El último viaje en avión
Era exactamente la una de la tarde cuando en compañía de una adolescente que acababa de conocer, Miguel Hernández inició en un carro azul de dos puertas el viaje de regreso a la ciudad de La Habana. Conducía a poca velocidad convencido de que la marcha a fuego lento le facilitaba voltear el rostro sin perder el dominio del timón para observar con creciente avidez el firmamento de pecas que en el nacimiento de los senos de la muchacha se había exacerbado a causa de cuatro horas sin sujetador, bocarriba en la arena, con todo el sol de Varadero enfocado hacia su piel. Ella dijo llamarse Damaris. También dijo que estudiaba el segundo año de arquitectura y que había llegado a la playa esa madrugada acompañada de su novio pero ahora estaba sola, es decir hasta poco antes de conocer a Miguel, debido a que ella y el novio habían escenificado una sonora trifulca a las puertas de un motel por un motivo que al principio Damaris se negaba a referir pero al que finalmente, sin necesidad de verse sometida a ningún interrogatorio, calificó de proposición deshonesta: el novio pretendía nada menos que ella hiciera en su presencia el amor con otra mujer.
No sin cierta vanidad desaforada que le iluminaba el rostro, Miguel Hernández se dijo que el amor ella lo iba a hacer no con ninguna otra muchacha ni en presencia de nadie, sino con él, esa misma noche, en la cama de altos postes de la habitación que ocupaba en un hotel del Vedado. Pero aunque el deseo era ya un ardor insostenible en su sangre, no aceleró el auto para llegar cuanto antes puesto que simultáneamente emergió en su memoria el rostro de la anciana que en un portal próximo a la Plaza de la Catedral, la víspera de su viaje a Varadero, le había pronosticado que la muerte lo rondaba, y por lo tanto él debía, ahora (¿realmente debía?), más allá de todas las supersticiones, por pura precaución, seguir conduciendo a la misma velocidad moderada que hasta entonces le permitió complacer la obsesión de voltear el rostro, sin exponerse a un accidente, en busca de la turbadora constelación de pecas en el pecho de Damaris.
Según la echadora de barajas la muerte de Miguel Hernández no iba a ocurrir en un automóvil sino en un avión, lo que afortunadamente redimía su viaje de regreso a La Habana de todo ingrediente de pavor. Aunque el pronóstico de la anciana podía interpretarse como la probable broma perversa de alguien que no hacía buenas migas con los extranjeros, el hecho preciso de que el espectro de la muerte no estuviera ocupando un asiento del auto, junto a él, con la guadaña en alto, disipaba por el momento cualquier asomo de inquietud. Mientras el auto avanzaba hacia la incertidumbre de La Habana, Miguel Hernández sintió sobre su rostro la máscara de fuego de la reverberación del mediodía y para burlar un instantáneo pálpito de tragedia, que contra toda lógica podía ser una señal del destino, sin cerrar los ojos se instaló en el segundo círculo de su mandala personal, desde donde irradiaban los recuerdos más felices, y vio un derrame de hebras de oro a todo lo largo de la espalda de una mujer que tal vez era Gertrudis, vio un agujero en la arena hecho por el dedo gordo de su pie, vio una gaviota bajo el aguacero buscando la protección de un cobertizo, y vio una sombrilla y un balón y un blue-jean puesto a orear a la sombra de un árbol gigantesco, vio el viento que nadie más podía ver, y vio a la otra Damaris en el instante mágico en que empañaba sus ojos con unas gafas de sol.
—¿Cómo te llamas?
—Damaris —mintió.
—Joder. ¿Ese nombre es frecuente en Cuba?
—No sé. ¿Por qué?
—Porque he conocido a varias muchachas que se llaman igual que tú. Sólo llevo una semana en Cuba y creo haber conocido a cuatro o cinco Damaris.
—¿Jineteras?
—Jineteras y no jineteras. A dos de ellas las conocí aquí en Varadero, a las demás en La Habana. Es un bonito nombre —se posesionó de una de sus manos, observó aplicadamente las líneas de la palma, repasándolas con la yema del dedo índice como pudiera hacerlo un quiromántico—. Damaris, me gustaría que me contaras tu historia.
