El cementerio de las botellas

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In my beginning is my end.

T. S. Eliot

Empezaré hablando de Mijares, de mi amigo el flaco Mijares, el pintor José Mijares, que en gloria esté, es decir: si le perdonan los pecados que yo no le conocí.

José Mijares, el Flaco como lo llamábamos, el pintor, era largo y huesudo pero, como puede inferirse, y si no los invito a sospecharlo, más largos y huesudos eran los relatos de su vida que, con los codos apoyados en el mostrador del cafetín Los Parados, nos lanzaba al rostro entre una taza de café y la siguiente. En una de esas ocasiones, durante un instantáneo rapto de alucinación, me dije: el café tiene un aromático encanto nocturno mientras se comporta como un esclavo en la taza, después, ya lo sabemos, rueda que te rueda hasta el estómago, pero ésa es otra historia. No las historias de su vida que Mijares relataba con sus ojos bajo pestañas que parecían postizas, añadidas a las que le concedieron al nacer. O las que le concedieron al nacer eran así, iguales a las de ahora, ni más ni menos como las que le veíamos mientras hablaba. Pero ¿por qué menciono sus pestañas, si eso no viene al caso? Cuando Mijares estudiaba en la academia de arte San Alejandro, en su casa fluían las aguas difíciles de una hambruna que metía espanto. La madre, que a todo lo largo de su vida nunca se miró al espejo para no confirmar que envejecía, se despertaba apenas clareaba el nuevo día después de derrotar algún que otro insomnio pero sin ganas de acercarse al fogón para preparar el desayuno, sin ganas de cocinar algo para el almuerzo, o porque en la alacena exhausta, por más que indagara, no iba a encontrar un grano de mostaza y una cebolla. El padre de Mijares, que era alérgico a la rutina y desconfiaba de las virtudes de los recónditos límites territoriales, se había enrolado en la tropa cubana que peleaba desde cuándo en el Guadarrama a las órdenes, creo, de Pablo de la Torriente Brau. ¡Qué dinero podía haber en la casa para comprar un saco de arroz en la bodega! O no, acaso ya en esa época el padre había regresado de España, dejado atrás las vertiginosas nubes de pólvora de la Guerra Civil, y todas las tardes, cuando el sol empezaba a desangrarse, arrastraba una butaca hasta el balcón, con los ojos cerrados, sin ninguno de los colores del espectro en la retina, como si dormitara, para seguir echándole estruendosas balas habaneras a los soldados de Franco.

Una tarde, porque todo relato, todo escarceo de vida, toda experiencia que respete su ubicación en el tiempo y el espacio, empieza o debe empezar una tarde, una noche o tal vez un mediodía, pero esta ocasión que reflexiono ocurrió precisamente una tarde, según me contó Mijares acodado de nuevo en la barra de Los Parados. Otro pintor, Carlos Enríquez, lo invitó a visitarlo en su finca El hurón azul, no para que se deleitara viendo algunos de sus cuadros recientes, decía sin petulancia, sino para darse algunos tragos a la sombra de los tupidos naranjales que circundaban su vivienda campestre. Pues sí, contra toda previsión, para su sorpresa, Carlos Enríquez lo invitó aquella tarde de finales de junio a visitarlo en su finca, pero no para conversar a la sombra de los naranjales, si es que eran naranjos y no framboyanes o tamarindos los árboles que circundaban su vivienda. Le abrió la puerta. Lo dejó entrar. Mijares entró con las pestañas vibrátiles y el pecho oprimido por un pálpito desolador: ¿Carlos lo había invitado, en efecto, para darse unos tragos, o acaso, madre mía, para hablar de pintura?, se preguntó. Lo ideal hubiera sido darse algunos tragos y conversar de cualquiera otra cosa: de mujeres por ejemplo, el tema universal cuando dos hombres destapan una botella de ron. O de política, que es otro tema recurrente. En Francia no sé de qué hablarán, pensó Mijares, ni en Dinamarca, ni en España, ni en Inglaterra, porque de Inglaterra lo poco que sé, se lo debo a Dickens, lectura que efectuó saltándose las páginas para terminar pronto, de modo que las pocas que leyó no le sirvieron, no le servían ahora ni nunca, para gran cosa.

Atravesaron la sala, la saleta, el comedor, y entraron a su estudio. ¡Ya se lo imaginaba! De seguro le iba a mostrar su último cuadro y pedirle la opinión. Hay pinturas mejores y peores pero tratándose de Carlos todas eran mejores, reflexionó Mijares a la defensiva, los brazos cruzados sobre el pecho, una actitud que siempre le permitió establecer una cautelosa distancia entre su interlocutor y él. Yo no soy un crítico de arte sino un pintor, se dijo Mijares a tiempo que encendía un cigarrillo, casi al borde del rubor, pero cómo hacérselo saber a Carlos: si permanecía callado no era porque desestimara su trabajo sino porque carecía de las palabras necesarias para formular su opinión. Un día, años atrás, otro pintor, un pintor joven, le mostró uno de sus cuadros y le solicitó la opinión. Mijares pensó: me recuerda las acuarelas de Víctor Manuel, por supuesto sin su talento, sin su encanto, sin su genio. Qué lástima de pintor joven. Él hubiera deseado entusiasmarlo, alentarlo, congratularlo, darle una palmadita en el hombro y decirle: adelante. Pero no dijo nada. Ahora tampoco iba a decir nada, aunque los lienzos de Carlos Enríquez no se parecían a los de nadie, por lo menos a nadie que él supiera.

Mijares pensó que tenía suerte, que esa tarde era para él una tarde afortunada. La suerte siempre favorece a quienes les cuesta hablar: los exime de meter el delicado pie donde no deben. Carlos Enríquez lo había llevado hasta su estudio no para solicitarle una opinión sino para mostrarle los amplios ventanales que lo inundaban de claridad mientras pintaba, unos ventanales que dejaban ver los helechos del jardín, y algunos girasoles como los de Van Gogh, circundados de una luz que pasaba del malva al blanco como en los patios coloniales de muchas casonas de La Habana Vieja, que eran una réplica, tal vez, de las de Andalucía. Así que después de contemplar, arrobados, aquella ¿naturaleza muerta? en los lienzos de los ventanales, regresaron al comedor, sin que mediera una sola palabra. Ocuparon dos butacas alrededor de una mesa redonda, grande, para varios, tal vez para diez o doce comensales, pulcramente barnizada. Después de los primeros tragos de la segunda botella Carlos Enríquez empezó a hablar de Oona. ¿Sabía Mijares quién era Oona? No, no lo sabía. Pero Carlos Enríquez ahora mismo iba a refrescarle la memoria. A refrescársela no, porque Mijares en su puñetera vida había oído mencionar el nombre de Oona. Carlos estaba dispuesto a contarle la fascinante historia con todos sus pelos y señales, desde el momento en que los dos se miraron a los ojos por primera vez, desde el principio de sus amores hasta esta tarde en que nos estamos tomando la tercera botella de ron, desde entonces hasta hoy, día en que la vas a conocer, le prometió.

—A mí me hubiera importado un carajo conocer a Paul Gauguin cuando era un exitoso corredor de Bolsa en el París de 1873 —dijo Carlos Enríquez aparentemente sin venir al caso, como si pretendiera variar el curso de la plática. Cuando lo dijo tosió y carraspeó porque el último trago de ron (es decir: el penúltimo o el antepenúltimo, ya que nunca dejaba de beber cuando conversaba, como ahora, con un amigo) lo había trasegado de prisa para no perder el hilo de la conversación, y el ron se le había atragantado hasta hacerlo toser y toser, y desde entonces carraspeaba para aclararse la voz—. Por supuesto que el Gauguin que siempre me interesó hasta alucinarme era el que, de pronto, sin previo aviso, acaso sin saber él mismo por qué lo estaba haciendo, rompió con la vida ordenada que hasta entonces llevaba, una vida monótona y yo imagino que triste, una vida pulcra, moral —lo decía Carlos con visible ironía, la vida ejemplar de un hombre que asistía puntualmente a la oficina, que sufragaba los gastos de la familia sin darse ningún placer adicional, sin conocer otro cuerpo de mujer que no fuera el de Nina Fleming, su esposa, sin tener amantes ni frecuentar prostíbulos, un perfecto burgués, un “dechado de virtudes”, como hubiera dicho mi abuelo —volvió Carlos a carraspear; un hilillo de saliva escurrió hasta su barbilla y lo secó con el pañuelo que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón—. Yo no creo que la de Paul Gauguin haya sido una vocación tardía como muchos opinan, una vocación irracional que se le despertó en el alma como un cataclismo cuando olfateó de cerca el cuadro de otro pintor, y no lo creo sencillamente porque las vocaciones tardías no existen, el genio nace genio, nadie se convierte en genio de la noche a la mañana.

Mijares lo miró directo a los ojos. ¿Por qué ese empecinamiento en hablar sólo de pintura? Él también se sabía de memoria la otra parte de la historia, y no era necesario por tanto que Carlos la expusiera, la había escuchado una y mil veces en boca de sus profesores en las aulas de la academia San Alejandro: Gauguin era un genio desde que nació, eso nadie lo dudaba, sólo que Paul lo descubrió cuando alguien, algún amigo, lo llevó casi a rastras hasta una exposición de pintores impresionistas y pudo contemplar por primera vez, con el corazón dándole tumbos debajo del chaleco, las obras de Monet y de Renoir.

—Tenía más de 40 años, creo que 43, cuando Paul Gauguin, poseído por la magia de aquellos cuadros, de aquellas obras maestras (¿en qué quedamos?, ahora Carlos se contradecía), perdió el eje sobre el que giraban los pormenores de su vida conyugal, sus quehaceres profesionales, su reputación y su sosiego. Intuyó, de repente, sin que mediara una explicación posible, contra toda lógica, que él no era un hombre común sino un genio. Un genio. ¿Y quién ha visto un genio preocupado por la buena marcha de sus negocios y la opinión favorable que de él tengan los demás? Así que, sin comentarlo ni consultarlo con nadie decidió dar por terminadas sus obligaciones familiares, decidió abandonar mujer e hijos para irse a vivir en cualquiera de las islas paradisíacas de los Mares del Sur, alejado de la civilización. Atravesó medio mundo, y guiado siempre por su olfato aventurero, por los reclamos de una pasión que ni él mismo alcanzaba a explicársela, pasó por Taití, por Hiva Oa, por Tonga, por Papeiti y por Samoa, es decir: si Carlos no recordaba mal (y por supuesto que recordaba mal, pensó Mijares), hasta llegar a su último refugio, Atiuna, una isla madrepórica, una escuálida franja de tierra sembrada de cocoteros como un atolón a la deriva, donde tuvo bajo su ombligo muchas mujeres, todas las que quiso, todas las que le gustaron, todas las arrastró hasta su hamaca con el falo enhiesto, dando tumbos y vociferando todavía sin sacarse el calzón, todas las que más tarde le servirían de modelo, a las que les embadurnó las nalgas y el pubis con una mezcla enfurecida de brochazos amarillos y de semen, como si fuera una gracia, para carcajearse sin alegría, para ahuyentar la mierda de vida que lo acosaba, para divertirse como un muchacho travieso. Habían pasado dos años cuando cayó en la cuenta que su largo recorrido tenía otro propósito más allá de aquella vida salvaje que hasta entonces llevaba. Después de comprar pinceles, telas, brochas y un caballete, se instaló decidido a pintar noche y día, como un endemoniado, mientras le alcanzaran las fuerzas, en una choza de bambú, rodeado de indígenas que eran sus modelos: mujeres de piel cobriza con los senos al aire, y hombres que sólo usaban un pareo, una tela de algodón enrollada por debajo del ombligo que les caía hasta las rodillas.

