero no tropezara y se desordenaran las baratijas. El sol entró de repente, le arrugó el rostro y alargó su silueta por la habitación: al llegar a la pared su sombra se incorporaba, la cabeza se doblaba simulando un ajusticiado. Volteó su mirada en busca de la calle. El aire batía los toldos del hotel de enfrente, costaba leer el letrero pintado de azul, saltaban a la acera hojas de un periódico abandonado y se enroscaban a los pies de una mujer. “Buena suerte”, se dijo. Siempre se deseaba buena suerte al salir.
Sonaron las campanadas de un reloj, las cuatro una detrás de la otra, el viento llevándose el ruido isócrono, instalándolo en los tejados cercanos, metiéndolo por puertas y ventanas: las cuatro. Artemio alzó la cabeza y buscó el reloj con la vista, convencido de que estaría en alguna iglesia cuya familiar arquitectura no encontraba o en algún edificio público, adosado a su fachada, fragmentando el tiempo inútilmente. Pero Artemio andaba por un barrio de pequeñas edificaciones, de casitas con techos de dos aguas y de cafetines que tentaban a entrar y ocupar redondas mesitas de mármol: simplemente no había en los alrededores ajetreos de burócratas ni de creyentes. Y sin embargo, estaba seguro de haber escuchado las campanadas provenientes de un reloj para uso colectivo, que no podía ser de ninguna de esas casitas, de ninguno de esos cafetines. Meneó la cabeza sin comprender y sonrió. Amaba esos barrios hechos para la tranquilidad, donde no hay madres asomadas a las puertas con el cuidado-que-te-coge-un-carro, donde los árboles crecen en las aceras y rompen con sus raíces el pavimento sin provocar ruido, donde las gentes duermen la siesta panza arriba y disfrutan sus plácidos sueños recurrentes, sin el acoso de moscas y sudores. Artemio pensó que lo mejor era meterse en un cafetín, desembarazarse de su tablero y su mesita por un buen rato, y hartarse de helado. Tres o cuatro helados de distintos sabores: sabor blanco, sabor rojo... Se preguntó si habría algún helado color azul. No, no lo había. Muchas veces lo pensó y nunca pudo encontrarlo.
Atravesó la calle sin mirar hacia los lados, ganó la otra acera y entró al cafetín. Caminó entre las mesas con el propósito de ocupar alguna de las menos expuestas a la claridad. Al fondo, todas estaban ocupadas, había un enjambre de voces en la penumbra, y Artemio hizo un gesto de disgusto y regresó hasta las que estaban casi pegadas a la acera. Miró las tres sillas de alto respaldo y se acomodó en la que tenía más cerca después de desplegar la mesa portátil y colocar el tablero encima. Había vendido una buena porción de cosas y se sentía complacido. El camarero vino y le preguntó qué quería. Comenzó por el rojo: helado de mamey. Desde que llegó, el mármol lo invitaba a pasar la mano por la pulida superficie, era algo que siempre le había gustado hacer, pero ahora sus ojos descubrieron un corazón pintado a lápiz, y su mano se paralizó con el temor de borrarlo. Pensó que antes de servirle el helado el camarero vendría a limpiar la mesa con un trapo y que el dibujo desaparecería. Se cambió de silla y se sentó en la que estaba justo en el lugar donde el corazón había sido dibujado: colocó los brazos alrededor del corazón para defenderlo, para evitar que el trapo se lo llevara como un tizne más. Cuando le sirvieron el helado se sintió más tranquilo, pues la rutina del camarero no se haría sentir de nuevo hasta que él pagara y se fuera. Mientras se llevaba la cuchara a la boca se dedicó a descifrar los nombres escritos dentro del corazón. Al fin se dio cuenta que decía Ernesto y Elvira. Con toda seguridad hasta un poco antes los dos habían estado sentados a esa mesa. Dibujar un corazón con lápiz en una mesa de mármol es no tenerle amor al amor. Recordó Artemio que cuando él era joven, y se enamoraba, lo que le acontecía con frecuencia, también dibujaba corazones pero calándolos con una cuchilla en el tronco de un árbol. Escribir con una cuchilla los dos nombres era más difícil, a veces se lastimaba los dedos, pero la inscripción quedaba para siempre: un tiempo después, si el árbol era nuevo, el corazón y los nombres habían crecido tanto como el hastío y la indiferencia, o tanto como el amor si uno era capaz de amar seguido mucho tiempo, o tanto como el olvido, que es lo que más crece entre dos que se aman. Se sintió molesto de haber defendido la huella dejada por alguien que no sabía lo que era el amor, llamó al camarero y le pidió que limpiara la mesa.
Poco a poco el cafetín fue perdiendo la tranquilidad. Entraron albañiles y estudiantes, mecanógrafos y vendedores de billetes de lotería, reían y hablaban en alta voz como si las diferentes ocupaciones no levantaran un muro entre ellos, hacían gestos amistosos con las manos, conversaban animadamente de mesa a mesa. El que al principio le pareció un albañil era en realidad carpintero, en el bolsillo trasero del pantalón llevaba un metro de ésos que hacen trac-trac al cerrarse, lo que puede indicar cualquiera de los dos oficios, pero su pantalón azul no estaba manchado de cemento ni de cal. Prestó atención y enseguida lo escuchó hablar de libreros, mesas y ataúdes: el ataúd, como siempre, lo mandó hacer un vivo, dijo y se rió, pero para su sorpresa, añadió, el último librero que acababa de fabricar se lo encargó mediante testamento un buen señor que deseaba ver a su hijo convertido en intelectual. Apenas acabó de disfrutar su ración de helados, Artemio se levantó después de pagar y se inclinó frente al tablero para pasarse la correa sobre los hombros. Cuando se irguió alguien tropezó con él, se sintió golpeado por la espalda, pasaron a su lado voces y enseguida varios hombres corriendo, le gritaron que estaba estorbando y otro más expresivo que quitara el culo de en medio. Artemio hizo un gesto instintivo para defender su tablero, buscando con los ojos la mesita portátil en la que alguien enredaba sus piernas y lanzaba contra la pared después de maldecir. A toda prisa la recogió, sin saber lo que estaba sucediendo, lo empujaban ahora por los hombros, por la cintura, por las nalgas, lo llevaban a rastras en tanto él no dejaba de mirar sus baratijas, para cerciorarse si los collares seguían en su lugar, si no había caído algún anillo al suelo, si un Rafles de mala muerte aprovechaba la ocasión para meter la mano y llevarse lo que fuera en el alboroto. Sin explicarse cómo, Artemio estaba ahora frente a una puerta donde todos se habían detenido en actitud expectante, formando dos filas paralelas con el presumible propósito de cederle el paso a alguna persona. Muy pronto salió un hombre echándose hacia atrás el pelo que le caía en la frente, abotonándose la camisa y fajándose el pantalón, todo a la vez como si tuviera más de dos manos; detrás venía una mujer envuelta en una sábana, la cabeza gacha, su rostro hecho una máscara de sangre. Un policía que los esperaba en medio de la acera abrió la portezuela de un automóvil (sin duda el primero encontrado a mano) y dejó pasar al hombre y a la mujer. “Dos testigos”, dijo después. “A ver, usted mismo, ah, y usted”. Obligó a Artemio a entrar al auto. Se acomodó Artemio junto al chofer con muchísimo trabajo, el tablero sobre sus piernas. Miró al que se sentó a su lado, se encogió de hombros y el otro le contestó que él tampoco sabía por qué. Como Artemio apenas lo escuchaba lo dijo a todo pulmón, y el policía los mandó callar desde el asiento trasero, sin necesidad de usar la voz, tocándolos en la espalda y alzando el brazo en señal de amenaza.
