Volar

A la salida del pueblo está la casa donde vive el único herrero disponible en kilómetros a la redonda. Si usted se acerca al lugar con el ánimo de fisgonear puede darse cuenta que la parte delantera de la casa, que años atrás sirvió de portal, la ocupa, ahora, la fragua, y si aún le queda curiosidad para seguir mirando se percatará muy pronto que al final de un largo pasillo casi en penumbras, contigua al traspatio, hay una habitación con una mesa de luz y una cama que el herrero utiliza sólo para dormir, pues es de sobra conocido que Vulcano, así se llama este hombre, no tiene mujer.

Por supuesto que Vulcano no siempre estuvo carcomido por esa carencia. Cierta tarde, en el camino que serpeaba frente a su casa, por donde pasaban apresurados peregrinos, se detuvo una mancha de colores inusuales que fluctuaban dentro de la imagen de una mujer. Haciendo visera con las manos, ya que los últimos rayos del sol caían oblicuamente sobre él, Vulcano se quedó mirándola durante largo rato, hasta que vencido por la conmiseración y acaso también por otras razones menos piadosas que le ardían a lo largo del cuerpo, decidió invitarla a pasar. Según supo después la mujer se llamaba Lilith y por su relato se enteró que había sido repudiada por Adán en el otro confín del Paraíso. Como siempre ocurre, la balanza se inclinó a favor de la mujer y sin necesidad de ver con sus propios ojos lo acontecido, Vulcano consideró que sin duda Lilith había sido golpeada por Adán antes de abandonarla, y sintió lástima de aquella mujer llorosa y desprotegida que para aliviarse de tantas fatigas sólo solicitaba de él que la dejara ocupar un espacio en la cama a su lado.

No había pasado siquiera una semana cuando a Vulcano y a Lilith ya les resultaba imposible evitar que los restos del calor exhalado por la fragua durante el día treparan hasta la cama en horas de la noche, impidiéndoles dormir a satisfacción, si el sueño era entonces en realidad lo más apetecido. Porque desde el mediodía en que la vio sacarse la ropa para ir al baño, Vulcano lo único que deseaba con todos sus ímpetus desordenados era hundirse en el cuerpo de Lilith mientras que Lilith guardaba en su delirio otro instante perturbador: aquella madrugada en la que vio a Vulcano haciendo sus ejercicios matinales, desnudo en el traspatio, con los brazos extendidos apuntando hacia los puntos cardinales que estaban respectivamente a su derecha y a su izquierda, y formando con las piernas muy abiertas, como el hombre de Vitruvio, un triángulo equilátero cuyos vértices inferiores lo ocupaban las plantas de sus pies y el vértice superior el lugar exacto desde donde cuelga el péndulo genital que, aun sin alcanzar toda su posible desmesura, se convirtió desde entonces para Lilith en lacerante tentación.

Desde hace seis meses ya Vulcano tiene mujer, la siente noche a noche entre sus brazos arrebujada de placer, considera haber comprobado que sus ruidos de gozo intenso a Lilith no le salen del cálculo sino del corazón, y además trabaja con más entusiasmo que nunca antes en la forja, porque ha derrotado una persistente soledad que venía enturbiándole poco a poco las antiguas ganas de vivir. Lilith, por su parte, cuando es invadida por Vulcano recuerda a menudo las frenéticas caricias que le prodigaba Adán, lo mismo a cielo abierto, bajo las estrellas, que de día a la sombra cómplice de un sicomoro, y no las rechaza como exige el respeto debido al herrero, y también la gratitud, sino que las añade a las que le deposita Vulcano en la piel, y así son dos los hombres al servicio de aquel antojo que le da vueltas en la cabeza con la idea imperiosa de decírselo cualquiera de esas noches a Vulcano, mientras entrelazan los cuerpos, para averiguar si el secreto compartido puede proporcionarle a él tanto placer como a ella.

Todas las horas del día las gastaba Vulcano trabajando en la fragua, acosado por lengüetadas de fuego, con un mandil de cuero que le llegaba a las rodillas para protegerse de las llamas y del chisporroteo que emanaba del hierro al rojo vivo cuando él le propinaba golpes de martillo. En cambio, las noches eran para Lilith. Después de llegar hasta la cama, envuelto en la penumbra de la habitación, Vulcano la buscaba a tientas, la encontraba, entraba en ella, salía, cuando la tenía encerrada en un abrazo, dentro de sí, cuando se estacionaba encima de ella, nunca se sintió rondado por la idea de calcular el número de veces que debían hacer el amor desde el comienzo de la noche que anunciaban los grillos frotando sus alas bajo la luna hasta el instante en que, de pronto, sin previo aviso, irrumpía en las persianas la luz dorada del amanecer. Con una sola cópula hubiera bastado para demostrar la calidad de nuestro amor, decía Vulcano, creyendo que la halagaba. Pero diez veces es mejor que dos o tres, refutaba Lilith, la noche alcanza para todo, Vulcano, alcanza hasta para acordarnos de las personas con las cuales en algún momento pasado hicimos el amor.