Sí, es cierto, Gauguin confirmó que era un genio pero en Atiuna tampoco pudo ser feliz, pensó Mijares con los labios abrochados, sin que Carlos percibiera una sola de sus ideas. No fue feliz porque allí, en sus islas ilusorias, desde cuándo su cuerpo había estado siendo visitado por devastadoras enfermedades, por la malaria, la difteria y la sífilis, y ahora, en los finales de su vida, la lepra se había instalado en su piel, le aparecían llagas y manchas de ceniza en el rostro, en el vientre, y ninguna mujer, empezando por Vaenoa, que acaso fue la que más lo amó, estaba dispuesta, por asco y también por miedo pero sobre todo por asco, a dejar que él se le estacionara encima, aullando y bufando como un energúmeno, su modo acostumbrado de hacer el amor.

Nunca alcanzó a precisar el momento en que pretendió dejar de ser Carlos Enríquez para ser Paul Gauguin. Quiero decir: el instante exacto de adquirir un compromiso igual al que adoptó Gauguin cuando rompió todos sus nexos con la vida anterior y se dio a la aventura indómita de descubrir su genialidad, de desvelarla, de sacársela de las honduras de sí mismo, de sus entrañas, y exponerla a la vista de los demás. Fueron los momentos más difíciles de mi vida, Flaco, no sé si alguna vez a ti te ha sucedido: querer ser otro. No parecérsele, sino ser otro. Ser la misma persona que la otra.

Ahora, más que entonces, me doy cuenta que es terrible.

No se lo deseo a nadie.

Desgarrador.

Y no sólo desgarrador, insufrible.

Porque entonces me ocurrió lo que nunca hubiera sospechado: dejar de ser alguien para ser casi nadie. Cuando uno admira en demasía a otro, o lo envidia, uno deja de ser lo que era para no ser nada, o casi nada. El otro se agiganta y uno se consume. Hasta entonces yo me consideraba un buen pintor. Desde mucho antes de pintar El rapto de las mulatas creí haber llegado a la cumbre, a la misma altura de Rembrandt, por mencionar a algún pintor genial. Sin embargo, a partir de que quise ser Paul Gauguin, es decir: cuando pretendí emularlo, apropiarme de su audacia, de su locura que era el indicio más obvio de su genialidad, me sentí disminuido hasta las lágrimas y el desencanto, lloraba boca arriba en la cama, con la cabeza bajo la almohada, sin un sollozo, para que nadie, ni yo mismo, escuchara el sonido de mi llanto. ¿Sabes, Flaco, lo que pensaba en esos momentos? Que yo estaba muy lejos de alcanzar la genialidad porque carecía de la furia, del arrebato, del valor, de los cojones, sí, de los cojones, para dar el salto hasta la otra orilla, hasta la otra ribera prometida, donde estaba Atiuna y la choza con su techo de bambú, donde estaba Gauguin lanzando lúbricas desesperadas paletadas amarillas sobre las nalgas de una dócil Vaenoa bocabajo, que al principio, sólo al principio, mientras no se le desfiguró el rostro, copulaba con él, al mismo tiempo que le servía de modelo.

Fue entonces que concebí mi viaje a Haití. Haití no estaba al otro lado del mundo como la Polinesia. Era otra de las tantas islas alborotadas del Caribe, y además la separaba de las costas de Cuba sólo las millas marítimas indispensables para iniciar el regreso en cuanto me lo reclamaran la nostalgia y la cordura, las ganas de volver a El hurón azul. Pero Haití tenía su misterio, Flaco, había vudú y algún que otro zombi, pero además, lo había leído, Haití tenía un grupo de excelentes pintores, Héctor Hyppolite y André Pierre entre ellos, pero además, además y otra vez además, André Malraux había visitado hacía poco la comunidad de pintores de Saint-Soleil donde se enfrentó a “la experiencia más cautivadora de pintura mágica de nuestro siglo”. Por algo lo dijo Malraux, Flaco, no vas a decirme que él no tenía buen ojo para la pintura. Viajar a Haití no era lo mismo que viajar a cualquiera de las islas erráticas de Oceanía, ya se sabe, pero de todos modos era otro mundo hasta donde yo lo sabía o lo imaginaba, un mundo bastante parecido al que Paul Gauguin descubrió en Atiuna. Así encontré una forma de perdonarme el miedo a romper con los convencionalismos, el miedo a renunciar de por vida al aroma de los naranjales en El hurón azul, a desistir hasta siempre de mi cómodo sillón hecho con la madera de un caobo que fue desbastado con el hacha del carpintero delante de mis propios ojos. Encontré la forma de engañarme a mí mismo, Flaco, me consideré en ocasiones tan aventurero y tan loco como Gauguin. ¿A quién se le ocurría, vamos a ver, viajar a Haití en lugar de hacerlo a París?

En Haití, pensó, le harían un amuleto de la buena suerte, que lo resguardaría no de ese mal inevitable que era la muerte, al que nadie puede escapar, sino del mal provocado por la envidia o el rencor de la gente, el mal que sale de la cabeza de la gente como una flecha envenenada. ¿No? ¿Tú no crees, Flaco, en el mal de ojo, en la brujería? ¿Por qué entonces me miras así, con esa sonrisita incrédula y desabrida en la punta de los labios? Mi amigo, o mi ex, porque dejó de ser mi amigo por una nimiedad, también tú lo conoces, el escritor Alejo Carpentier, a poco de regresar de una visita que hizo a Haití, que por cierto mucho le sirvió para escribir sus novelas, creo que diez o doce años antes del mío (cómo se me trafulcan las fechas), de mi viaje a Haití, me habló de Makandal, el negro esclavo, el Espartaco negro como él decía, que era capaz de transformarse en lagartija, en jicotea, en cuanto animal del monte le diera la gana.

Alejo, que todavía era mi amigo en 1949, cuando publicó El reino de este mundo ¿o fue cinco o seis años antes, tal vez en 1942? me hizo leer el libro de un marine norteamericano, el teniente Faustin Wirkus, quien hablaba de los brujos haitianos que podían matar un individuo y luego resucitarlo para convertirlo en un zombi. En fin, Alejo relató con su acento afrancesado, arrastrando las erres, sabe Dios cuántas historias, cuántas cosas que me encendieron la imaginación desde mucho antes de que yo decidiera aquel viaje. Mientras quise ser Gauguin tenía la imaginación exacerbada, como si tuviera alas, como si pudiera emprender con mis alas un alto vuelo hasta la fama, qué digo: no hasta alcanzar fama y dinero, que son bienes transitorios, que no importan mucho, sino hasta convertirme en uno de los tantos inmortales, hasta codearme con Goya y con Giotto, o con Edgard Degas. Me sentía en camino de acceder a la genialidad pero al mismo tiempo, cómo era posible, estaba deprimido, barruntando que las consecuencias de mis actos me podían acarrear sinsabores, me acarrearían enfermedades devastadores como a Gauguin en la Polinesia (¿por qué no cancelaba el viaje?, todavía estaba a tiempo), enfermedades venéreas porque yo no podía vivir muchos días sin coger, sin tirarme una mujer, o me deparara una enfermedad que no tuviera que ver con la urgencia de mis testículos, una enfermedad como el tifus, como el cólera, es decir: cualquiera otra cosa que me impidiera el regreso. ¿Preocupado? Sí, preocupado. Metido en un hueco. Sepultado entre tupidas telarañas. Muerto en vida. Estuve un largo rato sin pintar, aplacé el autorretrato que pretendía hacerme para confirmar cómo andaba mi rostro en ese momento en que estaba a punto de alcanzar la codiciada genialidad. Contra mi costumbre, estuve días y semanas, creo que un par de meses durante los cuales apenas me acercaba al caballete, apenas pude garabatear en un cuaderno algunos bocetos de cuadros que yo venía arrastrando en la mente desde que era casi un muchacho. Pero no te voy a seguir contando, Flaco, con detalles, los días que precedieron a ése, mi único viaje a Haití. Basta que te diga que llegué a Port-au-Prince una mañana de mucho viento y sol. El viento arrancaba del suelo todo lo que le resultaba posible, pedazos de papel y sellos postales, todo lo suficientemente liviano para echarlo a volar. En el puerto había un ir y venir de negros y mulatos de calzones rojos y torso desnudo, auxiliando a los pasajeros recién llegados, cargando bártulos sobre los hombros. Carlos Enríquez extendió la vista y fijó la mirada con ahínco, para que el paisaje nunca pudiera olvidársele, y vio las lanchas sin entusiasmo de los pescadores que remaban dentro de un silencio azul, y un poco más lejos, no tanto, bajo el chillido de las gaviotas, vio las olas que se encrespaban y enseguida se despeñaban en el golfo de Gonave, y todavía más allá divisó el horizonte andrógino, quiero decir: de cielo y mar machihembrados, confundiéndose el uno con el otro. Era el mismo mar y el mismo cielo de todas partes, de cualquiera otro punto del globo terráqueo, de cualquiera otra isla, pero a la vez eran distintos. Estás prejuiciado, Carlos, se dijo, los relatos de Carpentier te han hecho daño. ¿Podía sospechar que aquel negro que cargaba sus bártulos camino del hotel fuera un zombi? ¿Lo era realmente?

Al tercer día supo lo que era un zombi.

Después de dos días rutinarios, de ver las mismas cosas, de no alejarse demasiado del hotel a causa del temor inducido por recién conocidos que hablaban de robos, de asaltos: Ayer mismo, para ser más exactos, para no demorar demasiado el relato, a un extranjero lo inmovilizaron colocándole una navaja en la garganta mientras lo despojaban de cuanto llevaba encima, una cadena de oro, el reloj pulsera, las sortijas que ostentaba en la mano izquierda y, por supuesto, en primer lugar, la billetera con los dólares que, por desconocimiento del país, no había depositado en la bóveda del hotel. ¿Se daba cuenta del riesgo que corría?