Torciendo el cuello, Artemio volvió a mirar a la mujer que iba detrás, que sin duda ahora estaba llorando: la vio acercar su rostro ensangrentado a la ventanilla, descruzar una pierna y dejar al descubierto un muslo y parte del vientre y quizás la oscuridad del pubis (cuando se sabe dónde está el pubis puede verse en el menor descuido pero también imaginarlo), vio la mano del hombre tratando de taparla, la mano bajo su voz: “ten cuidado”, una mano sobre la que caían gotas de sangre como una lluvia inquietante. Artemio giró de nuevo el rostro, confundido, miró hacia delante y hacia atrás, y otra vez hacia delante, levantó el tablero que ocultaba el cuentamillas del auto porque le pareció demasiada la velocidad a la que transitaban y necesitaba confirmarlo, y cuando fue a colocar de nuevo el tablero sobre sus piernas frenó el auto y las baratijas se desordenaron lamentablemente.
Se bajó del auto pensando que la casa de socorros más cercana debía siempre estar más cerca y pensando en sus baratijas que le llevaría tiempo ordenar y pensando que la mujer estaba desnuda cuando se hirió. Apenas el grupo ascendió los tres escalones que separaban la acera de una amplia sala encharcada de olores antisépticos, dos hombres con batas blancas se echaron sobre la mujer, la suspendieron en el aire ensayando un acto de rutinaria levitación y la dejaron caer en una camilla que rodó un buen trecho sin ruido. Golpeó luego la punta de la camilla en una puerta y todos entraron por ella: los batientes, enmohecidos, chirriaron sin abanicar como Artemio esperaba.
Alguien (“ah, el policía”, se dijo) lo agarró por un brazo y lo arrastró hacia otra habitación cuyos batientes tampoco abanicaban. Había un buró, sobre el buró una máquina de escribir y detrás un hombre de rostro cetrino, investido por la ley, pensó Artemio, que le recorría con una activa mirada todo el cuerpo, desde la cabeza hasta los pies.
—¿Este es el otro testigo? —preguntó.
—Sí —contestó el policía sin desprenderse de su brazo. Artemio miró a su alrededor. Efectivamente, de todos los que venían en el auto era él el único que se había quedado rezagado en la sala, observando la rápida actuación de los hombres vestidos de blanco. Artemio no veía la razón por la que el policía continuaba aferrado a él y no al otro testigo o al hombre que venía con la mujer. Con su mano izquierda comenzó a desprender los dedos del policía, que continuaban presionando sobre la manga de su camisa. El policía lo miró. “Por favor”, dijo Artemio. “Es verdad, perdone”. Sonrió. Por primera vez Artemio lo vio sonreír.
Comenzaron a sonar las teclas de la máquina de escribir.
—¿Nombre?
—Mario Granados.
—¿Demás generales?
—Casado, veintiún años, periodista, vecino de Concordia ciento setenta y ocho...
—Refiera lo que sucedió.
—Estábamos en la cama...
—¿En la cama?
—Es lo más natural. Pero, por favor, ustedes no van a pretender que yo lo cuente delante de todo el mundo, ¿verdad?
Lo obligaron a salir. En la sala había cuatro bancos de granito y Artemio se sentó en uno de ellos sin mirar a su alrededor para no tropezar con el espectáculo de un jovencito con el brazo en cabestrillo o de un anciano con un aparato de esos que estiran el cuello apretando contra la quijada. No quería ver nada que pudiera deprimirlo o entristecerlo. De pronto recordó que antes se había demorado en la sala no sólo mirando a la mujer cuando la subían a la camilla sino también colocando el tablero en un rincón donde suponía sus baratijas a buen recaudo. Chasqueó la lengua contra el paladar como siempre que olvidaba algo, caminó hasta el rincón y cargó con sus pertenencias. Se volvió a sentar en el banco, y se dio a la tarea de ordenar las baratijas dentro del tablero. De ese modo podía emplear con alguna utilidad el tiempo que demoraran en llamarlo.
Al cabo de un rato una persona se sentó a su lado en el instante en que él comprobaba que los amuletos (aquellas patas de conejo embutidas por su parte superior en un casquillo metálico y que la gente colgaba de las trabillas del cinturón con una cadenita) eran lo que más había vendido. Artemio giró la cabeza. Era Mario Granados, el que venía con la mujer herida. “¿Ya?”, le preguntó Artemio. “No sé”, respondió el hombre. Artemio se dio cuenta que la respuesta tenía que ver con otra pregunta, no con la que él ideó sobre si el interrogatorio había concluido, sino con la que posiblemente el otro se formulaba en torno a la mujer. “¿No será grave, verdad?” agregó Artemio tratando de ayudarlo. “Espero que no”. Tamborileaban sus dedos en el banco de granito. “¿Qué vende usted?”, le preguntó a Artemio también con el propósito de ayudarlo. “De todo”. Progresivamente necesitaban uno del otro, Mario de Artemio, Artemio de Mario, la respuesta de la pregunta, la pregunta de la respuesta. Al fin el tú se abrió paso. Hablaron para ser ellos mismos. No había ya necesidad de ayudarse.
Al principio, creyéndolo un capricho pasajero de Susana, no pude negarme al juego de los retratos; después, después ya no me era posible hacerlo aunque quisiera. Susana, en la punta de los pies imitando el giro de un vals o sencillamente porque no alcanzaba a llevar sus manos hasta la altura de la pared en que estaban los retratos, descolgaba los marcos empercudidos, adornados de telarañas.
—Juguemos a este hombre y esta mujer —decía.
Yo arrugaba el entrecejo y aceptaba, negado por inexplicables razones a decirle, como deseaba, que estaba bueno ya de juegos miserables, pero ganado también por la repentina fascinación de deshojar vidas anteriores, de resucitarlas o de inventarlas con el mismo resultado. Me arrodillaba a su lado, en el suelo, sin cuidarme de colocar un pañuelo bajo mis rodillas como las primeras veces, tan ansioso estaba de observar sus rostros con familiar cercanía profanatoria, con una avidez que libraba enseguida al cristal de su capa de churre (luego teníamos necesidad de frotarnos los dedos, de pasarlos por nuestras ropas para deshacernos de horruras de moscas todavía increíblemente húmedas, pegajosas). De él, del hombre (con los demás a veces me ocurrió de un modo parecido), lo que menos me llamó la atención no fueron sus bigotes como manubrios de bicicletas, ni el cuello de pajarita, ni el traje evidentemente del siglo pasado, ni el bastón de caña con su empuñadura de plata exquisitamente trabajada; de ella tampoco su larga túnica de tafeta amarilla (¿o blanca?) llena de pliegues y encajes y vuelos y pasacintas, a causa de lo cual Susana, riéndose, la llamó el Hada Madrina, con un desenfado que no atraía mayores explicaciones, con una definición que se completaba a sí misma y anulaba la búsqueda de nuevas interpretaciones. De momento no supe qué me llamaba realmente la atención, qué me conmovía o qué me trastornaba, pero me puse en pie, desconcertado, acaso más disgustado que de ordinario y le pedí que volviera a colgar los retratos en su lugar.