Fue entonces cuando, alternando la confesión con algunas caricias en el cuello y en el pecho del hombre tumbado a su lado, Lilith consiguió acceder a sus ansias más vehementes, tantas veces reprimidas, y al fin, se lo dijo preguntando: ¿Sabes que Adán era insaciable? Sin esperar respuesta, sin asomarse al efecto que sus palabras podían haber causado, refirió Lilith, alborozada, que mientras ella culebreaba bocabajo en un jergón de hierba húmeda y paja recogida en los alrededores, Adán se posesionaba de su espalda, y así, en reversa, como un garañón adherido a las ancas de una yegua, la poseía sin fatiga durante horas, cállate Lilith, no vuelvas a decírmelo.

Después de habérselo confesado se arrepintió, ya era demasiado tarde, el daño estaba hecho. Vulcano abandonó la cama sin decir otra palabra, entretanto ella, sin acudir a la ropa porque era incapaz de un solo movimiento, lo presintió bufando de rabia entre los helechos y los limoneros del traspatio, yendo de un lado a otro con las manos anudadas a la espalda, y siguió inmóvil pensando que era una idea descabellada saltar del lecho para salir en su busca, para caerle atrás y suplicarle, porque después de lo dicho no tenía ningún sentido arrodillarse a sus pies y pedirle perdón. Antes de exponerse a la humillación de ser repudiada por segunda vez, al cabo de muchas conjeturas, Lilith se puso de pie, se vistió como pudo en la oscuridad, llegó hasta la cocina, rebuscó en la alacena y depositó un pedazo de queso en el morral donde también llevaba la única otra muda de ropa para echar sobre el cuerpo durante su próxima y obligada caminata. Pensó que el queso iba a servirle para aliviar el hambre en algún cruce de caminos donde, aleccionada por la fatiga, decidiera detenerse a descansar. Se escurrió por la puerta que no miraba al traspatio, donde todavía daban vueltas de noria las rabietas de Vulcano, sino por la que permanecía entreabierta noche y día, previendo que algún peregrino descarriado experimentara la necesidad de pedirle al dueño de la casa algún favor.

Nadie creyó en esa cándida versión de su partida. Lilith no es una mujer como cualquiera otra, es el mismo diablo, dijo santiguándose uno de los convecinos, es una bruja capaz de volar con el auxilio de una escoba, una bruja como las que el Santo Oficio lanzó a las llamas en otro momento de la historia, decían los lugareños que aseguraban haberla visto volar de madrugada por encima de los techos de sus casas, y después la vieron volar a campo traviesa, proyectando la vertiginosa sombra de su vuelo en las tierras sin roturar, en las guardarrayas y los cañaverales, en las aguas como espejos de las lagunas insomnes, sombras fugares que nadie pudo atrapar para confirmarlo pese a los esfuerzos que hacían, aquí la tengo en la palma de mi mano, yo la atrapé, es la sombra que Lilith proyectaba durante su vuelo, pero aunque la sombra ya no la tengo aquí, en el hueco de mi mano, porque en un descuido la perdí, seguían diciendo que sin la menor duda, sí señor, la vieron volar más allá de la cordillera, siempre rumbo al mar, rumbo a la playa El Ancón, rumbo al valle de Viñales, cada vez más lejos, a horcajadas en la escoba, lo juro, palabra de hombre, todos lo creían menos Vulcano, no es una bruja, es sólo una pobre mujer alucinada, pues Vulcano sabía por experiencia propia que a ninguna persona por muchos artilugios que hiciera le salen alas como a las palomas y a los gavilanes, es imposible, no se hable más de eso.