Pensó en Gauguin. ¿Qué hubiera hecho Gauguin? ¿Qué hubiera hecho un genio? ¿Permanecer acoquinado entre las cuatro paredes de la habitación, tumbado en el lecho rememorando los relatos de Carpentier y leyendo de nuevo el libro del teniente Faustin Wirkus con las espeluznantes historias que recordaban a Drácula y Frankenstein, narradas para complacer el morbo de las multitudes y de paso convertirse en un best seller? ¿No se habían vendido ya 10 millones de ejemplares en Estados Unidos y Europa del libro The White King of La Gonave, probablemente una sarta de mentiras, de mentiras muy bien sazonadas, muy profesionalmente cocinadas con los nombres de los papalois, bocos, houngans y mamalois, todos practicantes del vudú?

En ese momento decidió salir a la calle. Contra todo riesgo, si realmente lo había, decidió ser Paul Gauguin.

Sólo recuerdo, Flaco, que era también una mañana de mucho viento y mucho sol, como la primera mañana en que eché a andar camino del hotel acompañado de un nativo que llevaba mis bártulos sobre su cabeza, quiero decir: mi primera mañana en Port-au-Prince, que la tengo grabada a fuego en la memoria, en el caso de que aquellos colores, de que aquellas transparencias, de que aquel ritmo del viento que arrancaba del suelo servilletas, sellos postales y macilentas hojas de papel, algún día me sirvieran para incorporarlos a alguno de mis cuadros.

Por si acaso, por si de verdad menudeaban los peligros a mi alrededor, me persigné antes de abandonar el hotel y le solicité ayuda a los ángeles del Purgatorio, no a los que habitan el Edén, esos ángeles de alas translúcidas que tocan mandolinas a la vera de San Pedro para entretenerlo, y tampoco a los que revolotean en el Infierno tratando de salvar de las llamas a los pecadores, sino a los ángeles del Purgatorio, que son los que protegen a los que hacen las cosas sin ton ni son, en un arrebato de locura, sin medir las consecuencias de sus actos, entre los cuales me incluyo yo. ¿Yo era Gauguin, sí o no? ¿En aquel momento no era su réplica? Entonces estaba espléndidamente loco, quiero decir: dispuesto a la aventura.

Encaminé mis pasos por calles que ningún otro transeúnte se atrevía a hollar, no había nadie ni nada a mi alrededor, no había siquiera el viento que arrancara del suelo los papeles inútiles de siempre, advertí que eran calles sin casas, sin nadie mirándome desde ventanas y postigos, desde puertas entornadas, mientras yo caminaba persignándome otra vez con los dedos en cruz. Sin necesidad de mirarme al espejo no dejaba de saber que estaba desencajado y pálido, desencajado y pálido como cuando uno está a punto de morirse. Avanzaba dando traspiés, pálido, pálido, diez veces pálido, con una palidez multiplicada por 17, mi número clave, todas las cosas importantes, buenas o malas, de mi vida han ocurrido un día 17, que es también el número de San Lázaro ¿debía por tanto encomendarme a San Lázaro?, pálido, con el rostro enharinado como las mujeres que pintaba Mijares pero cubierto de sudor, de un sudor pegajoso, con el rostro anegado de chorros de sudor que descendían hasta su barbilla como lágrimas sin llanto: porque yo sentía miedo, no voy a negarlo, Flaco, para qué negarlo. Tenía miedo pero no lloraba para que mi miedo pasara desapercibido.

Al llegar a la próxima bocacalle me di cuenta que Gauguin seguía dentro de mí, diciéndome que no fuera tan cobarde.

Cuando doblé a la derecha me manoseó el rostro una bocanada de aire caliente. Se había acabado el viento que arrastraba papeles, y el aire era sólo aire, un aire quieto dentro de las ráfagas de sol, que parecía hervir delante de mis ojos. Pensé: así mismo debía estar de caliente el aire que envolvía la barca del viejo Caronte cuando conducía sus pasajeros en busca del Infierno. Qué cultura poseo, Flaco, ¿no te da envidia? Por eso pienso escribir, porque tengo la suficiente cultura para darme ese gusto. Picasso era un escritor genial que además pintaba para matar el tiempo. Me gustaría que las generaciones venideras dijeran lo mismo de mí en el supuesto caso, solavaya, de que algún día llegara a morirme.

Volví a escuchar la voz de Gauguin secreteándome que no fuera tan cobarde. Cobarde o no, carecía de otra opción. Qué otro remedio quedaba. Con el pañuelo que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón me sequé el sudor, me sequé la palidez, me sequé el miedo. Sin embargo, todavía no me percataba de que unos pasos más allá me iba a topar con Oona, la mujer de mi vida, gracias no al valor que pretendía insuflarme Gauguin, porque la valentía es el elixir exclusivo de los héroes, de los tipos duros, sino a la falta de miedo, que parece igual pero no es lo mismo, que es el piadoso recurso al que apela, después de encomendarse a todos los santos, el resto de las criaturas humanas a las que se les aflojan las rodillas. De modo que, aparentemente sin ningún miedo, siguió avanzando hasta acercarse a un río, una sorpresa de agua tímida que serpeaba en un descampado y fluía sin meter ruido, simulando que no fluía, con su superficie inmóvil adornada de hojas de plantas acuáticas sobre las que vibraban las cachipollas, tan quieto en su deslizamiento que más que un río parecía una laguna, situado donde terminaba la ciudad y empezaba, tal vez, el fin del mundo.

En las cercanías del agua había varias personas que, según deduje, observaban con mucha atención algo que estaba en el fondo del río, porque hacían comentarios, para mí inaudibles teniendo en cuenta la distancia que todavía me separaba del lugar, ocho o nueve hombres, por cierto de calzón rojo y torso desnudo como los del muelle, que al mismo tiempo hacían señales con sus manos y apuntaban en una sola dirección, hacia algo que podía estar ocupando el profundo lecho del río. Me acerqué un poco más y miré. Coño, más me hubiera valido no haber mirado nunca, porque ver lo que vi me sacó de quicio, me trastornó la vida hasta el día de hoy, me hizo saber que Carpentier y el teniente Faustin Wirkus tenían razón, no mentían, no estaban exacerbando el morbo de las multitudes para ganar fama y dinero. ¿Saben lo que Carlos Enríquez vio? Creo que no pueden imaginárselo, vio una mujer desnuda en el lecho del río, iluminada por los rayos del sol que descendían hasta ella, acomodada sobre unas piedras pulidas y blancas, unas piedras enormes, o más bien agrandadas por la refracción de la luz, por las ondulaciones del agua cuando ella las agitaba, porque sin duda su cuerpo se movía, porque estaba viva, lo confirmó Carlos Enríquez cuando la vio emerger más tarde del agua, no cuando creyó advertir que movía uno de sus brazos, viva y respirando allá abajo durante horas y horas, o sin respirar para no atragantarse, para que el agua no le inundara los pulmones.

Calculé que faltaba tiempo para que se encendieran las estrellas y apareciera en mitad del cielo una luna grande, redonda, de plata. Pero qué importancia podía tener la luna ahora, a las tres de la tarde y con aquella mujer allá abajo. Si anduve durante minutos con esa idea en la cabeza, era para desechar con desespero otras reflexiones menos poéticas, más tenaces, que me apresuraban los latidos del corazón. Al principio sospeché que era un cadáver. Aquella mujer se había suicidado, pensé, o alguien la había asesinado y arrojado al río para que los peces la dejaran en el puro hueso y nadie pudiera identificarla. ¿Por qué ninguno de los nueve o diez se disponía a hacer algo para rescatarla, para sacar su cuerpo y darle sepultura?

—¿Qué le ocurrió? —pregunté sin sospechar que el que estaba a mi lado pudiera contestarme en un perfecto español.

—Está poseída por Ezili —me dijo.

Más tarde, ya de regreso a la habitación, gracias al libro de Wirkus, o al de Laënnee Hurbon, Le Barbare imaginaire: Comprendre Haiti, que también ocupaba un lugar en mi equipaje, logré enterarme de quién era Ezili: nada menos que el Iwa, o el ángel, para que me entiendas mejor, Flaco, la diosa del amor y la sensualidad, que según todas las versiones habita en el agua.

Pero mientras miraba hacia allá abajo yo aún no lo sabía. No sabía quién era Ezili. No sabía tampoco que aquella mujer estaba viva. Al fin, salió. Al cabo de dos o tres horas más, salió. Era una mujer de extraordinaria belleza, Flaco, pronto la vas a conocer. La mujer más bella y más sensual que yo había visto a lo largo de mi vida. Con un pelo que le llegaba a las caderas o tal vez a las nalgas, y unos muslos que no alcanzo a compararlos con los de ninguna otra mujer, con los de ninguna actriz de cine, con los de ninguna bailarina de Tropicana, con los de ninguna de las hembras que me he tirado en el barrio de Colón, o aquí mismo, en mi hamaca de El hurón azul.

La vi iniciar un trote ligero, sacudiéndose los vestigios de agua que permanecían adheridos a su piel, sobándose las manos, con los ojos muy abiertos que miraban sin mirar, la vi caminar en dirección inversa al recorrido que yo hice hasta llegar al río, la vi entrar en las primeras calles de la ciudad, la vi inclinarse y dar repetidas vueltas sobre sí misma, sobre las plantas de sus pies, girando sobre sus tobillos hasta quedar en cuclillas a la sombra de un portal. Aunque no lo creas, Flaco, en ese momento ya yo estaba enamorado de ella, bastó verla salir del agua para darme cuenta. Enamorado tal vez no, era demasiado pronto, aunque uno nunca sabe. Cuando pasó a mi lado sentí que se me sublevaban las neuronas, que los dedos me ardían con ganas de tocarla, que el sexo amenazaba con inflamárseme, y eso sin duda es el amor, o si no, Flaco, qué coño es el amor, tú debes saberlo igual que yo.