—Eres un bobo —me dijo.
—Piensa lo que quieras.
—¿Le tienes miedo a los muertos?
Me quedé mirándola sin contestar: estaba tan cerca de mis pies, todavía arrodillada en el centro de la enorme habitación, los retratos entre sus manos intranquilas, doblegada la espalda, frágil, como si hubiera envejecido de repente, olvidada de sus diecisiete años, blanca hasta la raíz del pelo, así yo la imaginaba o la veía.
—Esos no son muertos, son retratos —pude decir al fin.
Irguió la cabeza y se echó a reír.
—Es cierto, Mario, ¿entonces por qué no quieres?
Ahora era el retrato de la mujer el que estaba entre sus manos, las uñas presionando el cristal, entregada a una contemplación que la arrastraba y me dejaba a solas. Comprendí que nunca antes el juego fue tan peligroso, tan sin riberas, tan hacia lo profundo y desconocido, y que de la inmersión ella y yo, los dos, ella o yo, cualquiera de los dos, íbamos a resultar dañados. Hacía esfuerzos por decírselo, por retenerla a tiempo en esta orilla, por no dejarla escapar pero las palabras no me obedecían. Cada vez era menos ella y más la otra, lo sabía sin necesidad de ninguna explicación ni de escuchar nada cuando ella, Susana, se pusiera de pie, tensa, y se me acercara, cuando Susana hablara ya no siendo Susana.
—¿Crees que nuestros padres regresarán pronto? —pregunté. Sacudió los hombros y se incorporó, lentamente, como una planta que creciera desprendiéndose de grumos de tierra, piedrecitas incrustadas y podredumbres que la habían ayudado a vigorizar sus ramas. Pasó a mi lado con el entrecejo fruncido, anhelosa de hacerme comprender su disgusto, de demostrarme con más evidencia que nunca antes mi irreparable torpeza. “Lo has echado todo a perder”, pensé que me iba a decir cuando se sentara en el butacón, todavía lejana, salida de sí misma, sin encuentro inmediato con los metales inconfundibles de su voz.
—No sé —respondió como si el tiempo no hubiera pasado y todavía pregunta y respuesta se encontraran frente a frente, tocándose con las yemas de los dedos.
—Llevan una semana sin aparecer.
—Sí, ya no deben tardar mucho.
Yo quería que Susana estuviera más en nuestra situación, que me hablara de sus padres y de mi padre, que me preguntara más a menudo sobre el regreso de ellos, que la prolongada ausencia la angustiara o, por el contrario, la llenara de alegría pensando que así podíamos acostarnos en una misma cama de la planta alta y hacernos cosas sin que nadie nos vigilara. “Aquí se acostaban a hacer hijos”, le dije el primer día que estuvimos solos. Susana se echó a reír. “¿Costará trabajo, verdad?”, preguntó mirando la cama de altos postes. “¿Qué cosa?” “Hacer un hijo”. Pensé que podíamos comprobarlo pero no se lo dije. Bajamos en silencio la escalera, yo con una timidez que ocultaba al fabricante de futuras generaciones, ella transfigurada por mi alusión a los que allí vivieron, sintiéndolos supersticiosamente en torno nuestro. “¿Estarán bajando ellos también la escalera?”, me preguntó. “¿Quiénes?” “Ay, chico, esos que tú decías que se acostaban...” En la planta baja descubrió, fascinada, los retratos: es decir, comenzó a verlos de un modo diferente. Ya no eran burlonamente para ella, como al principio, el viejo bigotudo o la señora gorda, el General Cabeza de Huevo o la Señorita Avestruz. Sin transición dejó de burlarse del hombre de nuez tan pronunciada que, decía ella, parecía llevar dos nudos en la corbata, o del jovencito encorvado que, misal en mano, sonreía con toda su boca llena de saliva. Tampoco permitió desde ese momento que yo lo hiciera. Si me escuchaba reír en seguida preguntaba, alarmada, el motivo de mi explosiva alegría. “Júrame, Mario, que no te has reído de ninguno, que no ha sido por ellos”. “Te lo juro”. “Gracias, nunca debimos, ¿verdad?, nunca debimos”. Trataba de sustraerla de ese mundo rival y no podía. “Tú que tienes imaginación, Susana, inventa un nuevo juego”. Agrandaba los ojos para darme a entender que no me comprendía. “Juguemos al amor”. Se lo propuse, mis dedos rozando la felpa del butacón en el que ella se refugiaba. Susana sonreía a mi solicitud, una difícil sonrisa se le posaba en la boca. “Ni el amor ni la muerte son un juego”, fue su respuesta. Perdía las esperanzas de recuperarla. Y sin embargo, ahora, de repente, con sólo mencionar a nuestros padres, tuve la impresión de que ese regreso iba a ser posible. Comencé a referirle, como si ella no lo supiera, que nuestros padres andaban de embajada en embajada, diciendo que sus vidas peligraban, que tenían enemigos en el nuevo gobierno. Para darle mayor verosimilitud al relato imitaba la voz de un hombre, grave y bordeada de toses: “Peligra también la vida de nuestros hijos, no sabemos de ellos hace un semana”. Luego trataba de imitar la voz de una mujer: “Se lo pide una madre”. “Mamá, pobre mamá”, oí quejarse a Susana, conmovida. Pero a ellos le iban a salir bien las cosas (era yo el que hablaba para alegrarla) y nosotros no pararíamos hasta Estambul, Roma estaba demasiado cerca, Buenos Aires no, que era del mismo continente, ¿cuál prefieres?, puedes escoger, París tampoco, quizá en Anatolia o en Mohenjo-Daro, lugares que no sabíamos a ciencia cierta si existían y dónde estaban. Allá nos llamarán los exiliados, que según cuenta la historia dondequiera sopla el viento de los prejuicios y la intolerancia. “¿Es verdad que Cuba es sólo palmas y maracas?”. Susana, tú crees que te moleste esa pregunta? Es la que nos van hacer, ya lo verás. Y también de ron, tabaco y café, les responderemos, y de gentes como en todos lados, gentes que respiran por dos huecos que tienen en la nariz. Nos reiremos de ellos ¿verdad, Susana? El mundo cabe en esta bola, aquí estamos nosotros, acércate, la voy hacer girar, del otro lado vamos a buscar ese sitio que nos gusta, hay que desechar siempre el azul que sólo indica el mar, dime si lo prefieres amarillo, rojo o anaranjado.
Entonces, cuando imaginé que estábamos más alejados de los retratos, logró abandonar el butacón y caer de rodillas. “¿Por qué no quieres?”, me suplicaba. Estaba cerca de mis pies, frágil, como si acumulara años sobre sus espaldas, dos lágrimas rodaban por sus mejillas. La bola del mundo seguía girando bajo el impulso de mi mano. “¿Qué te recuerda este rostro, Mario?”. “El mío, Susana, tengo miedo” “¿Y este otro?” “El tuyo, sólo lo diferencia esa cicatriz en la barbilla”. “Atiéndeme, no contestes de pronto, piénsalo antes de decirlo, cómo te llamas? ¿No lo sabes todavía? Te lo diré yo: Leopoldo Arcay. “Y tú, tú te llamas Ada”. “¿Ada qué? Por favor, ¿Ada qué?”