—¿Historia a los diecinueve años? —se echó a reír.
—Algo me puedes contar: tus sueños, tus aspiraciones, quiénes son tus padres, qué hacían, qué hacen, si estás casada, si has conocido a muchos turistas, si haces muchas veces al mes este...trabajo.
—No soy una santa pero tampoco una puta —recogió su mano.
—No he dicho eso. No hay por qué cabrearse.
Damaris se puso de pie.
—Ya te dije que es la primera vez, ¿oíste?, que salgo con un extranjero —volvió a mentir.
—Te creo, mujer. Olvida lo que pregunté.
Damaris echó a andar delante de él. Llevaba una falda corta, ceñida más de la cuenta, bajo la cual fluctuaban las nalgas que, a contraluz, se transparentaban tan perturbadoramente como si estuviera desnuda. Miguel pensó que ni siquiera llevaba braga. En todo caso, concedió, sólo llevaría una tanga, ese minúsculo triángulo sobre el otro triángulo, si es que ella no se había depilado como hacían muchas jineteras.
—Espérame —le dijo.
Cogidos de la mano caminaron hasta el restaurante.
Mientras comían, ella se atrevió a preguntar:
—¿Me puedo quedar contigo esta noche?
“Después de los treinta años cada cual es responsable de su rostro”, murmuró Miguel Hernández a tiempo que abría los ojos, ahora que los primeros rayos del sol se filtraban por las persianas con todos los colores recién nacidos del amanecer. Se dio a examinar minuciosamente, sin prisa, a la muchacha que dormía a su lado, compartiendo su misma almohada, hasta que consideró haber resuelto todos los enigmas de su sorprendente juventud. “Pero antes de los treinta también, a los quince años hay quien tiene cara de asesino”, conjeturó. Le costaba imaginar que aquella muchacha que derramaba candor por los poros se hubiera acostado ya con un hombre (con un hombre o con varios, vaya usted a saber) y sobre todo que no lo hubiera hecho por amor sino para conseguir algunos dólares mustios. Mientras volaba de Madrid a La Habana, desde su asiento de no fumador creyó oír las conversaciones de varios pasajeros que obviamente respondían a los cánones de quienes buscaban sexo fácil. Todos eran jóvenes con muy buena pinta, ninguno pasaba de los cuarenta, salvo un viejo gordo y calvo que metía las narices en un periódico (¿para que no repararan en él?), y todos hablaban de lo mucho y barato que en Cuba se follaba, de las frases de amor que escribían con la lengua en la ingle de los turistas las famosas jnineteras, del vello púbico de las mulatas, que de tan negro era casi azul, y de las vulvas que obedeciendo a la vehemencia del trópico emitían a todas horas una tufarada de mariscos.
Un mínimo destello de ética, de caballerosidad, prohíbe preguntarle a una mujer, y con más razón a una adolescente, si ha fornicado antes con otro hombre. A Damaris, por supuesto, no hubiera sido necesario preguntárselo. Era evidente. Su himen no existía, se había evaporado, se había volatizado, y si realmente alguna vez existió (él no tenía la menor noción de anatomía, tampoco ninguna experiencia para corroborarlo) ya algún cabrón hijo de perra lo había desgarrado. Para él, Miguel Hernández (“como el poeta”, solía decir), arquitecto, treinta y cinco años, divorciado, la virginidad era un mito. Había follado mucho (los cubanos en lugar de follar dicen templar) pero su verga nunca conoció el esfuerzo extra de luchar contra un virgo intacto. Ni siquiera cuando se acostó con Gertrudis, su primera mujer. ¿Por qué siempre la describía como la primera si no había contraído matrimonio con ninguna otra? Gertrudis no llegó virgen al tálamo nupcial y tampoco él (por caballerosidad, ya se sabe) le preguntó a quemarropa quién tuvo la mala leche de estropearle su teórica luna de miel. Después de todo, qué ganaba con saberlo. Sin embargo, nunca se perdonó el rancio sentimentalismo que lo impulsó a dejar de penetrarla cuando aún eran novios y sobraron las oportunidades. Eso tal vez no hubiera torcido el rumbo de los acontecimientos porque a las puertas del siglo veintiuno en este valle de lágrimas, lo pensó después, tampoco un himen perforado era un impedimento para nada. Pero el hecho de no haberla disfrutado antes en el hechizo de una cama, o en un sofá, o de pie (los dos de pie, junto a la puerta de la calle, cuando se despedían ya tarde en la noche, como muchas veces lo concibió sin atreverse, ella abierta como para dejar pasar entre sus piernas un balón de fútbol, con la saya hasta el ombligo, él precavido de que nadie los pudiera sorprender), de haberse armado de la determinación necesaria para llevar a feliz término el delicioso prolegómeno sexual, esa decisión que en realidad no demandaba tanto arrojo, que era algo natural, lógico, acaso inevitable entre dos jóvenes que hipotéticamente se gustaban, que se gustaban mucho para qué andarse por las ramas, esa resolución, repetía Miguel con empecinamiento después de consumado el matrimonio, le hubiera permitido, aunque fuera con una diminuta antelación, inspeccionar el terreno que pisaba.
