Ya sin color
Cuando cumplí los tres años me llevaron a vivir a casa de Angelita. A los siete ya no recordaba quiénes habían sido mis padres y tampoco me atrevía a preguntarlo como si yo pudiera tener la culpa de las cosas malas que presumiblemente ellos hicieron para quedarse sin un hijo. A esa edad me pasaba el día desnudo, encaramado a los escaparates más altos y soñando con lianas que me pudieran trasladar de un árbol al otro. Don Jacinto, un amigo de Angelita, apenas se enteró de mi entretenimiento, la cogió con pararse en medio de la habitación, la cara vuelta hacia arriba y las manos en la cintura, convencido de que yo era un bicho raro. Una vez lo escuché decir que yo padecía algún complejo y que debían tener mucho cuidado conmigo. Angelita, en cambio, nunca se disgustó con mis maromas y cuando al cabo yo me aburría de andar pegado al techo de la casa, bajaba, me vestía y me iba con ella a oír cantar sus pájaros.
Ella tenía colgadas las jaulas en las ramas de un viejo framboyán y debajo del árbol colocaba varios taburetes donde podíamos sentarnos a gozar del espectáculo. Entonces Angelita me contaba todo lo que había aprendido sobre la vida de los pájaros y hasta me asombraba de vez en cuando con alguna observación que yo nunca hubiera imaginado como aquella de que los animalitos se quedaban pensativos igual que cierta clase de personas.
—¿Y cómo usted lo sabe, Angelita?
—Por la forma en que cantan.
—¿Cómo cantan cuando están pensando?
—Eso es más difícil explicarlo. Es necesario esucharlos durante años y años para uno darse cuenta.
Sin embargo, Angelita no era mi madre y a los catorce años, sin darle una sola explicación, me largué a trotar por el mundo. Por aquella época me angustiaba demasiado la idea de saber quiénes eran mis verdaderos padres y varias veces estuve tentado de preguntárselo a Angelita. Nunca logré acumular el suficiente valor para hacerlo y finalmente (eso fue lo que ocurrió) me vino el convencimiento de que ella era la culpable de todo: de que yo no supiera quiénes eran mis padres y hasta de que yo no tuviera padres.
Quizá para satisfacer mi resentimiento estuve veinte años sin verla. Durante ese tiempo mi figura cambió por completo (la voz se me puso ronca, me salió la barba y logré dominar mi endiablada cabellera que tanto se me alborotaba) y también aprendí varios oficios antes de ingresar al ejército. Vestía por primera vez el uniforme de caqui y las calurosas polainas de cuero, cuando alguien se me acercó en la calle, algún amigo de mi pueblo, y me dijo que Angelita estaba muy grave. Creo que estuve un buen rato meneando la cabeza y pronunciando palabras torpes como si la noticia me hubiera conmovido. Luego en el campamento me di cuenta que efectivamente en ese momento los ojos se me habían aguado y que ahora lloraba como un niño, aguantando los sollozos para no despertar a los soldados que dormían en mi misma barraca, en unos catres de madera tan debiluchos que crujían al menor movimiento del cuerpo. La corneta de diana se metió junto con la claridad del alba en la barraca y yo comprendí que no había dormido en toda la noche pero que tampoco lloraba: mis ojos simplemente sudaban por el esfuerzo de la vigilia.
Me levanté primero que los demás, hundí la cara en el agua de la palangana y me dije que lo mejor era pasar un telegrama a Santa Clara para saber si valía la pena echarse a llorar. No envié el telegrama. Tampoco en los cinco años que han pasado se me ocurrió volver a pensar en ella.