Ada, así simplemente Ada. Como cuando jugábamos de niños en la enorme casa de campo, con portales para todas las brisas. Hay cosas que se quedan en la memoria: una vez interrumpió nuestros juegos la noticia de que habían fusilado a ocho estudiantes de medicina. Oí nítidamente la voz: “Un oficial español, en señal de protesta, rompió su espada en la acera del Louvre” Era la voz de mi padre. “Se llamaba don Nicolás Estévanez”. Era la voz de un visitante de la casa. Jugábamos con nueces y avellanas en Navidad. “También los primos a veces se casan”. Era ahora la voz de tu padre. “A esas cosas no se juega. Leopoldo y Ana son como hermanos”. Era la voz de mi madre. Recuerdo el susurro de su vestido almidonado. “A esas cosas no se juegan, muchachos” Jugábamos también a los entierros, las cuatro velas en tapas de güiras cimarronas que abríamos por la mitad y, en el centro de los cuatros cirios, un trozo de ácana simulando un ataúd. Salía el sol cuando estaba lloviendo. “Se casó la hija del diablo”, decíamos a la vez. Con otra zona de la percepción, no con la que me dice que somos Leopoldo y Ana, me doy cuenta por la referencia histórica que esas palabras fueron pronunciadas en 1871, casi un siglo atrás. También comprendo de golpe que en las dos riberas ya está la irrealidad, puesto que no somos Mario y Susana (aunque quisiera creerlo no puedo) pero tampoco estamos en l87l y por lo mismo no es posible estar escuchando esas palabras. Más confundido que nunca antes me dejo arrastrar por nuevas sensaciones. Después, ya tenías dieciocho años. Estaba lloviendo y no había sol cuando te casaste. “No sé qué le encuentras a Eugenio”, estuve por decirte. Desde Madrid no te llegó una sola carta mía. A todos los demás les escribía con regularidad para que supieras por qué sólo a ti no te llegaban unas letras del otro lado del mar. Pero ahora salta de nuevo el tiempo: acabo de regresar a Cuba. Mis dedos hacen crujir bajo la tela del bolsillo, estrujándolas, las cartas que escribí sin ánimo de enviarlas, sin estampillas, sin el cuño redondo de la estafeta que le permitieran la travesía hasta tus manos. “¿Y Eugenio?”, te pregunto con fingida indiferencia: igual te hubiera podido preguntar por la jaula del canario cuya ausencia me ha llamado tanto la atención. “¿No lo sabes? Anda con la tropa de Maceo”. Es idiota haber pensado que sintieras el orgullo presumible de su patriotismo, ese repentino temor es idiota. “No sé cómo se las arreglará Eugenio en el monte, él, que es así, tan poca cosa, tan...” Ahora no estrujo las cartas en el bolsillo, las acaricio. Sí, me alegró lo que acabas de decir, pero los augurios de una alegría no tienen necesariamente que cumplirse, puede que nos engañe ese pálpito afortunado. Sin embargo, continúas hablando toda la tarde olvidada de Eugenio mientras yo empiezo sin la menor resistencia a imaginar hacia dónde vamos, quién lo hubiera dicho un poco antes, nadie, mucho menos yo mismo cuando concebí la idea de visitarte, sin que en la cabeza me diera vueltas de alucinado la sospecha cierta de que íbamos a entrar el uno en el otro así de fácil, hasta penetrarnos como los dedos de dos manos que de repente se anudan. “¿Vas a volver?”, me preguntas. He vuelto, estoy de nuevo a tu lado, vine sin avisarte, dos horas antes de lo convenido, que a la impaciencia del corazón no hay quien le ponga freno. “Eres un tonto, me dice, hiciste bien en llegar antes de tiempo”. Todo está previsto, no debes temer la cercanía de alguien espiando, el único posible es el jardinero, pero sus ojos no le dan más allá de los gladiolos que tiene entre las manos. Ada, esto lo he estado deseando desde hace cuánto tiempo, dicen que soñar no cuesta nada y, sin embargo, ahora me doy cuenta que soñando se consigue lo más valioso, sólo es cuestión de armarse de paciencia y confiar en los designios del cielo. Ada me toma de la mano. Subimos la escalera ágilmente, como si flotáramos, andando en la punta soberana de los pies. Entramos a tu recámara y con nosotros el viento que hace aletear las sábanas. “Si piensas que estuve antes con otro, no lo hagamos” Apago tu voz con mis besos. No sé qué has descubierto en las honduras de mi mirada, qué arruga entre las cejas te lo dice. Pero siento que Eugenio está entre nosotros, su recuerdo me molesta, su ausencia preside nuestros actos: Eugenio mirándonos desnudos en la cama de altos postes, su propia cama, sobre la que hasta hace muy poco bostezaba, desperezándose, todas las mañanas. Trato de olvidar con un gesto instintivo, poniendo las manos donde el pudor lo aconseja, y eres tú entonces la que olvidas todo menos mis manos, que apresas entre las tuyas. Eres tú la que, estacionada sobre mi cuerpo, te llenas de sudores y quejidos.
—Susana, te quiero.
—¿Qué dices? —la escucho preguntar como si todavía no entendiera, pero bajo el agobio de la confusión alcanzo con la debida dificultad a darme cuenta que ya no somos Leopoldo y Ada sino otra vez Susana y Mario. Ella repasaba con una mirada de sorpresa la recámara, los pliegues de la sábana, nuestras piernas lacias, momentáneamente vencidas. De golpe se tapó los senos y se ovilló como un recién nacido. Miraba los pormenores de su cuerpo con el temor de que realmente fuera el suyo.
—Por favor, Mario, no mires.
—Quédate a mi lado.
—No, no es posible. Júrame que no me vas a mirar.
La escuché vestirse, calzarse y bajar la escalera, sin prisa, buscando sin duda el auxilio del pasamanos, cada pisada más cerca del silencio. Yo permanecí en la cama, inmóvil, preguntándome (entonces tenía sólo quince años, ni uno más) si las primeras humedades que provocaba en un sexo de mujer (no las de ella, lubricadoras: las mías, más esponjosas, salidas a borbotones mareantes) podían concebir un hijo. A menudo pensaba que para lograrlo debía tener dieciocho años cuando menos, o veinte, y el pubis cubierto de vellos, toda la ingle hasta el ombligo, sin embargo otras veces me decía que con las primeras efusiones podía ser suficiente, las que mojaban desde poco tiempo atrás, casi todas las noches, espontáneamente, las sábanas y dejaban manchas en el colchón. Pensé que sí, que iba a ser posible, y que sería un hermoso muchacho y que debía llamarse Mario como yo.