Fue entonces cuando, agobiado por sentimientos encontrados, experimenté deseos desesperados de abandonar Haití, de huir en busca de la civilización y el sosiego, en busca de mi hamaca en El hurón azul, de mi cómodo sillón hecho con la madera de un caobo que el hacha del carpintero había desbastado delante de mis propios ojos. Pero fue también entonces cuando supe que uno es dueño de su cuerpo pero no de lo que alberga en ese cuerpo, de sus emociones y delirios, de los acontecimientos que se nos atraviesan en el camino. En fin, Flaco: me di cuenta que mi vida ya estaba atada para siempre a la de aquella mujer. Fue entonces cuando supe de verdad, y no a través de las páginas del libro del teniente Wirkus, lo que era un zombi. Supe, de pronto, que aquella mujer era un zombi, que alguien, algún brujo, algún papalois, la había sacado de una tumba (muerta tan joven ¿de qué?, pensé) y convertido en un zombi. Sentí miedo, un escalofrío de terror, un miedo supersticioso que me manchaba de sudor la tela de la camisa alrededor de las axilas, pero sin perder las ganas de asomarme a los ojos de aquella mujer, a sus ojos que miraban sin ver, con la mirada vuelta hacia adentro, las ganas de apropiarme de su belleza hasta el resto de mis días.

Uno tampoco es dueño de su atrevimiento, de la audacia vertiginosa que le corre por la sangre, por las venas y las arterias, cuando el cuerpo, o lo que habita en el cuerpo, se le convierte en una entidad independiente. Nadie es dueño del corazón arrebatado que concibe proyectos contra los dictados cartesianos de la lógica. En ese momento acudió a acuclillarse muy cerca de ella pero sin mirarla, un mulato de indispensable calzón rojo y torso desnudo, igual a los nativos que en el muelle cargaban bártulos sobre los hombros. Pero no había acudido a espiarla ni a vigilar mis movimientos, tenía la mirada vuelta hacia adentro, era otro zombi. Yo doy fe que era un zombi. Un zombi inofensivo, acuclillado mirando hacia un punto situado en el vacío, un zombi que no venía a alterar mis planes, a interponerse entre mis proyectos y yo. De modo que me dije: claro que tengo la fórmula. Así me llegó esa idea, como un relámpago, de repente, sin previo aviso. Contra el hechizo de los brujos podía utilizar la magia del amor. Recordaba con insistencia la leyenda del Príncipe y la Bella Durmiente. El Príncipe la había despertado de su sopor de siglos aplicándole un beso en la boca. ¿Por qué yo no? Después de cerciorarme que nadie me estaba viendo, que nadie me espiaba, me acerqué a aquella mujer de ojos insomnes, me agaché (¿estaba mintiendo, deliraba Carlos Enríquez?) y la besé en la boca. La mujer sonrió. Balbuceó algo, creo que sólo me dijo: gracias, y se levantó dispuesta a seguir mis pasos. Nadie me iba a impedir que yo me apropiara de aquella mujer. Podía viajar con ella a Cuba sin que nadie se diera cuenta, sin que nadie la reconociera, porque nadie, ningún papalois podía creer lo que era cierto, lo que acababa de suceder, porque ningún zombi regresa a la vida, porque lo único que puede concebirse es que vuelva a la tumba de la que un bonco lo sacó. Así que aquella mujer a la que yo había besado en la boca, ya era otra. Para más confundir al posible oungan que la hubiera embrujado, sin pensarlo dos veces le puse el nombre de Oona, el nombre de una modelo de Gauguin, un nombre frecuente en la Polinesia pero que nadie nunca había oído mencionar en Haití. De modo que a partir de ese nuevo nombre, era otra. Era otra, no la misma que había estado en el fondo del río. Desde ahora te llamarás Oona, le dije. Otra vez sonrió, a tiempo que movía la cabeza en señal de aceptación. En el camino hasta el hotel que yo ocupaba, me dediqué a burlarme de la ansiedad comprándoles a vendedores ambulantes, después de regateos innecesarios, algunas prendas, una blusa o una falda, las que ella necesitaba para su nueva vida. Yo había echado a andar en silencio, y Oona continuaba trotando a mi lado.

Ya en el hotel, recogí mis libros, algunos de los cuales estaban esparcidos en la cama, los eché en la maleta, bajamos al lobby, pagué la cuenta del alojamiento, y del brazo de Oona, bajo un cielo plomizo que anunciaba tormenta, sin aire apenas que alcanzara para respirar, salí a la calle. Agobiado por los pésimos augurios del clima pensé que si no ocurría algún contratiempo, y no era presumible que ocurriera pues llevaba en el bolsillo los dólares suficientes para doblegar la terquedad de los funcionarios de inmigración y aduana, muy pronto estaríamos en La Habana.

—Y ahora vas a conocer a Oona —le prometió de nuevo, poniéndose de pie con un vaso colmado de ron en la mano.

Entonces el flaco Mijares lo escuchó decir en alta voz:

—Oona, Oona, ¡ven acá!

2

Y apareció Oona.

Ustedes no se pueden imaginar ¿o sí? cómo apareció Oona.

Apareció desnuda.

De pies a cabeza: desnuda.

Apareció como cuando estaba poseída por Ezili, la seductora Iwa, en el fondo de aquellas aguas tan transparentes que parecían de cristal. Lo primero que Mijares pensó, alucinado, era que Oona había salido no de su habitación, de su recámara y sus edredones, sino del río. Y su mirada, la mirada ávida de Mijares, se le fue hasta los pies de Oona, antes de registrarle toda la belleza, para confirmar si estaban o no aposentadas gotas de agua alrededor de los dedos de sus pies, si sus pies escurrían agua y asperjaban la mesa ¿lo digo, lo repito?: una mesa grande, redonda, con sillas para diez o doce comensales, pulcramente barnizada.

Mijares la vio poner un pie, el izquierdo, en una de las sillas y, tras un elástico salto felino, ocupar el centro de la mesa. ¿Qué hacer? El flaco Mijares que, como cabe suponer (es decir, si no lo he dicho antes) tenía brazos largos, los cruzó sobre el pecho en actitud defensiva como si de verdad estuviera gobernado por el asombro adhesivo de mirarse las manos de pintor con las que lo favoreció la vida en el momento de nacer, unas manos largas con dedos largos y finos como pinceles, y en lugar de observar con persistencia cada una de las ondulaciones de medusa del cuerpo de Oona, de vigilar desde su puesto de observación cada uno de los ángulos de aquella escultura tallada en ébano que era el cuerpo de Oona, Mijares dedicó todo su tiempo errabundo a mirarse los dedos largos y finos (ya lo he dicho antes), rematados por uñas que conservaban las manchas invencibles de la nicotina, residuos del humo de los cigarrillos fumados uno detrás del otro, a veces encendiéndolos con la colilla del anterior, durante años sin una sola pausa, uñas que ahora, al observarlas, le servían para disimular la mezcla de emociones y sentimientos que se trenzaban en su interior: sorpresa, turbación, timidez, asombro, deseos de mirarla con avidez, de no seguir mirándola, todo a la vez.

Entonces concibió la idea fulminante de arrebatarle Oona a Carlos Enríquez. Se quedaría con ella. En cualquier momento cercano, porque Mijares ya estaba dominado por la prisa, se iba a valer de cualquier fórmula para conseguir que Oona abandonara a Carlos, por las buenas, o tal vez contra su voluntad, acudiendo al rapto. Ningún escrúpulo de conciencia le impediría llevar a cabo su propósito. En primer lugar porque si Carlos la exponía tan vulnerable a la mirada codiciosa de los demás, era una prueba evidente de que no la amaba. Y en segundo, porque años atrás Carlos protagonizó el escándalo de sustraerle una mujer a Alejo Carpentier, y ahora, era lo justo, debía pagar la deuda contraída con el destino: lo que hacemos contra los demás, más temprano que tarde se vuelve contra uno, pensó Mijares, que era muy tolerante en materia sexual pero a la vez abominaba con vehemencia cualquier vestigio de traición. Sin descruzar los brazos, el flaco Mijares, escarbando en el pasado, revivió la historia que ahora lo obligaba a castigar el daño ocasionado por Carlos Enríquez cuando, acaso para divertirse, le robó sin un solo remordimiento, la mujer a un amigo.

Todavía un largo tiempo después el flaco Mijares se preguntaba cómo fue posible que él se diera a recordar, fugado de tan acuciante realidad, aquel episodio de la vida de Carpentier, mientras con los brazos cruzados sobre el pecho, posiblemente para apaciguar los latidos apresurados de su corazón, su mirada iba y regresaba, una vez y otra, desde el cuerpo desnudo de Oona hasta el rostro de Carlos, que le tenía clavada una mirada de fijeza hipnótica, sin un solo pestañeo, buscando alguna señal de desconcierto —de desasosiego, de estupor— en el rostro de Mijares.

Alejo siempre pensó que había sido un acontecimiento providencial, que muchas veces refirió a la prensa no sin cierto orgullo, como si de su voluntad hubiera dependido. A consecuencia de un accidente de aviación, se vio obligado a permanecer durante varios días en la Isla de Guadalupe. No de mala gana, como cabe suponer, renegando de su mala suerte, sino todo lo contrario, guiado por su inveterada curiosidad de novelista, de hombre hambriento de paisajes y costumbres, se dio a recorrer la Isla en toda su extensión, de costa a costa, desde las arenas de una playa sembrada de caracolas y maderos náufragos hasta otra playa en el extremo opuesto, donde su mirada pudo ser atraída por un súbito aleteo de gaviotas. Durante aquellos días puso todo su empeño en husmear, inquirir, observar, en volverle a preguntar lo ya preguntado a cuantas personas encontró a su paso. Fue así como se enteró que la Guadalupe había sido el camino de penetración de las ideas de la Revolución Francesa en América Latina.

Salía del hotel apenas despuntaba el día, con varios lápices y un cuaderno de tapas azules para las anotaciones, introducidos de prisa en su morral. Avanzaba sin rumbo fijo, dejándolo todo en manos del destino, igual que empezó a realizar todos sus proyectos de vida a partir del momento en que creyó verle la cara a la muerte dentro del avión cuando el aparato descendía en picado hacia el paisaje de una playa barrida por las olas, y que al momento, sin transición, tras un brusco giro, mientras el avión trepidaba, la ventanilla le permitía ver cada vez más cerca la enmarañada vegetación y las rocas puntiagudas de una remota isla perdida en la inmensidad del océano. Durante sus recorridos, de los que con frecuencia regresaba a la pensión poco antes del anochecer, extenuado, con lamparones de sudor en las axilas, tuvo también las primeras noticias del intrépido Víctor Hugues, futuro personaje central de su novela El siglo de las luces, un hombre, así se deleitó en describirlo, de cutis muy curtido por el sol, de ojos muy oscuros y labios sensuales, de quien se sabía que era hijo de un panadero marsellés, que durante años se estableció como comerciante en Haití y, por su puesto, que como discípulo de Robespierre llegó a ser uno de los personajes más singulares de la Revolución francesa.