Claro que lo sabía por experiencia, porque de muchacho le entraron ganas de volar y no pudo. Ahora, a tantos años de distancia, lo recuerda y sonríe mientras arrecian los golpes de martillo y la fragua le incendia el cuerpo de rojo. Tenía entonces alrededor de catorce o quince años, ya le apuntaba el bigote, ya tenía desordenados ímpetus de hombre, deseaba trasponer los linderos de la finca, dar algunas vueltas por el pueblo cercano, ver las farolas del alumbrado público de las que tanto le hablaban, son unas bolas transparentes, le decían, que de noche se encienden como ojos de cocuyos pero así de grandes, quería ver muchachas, enamorarlas, ni más ni menos lo mismo que les ocurría a los de su propia edad, pero Hildebrando, su padre, que con razón tenía fama de autoritario, no se lo permitía, los tontos no deben salir a la calle decía, y argumentaba la negativa refiriendo que a Vulcano cuando le preguntaban su nombre respondía me llamo Vulcano pero cuando le preguntaban cualquier otra cosa también respondía me llamo Vulcano, dando la impresión de haberse grabado a fuego esas únicas tres palabras en la memoria, de modo que creyéndolo un chiflado que andaba por las nubes a trompicones, Hildebrando decidió establecerle límites geográficos a los movimientos del hijo, podía recorrer todo el traspatio, trepar a las matas de mango y avanzar por la galería de platanales acopiando caracoles y poniéndole trampas a las codornices, también lanzarle piedras y sonidos guturales a las auras tiñosas que enlutaban las alambradas y los aleros de la casa. Por supuesto, en sentido contrario, igualmente podía atravesar el portal y el jardín delantero, tupido de gladiolos y azucenas, pero sin dar un paso más en dirección a la verja que daba acceso al mundo de los adultos y de los peregrinos que seguían pasando con sus bártulos en la cabeza hacia ningún lugar. Fue entonces cuando Vulcano pensó que podía iniciar la fuga, volando. Nunca olvidaría doña Amparo, la madre, la tarde en que Vulcano traspuso mediante un salto la verja asegurada con cadena y candado. Alcanzó a verlo desde el portal mientras Vulcano ganaba altura y se mantenía en suprema ingravidez con su camisa blanca inflada por el viento. Siguió mirándolo, alegre de saberlo libre, cuando al fin posó sus pies en un suelo de gravas y empezó a trotar cuesta arriba, y trató nuevamente de verlo cuando las lágrimas que le anegaban los ojos impidieron mirarlo un rato más. Sácate esas ideas de la cabeza, mujer, Vulcano no voló, mascullaba el padre, se escurrió aprovechando un agujero en el cercado.

Sin mujer, para Vulcano la vida carecía de incentivos. No sólo le faltaban ilusiones, también las noches se le poblaron de pesadillas que no estaban hechas de recuerdos sino de sensaciones y paisajes que eran fuente de anticipación, que tal vez él había vivido sin más explicación en un lejano futuro apenas recordado. En una de esas pesadillas incomprensibles él no era Vulcano sino Adán y para más confusión Lilith se llamaba Floriana. En la cocina estaba Floriana, desnuda, fregando los platos del almuerzo, con el vientre salpicado de espumas de jabón, mientras Adán, que ahora era saxofonista en un cabaret de Nueva York, acercaba sus labios al cañuto del instrumento para complacerla. Tal como venía ocurriendo desde meses atrás, Floriana, de espaldas a él, dueña de un código ancestral que Adán sin grandes esfuerzos descifraba, sacudía las nalgas para indicarle la canción que deseaba escuchar. Guiado por el deseo de verla feliz soplé en el saxofón, decía Adán, seguro de haber acertado pero sin dejar de mirarla, buscando otra vez en el activo movimiento de sus caderas una señal de aprobación. Las pesadillas a veces se desordenan y no saben qué rumbo tomar y a menudo aciertan, decía Floriana, pues en todos los reiterados sueños de su adolescencia la nieve caía hasta formar montañas de detergente, y ahora, por lo visto, no vivía en el trópico, fatigada por el sudor, abanicándose furiosamente con una penca de palmera, sino en Manhattan, entre proxenetas y turistas y ancianos fosforescentes que le codiciaban las nalgas de canela en una estación del suburbano. Eso demostraba, decía complacida por el lento fluir de sus palabras, que no había padecido pesadillas sino tenido sueños premonitorios, unos sueños como enormes globos color rosa que se despanzurraban con violencia luminosa cuando en horas de la madrugada iban a dar contra la punta de un alfiler. Pero de regreso a la vigilia, con las pesadillas amontonadas en un rincón polvoriento de la memoria, boca arriba en la cama, Vulcano seguía considerándose el más infeliz de todos los hombres que habitaban el Edén. Al menos así había estado sucediendo sólo hasta el momento en que apareció en el camino frente a su casa, como Lilith años atrás, aquel potro silueteado por las luces anaranjadas del atardecer. Vulcano lo aceptó sin un solo reparo, cortaba hierba y rastreaba tiernos bejucos de río para alimentarlo, le peinaba las crines, lo enjaezaba no para cabalgarlo sino para embellecerlo, se daba cuenta que vencía el desánimo a medida que lo oía relinchar, cada vez era más feliz dejándolo correr cuanto le viniera en ganas, hasta que aconsejado por la extenuación el potro regresaba con espumarajos en los belfos y sudor en los ijares. Pero el mar no estaba lejos, tampoco las rocas que establecían frontera entre las tierras labrantías y el mar, el cielo allá era más azul y más diáfano, parecía acabado de pintar, estaba cruzado de gaviotas, chillaban los pájaros mientras Pegaso, pues ése era el nombre del caballo, como hipnotizado por una repentina sed de aventuras, acercaba sus patas a las rocas y empezaba a trajinar sus bríos sobre ellas, qué dolor debió haber sentido cuando tan pronto le dio por regresar, venía con los cascos manando sangre, qué te pasó le preguntaba Vulcano, las rocas de seguro te han hecho daño. Dios no alcanzó a completar su labor cuando te imaginó en el quinto día de la creación reflexionaba Vulcano, pero de algún modo hay que resolverlo, y enseguida conjeturó que aquel revestimiento córneo insuficiente, del que aún fluía sangre, era necesario recubrirlo con un material duro, resistente, que no pudiera ser penetrado por el dolor, como el hierro por ejemplo pensó Vulcano, porque para algo era herrero, para idear que no sería tarea difícil sujetar con tenazas un trozo de hierro al rojo vivo y golpear hasta que adquiriera la forma de los cascos de Pegaso que él fácilmente recordaba, sin necesidad de ponerse de nuevo a mirarlos. Protegido por su mandil de cuero, sin darse tregua, en pocas horas forjó las herraduras. Ya lo ves, Pegaso, ahora no tendré que atarte con soga a un horcón del portal para evitar que salgas de nuevo a correr sobre las rocas y comiences a sangrar.