Entonces, con las manos anudadas detrás de la cabeza, empecé a destrenzar fantasía y realidad, a regresar los acontecimientos al mundo cierto que me rodeaba. ¿Qué había sucedido? Experimenté una furiosa necesidad de explicármelo, de reconstruir lógicamente nuestra situación. Susana y yo éramos primos, nuestros padres (volvía a repasar la idea con un ahínco excesivo) pensaban que el nuevo gobierno haría imposible sus vidas en el país, acaso podían encarcelarlos o darles muerte. Una tarde decidieron dejarnos en una vieja casona del Cerro, una casa como un castillo, con altos muros y afilados guardavecinos que a todas horas nos ofrecían protección, teníamos en la alacena alimentos cuando menos para dos semanas, y Susana cocinaba, todo era cuestión de esperar a que nuestros padres regresaran y nos dijeran en cuál embajada habían tenido buen éxito sus gestiones. Hasta aquí la explicación no podía ser más sencilla, lo difícil comenzó inmediatamente después de la aparición de los retratos. ¿Habíamos dejados de ser nosotros mismos para entrar (era la única palabra disponible) en la vida de Leopoldo y Ada, fallecidos cualquiera sabe cuántos años atrás? ¿Con sólo mirar sus retratos lo habíamos conseguido? Mientras la situación no fuese aclarada, yo sentía la obligación de volver una vez y otra sobre los hechos, repitiendo las mismas ideas casi en alta voz hasta quitarle el efecto a las palabras, de modo que al cabo de un rato aun lo que al principio me parecía casi explicable ingresó al mundo de la irrealidad. No podía dejar de pensar que aquellos dos rostros éramos nosotros mismos y que, por una suerte de regresión imposible, habíamos actualizado un instante desprotegido, que rodaba despacio hasta las honduras del olvido. Sólo me quedaba comprobar si Susana lo recordaba como yo o si había salido de mis brazos sin la huella de una sola caricia. Esto último era lo que realmente me había parecido cuando me dijo que volteara mi rostro para vestirse, temerosa de que yo pudiera verla desnuda, como si no la hubiera visto.
Me vestí y bajé la escalera pensando en lo que otras veces había oído decir, que las mujeres saben simular mejor que los hombres. Luego, la explicación más inmediata era ésa: Susana estaba simulando. Se había valido de una original treta para acostarse conmigo y besuquearnos como si fuéramos otras personas. Ya en la planta baja miré hacia la pared y descubrí que todos los retratos habían regresado a su lugar: incomprensiblemente imaginé a Susana colgándolos con premura, sostenida de puntillas en difícil equilibrio, decidida a no repetir el juego que me la entregaba. La oí trajinando en la cocina y me acerqué a la puerta entornada, que sólo permitía observar la punta desportillada del fregadero y los azulejos que cubrían la pared hasta la altura del pecho de un hombre. Dentro de la cocina escuché un sonido inconfundible, que conservaba desde cuándo en la memoria: Susana estaba sorbiendo en el agujero hecho a una lata de leche condensada y lamiéndose los labios, sólo faltaba la voz de su madre: “Muchacha, quítate esa manía, mira que después todos vamos a tomar de tu saliva”. Faltaba esa voz para regresarnos en el tiempo e instalarnos en la cada donde ella vivía. Pero ahora estábamos los dos en esta casona del Cerro, ella en la cocina preparando la comida y yo junto a la puerta, tratando de descifrar por los ruidos lo que estaba haciendo y pensando que ya Susana no era una niña, que era mi mujer y, como yo, recordaba lo que había sucedido allá arriba.
Entonces comenzó el asedio. Durante el resto de aquella tarde y parte de la noche (nos acostamos a eso de las diez, más temprano que de costumbre, la lluvia con su espeso rumor tamborileando en los cristales de las ventanas, los relámpagos simulando noches de fiesta con fotógrafos que accionaban a intervalos sus lámparas). No me atreví a exteriorizar de viva voz mi deseo: lo hacía sólo con los ojos que volaban hasta los retratos, sugiriéndolo. Susana, desentendida, parece darle tiempo al tiempo o que el tiempo no le interesa, y sólo hace mención del futuro cuando menciona a nuestros padres o demanda de mí un relato sobre los países que íbamos a visitar. Al día siguiente me atreví a preguntarle si deseaba continuar el juego y ella se encogió de hombros. Alentado por ese gesto arrimé una silla a la pared e intenté subir hasta la altura de los retratos.
—No, déjalo para otro momento —la escuché decir.
—¿Por qué?
—Ahora no van a venir —respondió. Tuve la idea de que estaba mintiendo, que acaso nunca había pensado que aquella casona estuviera habitada por alguien más que nosotros. De repente comprendí que en el fondo de su fingida indiferencia había algo de verdad: Susana recordaba perfectamente lo ocurrido y no quería volver a la cama conmigo. ¿Por qué? ¿Sería posible? Me preocupó la idea de que allá arriba no me había comportado como un hombre. Mientras regresaba a mi asiento quise imaginar qué hubieran hecho Humphrey Bogart o Rodolfo Valentino en una situación igual, o aquel Yarini que tanta fama alcanzó antes de que lo atravesara el cuchillo de un chulo francés.
Tres días después la convencí. Ella estaba diciendo que no pero yo acerqué la silla a la pared, ajeno a sus ruegos, descolgué los cuadros y los puse en el suelo.
—Ven, acércate —dije.
La vi ponerse de pie y caminar como si ya no fuera Susana quien venía a mi encuentro sino aquella otra que en sueños insistía en explicarme el final de la historia. Yo escuchaba todas las noches un relato diferente. Entonces, saltaba de la cama y me hundía en un butacón, las manos yertas cubiertas de sudor, luchando por no cerrar los ojos, por no dormirme otra vez, esperando con angustia que la mañana entrara por las persianas. Ahora no era sólo el deseo de quitarle la blusa a Susana y ver saltar sus senos, de subirle la falda, de saberla desnuda a mi lado. Quería también —acaso más, necesitaba— completar la historia, no las tres que Ada me contaba como burlándose (¿o tentándome a descubrir la verdad?), una historia distinta cada noche, sino la nuestra, la auténtica, que en algún sitio respiraba, negada a la desaparición. Recordé que en una playa o en un campo en horas de mucho sol, había mirado fijamente el rostro de un amigo y luego cerrado los ojos: al hacerlo veía al amigo con todos sus pormenores invertidos, negra la piel, transparentes los cabellos, dos inquietantes puntos blanquísimos, como agujeros en un negativo donde debían estar las pupilas. Podía el amigo gesticular, cambiar de posición, huir, pero bajo mis párpados cerrados seguía inmóvil hasta que lentamente la imagen desaparecía. Alertado por una inmediata asociación de ideas, intuí que ese negativo cinematográfico, con un registro minucioso de todos nuestros actos, no se perdía sino simplemente alguien lo archivaba en gavetas de una inmensa cómoda, y que Susana y yo habíamos descubierto el modo de que ese alguien nos lo proyectara en una pantalla. O todavía mejor, que habíamos dado con la habilidad de habitar esas imágenes, dentro de las que además estábamos obligados a convivir con personas que ya no existían.
Descubrí cierto placer pernicioso en que Ada me contara historias diferentes. La primera vez me dijo que habíamos escapado juntos, viajado a España y terminado nuestros días con canas y arrugas comunes. En otra ocasión, que nunca más volvimos a acostarnos, que el amor nos estaba prohibido, que cuántos sufrimientos nos costó aquel único instante de placer. Y la tercera, que durante un tiempo, desafiando chismes y temores, habíamos hecho el amor en aquella misma cama hasta el momento en que no sentimos la menor necesidad de seguir haciéndolo. Pero ahora, estaba convencido de que iba a saber la verdad. Ahora, regresando al pasado, lo sabría. Y Susana me estaba ayudando después de tantas evasivas, al fin se arrodillaba y tomaba el retrato en sus manos, empezaba a dejar de ser Susana, a zurcir sobre sus ropas los encajes, volantes y pasacintas del Hada Madrina, a permitir que la cicatriz de Ada, la que mostraba en el retrato, se prendiera a su barbilla.