Durante toda su vida posterior a ese momento, Alejo se enfrentó al espejismo de ocultar, aun a sabiendas de que andaba en los corrillos, la segunda parte de la historia, relacionada con un personaje que a todas luces carecía del linaje indispensable para respirar en la trama de una novela, pero al menos le resultó mucho más real que Víctor Hugues, no sólo por su inmediatez sino por las tormentas que consiguió provocar en el corazón del escritor. La vio por primera vez cuando ella ascendía la escalera hasta el segundo piso de la pensión que ambos, sin saber que el otro existía, ocupaban en Basse Terre, la capital de la isla, que en aquella época —muy bien contadas— no llegaba a las 300 mil almas. Le bastó con verle las piernas mientras acentuaba, de espaldas a él, sus pisadas de un escalón al siguiente para que él experimentara aquella especie de estremecimiento sísmico que era el miedo de estarse acercando a un abismo, el mismo pálpito desolador de siempre, donde flotaban todos los sueños reprimidos de su adolescencia cuando aguardaba por una quinceañera a la salida de la escuela para declararle su amor. Pero ya no era el muchacho tímido y atolondrado de aquellos tiempos. También de pronto había dejado de llamarse Alejo Carpentier, no porque hubiera adoptado un seudónimo sino porque había sido suplantado en el recuerdo de la gente por otro escritor que lo envidiaba, y que a partir de ese momento, no desde que nació, sólo a partir de ese momento, empezó a llevar su mismo nombre, Alejo, pero otro apellido, Verdecia. Al parecer era el mismo de siempre pero en el fondo había cambiado por completo o casi por completo porque Alejo Verdecia era alto y atlético, como el otro Alejo, y sin embargo el brillo de su mirada se había transmutado, de repente, no para siempre, sólo durante un breve instante, en la mirada ávida de un ave de rapiña, que le robaba de un zarpazo la identidad al otro. Nadie puede imaginarse los recursos de que se vale la envidia para convertir a otra persona en nada, o en casi nada. Para evaporarla.

Alejo Verdecia tenía 51 años. Estaba fogueado por las decepciones que a menudo, cuando menos las esperaba, le dejaron sus aventuras de faldas. Había tenido numerosas amantes de camas ocasionales y otras que le sorbieron el entusiasmo durante meses y años, y por tanto conocía todas las aventuras del cuerpo de una mujer. Y, además, hasta entonces no le había dado satisfacción al verdadero compromiso establecido con sus sueños: llegar a ser un escritor importante. De modo que a esas alturas de su vida ninguna mujer lo iba a sacar de quicio, lo iba a hacer perder el tiempo, aunque poseyera las piernas más bellas del universo. Sin embargo, cuando en horas de la tarde, Alejo Verdecía la vio bajar al lobby del hotel, la fortaleza inconmovible de que presumía se le vino abajo. Qué mujer. Otro huésped que le preguntó si ya se conocían, hizo la presentación. Se llamaba Nadya Heymans y era la hija de un diplomático belga recién jubilado, heredero de una cuantiosa fortuna, que prometió dedicar sus últimos años a viajar de un continente al otro en compañía de su hija para que Nadya pudiera contemplar no en fotografías sino con sus propios ojos cada rincón del globo terráqueo. Utilizando todos los medios de locomoción disponibles, desde el tren hasta el lomo de un caballo, habían recorrido Estados Unidos y México, y siempre en busca de lo que él consideraba lo más típico de cada país habían trabado amistad en un recodo del Mississippi con los indios seminolas y en un caserío de Chihuahua con un grupo de apaches y con algunos de los naguales que le legaron la sabiduría de los pases mágicos a Carlos Castaneda. Nueve meses antes —hace ya casi un año, Nadya— el padre había desplegado un mapa del continente y con un grueso lápiz de carpintero trazó una infatigable ruta en descenso de la que nunca pensaron desviarse, que enlazaba grandes ciudades, villorrios de pescadores y remotos caseríos desde Alaska hasta el Cono Sur, itinerario que no obviaba, claro está, los indispensables centros turísticos de las cataratas del Niágara o la playa de Cancún. Y ahora le tocaba su turno a las Antillas.

Pero al tercer día de su estadía en Basse Terre, cuando Nadya esa mañana acudió a la habitación que ocupaba el padre para invitarlo a desayunar juntos, lo encontró muerto en la cama.

Ya en el salón principal de la pensión, apenas Alejo Verdecía tuvo a Nadya frente a frente le enturbió el ánimo hasta la lástima aquella tristeza lacerante que encontró en sus ojos a causa de la muerte reciente, pero también, quizás, le exacerbó la conmiseración —y sin duda, por qué no, sus apetitos de hombre— la húmeda languidez de aquella mirada, un claro indicio de la necesidad que Nadya experimentaba de encontrar cuanto antes, a falta del padre, otro hombro en qué apoyarse. Alejo estableció de inmediato el compromiso consigo mismo de servirle de paliativo en momentos de tanta angustia, algo que Nadya aceptó más pronto de lo que él creyó posible. Apenas abordaron el avión rumbo a La Habana, mirándola de reojo a su lado y después de un desapasionado escrutinio de sus verdaderos sentimientos, Alejo accedió al fin a la nítida idea de que sus inmediatos arrebatos de compasión se debieron más que a ninguna otra cosa a la belleza impresionante de Nadya, a la palidez de su cutis, a sus grandes ojos verdes, a sus ademanes y costumbres de aristócrata, y por supuesto al contoneo contradictorio de su cuerpo, que recordaba el de una odalisca, precursor de largas noches de lujuria en la alcoba.

A poco de su llegada a La Habana se alojaron en el mismo apartamento de la calle Basarrate 69 —número significativo en todo lance amoroso, pensaba Alejo— que él había tomado en arriendo desde un año atrás y que Nadya, al cabo de dos o tres días, o acaso desde el primer vistazo, comentó no ser de su agrado: Este lugar es demasiado pequeño, mi amor, con una sola puerta interior que daba al baño, y cuando una sale de la ducha, mi amor, envuelta en la toalla o sacudiéndose el agua con las manos, tropieza enseguida con la cama, cuando no con el librero. Y además, es un apartamento sin cocina, sin un balcón donde poner algunas macetas con orquídeas y asomarse para llevar un poco de aire a los pulmones, caluroso y lóbrego, más cueva que vivienda de un intelectual de reconocido prestigio internacional como tú, ¿lo eres, sí o no? y además, porque siempre hay otro además, carajo, pensaba Alejo mientras ella seguía diciendo, mi amor, que aquí nadie puede desahogar su cuerpo con tranquilidad, es imposible no escuchar desde la cama los pregones de los vendedores ambulantes en la calle, y no sólo los pregones, mi amor, sino también las voces y las pisadas de los vecinos del barrio cuando pasan por la acera del edificio. Yo puedo, mi amor, ayudarte con dinero para rentar una mansión en Miramar, la barriada, tú mismo me lo has dicho, sembrada de flamboyanes, donde viven los ricos.

Sin embargo, desde el primer momento, antes de escuchar sus lamentaciones, se dio cuenta que Nadya era una mujer dispuesta a hacerlo feliz en el lecho. Incluso a sangre y fuego, pensó Alejo Verdecia, que tratándose de mujeres hacía todos sus cálculos a la tremenda, y solía guardarlas en su memoria como imágenes concebidas en blanco y negro, porque para él estaban divididas en dos bandos: eran putas o eran santas, no existían calificaciones intermedias. Apenas llegaron al apartamento, Alejo entró al baño porque siempre conservó la manía de lavarse las manos antes de hacer cualquier otra cosa, y cuando salió, para su sorpresa, la encontró desnuda en la cama. Se había sacado la ropa como si tuviera la costumbre de haberlo estado haciendo en su presencia con la misma confianza desde mucho antes. Una puta, pronosticó.

Sin embargo, empezó a corregir ese dictamen apresurado desde el instante en que Nadya le confesó, con voz quebrada por la emoción, que sólo era verdaderamente feliz cuando se desnudaba, no para exponer su belleza a la contemplación de otra persona o para hacer el amor, sino para experimentar la libertad de no verse ceñida por las ropas, como cuando era niña y podía exhibir sus partes más íntimas sin merecer la desaprobación de los demás. Alejo Verdecia la premió con una sonrisa cómplice que le iluminó el rostro. Siempre había pensado que sería una gran cosa escribir una novela completamente desnudo porque así la inspiración, y las fabulaciones que alimentaban la trama, tendrían la oportunidad de pasar sin obstáculos, como una exhalación de aire fresco a lo largo del cuerpo, hasta llegar a las manos que tecleaban en la máquina de escribir.

En la penumbra del apartamento, que reclamaba una bombilla encendida noche y día, Nadya y Alejo empezaron a naufragar, como bajo un hechizo disciplinario, a razón de veinticinco veces semanales, el equivalente más o menos de tres embestidas eróticas en el curso de cada veinticuatro horas: antes del desayuno, después de una siesta reparadora y de nuevo antes de echarse a dormir. Como Alejo estaba contra el matrimonio y pensaba no sin razón que dos personas podían ser felices sin firmar papeles mientras les alcanzara el amor, al cabo de las dos primeras semanas calculó que sin remedio se estaba enamorando, y que Nadya y él podían perfectamente existir juntos hasta el instante en que, ya viejos, sólo pudieran realizar el breve recorrido del sillón de ruedas a la cama.

La perspectiva de aquel amor llevado hasta las últimas consecuencias le insuflaba una mezcla de exaltación y de ternura pero también lo inquietaba. ¿Vivir juntos hasta que la muerte los separara? Ese juramento, que procedía directamente de los textos sagrados, siempre le pareció la peor de todas las encomiendas: él era por naturaleza un espíritu libre, refractario a toda coyunda. Sin embargo, tenía sus ventajas. Por primera vez se dio cuenta que era gran suerte tener una mujer a mano, aguardando por él en la cama, y que el apartamento que tanto Nadya detestaba podía llegar a ser el refugio final, el más afortunado para desahogar sus fogosidades de hombre sin necesidad de perder el tiempo procurándose mujeres ocasionales. Así que también por primera vez fue consciente de todas las horas que hasta entonces había malgastado al acecho de mujeres que no amaba y acaso nunca llegaría a amar, mujeres que le sonrieron en una bocacalle o fingían mirar aplicadamente la cartelera de un cine mientras esperaban a que él se les acercara con aire seductor para introducirlas minutos después en una posada.