Y, sin embargo, una mañana me desperté recordando mis maromas sobre los escaparates y atrapado por la necesidad de ver a Angelita. Llamé a mi chofer y le dije que saldríamos inmediatamente para Santa Clara. «Teniente, de aquí a Santa Clara son seis horas de viaje —me dijo Gustavo—, antes de salir hay que cambiarle el aceite al Oldsmobile y llenar el tanque de gasolina». Le contesté que entonces saldríamos después de almuerzo. Gustavo se encasquetó la gorra hasta los ojos y tiró furiosamente la puerta de mi despacho. Cruzó el patio de cemento y se metió entre las barracas de los soldados mirando constantemente hacia atrás.
Sospeché que tenía una cita con alguna amiga y que yo acababa de malograr su proyecto.
Era de noche cuando llegamos a Santa Clara. Con el motor en ralentí, el auto dobló la esquina, a la derecha, y descendió por la calle pedregosa, solitaria. «Aquí es», le dije a Gustavo. El chorro de luz de los faros se esparció sobre la acera: un gato, que estaba ovillado junto a un latón de basura, retrocedió blandamente y gruñó enfurecido, mostrando sus pequeños dientes parejos.
Luego los faros se apagaron y comenzaron a brillar en la oscuridad los ojillos del animal como dos botones de cobre asombrosamente fosforescentes. Gustavo detuvo el carro y me dijo que estaba cansado mientras se estiraba en el asiento, bostezando. Aflojó el cuello permitiendo que su cabeza, suelta, descansara en el nylon de que estaba revestido el asiento, apoyó los codos en el vientre y con una sonrisa de satisfacción (la misma que adoptaba siempre que iba a entrar en el sueño) estableció de nuevo contacto con el timón rozándolo tan sólo con la yema de los dedos.
Cuando yo abrí la portezuela y salí, ya Gustavo ampliaba su sonrisa y sin transición, despierto todavía, casi idiotamente, empezaba a roncar. Eché a andar por la acera en busca de la casa de Angelita con la idea de que yo no era más que un bulto prieto o un gato que crecía de súbito desmesuradamente, un bulto también con brillos metálicos, casi fosforescentes, con muchos más ojos que el gato, en la gorra, sobre los hombros, sobre las solapas del uniforme de gala, con ojos (eso iba pensando) que me había costado ganar.
Crucé la calle y avancé por la acera opuesta, buscando entre puertas y ventanas, a la escasa luz que la luna proporcionaba, el número 63. Podía, sin embargo, prescindir de la avara ayuda lunar y hasta de las placas de hierro, con los trazos gruesos, blancos, de sus números sobre un fondo azul. Me hubiera bastado recorrer a tientas todas las puertas de aquella cuadra, las maderas agrietadas donde varias generaciones habían calado con cuchillas nombres y fechas, y descubrir al fin la aldaba de la casa que buscaba. El simple contacto de las manos me lo diría: «aquí vive Angelita». Era una aldaba de bronce, pulida por el roce, que años atrás debió haber sido el calco exacto de una mano que apresaba una bola, pero que ahora mostraba el meñique y el anular como una sola superficie desgastada.
Había dos momentos de la aldaba que yo no podía olvidar.
Tocaron y yo fui a abrir y una mano arrugada, de dedos largos, de uñas prietas, estaba sobre la aldaba. Cerré la puerta y corrí hasta donde estaba Angelita, gritando. Junto a la mano, mirándome a través de la puerta entornada, había visto un ojo, un sólo, colgando como un extraño adorno del aire, ajeno a todo rostro, un ojo que me sonreía engañosamente. Trataron de calmarme después diciendo que era un mendigo. El otro momento estaba lloviendo y Lidia y yo tocábamos fuertemente, temiendo que si no nos abrían enseguida íbamos a coger un resfrío. Las tres manos se unían, tocaban a la vez. Mi mano y la de Lidia. Después me ha molestado tener entre las mías otra mano de mujer, el recuerdo porfiando por no convertirse en un roce que pudiera ocurrir todos los días.