Lo que nunca calculó Vulcano fue que Dios sabe lo que hace, no comete errores, no deja ninguna labor a medio camino de su satisfacción. Pegaso era un caballo que no necesitaba herraduras. Hasta entonces Vulcano no había advertido que su caballo tenía unas esplendidas alas que mantenía ocultas, adheridas a los costillares. Lo supo el día en que las desplegó delante de sus ojos asombrados y tomó rumbo al mar, volando, mientras las gaviotas chillaban a su alrededor como indicándole la ruta a seguir. Era un caballo diferente, que había nacido para volar, decían los lugareños. Y sin otras consideraciones se daban a comparar: como también Lilith, si aún estaba viva, era una mujer diferente a las demás.

Oyéndolos, pero no para aceptarles la opinión sino para contradecirlos, a Vulcano lo asaltó la idea de comprar otro caballo. Clausuró la fragua, sepultó las tenazas y el martillo en las honduras del traspatio, convencido de que todos los caballos eran iguales, a todos les nacen alas cuando lo desean y sobre todo cuando más lo necesitan, todos pueden volar, así que no iba a tener que forjar herraduras para su nuevo Pegaso, que buena plata le costó, después de mucho regatear, casi el doble de lo que años atrás hubiera tenido que pagar por el antiguo Pegaso, llegado hasta su casa sin mediación de dinero, por suerte regalo de Dios.

A la salida del pueblo vive un hombre que, en una remota oportunidad, fue el único herrero disponible en kilómetros a la redonda. Si usted se acerca a su casa con ánimo de fisgonear, advertirá que al final de un largo pasillo casi en penumbras hay una habitación con una mesa de luz y una cama que el antiguo herrero utiliza sólo para dormir, pues es de sobra conocido que Vulcano, así se llama este hombre, sigue sin tener mujer. Pero tampoco parece necesitarla. Hace tiempo que dedica todos sus empeños a olvidar los pormenores del cuerpo de Lilith y, en años, tampoco ha tenido el pálpito aritmético de que ella pudiera regresar, de modo que todas sus expectativas más que en los cascos están depositadas en las alas del animal.

Si usted no ha agotado su curiosidad puede seguir mirando la parte delantera de la casa que, ahora, en el mismo lugar que antes ocupaba la fragua, el esfuerzo del dueño ha levantado un amplio portal con horcones de júcaro que sostienen un techo de láminas de zinc. A uno de esos horcones está atado el nuevo Pegaso, que a menudo corcovea y relincha para demostrar su inconformidad. Sentado en un taburete, con un sombrero de paja resguardándolo del sol, Vulcano no le quita de encima los ojos a su caballo. Lamenta tenerlo sometido día y noche a la férrea disciplina de la soga y el horcón para que no se les dañen los cascos si pretende iniciar una desatinada aventura hasta las rocas y el mar, pero contra la opinión de los lugareños, que se burlan de él, Vulcano aguarda por el instante mágico en que a su caballo le broten dos espléndidas alas bruñidas de metal, y una madrugada cualquiera, para pasmo de los descreídos, salga volando por encima de los tejados del vecindario. Como antes lo hizo el primer Pegaso. Y también Lilith.