Desasido de sus angustias más recientes, pues llevaba semanas sin poder escribir una sola línea, mirando con creciente desazón las cuartillas en blanco que reposaban en su mesa de trabajo junto a algunos libros que tampoco se disponía a leer, pero con la ilusión desaforada de haber encontrado al fin la mujer que podía hacerle compañía hasta sus años peores, cuando tuviera necesidad de apoyarse en un bastón, y resuelto Alejo a no dejarse derrotar por la indecisión concibió la idea de sacar a Nadya de la clandestinidad, de sustraerla de la condición de amante para instalarla en su vida como la esposa con la que, según refería, había contraído nupcias, en presencia sólo de un reducido grupo de parientes de Nadya, en la Isla de Guadalupe, donde tuvo que permanecer durante días —lo único cierto del relato— a consecuencia de un accidente de aviación. En la plenitud de esas ensoñaciones, para darle consistencia a sus planes, pensó que si Nadya era realmente su esposa, como él lo interiorizaba engañándose, debía colocarla a disposición de la luz pública cuanto antes. Ya por entonces la había apuntado como esposa en un registro del gobierno, por si decidían en algún momento hacer un viaje juntos fuera del país, y desde ese instante la amante de Alejo hizo de consorte con un aire tan desenfadado que nadie podía dudar de que el matrimonio fuera cierto. Para darle mayor verosimilitud, pensó Alejo que, como primer paso, Nadya debía familiarizarse con la ciudad de La Habana, visitar iglesias y conventos, frecuentar cines, concurrir a conferencias y exposiciones de pintura, asistir a galas benéficas y conocer a las esposas de sus amigos, en fin: hacer vida social. De modo que para no demorar más las cosas Alejo Verdecia la llevó a conocer la parte más antigua de la ciudad, las fortalezas de El Morro y La Cabaña, las mansiones que habitaron los capitanes generales españoles que durante la época colonial gobernaron la Isla, mientras él le refería a Nadya, con ínfulas de descubridor, que La Habana había resurgido muchas veces de los escombros a la que fue reducida durante las incursiones depredadoras de piratas y corsarios de distintas nacionalidades e idiomas, atraídos por las inmensas riquezas llevadas a bordo en las naves españolas que a lo largo de los siglos XVI y XVII atracaron en el puerto habanero: oro y plata, esmeraldas de Colombia, y hasta maíz, papas, mandioca y cacao traídos desde Campeche. Sin perder su sentido de la orientación y su costumbre de no dejar ningún propósito a medias la llevó a ver, no en fotografías sino con sus propios ojos, como había aconsejado el padre de Ndya, las mansiones coloniales de La Habana Vieja, aquella parte de la ciudad con sus muchos balcones, enrejados, guardavecinos, gárgolas y arbotantes, con todos esos caprichos arquitectónicos que eran el orgullo y el encanto —y aún lo son— de la ciudad que deriva su nombre del cacique indio Habaguanex, repicaba Alejo asombrado de sus propios conocimientos, el cacique que con más frecuencia fue citado por el gobernador Don Diego Velásquez en sus misivas al rey de España. Al final de una de esas tardes, de nuevo alertado por el recuerdo del padre de Nadya que aconsejaba conocer los lugares típicos de cualquier país visitado, atravesaron la bahía a bordo de una lancha, atestada de creyentes que arrojaban monedas al agua, “están dándole gracias a los santos por los favores recibidos”, explicó Alejo, a los santos que habitan en el fondo del mar, y mientras él se acodaba en una baranda de la lancha reflexionó que estaban haciendo la última visita de ese día para que ella pudiera asistir a un toque de tambores en Guanabacoa. Media hora después Nadya pudo contemplar por primera vez a unos negros con taparrabos, prácticamente desnudos, que daban impresionantes saltos al ritmo de los atabales. Pero, al parecer, contra las previsiones de Alejo, los negros gimnastas como ella decía, no le provocaron a Nadya sorpresa ni estupor, sino más bien una indiferencia glacial, lo que no evitó que finalmente Alejo Verdecia la condujera a la casa de un santero que después de esparcir sus caracoles en una estera le dijo que ella había llevado hasta entonces una vida de lujos, comodidades y riquezas, la vida de una reina consentida y amada por cuantos la rodearon, que había recorrido medio mundo utilizando todos los medios de locomoción disponibles, que recién había encontrado a su padre muerto en la cama, y que ahora estaba siendo asediada de amores por un hombre blanco, alto, castaño, inteligente, que sin duda soy yo, pensó Alejo más tarde cuando Nadya le contó el resultado de la consulta, de la consulta no, del registro acotó Alejo, a quien lo incitaba hasta el insomnio la preocupación de escoger siempre el vocablo preciso.

—¿Te dijo algunas verdades? —le preguntó ya de regreso al apartamento.

—Las suficientes para saber que no es un farsante —contestó Nadya.

Los tres encuentros amorosos diarios de Nadya y Alejo se transformaron muy pronto en una turbamulta con gruñidos de placer en alto diapasón que escandalizaba al vecindario, quiero decir: se convirtieron en una verdadera pelea de perros rabiosos en la cama, como alardeaba Alejo con gestos obscenos de macho cabrío, encuentros que ahora se prolongaban cada uno de ellos hasta tres o cuatro horas, nunca menos, porque a Nadya a partir de la primera semana le dio por practicar las doce posturas eróticas de una cortesana famosa en el París de Luís XVI, de cuya biografía pudo enterarse en una revista pornográfica traída al apartamento por Alejo para acrecentarles aún más los ardores a la insaciable Nadya. Durante los primeros meses no disponían del tiempo necesario para ponerse las ropas y sacárselas enseguida, pues las tres sesiones diarias se complementaban la una con la otra hasta integrarse en una sola jornada de caricias, mordiscos y espasmos en el lecho.

Tales excesos tenían para Alejo Verdecia el ingrediente de una felicidad que nunca antes había experimentado, ni siquiera en los brazos de Cuca Sánchez, con la que hizo también intensas jornadas de amor desaforado durante una de las etapas más irresponsables de su vida, porque también fue una de las más estériles: en un mes sólo logró redactar ocho renglones en una cuartilla, que por fortuna, después de releerlos, arrojó al cesto de la basura para no tener que arrepentirse algún día de haberlos publicado. Ahora le estaba sucediendo lo mismo. Hacía a todas horas el amor con Nadya, vibrando con el entusiasmo del adolescente que descubre en la penumbra de un cine las virtudes alucinógenas del sexo, pero el resultado era el mismo, o poco menos que el mismo: cinco renglones al cabo de un mes. Pero no sólo lo inquietaba hasta maltratarle la conciencia aquella parálisis creadora a la que se exponía sometiéndose a los caprichos eróticos de Nadya. Otra idea también inmediata le exacerbaba los insomnios. Demasiado vivo estaba todavía en su memoria el recuerdo de los momentos vividos en la Isla de Guadalupe como para que Alejo no arrastrara consigo hasta La Habana la preocupación lógica de que el personaje que había seleccionado como protagonista de su próxima novela hubiera sido tratado a fondo por otro escritor. Tras múltiples pesquisas meticulosas y gracias a las apresuradas cartas enviadas a sus amigos de Europa solicitándoles información, cayó en la cuenta de que su temor era infundado: nadie hasta entonces había escrito una sola línea sobre el personaje por él escogido. Debía sentirse feliz. No podían ser más tranquilizadoras las noticias que le trasmitían las misivas de sus amigos de París.

—¿Por qué no viajamos a París? —le preguntó Nadya como si le estuviera leyendo el pensamiento—. Comienzo a aburrirme de santeros, babalaos y toques de tambor. ¿Es que no sucede otra cosa en este país, salvo esos ritos salvajes de los negros?

—Te pido paciencia, Nadya —atajó Alejo con el entrecejo fruncido—. En estos momentos no quiero interrumpir mi labor. Siempre he pensado que con escribir una página al día es suficiente: al año son 365 páginas, una novela. Pero ahora las páginas me salen sin dificultad y casi sin mi intervención, como si se escribieran solas. Sería un grave error alejarme de mi mesa de trabajo cuando más productivos me resultan los días.

Desde esa ocasión a Alejo Verdecia siempre lo asedió el disgusto circular de que en cualquier momento Nadya volviera a las andanzas, echando pestes contra los negros. Con frecuencia Alejo decía, sin ocultar su apasionado interés en el tema, que no había teorías científicas para apoyar la idea de que los negros eran distintos a los blancos, ni razón válida alguna para negar el aporte sustancial de la negritud en la cultura cubana en todas las ramas del arte: en la literatura, en la música, en la pintura. Pero aunque no lo dijera, tenía motivos muy personales para demostrar su agradecimiento a una mujer negra, casi tan extraordinariamente bella como Oona, que además era el ser humano más desenvuelto, vital, alegre y generoso que flotaba en su memoria desde que tuvo disposición y juicio certero para valorar la conducta de los demás. Ya lo sabemos: se llamaba Cuca Sánchez. Algunos años atrás Alejo había escrito un cuento suscitado por el recuerdo de Cuca, que nunca se atrevió a publicar previendo que en la pacata sociedad cubana de aquellos tiempos podían tacharlo de inmoral. En el cuento, después de relatar la forma en que se conocieron, destinó varias cuartillas a describir la personalidad de Ma Teresa, la madre de Cuca, una de las más famosas santeras de Guanabacoa, una verdadera iyalosba, hija de Obatalá, la única persona que vivía bajo su mismo techo. Como Ma Teresa siempre demostró ser muy tolerante con la vida licenciosa que al parecer llevaba su hija, le comentaba entre risas, para que no se sintiera disminuida, que los santos de África eran personas iguales a nosotros, con las mismas pasiones y los mismos gustos, que a los orishas les agradaba ver cómo la gente hacía el amor. Changó, cuando era hombre seis meses al año, se volvía loco por acaballarse sobre una mujer. Ogún era guerrero y mujeriego como pocos. ¿Y Ochún,no le gustaba a Ochún que una persona atrajera sexualmente a otra? Ochún garantiza que es posible atraer a la persona deseada escribiendo su nombre en un papel, que luego debe colocarse debajo de una panetela regada con miel de abejas. ¿Y Yemayá, no nos ayuda también a conquistar la persona amada? Ma Teresa lo aconsejaba: escriba el nombre de esa persona en papel de cartucho, échele encima melado de caña y envuélvalo con una cinta azul, prometiéndole a Yemayá un melón de agua, para que vea muy pronto el resultado.

