La estación de la sorpresa

De pie sobre el bote, afirmando mis rodillas en la borda, echo mis redes alrededor del mundo y aprieto fuertemente las manos, llenas de sudor y de fatiga, y voy sacando peces de acero y hormigón, esquivos peces de cristal que sirvieron de ventanas, y aeropuertos y hospitales y una bañista y un obrero azul que pintaba sobre su escalera la fachada de una escuela. Voy a echar el mundo dentro de mi bote y viajaré con ese múltiple cargamento hasta mi playa, cuidando de que el mundo no llegue a sangrar y venga algún pez a devorarlo durante la travesía y concluya mi viaje como el del viejo Santiago, con la certidumbre de haber perdido la faena. Te llevaré intacto, mundo, hasta mi minúscula playa donde los perros de sargazo ladran desaforadamente sobre la arena y hay una niña con sus dos manos como caracoles o como pétalos, esperándote. Nada ha de ocurrirte durante el trayecto porque yo conozco un ensalmo para burlar la impaciencia de las mareas y en el castillo de proa tengo por brújula una jaula de gaviotas, que iré soltando una a una para que vayan arañando la brisa con sus uñas y golpeándola con sus alas espléndidas de modo que yo pueda guiarme por la marca que dejan mis gaviotas en el viento.

—Gloria —pienso que voy a decirle a la niña cuando llegue—, mira, he pescado el mundo y te lo traigo de regalo. Cuídalo y juega con él y diviértete, que dicen que es muy entretenido.

Yo he pescado en todos los mares sin fondo y he regresado a la costa con los peces más grandes que nadie haya visto, peces enormes como si fueran águilas sumergidas o algo más que águilas de tan grandes que son, y se han alimentado con ellos familias enteras, pero siempre he estado insatisfecho. Creo que un hombre satisfecho nunca llegará a ser un gran pescador. Por eso he pescado submarinos y los he dejado escapar sin que su tripulación haya pasado del susto y acaso sin que apenas haya sabido que se encontraba dentro de mis redes. Los he soltado enseguida porque pescar un barco que navega debajo del mar es poco más que atrapar un gran pez y porque he tenido lástima de su ojo único que a veces se alarga y mira por encima de las aguas, a un lado y al otro, con temor. También podía pescar trasatlánticos y las locomotoras que entran a los pequeños pueblos dormidos arrastrando el ruido de los vagones, y ensuciando la madrugada con el rabo de humo que van dejando en los pedazos de cielo donde ya era casi día. Pero tampoco pescar trasatlánticos es una proeza mayor que pescar submarinos, aunque no puedan hacerlo los pescadores que usan sólo sedales en su faena, con apetitosos cebos de sardinas y cibeles que son la delicia y la desgracia de cualquier pez, esos pescadores que olvidan que una locomotora no es exactamente un pez. Se precisa el auxilio de una buena red para pescar todas estas cosas posibles y yo siempre estoy a punto de decírselo a mis compañeros cuando los veo salir con sus botes desplegados persiguiendo la mancha roja del plancton que anuncia la presencia de los peces, pero pienso que van a mirarme con ojos incrédulos debajo de las cabelleras desgreñadas por el terral y que luego van a darme la espalda mientras se alisan los pelos con las manos y encogen sus hombros en señal de descreimiento. Algunos se alisan el pelo hasta dejárselo pegado al cráneo como si usaran goma en lugar de manos, pero esos tampoco van a creer las cosas que yo pudiera enseñarles y serían capaces de poner en duda las marcas que mis gaviotas dejan en el viento con las uñas de sus patas guiadoras.

A veces me ponía a pensar en las tres estaciones en que se divide la vida del hombre y también me sentía insatisfecho. ¿Por qué precisamente tres y no cuatro como las estaciones de su hermano gemelo el tiempo? Cuando yo era niño oí hablar de la estación de la sorpresa que va desde el nacimiento hasta los quince o dieciséis años, de la estación del amor que puede extenderse hasta los sesenta o los setenta y en algunos casos un poco más, y de la estación de la muerte. ¿Y la estación del trabajo?, me preguntaba. ¿No debe estar entre la estación del amor y la estación de la muerte? Pero el hombre con su rutina fabrica a veces categorías inconmovibles y los años me fueron enseñando que las estaciones realmente son esas tres y que la estación del trabajo no había sido excluida y estaba presente desde el nacimiento a la muerte, como una estación por encima de las demás estaciones.