Con la nueva Damaris en el asiento contiguo, Miguel Hernández se dijo que si no había venido a Cuba en busca de sexo barato, por mucho que se mirase en el espejo de sí mismo posiblemente nunca alcanzaría a precisar el motivo de aquel viaje repentino a la isla que apenas le permitió arreglar las maletas, el motivo real, no el que le diseñó la propaganda turística, el motivo que, ahora, a sólo dos días de subir al avión hacia Madrid, con toda probabilidad hundía sus raíces húmedas en el pronóstico de la echadora de barajas. Trató de desechar el pálpito desolador que se ramificaba hasta su plexo solar, hizo el esfuerzo consagrado a los momentos difíciles para verificar, repasando con la yema de los dedos febriles el timón y la felpa del asiento, que viajaba en un automóvil y no en un avión, en un auto alquilado que él conducía sin dificultad por una carretera como un voladizo, más cerca del cielo que nunca antes en su vida, con todos los árboles y los ríos diminutos allá abajo, dentro de un auto que bordeaba una cornisa presentida entre las nubes, desde donde se divisaba el océano interminable, que tal vez era el mismo que él debía sobrevolar en un pájaro de aluminio o de titanio dos días más tarde con destino a Madrid. Pensó otra vez: “Tranquilo, Miguel, tranquilo, estás en un coche, no en un avión”. Recuperó de un zarpazo la alegría de vivir y experimentó la dicha suprema de conducir el auto con todos los temores volátiles extinguidos en un recodo del subconsciente, con las manos firmes y prósperas en el timón, bajo un cielo diáfano que no era su cielo pero que de todos modos lo protegía. A cada momento volteaba el rostro hacia el firmamento de pecas exacerbado por el sol de Varadero, como si pretendiera descubrir en el fulgor de las incontables manchas color café la posibilidad escudriñada en todos sus sueños recurrentes de perforar un himen en alguna ocasión con textura de fábula, que acaso ya tocaba a su puerta, “ahora o quizá nunca”, pensó (¿no había rehusado ella la imperiosa propuesta del novio?), y tal vez también la posibilidad no más remota, no más incierta, de experimentar los pormenores olfativos, gustativos y táctiles de un amor verdadero, que a estas alturas era lo único que podía servirle para agarrarse con todas las uñas a la vida, pero apenas imaginó a Damaris en la habitación del hotel del Vedado, abierta de piernas en la pira sacrificial de la cama de altos postes que tanto le recordaba a la de sus abuelas, confirmó que también por única vez era casi inmensamente feliz, y como si pretendiera demostrárselo al propio Miguel Hernández, aplicó con la frenética determinación de los alucinados el pie en el acelerador pero al hacerlo perdió con sobresalto el dominio del timón, alcanzó a escuchar el siseo de los neumáticos desesperados cuando intentó frenar, el estrépito final del auto transfigurado que ya abandonaba la carretera y se proyectaba hacia el abismo con las dos únicas puertas abiertas, desplegadas como las alas del avión que en el augurio de la anciana echadora de barajas se precipitaba a tierra envuelto en las agónicas luces rojigualdas del atardecer.