Cuca Sánchez había aprendido de Ma Teresa todas esas mañas para amarrar a un hombre, para engatusarlo, para ponerlo a comer en las mismísimas palmas de sus manos. Ella, Cuca Sánchez, por su religión hija de Ochosi, sabía además que le era posible atrapar al macho que más le gustara haciendo un muñeco de trapo y llevándolo prendido al sostén a la altura del corazón, pero nunca apeló a ninguno de esos ardides porque su vanidad se lo impedía. Le bastaba con saber que era una real hembra, una diosa teñida, como la bautizó Alejo, una hembra despampanante, a cuyo paso temblaba el pavimento y a los hombres el tabaco se le caía de la boca. Claro que el espejo no la engañaba cuando veía delante de ella un rostro de belleza devastadora que no era sólo el suyo sino el de todas las hembras remotas de Angola y Dahomey, cuando se acariciaba el vientre introduciendo un dedo en la hendidura alucinante del ombligo, o cuando se estriaba con una uña voluptuosa la piel que le legaron sus abuelas, una piel tostada por la reverberación del sol en las aldeas africanas.

Alejo Verdecia, que en esos momentos tenía otra amante rubia y lánguida, de belleza angelical, quizá por esa razón llegó a pensar, relamiéndose, que de las dos, Cuca era el bocado más exquisito. No porque fuera negra, mascullaba, y eso que a él desde muchacho le gustó quemar petróleo, sino porque era la más caliente. ¿O sí, sería porque era negra? ¿Era tan desinhibida y revuelta en la cama porque era negra? A la misma Cuca alguien le dijo, despectivamente, para humillarla y enfurecerla, que las mujeres trepadas a su árbol genealógico, las más remotas, las que nacieron en Nigeria, en Dahomey, en el Congo, en Guinea, parían hijos sólo para que los portugueses y los españoles los montaran más tarde en barcos de muchos remos, bajo la tralla del mayoral, y los trajeran a América. Los traían para que trabajaran en los trapiches de las plantaciones cañeras. También para que las negras como ella siguieran refocilándose con hombres en los barracones y les dieran más esclavos al amo blanco, que también le reclamaban sus favores a la sombra de árboles copudos, o de noche, bajo las estrellas. Claro que era cierto. Estaban condenadas a dejarse cabalgar para parir. ¿Sólo para parir? Sí, casi era verdad porque incluso su propia madre, Ma Teresa, le contó cierta vez, echándose a reír como si fuera una gracia, que su bisabuela había tenido dieciséis hijos, y una de sus abuelas, la abuela por línea paterna, dieciocho, y la abuela por la otra línea, por la materna, veintiuno. Hacer el amor sí, hacerlo a cualquier hora pensaba Cuca, por qué no, templar —follar, precisaba Alejo— era el delirio, la locura, un viaje de ida y vuelta al Paraíso, pero parir era otra cosa. Parir debe producir un dolor del carajo, pensaba Cuca. Ningún sexo de hombre era tan grande como la cabeza de un niño, decía con una sonrisa de picardía que le achinaba el rostro. A menudo Alejo, sin mucha convicción, le comentaba que debían tener un hijo, pero Cuca Sánchez que nunca se atrevió a rebatir sus opiniones, se echaba a reír y para complacerlo sin negarse decía que era mejor dejarlo para después.

Esa Cuca Sánchez que tantos placeres le proporcionó en la cama fue la misma Cuca que con una generosidad y una abnegación sin límites acudió en su auxilio cuando Alejo Verdecia más necesitado estuvo de que alguien le tendiera una mano amiga. Había contraído una enfermedad que le costaba pronunciar, que lo obligaba a esfuerzos incontables para que no llegara a convertirse en noticia, una enfermedad adquirida de tanto frecuentar vulvas concedió enseguida Alejo, un mal de amores decía asomando una risita de picardía, pero de todos modos una enfermedad a la cual la ciencia médica hasta entonces no había encontrado medios de enfrentar con buen éxito la curación. Ante los primeros síntomas Alejo Verdecia pensó con terror que había sido contagiado de sífilis, un mal que iría invadiendo su sangre poco a poco hasta reducirlo a la condición de cadáver, pero no, era sólo una gonorrea, una enfermedad menos maligna, más pacífica opinaba Alejo, pero que le creó la imposibilidad por cuánto tiempo de salir en busca de empleo. Y como se había alejado del mundo, encerrado en el apartamento, esperando a que el cuerpo se reparara a sí mismo, confiado en las inmensas posibilidades de autocuración del cuerpo humano que Milarepa, su gurú más apreciado, exaltaba en sus textos, pero a la vez recurriendo a las tisanas aconsejadas por Ma Teresa y a los emplastos que Cuca le aplicaba, Alejo se dio cuenta de que el tiempo, sin apiadarse de él, seguía pasando de prisa en los relojes y en los almanaques, y que durante el último mes ninguna revista había publicado una sola de sus crónicas —porque tampoco, víctima de la depresión, las había escrito—, así que en aquel exacto instante estaba al borde de no poder pagar la renta del apartamento ni saldar sus deudas en la bodega donde compraba los alimentos. Entonces Cuca, Cuca Sánchez, sin preguntarle ni preguntarse quién lo había contagiado, sabiendo que no había sido ella pero sin un solo resentimiento, sin un asomo de celos —y de seguro estaba celosa—, fue la única persona que decidió hacerse cargo del destino del escritor, en el supuesto caso, pensaba, de que el ángel custodio de Alejo se estuviera haciendo el desentendido. Cuca se dedicó, durante todo el curso de la enfermedad de Alejo, a pelar y a pintarles las uñas a sus convecinas por cualquier dinero, a deshacerse de alguna prenda de oro, del collar que un antiguo pretendiente le había regalado, a vender con urgencia todo lo que poseía, hasta la última falda y él último corpiño, vendiéndolas al precio fijado por las personas que las adquirían, incluso a veces por la mitad de su precio verdadero, y todo para que Alejo no fuera desalojado del apartamento, donde todas las mañanas se sentaba a escribir por lo menos una página de novela cada día.

Como si se hubiera arrepentido, desde mucho antes de conocer la presencia de Cuca en la vida de Alejo, Nadya nunca más volvió a pronunciar una sola palabra desdeñosa contra los negros. Pero él no quería exponerla al desafío, previendo que la liebre de la discriminación pudiera saltar en cualquier momento, y evitó por todos los medios que se mencionara en su presencia alguna palabra que estuviera asociada, siquiera tangencialmente, a un toque de tambores en Guanabacoa. El plan que concibió lo puso en marcha cuando la incitó a frecuentar otras esferas muy distintas de la vida habanera.

—Hoy vamos a visitar a un amigo, que es uno de los grandes maestros de la pintura cubana —le dijo.

Sentada en una butaca frente al espejo, Nadya se estaba maquillando de espaldas a él, desnuda como siempre, y a tiempo que entre alborozada y agradecida respondía que sí, que estaba de acuerdo, se volvió para mirarlo directo a los ojos, después de haberlo mirado dentro del espejo cuando él le formuló la propuesta.

—¿Cuándo? —peguntó Nadya.

—Esta misma tarde.

En sus relaciones con Alejo, Nadya se reservaba siempre la última decisión a fin de comprobar que él la dejaba tomar en muchas ocasiones la iniciativa porque seguía amándola como las primeras veces. Pero ahora, como la perspectiva de conocer a un pintor le alborotaba lo caprichos, no esbozó el menor reparo. Por el contrario, se esforzaba en demostrar la felicidad que gracias a él le arrebolaba las mejillas y le proporcionaba un húmedo brillo metálico a sus ojos. “Eres genial, como siempre”, le dijo echándole los brazos al cuello, “no pudo habérsete ocurrido una idea mejor”. Durante el recorrido hasta el El rincón azul, le preguntó innumerables veces, no sin cierta emoción, colgada de su brazo, si realmente estaba bella esa tarde, dime la verdad mi amor, toda mujer que se acerque a un pintor debe hacerlo acentuando sus encantos. Cuando ya estaban a punto de llegar a la finca, después de dejar atrás los postes del alumbrado público, el único indicio que quedaba de la civilización pues a partir de ahí todo era campo abierto, con árboles frondosos a las orillas de un terraplén, Alejo comentó que Carlos Enrico (también un pintor lleno de envidia le había usurpado el nombre) era un gran bebedor, bebe hasta saciarse aunque nadie nunca lo ha visto caer al suelo borracho, y también es un hombre huraño, de pocos amigos, y sobre todo un mitómano que cuenta historias imposibles, un hombre excéntrico, ¿sabes lo que ha hecho? a lo largo de los años ha ido enterrando frente a su vivienda las botellas de ron que se toma en compañía de los pocos que lo visitan. Ya son miles y miles las botellas que ha enterrado, y con ellas ha creado un sendero de acceso a su casa. Tendremos que caminar, Nadya, sobre las botellas para tocar a su puerta. ¿Qué te parece?

Carlos Enrico, que ya estaba avisado de la visita, salió a la puerta para darles la bienvenida al ilustre escritor y a su esposa. Había estado tumbado durante horas en la hamaca que uno de sus amigos compró en Tahití para traérsela de regalo, una hamaca con grandes borlas de hilos rojos en el cabezal. Con los ojos fijos en las vigas del techo se preguntó una y mil veces cuál sería el motivo de esa inoportuna visita de Alejo Verdecia, anunciada sin una previa antelación que le sirviera para regresar todas las cosas a su sitio después de una larga noche de juerga con tres mujeres, una pelirroja y dos morenas, que él había conocido una semana antes en las penumbras ¿del night-club El Gato Tuerto o en el Salón Rojo del hotel Capri?, no recordaba bien. Menos podía recordarlo bien ahora después de tantos tragos infinitos y del desenfreno —porque la otra tenía la regla— con dos de ellas en la hamaca que le regaló el amigo. Pero ya no había tiempo, ni tenía ánimos, para arreglar lo desarreglado, para retornar a las gavetas del armario de cedro las servilletas esparcidas en el piso, y mucho menos para abandonar la hamaca y disponerse a enterrar frente a la casa, como era su costumbre, las botellas de ron consumidas la víspera.

Cuando los tuvo delante de sus ojos lamentó no haber sido más diligente, y reconoció que lo mejor hubiera sido recoger al menos las servilletas regadas en el piso, una clara evidencia del desbarajuste y tal vez de la abulia que él le introducía a su vida. Tras una rápida ojeada cayó en la cuenta de que Nadya era una mujer como llegada de otra dimensión, no tenía nada que ver con las que él conoció hasta ayer mismo, con las mujeres efímeras que pasaban por su hamaca sin dejar siquiera el rastro de sus olores. Pensó decirles: no saben bien cuánto me abruma el estado lamentable en que se encuentra mi casa. Pero no lo dijo. Aquella mujer podía ser una aristócrata de fastuosa belleza, como sin duda lo era, traída por Alejo de cualquiera sabe qué remoto lugar, pero él era un gran pintor, de la misma raza, pensó, que los grandes pintores que ha dado la humanidad. Así que Nadya y él estaban de igual a igual, si es que él, próximo a alcanzar la inmortalidad, no la aventajaba ante el juicio de la historia, pues ¿qué iba a quedar de ella, de su belleza, de sus encantos, cuando la muerte tocara a su puerta? ¿Qué? Nada, a menos que él le concediera el honor de hacerle un retrato, de detener el tiempo hasta siempre fijándole el rostro en un lienzo.