—¿Quién eres? —susurré.
—Ada —me respondió.
Se escucharon golpes de nudillos en la puerta, golpes que apremiaban, en los que no lográbamos advertir júbilo o temor. Años más tarde todavía recordaba, sin la menor explicación, de que aquel regreso, contra toda previsión, pudiera haberme contrariado tanto. Eran los padres de Susana y mi padre. Los padres de ella diciendo que ese mismo día partirían hacia Europa; en cambio, mi padre, muy alegre, diciéndome si vieras, qué tontería, ¿eh?, si yo no tengo problemas, no teníamos necesidad de abandonar el país.
Con el tablero sobre las piernas, Artemio carraspeó dos o tres veces y se rascó, con la uña del índice, la sien derecha. Era el modo de demostrar su desconcierto. Si se lo exigieran, no podría decir qué hilo lo guió por el dédalo de la historia que acababa de conocer. Mario estaba a su lado, con la cabeza gacha y sin trazas de haber pronunciado una palabra en largo rato. Y sin embargo, para completar el absurdo, Artemio se resistía a pensar que la historia hubiera llegado hasta él por una vía distinta.
—¿Y qué más pasó? —preguntó, sin atreverse a mirar al hombre a su lado. Mario levantó la cabeza, y Artemio, casi a la vez, bajó la suya, con el pretexto de estar ordenando las baratijas en el tablero. Entonces escuchó de nuevo la voz (sin la menor duda la de Mario) refiriéndole que tan pronto Susana partió de Cuba él entró en una de esas etapas en que los jóvenes no saben si están sufriendo o exagerando el sufrimiento o inventándolo. Se tumbaba en la cama boca arriba durante horas, mirando pasar las nubes por la ventana de la habitación, diciéndole a los familiares que no apetecía almorzar y comer, sí, que iba a morir de hambre, que no lo molestaran más. Así hasta los dieciocho años, sueltos los latidos del corazón en cada ocasión en que veía en los bordes de un sobre de correos las rayas rojas y azules que indicaban la correspondencia aérea, siempre con el pálpito de que las cartas de Susana (acaso no había escrito bien la dirección postal) anduvieran dando vueltas por el mundo, extraviadas en las maletas de los carteros.
Justo al cumplir los dieciocho años fue cuando la tuvo en el centro de su mirada por primera vez. Trabajaba la muchacha en una floristería y desde detrás de los cristales ella parecía sonreírle cuando él se detenía en la acera para mirarla con la ilusión desaforada de que ella también lo estaba mirando. Supo que ella llegaba al trabajo a las ocho de la mañana, salía a las doce, regresaba a las dos y concluía su labor a las seis. Pero nunca se atrevió a dirigirle la palabra y mucho menos a seguirle los pasos para averiguar dónde vivía. Se conformaba con mirarla desde la acera, pensando que ella leería al revés La Dalia, florería escrito con letras doradas en el cristal de la vitrina, y que a menudo se aburriría de oler tantas dalias, azucenas y orquídeas amontonadas en el reducido local.
Con el corazón fortalecido de tantos deseos que había conseguido reprimir, al fin le llegó la decisión. Se acercó a ella y la muchacha le permitió acompañarla durante un rato pero con la condición de no seguir juntos más allá de una cuadra antes de llegar a su casa. Entonces la miró de cerca por primera vez y se dijo que era igual a Susana, o igual a Ada, la del retrato, que también era igual a Susana, sólo que se había agregado una cicatriz en la barbilla.
—¿Cómo te llamas? —preguntó. Él mismo se respondió: “Susana”. Pero de todos modos esperaba por la voz de la muchacha.
—Susana —contestó ella.
Al siguiente día volvió a pasar frente a la florería. La miró como siempre dentro de la caja de cristal, con su falda azul y su blusa blanca, con lacitos de guinga apresándole las trenzas, y se dijo que la adoraba. Entonces ella lo miró también, como sorprendida de verlo en la acera frente al establecimiento pero con el presentimiento de que las dos miradas, la de él y la de ella, estaban destinadas a perturbarles el corazón hasta el fin de sus vidas. Ella hizo un gesto afirmativo y él sonrió halagado: era la respuesta que esperaba. Y como supuestamente ya eran novios, Mario ensayó unos pasos torpes y acercó sus labios al cristal. Le hizo señas a la muchacha de que hiciera lo mismo. Durante los minutos de ansiedad que le parecieron eternos, la vio al fin dar unos pasos en su misma dirección. Las dos bocas empañaron con su aliento el cristal. Asustado aún por el delirio de su audacia, regresó a la acera, sin volver a mirarla porque más que en ella estaba pendiente de las manchas de aliento en el cristal. Eran sus besos. Sus besos hasta que la reverberación del mediodía se los llevara.
Después de casados recordaban a menudo el incidente y por lo mismo que ya no tenían necesidad de besarse a través del cristal como en la primera ocasión, hacerlo se convirtió en un rito preparatorio de tantos acoplamientos que besarse de otro modo era casi nada. A uno de los dos se le ocurrió la idea, o a los dos, se rieron calculando que ya no era imprescindible besarse en un establecimiento comercial, las dos bocas separadas y unidas por un cristal, y después esperar a llegar a casa para hacer el amor. Ahora se acostaban con el cristal entre las dos caras, hacían el amor empañándolo. Pero aquel día el cristal se rompió, un gesto acaso más brusco que otras veces, y ella, boca arriba, herida, comenzó a llorar.
“¿Así que eso fue todo?”, pensó Artemio, sus manos puliendo con una badana las sortijas de acero níquel. Observó a Mario pero le habló como si no lo mirara.
—No hay que preocuparse —balbuceó—, ahora con la cirugía, ¿cómo se llama?...cirugía plástica, eso es.
—¿Cómo?
—Cirugía plástica. Eso es.
Sin separar los ojos de sus baratijas, escuchó en la voz de Mario, o en su no voz, quién lo iba a saber, que a Susana sólo le faltaba la cicatriz en la barbilla y que, gracias al accidente, ya la tenía. Artemio se rascó la nuca, como el que no quiere entender, se puso de pie, cargó con la mesita portátil y el tablero, ya era demasiado lo que había esperado, y caminó hasta el local en el que estaban el buró y la máquina de escribir.
—¿Qué quiere? —le preguntó un hombre detrás del buró.
—Yo soy un testigo.
El hombre golpeó en el buró con la mano cerrada, dijo cuatro palabrotas, sería idiota, y lo mandó salir. Artemio ganó la calle pensando que, efectivamente, él no podía ser testigo en un asunto tan para dos.