Encontré la puerta entornada, escurriendo un hilo de luz que rayaba la acera y pintaba de ceniza las piedras de la calle. Inesperadamente también me molestó que la aldaba se hiciera innecesaria, pero de todos modos la apresé con mis dos manos para empujar la puerta con el mayor cuidado, tratando de que las bisagras no chirriaran al dejarme pasar. Sentada en un sillón de mimbre, en medio de la sala, estaba Angelita. De momento me pareció que la circundaba una luz increíble, venida a través de las ligeras tablillas de una persiana; una luz que la alejaba de los objetos esparcidos a su alrededor y la entregaba a la vista con una lejana quietud como si fuera un maniquí en su vitrina. Miré la bombilla que colgaba en el centro de la sala y vi la misma luz golpeando en la pantalla, escapándose por numerosos agujeros, dibujando una pantalla mayor en las carcomidas tablas del techo.
Volví a pensar que habían pasado veinte años y que ella tenía ahora sesenta y cinco, pero estaba como la víspera de mi fuga, envuelta en carnes y sonrosada, las agujetas moviéndose ágilmente entre las manos y la bola de estambre sobre su falda, perdiendo grosor a medida que la mano reclamaba más hilo.
En cuanto Angelita me reconoció dijo: «Ah, Virgilio, eres tú.
Ya sé que andabas persiguiendo a los rebeldes en la Sierra Maestra». Lo dijo sin prestar la menor atención a mis condecoraciones y enseguida torció el tumbo y empezó a hablarme de todo lo que le había ocurrido desde que yo me fui de su casa. Mencionó algunos dolores en las articulaciones, la muerte inesperada de Don Jacinto (en sus últimos días no cesaba de pensar en mí), un catarro que la tuvo en cama durante tres semanas y la visita de tres o cuatro vecinas que le contaban chismes de otras tantas vecinas.
Me pareció que era muy poco aquello que me contaba para que cubriera veinte años, pero enseguida lo justifiqué pensando que cuando no se lleva una vida aventurera el tiempo pasa sin dejar apenas asideros para el recuerdo. De todos modos me extrañó que los ojos y los brazos de Angelita se movían con exagerada rigidez como si las manos de un titiritero accionaran dentro de ella y sus movimientos respondieran a los tirones de unos hilos que sustituyeran el complicado tejido de músculos, tendones y arterias. Durante la charla regresaba a mi mente la impresión del maniquí en la vitrina y entonces me quedaba esperando que su rostro se alzara levemente y la luz brillara sobre aquella imitación de material plástico que era ahora su piel.
Al cabo de un rato esas ideas, nacidas seguramente a causa de mi emoción, cedieron el paso al grato recuerdo de mi niñez en aquella casa. Quizá para demostrar que conservaba una prodigiosa memoria, Angelita no se cansaba de referirme anécdotas, amontonando en mi imaginación los más diversos y menudos sucesos en que yo había tomado parte. Finalmente, acaso ya agotada la nómina de mis intervenciones en su existencia, empezó a hablarme de los pájaros.
—¿En qué piensan ahora?
—Lo mismo que siempre. En su libertad.
—¿Y por qué no los suelta, Angelita?
Se encogió de hombros y, tratando de que olvidara esa crueldad, me dijo que últimamente ella había hecho muchos progresos. Ya no necesitaba sentarse bajo el framboyán a oírlos cantar para saber lo que estaban pensando. Desde la sala y sin que saliera el menor ruido de las jaulas ella se comunicaba con los pájaros.
—Ahora mismo escuchaba a uno que se quejaba de su mala suerte —agregó.
Iba yo a argumentar que no podía ver qué diferencia había entre la suerte de un pájaro y otro, cuando me acordé del telegrama que nunca llegué a pasar.
—No importa —me dijo.
—¿Qué?
—Lo del telegrama.
—Yo no le dije nada, Angelita.
—Ah, entonces lo estabas pensando...Eso fue en noviembre del 49. Los médicos decían que yo estaba muy grave.