Gloria está ahora en la estación de la sorpresa como yo lo estuve una vez, por eso quiero acabar de cerrar mis redes sobre el mundo y viajar con él rumbo a las manos de caracoles que en mi playa lo esperan. Ahora estoy casi en la estación de la muerte y hasta las arrugas que me han costado tantos años conseguirlas las perderé para siempre, pero también estoy en la última linde de la estación del amor y siento dentro de mí esa extraña mezcla de todas las estaciones, lo mismo las del amor y la muerte que las de la sorpresa y el trabajo. Ahora no hay una mujer esperándome, salvo las que todavía están en mi recuerdo, y mi choza tiende a arrugarse, como yo, de tanto encogerse a causa del frío que provoca su hermano gemelo el tiempo porque estamos en diciembre. Nadie me espera y yo regresaré con mis remos húmedos y con mis velas como una inquietante mortaja alrededor del mástil y los sepultaré en un rincón hasta que salga de nuevo a la mar, y encenderé una fogata entre las tres piedras blancas que forman mi cocina y colaré un poco de café y lo tomaré pensando en las veces que ella me esperaba. En aquella época yo no necesitaba estar junto a ella para hablarle. Donde quiera que estaba trabajando conversaba con ella y a menudo de regreso ella me decía que escuchó mi conversación entera porque las palabras habían resbalado por encima del mar tranquilo y llegado hasta su oído sin mojarse siquiera. Yo hablaba con ella de un modo interminable y le contaba mis proyectos, sobre todo el del collar que yo quería regalarle. Siempre que hablo del collar me parece que el tiempo no ha pasado y que todavía soy capaz de elaborarlo. Y vuelvo a hablar en alta voz en mi bote. Y vuelvo a conversar con ella sin que esté presente. Y son cosas como éstas las que digo:

“Recojo caracoles y maderas náufragas y peces que dan saltos de oro sobre el muelle, y llego hasta mi casa como una oscura, vertiginosa mancha de salitre que pudiera entrar por todas las puertas del crepúsculo y adherirse a los metales y devorarlos pacientemente. Tú duermes con la confianza de los peces sumergidos, en tu residencia de madréporas que visitan las medusas de tiempo en tiempo como si quisieran heredarte el sitio, duermes reservándome previsoramente un espacio a tu lado, justo donde ahora reposa, arrollada una colcha de algas para las noches de invierno. Me siento en un sillón desfondado, con las piernas muy abiertas, y ensarto peces y maderas y caracoles. Voy descubriendo extraños orificios para pasar el hilo de modo que no exista el peligro de que mi mano pueda estropear las texturas y terminen unidos los peces, las maderas y los caracoles sin que tú puedas adivinar cómo están articulados alrededor de tu cuello. Quiero darte esa sorpresa ahora que duermes, ahora que respiras bajo la catedral de tus sueños, pequeña y distante, como una lágrima en el fondo del mar. Ahora que nadie puede saber dónde te encuentras. Después yo estaré sobre ti como el salitre sobre los metales, devorándote, pero ahora te fabrico, contento, este collar único, teñido con todos los colores de la gaviota, de los barcos encallados y de las anclas que perdieron su transitoria eficacia o que la ganaron para siempre. Quiero ponerlo en tu cuello mientras duermes para que descubras, sorprendida, al despertar, mi regalo, para que descubras el collar y me expliques cómo han podido quedar ensartados, así tan difícilmente ensartados, mis manos, mi corazón y tu garganta”.

Esas eran las cosas que conversaba con ella y esos mis proyectos. Pero a veces pienso que ahora no sería capaz de elaborar el collar y que si aún tuviera esa destreza ya es innecesario hacerlo porque ella no está conmigo. Pienso con desasosiego que quizás las únicas estaciones que todavía pueden mezclarse dentro de mí son las del trabajo y la de la muerte y si acaso, algunas veces, la de la sorpresa, pero ya nunca más la del amor. Y sin amor, me pregunto con desesperanza, ¿para qué sirven las demás estaciones?

De todos modos tengo que concluir esta faena, tengo que alzar al mundo hasta mi bote y llevárselo a Gloria como el mejor regalo que a alguien ha de ofrecérsele en la estación de la sorpresa. Pienso que no debo seguir hablando porque puedo entretenerme, y pescar el mundo es siempre más difícil que pescar un gran pez por grande que éste sea. Pero a mí me sirve la experiencia, me digo, porque otras veces lo he hecho. En dos oportunidades he pescado el mundo y he sentido lástima y lo he soltado como cuando me daba lástima con los submarinos y los soltaba. Pero esta vez no van a importarme la intranquilidad de las gentes ni su tristeza al darse cuenta de que viajan dentro de una red sin saber a dónde. Ahora debo hacerlo, ahora que tengo el mundo dentro de mi red debo izarlo hasta mi bote y tomar rumbo a mi playa. Entraré por el mar de las Antillas a toda vela y timón y pasaré rozando Jamaica y luego la afilada costa de Pinar del Río, guiándome siempre por el faro de la Gobernadora porque en ese momento ya no necesitaré de las marcas de mis gaviotas, y el torrero saldrá y me saludará como siempre, agitando su pañuelo blanco, y yo le diré adiós con una sonrisa intransferible, que él no puede entender como tampoco podrá entender que ha sido una simple ilusión su saludo y que él viaja también dentro de la red, a bordo, entre las crujientes tablas de mi bote. Esta vez acallaré la lástima y no te soltaré, mundo, porque después no van a creer que lo hice como tampoco creyeron lo de los submarinos, y hasta Gloria puede dejar de confiar en mí, aunque Gloria cree ahora todo lo que le cuentan porque está todavía en la estación de la sorpresa.