Raimundo era pequeño y cabezón. Más que un muchacho o que un enano parecía uno de esos globos rosados que nos venden en los parques y después arrastramos por el aire tirando constantemente de un hilo. Artemio no sabía si la comparación era porque lo conoció en un parque, Raimundo sentado a su lado en actitud meditativa y Artemio sin saber recoger sus ojos de los lugares en que los había dejado caer. El caso era que un banco de hierro nunca dio mayor sensación de lejanía entre dos personas, pero como todo estaba dispuesto para el encuentro al poco rato ya Artemio había recuperado sus ojos y se los echaba encima a la diminuta figura, creyendo imposible que desde el principio no le llamara la atención, en tanto que Raimundo rompía esa cáscara de silencio con que envuelve la mayor parte de sus presencias en calles, bares o parques. Así, mutuamente convencidos, se dispusieron a aceptar que se conocían desde mucho tiempo atrás.
Cuando se habla de Raimundo (eso pensaba Artemio mientras caminaba aparentemente a la deriva) no se pueden hacer frases sin utilidad inmediata. Si Artemio ahora pensaba que en el mismo momento de ese encuentro ya creían en una amistad pasada, era porque Raimundo, sin muchos aspavientos, sólo levantando las cejas y entornando los párpados, había viajado hasta Antes y extraído la correspondiente información con la eficacia de una máquina calculadora. Eso, al menos, es lo que Artemio estaba obligado a reconocer si quería ser su amigo y visitar, como Raimundo se lo propuso enseguida, su vieja casona en las afueras de la ciudad.
Artemio arrastraba los pies, cansado, sintiendo que la correa del tablero le molía la piel del cuello, y allá abajo, casi a la altura de sus rodillas, iba Raimundo chachareando todavía, asegurando que ya su casa estaba cerca. Cuando llegaron, Raimundo se acomodó en una mecedora de mimbre con las piernas estiradas, sin llegar siquiera con sus zapatos al borde del asiento donde se doblan las corvas de una persona de estatura normal. Artemio miró a su alrededor. El techo abovedado de la sala, el patio central con numerosas habitaciones en torno, las puertas y ventanas interiores con vitrales en lo alto, le hicieron pensar que mejor le resultaba a Raimundo una casa de juguete con todos los cachivaches al alcance de su mano. Miró hacia el librero, a la derecha, y se encogió de hombros. Le parecía realmente imposible que Raimundo pudiera trepar por entre las altas repisas y hacerse del tomo que deseara leer.
Ahora Artemio recordaba que su amigo, el día en que se conocieron, no cesaba de atosigarlo con palabras del más oscuro significado. Luego, en posteriores ocasiones, se veía claramente que cualquier otro tema no lo entusiasmaba demasiado y que incluso su observación de lo cotidiano carecía de toda agudeza. Al fin, como quien toma aire para una larga zambullida, Raimundo se decidió a decirle que no sólo en la última encarnación sino en muchas otras anteriores, ellos habían sido amigos. Artemio pensó que era más de lo que cabía esperar, se puso de pie y caminó hasta la ventana. Se acodó y miró hacia los edificios de enfrente: una mujer que buscaba la claridad para rematar un zurcido, cuya mano derecha era un movimiento incesante en persecución de la aguja, acaparó todas sus miradas. Después se volvió, incapaz de prolongar la ansiedad de Raimundo. “¿Quién fui yo?”, preguntó. Apenas Raimundo mencionó tres o cuatro nombres, Artemio dejó escurrir una sonrisita de incredulidad y dijo que no se explicaba por qué en todas esas vidas él había sido un personaje histórico.
—Eso no quiere decir nada —objetó Raimundo— ahora vales más que antes aunque parezcas inferior a los ojos de los demás.
Después entró en el silencio y no recuperó su locuacidad hasta el momento en que Artemio decidió irse: entonces Raimundo sonrió amablemente y le dijo que le agradecería una nueva visita. De eso hacía ya cerca de seis meses. Artemio lo visitaba todos los viernes y aunque casi siempre la conversación no iba más allá de las noticias contenidas en la primera página de un periódico, a menudo Raimundo contaba alguna de sus raras experiencias como cuando fue a colocar un clavo en la madera del escaparate y el martillo quedó paralizado en su mano. De momento se le ocurrió pensar en la vida de la madera o en las posibles vidas a las que esa madera tendría acceso. ¿No habitará en ella un hijo futuro, un nieto, un sobrino? Más claro aún, ¿no serían las fibras, las arrugas de la madera, un modo de expresar su pensamiento aquel que todavía no era persona? ¿No nos estaría hablando con ese mudo lenguaje? ¿El clavo y el martillo no atemorizarían a la madera? ¿Recordaría vagamente ese temor el nieto o el sobrino? Mientras Raimundo hablaba, Artemio lo miraba con repentino temor y, sin embargo, tan impresionado que pasaba la vista por su piel como si fuera a encontrar en ella rastros de la madera que había sido. Tan entusiasmado se encontraba Raimundo que, olvidando sus últimas reticencias (apenas quería hablar de vidas anteriores pensando que su amigo no lo iba a entender), se frotó las manos con alegría (entre las dos no lograba una mano de tamaño normal) y dejó escapar otro nombre de los que a Artemio en el pasado le habían pertenecido. “Si sigo así —pensó Artemio con el entrecejo fruncido— acabaré también llamándome Calígula, Fouché o Ronsard”. Como vio que a Artemio le chocaba la referencia a otro personaje más que conocido, Raimundo agregó que en esa ocasión él, en cambio, había sido un bufón cuyo nombre siquiera le fue revelado en la investigación.
—Lo único que sé —agregó— es que entonces era enano como ahora, y que tú y yo nos conocimos en el palacio de César Borgia. ¿Sabes una cosa? Desde esa ocasión siempre he encarnado en un cuerpo pequeño como modo de saldar una deuda contraída por haber cometido sabe Dios cuántas monstruosidades.
Llegado a este punto, como hacía con frecuencia, Raimundo dio un giro a la conversación y se puso a preguntarle a Artemio cómo andaba la venta de baratijas, quiénes eran los que compraban amuletos y quienes bolitas de vidrio o sortijas o llaveros. Parecía vivamente interesado en el tema y hasta dijo que quizá no existiera oficio más provechoso que el de vendedor ambulante. ¡Qué mundo él se estaba perdiendo a causa de sus piernas cortas! Porque indudablemente a él le estaba vedado cargar con un tablero y con una mesita plegable, que les aventajaban en tamaño. Mientras miraba por la ventana otras casonas como la del amigo, Artemio se dijo que con toda seguridad Raimundo se negaría a abordar el tema pero que él lo convencería. Sus últimas experiencias, las de esa tarde, requerían un viaje a Antes para ser verificadas. ¿Cómo entender si no la historia de Mario y la mujer herida, y la historia aún más enmarañada de los retratos?
Aunque el incidente le había robado mucho tiempo a su habitual caminata (en la casa de socorros estuvo sentado durante casi tres horas), Artemio se sentía cansado. No obstante, porque así acostumbraba todos los viernes y porque ahora tenía razones más poderosas para hacerlo, Artemio recorrió el último tramo hasta la casa de Raimundo. En la puerta se entretuvo un rato mirando hacia la casa contigua, en cuya ventana había aparecido una niña regordeta con sus crenchas recogidas a cada lado del rostro. “Parecen las orejas lanudas de un perro”, pensó Artemio y como la niña le mostró la lengua, burlándose, Artemio pensó que la lengua parecía también la de un perro. Le dio la espalda a la niña, tocó a la puerta y entró. Colocó la mesita plegable y el tablero en un rincón son decir palabra y siguió de pie un buen rato frente a la mecedora de mimbre que ocupaba Raimundo.