Apartó el tejido de su regazo y lo colocó sobre una silla a su lado. De golpe la bombilla se desprendió de la pantalla y cruzó entre Angelita y yo, lentamente, como pudiera hacerlo la pluma desprendida de un ave; luego la luz comenzó a proyectarse a la inversa, desde debajo de la falda de Angelita, a través de su piel, de sus vestidos ya sin color. Tuve la impresión de que Angelita se estaba convirtiendo en una bombilla. Lo increíble era, sin embargo, que tanta transparencia no impedía que la silueta de la mujer, ahora de pie, bailoteara todavía pastosamente en las paredes, en las maderas del techo, fragmentada en numerosas sombras iguales.
Salté de mi asiento como un muñeco disparado por un resorte. Sin mirar hacia atrás salí a la calle y corrí hasta el auto. Gustavo seguía durmiendo, desnucado sobre el asiento, con los dedos apoyados levemente en el timón. Lo sacudí hasta que abrió los ojos.
—Estamos muertos, Gustavo —le dije.
—No, teniente, eso ocurrió en el sueño que acabo de tener.
Me contó que había soñado mi conversación con Angelta. No se le escapó un solo detalle, ni siquiera el de las jaulas como frutos sonoros del framboyán. Pensé que ya no había nada más que hacer, salvo aceptar la idea de que estábamos muertos y comportarnos como tales. Gustavo me dijo que ésa era una idea idiota.
Entonces le dije que me explicara lo sucedido en nuestra última operación militar (yo únicamente recordaba el viento barriendo las montañas, los disparos que chicoteaban en las cortezas de los grandes árboles y la orina metálica de los casquillos que caían a nuestros pies). Gustavo aproximó las cejas para facilitar el nacimiento de una larga arruga en su frente y me contestó que él tampoco recordaba nada más. Insistió, sin embargo, en que ninguno de los dos estaba muerto.
—Trata de salir del auto sin abrir la portezuela —dije.
Gustavo trató de hacerlo y no pudo. Lo apremié con la mirada, levantando las cejas, para que repitiera la operación y lo sentí de nuevo golpear, jadeante, contra la portezuela.
—Ya lo ve, teniente —dijo e intentó sonreír con ese entusiasmo infantil que ponemos en parecer alegres cuando acabamos de tener un accidente y más vale echarnos a llorar bajo la magulladura. Volví a levantar las cejas, tercamente, y Gustavo concluyó lanzándome una húmeda mirada de impotencia mientras se frotaba de arriba abajo el brazo izquierdo, seguramente dolorido.
—¿Habrá algún programa musical ahora? —pregunté buscando con la espalda la comodidad del asiento, vencido por la evidencia.
—Son sus nervios, teniente —dijo Gustavo a tiempo que encendía el radio. Puso en marcha el carro y se sonrió cuando yo le dije que nos quedaríamos en Santa Clara esa noche, en cualquier hotel. De repente sentí deseos de abrazarlo pero me contuve. Incomprensiblemente me llegó también la idea de encontrármelo en la calle, un día de lluvia, y cubrirlo con un periódico.
Luego me conformé con darle una palmadita en el hombro, arrepentido de haberle estropeado la cita con una amiga.
—Será mañana —dije.
—¿Qué cosa?
—Cuando podrás ver a tu amiga...
—Usted sabe mucho, teniente.
Gustavo llevó otra vez su mano hasta el botón del radio y la aguja se deslizó sobre la esfera. Se escuchó la voz de un locutor: Esta tarde serán los funerales del teniente Virgilio Montejo, muerto heroicamente en el cumplimiento de su deber...El último comunicado del Estado Mayor del ejército dice: El teniente Virgilio Montejo está vivo. Los héroes nunca mueren. Viven eternamente en el recuerdo emocionado de su pueblo.
—¿Están hablando de mí, Gustavo? —pregunté distraídamente. Sacaba mi rostro por la ventanilla y lo hundía en el aire como en una almohada.
—Sí, teniente. Ya usted ve. Yo se lo dije: no tenía por qué preocuparse.