—¿Alguna experiencia nueva? —preguntó al fin.
—Siempre hay nuevas experiencias —contestó Raimundo distraídamente— aunque si se miran bien no son tan nuevas.
—Pues, cuéntame algo.
—¿Has tenido buena venta? —preguntó Raimundo. Como en las últimas semanas, se veía que no estaba dispuesto a concederle la menor oportunidad.
—Depende. Nadie compra anillos ni cadenas ni llaveros. En cambio las patas de conejo vuelan. Es decir, caminan cuando el animalito está vivo y vuelan cuando yo las vendo como amuletos.
—Me alegro.
—No debías alegrarte. Es preferible que la gente confíe menos en los amuletos y más en su mollera.
—Lo decía por tus buenas ventas. No me entendiste.
—Sí, te entendí, pero por no perder una frase soy capaz hasta de perder un amigo. Ahora, en serio, gracias.
En seguida Raimundo explicó que aunque el talismán no era más que un modo de encauzar el pensamiento en aquellas personas que no saben utilizar sus propios poderes, él no tenía nada contra las patas de conejo y, en cambio, le gustaría llevar una colgada de su cinturón. “Son muy bonitas”, agregó. Artemio fue hasta el tablero, escogió una pintada de azul y se la dio a Raimundo. “¿Cuánto vale?” Artemio sonrió y luego hizo un gesto con la mano diciendo que no faltaba más, mientras Raimundo se colgaba el amuleto en la trabilla del pantalón. Artemio comprobó que su amigo era aun más pequeño de lo que imaginaba pues la pata de conejo casi le llegaba desde la cintura hasta la rodilla.
En señal de agradecimiento y sin necesidad de que Artemio preguntara nada (era como para creer en los avisos de los telépatas) Raimundo le explicó que el caso de aquellos dos jóvenes que tanto llamaban su atención era una prueba evidente de que podemos vivir sucesivamente hasta alcanzar la perfección.
—Has hablado de los amuletos con desdén —agregó Raimundo— y si embargo tu historia demuestran lo necesarios que son. Los retratos en la primera parte de la historia eran amuletos, también el cristal de la segunda parte. Vivimos reverenciando los objetos, qué le vamos a hacer. Nuestra existencia no tendría sentido sin ellos. Y esos objetos, bien sea una pata de conejo, un retrato, un cristal, nos entregan la fuerza y la confianza...O a veces también, como en el caso de los retratos de que te hablaron, sirven para visitar Antes y aprender a conocernos realmente.
Artemio guardó silencio. Pugnaba entre demostrar su asombro y preguntarle cómo sabía de esa historia sin que él la refiriera, o en pedir perdón por aquella sonrisita de incredulidad que despertó la referencia a los personajes históricos. Pero ya Raimundo hablaba de nuevo y Artemio no podía perderse una sola de sus frases.
—Igual que en la cáscara no está lo mejor del fruto —dijo Raimundo— lo mejor de nosotros no está en los cuerpos de nuestras vidas anteriores. Pero como nada se logra sino es mediante el conocimiento, muy poca cosa somos si aún no hemos viajado a Antes y descubierto lo que hemos acumulado en millones de años. En cambio, cuando ya conocemos esas vidas es señal de que las deudas están saldadas y podemos gobernarnos...No te extrañe por eso verme convertido cualquier día en un hombre normal. Ya he saldado mis deudas, ¿sabes?
Artemio se echó a reír. Raimundo-bufón-Stendhal-emperador-Racine-Aníbal-qué sé yo. ¿Artemio lo dijo o lo pensó? Ahora Raimundo agachaba la cabeza, la metía entre sus rodillas y sollozaba, más pequeño que nunca, tan globo en su mecedora de mimbre. Artemio se sintió conmovido, y pensando que su amigo lloraba ante la imposibilidad de alcanzar una estatura normal, le dio una palmadita en la espalda.
—Lo conseguirás, Raimundo.
Apenas pronunció esas palabras se sintió avergonzado: con toda seguridad Raimundo lloraba, compadeciéndolo, sólo a causa del descreimiento que él acababa de demostrar. De todos modos se despidió de la mejor forma posible y anunció otra visita para el próximo viernes.
Salió a la calle. Necesitaba que el aire batiera su rostro, oír la bocina de un automóvil, pasar junto a aquel joven que enamoraba pegado a la acera con la bicicleta muerta entre las piernas, lanzar su pregón de patas de conejo, llaveros anillos de acero níquel. Necesitaba la vida que entraba por la yema de los dedos, por los ojos del vecino, por la cháchara de los amigos... Tomó un ómnibus y fue a sentarse al final, donde los asientos estaban vacíos ofreciéndole buen espacio para la mesita y el tablero. Miró por la ventanilla y calculó que serían las ocho, porque en las tiendas comenzaban a encenderse los anuncios luminosos.
Ya en su casa desplegó la mesita en el rincón que le tenía destinado y colocó encima el tablero. Sonrió satisfecho pensando que a pesar de los contratiempos sus ventas no habían sido del todo malas. Se frotó las manos expresivamente como todo comerciante al que le salen bien las cosas, dio varias vueltas por la habitación y finalmente se sentó en la silla frente al velador. Sabía que el diario lo estaba esperando y que de todos modos esa noche tendría que escribir. Cuando escuchó que tocaban a la puerta, había llenado tres páginas con aquella su letra menuda que le permitía aprovechar incluso los espacios en blanco entre raya y raya, multiplicando los renglones a su antojo. Volvieron a tocar y se puso de pie, disgustado. Qué bien iba saliéndole todo, nunca antes había escrito con tanta pasión, con tanta confianza en que las palabras escogidas eran precisamente las más apropiadas para redondear el pensamiento. Abrió la puerta. Era un vendedor de globos. Sobre el brazo izquierdo, doblado como si lo llevara en cabestrillo, el vendedor tenía extendidos numerosos globos sin inflar. En lo alto, junto a s cabeza, otros globos rosados estiraban sus hilos alrededor del cuerpo del vendedor, globos en los cuales habían pintado ojos, narices y bocas, con trazos gruesos, negros, hacia arriba o hacia abajo, que pretendían revelar diferentes estados de ánimo. Uno de los globos, no supo por qué, le recordó la cara de Raimundo. Artemio pronunció unas cuantas palabras sin sentido, que significaban una negativa aunque el vendedor no las hubiera entendido, y cerró la puerta. Regresó al velador diciéndose que había que ser verdaderamente idiota para vender globos de casa en casa, ¡y a esa hora! Mientras escribía volvió a recordar el globo que tanto se le pareció a Raimundo. Entonces, para tranquilizarse, se dio a pensar que su primer encuentro con Raimundo en el parque provocó esa asociación entre su amigo y un globo. Pero como el sosiego no llegaba se preguntó cuál podía ser la causa. Reconstruyó mentalmente la escena. Abrió la puerta, era un vendedor de globos, los globos estaban pintados simulando caras, una cara se le pareció a la de Raimundo...Se aferró a esta última imagen, sobresaltado: aquel globo, aquella cara no tiraba de un hilo, estaba sobre un cuerpo, el vendedor llevaba una pata de conejo que colgaba en la trabilla de su pantalón.