Con desenvoltura, sin dirigirle una sola mirada al dueño de la casa, Nadya se abrió paso hasta el centro de la sala donde estaba el único sillón disponible, pues todos los demás muebles que había para sentarse eran las doce sillas alrededor de la mesa y media docena de taburetes con respaldo de cuero. Cuando pasó a su lado, a Carlos Enrico lo asaltó la idea fulminante de que el contoneo de aquel cuerpo casi al alcance de sus manos no era sólo el de una odalisca, tenazmente provocadora, sino —sería posible— el de una princesa, el de una reina que pretendía humillarlo —a él, que manejaba las hembras a su antojo—, presunción que sin embargo no le impidió corroborar que había caído dentro del aura de una mujer distinta a las demás, capaz de trastornarle sin opción el resto de vida que tenía por delante.

En medio de su turbación, sin ninguna otra sugerencia más dócil a qué atinar, les pidió que se quedaran a comer un pargo al horno que el cocinero, mintió, tendría listo a más tardar dentro de una hora. Todos estuvieron de acuerdo, sin la excepción de Nadya, que no abrió la boca pero con un ligero movimiento afirmativo de cabeza demostró su aceptación. Alejo y Carlos se dispusieron a apaciguar la espera bebiendo hasta nunca saciarse, como acostumbraban los dos, mientras el tocadiscos dejaba oír, una vez y otra, el mismo piano y la misma pieza de Lecuona, y Nadya, para hacer ostentación de su paciencia y tolerancia, hojeaba el último número de una revista, pasando por encima de las páginas sin leerlas.

Desde el taburete de cuero que ocupaba, con un vaso de ron en la mano, bebiendo a sorbos pausados, Carlos Enrico miraba a Nadya de reojo, disimulando su insistencia y pensando que si en ese bendito momento pudieran prescindir de la presencia de Alejo, le sería fácil, gobernado por sus impulsos primarios, acercársele y empezar a besarla en la nuca, a todo lo largo del cuello, en el nacimiento de las clavículas, en la zona más próxima a los senos, despertándoles sus deseos, hasta verla caer rendida de pasión a sus pies. ¿Sería una forma de revertir la humillación a la que poco antes creyó estar sometido? Pero mejor, pensó, era no pretender quedarse con la fruta del cercado ajeno: Alejo Verdecia no era exactamente uno de sus mejores amigos, pero sin duda era un escritor de creciente renombre internacional, con el que valía la pena de codearse en público. Así que no tenía ningún provecho granjearse su enemistad, sino más bien dejarlo todo como estaba.

Sin embargo, debió variar de repente el curso de sus expectativas porque Alejo, que tenía la fama merecida de que no se le escapaba el menor detalle, creyó advertir que mientras trasegaban ron, Carlos le dedicaba erráticas miradas a Nadya, sin venir al caso, sin dirigirle la palabra, como si su único propósito consistiera en comprobar que no se había evaporado, que permanecía en el sillón hojeando la revista en espera del pargo al horno que supuestamente el cocinero aderezaba. A menudo también a Alejo lo inquietaba la sospecha de que Nadya reciprocaba las miradas de Carlos. Pero de seguro era una conjetura idiota. Es imposible, pensó. De pronto Carlos Enrico se puso de pie con el vaso de ron en la mano, y dijo que quería hacerle un retrato a Nadya. Era lo que menos Alejo y Nadya hubieran esperado. ¿Estaba seguro Alejo de que en verdad Nadya no lo esperaba? O por el contrario, ¿no era más lógico inferir que hubieran concordado los dos en ese proyecto mientras se dirigían miradas furtivas? ¿O acaso era posible que en algún momento, aprovechando un descuido suyo, Carlos se hubiera acercado a Nadya para secretearle, para decirle al oído, rozándole el cuello con sus labios, que pretendía inmortalizar aquel rostro de belleza extraordinaria en un lienzo? Sí, sí era posible. Por qué no. Verificó enseguida que su presunción no era desacertada: ahora Nadya accedía complacida, con una sonrisa especial, al pedido de Carlos.

Considerando que ya tenía ganada la mitad de la partida, y sin pretender ninguna otra cosa más allá de lo que pretendía, Carlos dio los pasos que necesitaba para tenderle la mano, para llevarla con determinación de alucinado hasta su estudio, mientras Alejo, a sus espaldas, lo oía decir que comenzaría a pintar de inmediato, estaba bajo un soplo irrefrenable de inspiración, no podía perder el entusiasmo, haría el retrato en una sola sesión, pintaría toda la noche si fuera necesario, hasta que clareara el nuevo día. El resto no podía estar más que en los cálculos de Carlos: necesitaba estar a solas —por favor, Alejo, entiéndeme—, porque mientras pintaba la presencia de cualquier otra persona le enajenaba el fervor, nadie más podía estar en el estudio, nadie salvo la modelo por supuesto.

Sin el tiempo imprescindible para que Alejo interiorizara la intensidad de los acontecimientos, apareció el cocinero, quien a pedido de Carlos lo llevó casi a rastras hasta un auto que estaba aparcado bajo un alero de la casa. Abrió una de las portezuelas para facilitarle al escritor el acceso al asiento trasero, y de inmediato se puso al volante y echó a andar el auto. Todo fue tan rápido y sorpresivo que Alejo Verdecia apenas alcanzó a aceptar la imperiosa realidad cuando ya en el apartamento de Basarrate 69, tumbado en el lecho, pero no al principio sino después de horas, pudo examinar en detalles lo que había sucedido. Apenas hizo su entrada en el apartamento se percató de que a causa de sus nervios trizados no le era posible asumir la complejidad de tantos incidentes inesperados que en pocas horas se hicieron cargo de su vida. Pensó que necesitaba un largo sueño reparador antes de ajustar cuentas con su futuro. Sólo después de dormir tendría la cabeza fría que necesitaba para evaluar los pasos a seguir. Cerró los ojos, necesitado de dormir pero no lo consiguió. Tras nuevos esfuerzos, haciendo de la necesidad una virtud, al fin se quedó dormido. Pero por poco tiempo. Al término de una media hora despertó con el pálpito angustioso de haber perdido a Nadya para siempre. En el breve lapso que medió entre cerrar los ojos y abrirlos había soñado que ella le decía adiós agitando su mano aérea por encima de las cabezas de los demás pasajeros, dentro de un tren en marcha, imagen que ya en la vigilia no se apartaba de su retina como la señal más probable de que Nadya nunca más regresaría a sus brazos.

Cuando llegó la madrugada cayó en la cuenta de que apenas había podido pegar los ojos durante una hora o dos en toda la noche. Pensó en Nadya y en Carlos Enrico.. ¿Qué estarían haciendo ella y él frente al caballete, si es que no estaban ocupando la hamaca? Lo presumible era que él todavía la estuviera pintando. Pero cómo, ¿desnuda? A ella le gustaba experimentar la libertad de no estar ceñida por las ropas, como cuando era niña y podía mostrar sus partes más íntimas sin merecer la desaprobación de los demás.

Apenas hizo su entrada al apartamento la noche anterior, Alejo se tumbó en la cama dispuesto a morirse, lo mejor que podía hacer después de su imprevisión, su torpeza, su negligencia y su cobardía. ¿De cuántas cosas más era merecedor de achacárselas? También de ingenuo. Con toda probabilidad Carlos no le iba a hacer a Nadya el retrato prometido, como al principio Alejo pensó con derroche de candor, no lo haría ahora ni nunca, como tampoco nunca, hasta el momento, él se había hecho un autorretrato. ¿Por qué? ¿Acaso porque lo paralizaba el miedo de no llegar a la altura de sus cuadros anteriores, o tal vez porque carecía del talento indispensable para descifrar el código secreto de un rostro, para interpretar los símbolos intransferibles, de vida independiente, que emite un rostro, cualquier rostro: el suyo, o el de Nadya ahora.

Pero no era el pasado sino el presente lo que más a Alejo lo desasosegaba. Necesitaba más que ninguna otra cosa averiguar lo que estaba sucediendo en esos instantes en El rincón azul.

Si toda la historia de Nadya Heymans fue sólo un pérfido argumento de corrillos destinado a dañar la imagen de Alejo, que ya había alcanzado renombre de gran escritor, si la fábula fue urdida no por el flaco Mijares, que la oyó en boca de otros y enseguida la creyó a pie juntillas, que era incapaz de propalar un infundio, si la versión fue tramada por alguno de los otros amigos de Carlos Enrico, por algún mitómano que, como el pintor, contaba historias imposibles, si ninguna de los falsedades echadas a volar nunca pudieron confirmarse, de todos modos la gente la aceptó con facilidad y siguió diciendo que después de una larga noche sin apenas dormir, Alejo Verdecia se vistió y tras una impaciente ojeada en el interior del apartamento para tener la certeza de no haber olvidado algo, salió rumbo a la finca. Una hora más tarde dejaba atrás los últimos postes del alumbrado público, se internó en un terraplén bordeado de árboles copudos y al fin consiguió avistar la vivienda de Carlos Enrico, una casa de tejas rojas y fachada pintada de blanco con brochazos de cal, que ahora, en el despuntar del alba, refulgía bajo los primeros rayos de sol como si fuera de plata. Con pasos apresurados ganó el sendero de acceso a la casa, que Carlos había creado con las botellas enterradas pacientemente durante años, y tocó a la puerta. Nadie acudió a abrirle. Con desespero tocaba a la puerta una vez y otra. Esfuerzo inútil porque nadie le respondía. Al borde de las lágrimas, con el sombrero en la mano, que abanicaba con intranquilidad, mientras se creía dispuesto a esperar de pie frente a la casa todo el tiempo que se hiciera necesario, entendió con urgencia instantánea la intensidad de su amor. En aquel momento se supo incapacitado para continuar su vida sin la compañía de Nadya. Supo que era el hombre más desgraciado del planeta, y respirando hondo acumuló en su pecho todas las fuerzas de su voz para lanzar su grito desesperado:

—No te escondas, Carlos. Devuélveme mi mujer.

Mientras de nuevo en el apartamento Alejo Verdecia tomaba conciencia de su imagen pública y trataba de que sus amigos, los pocos que lograron conocerlo, olvidaran el incidente, se percató de que nada es más difícil de borrar en la memoria colectiva que las historias que nunca sucedieron. Sin embargo, Alejo tampoco alcanzó nunca a saber cuánto tiempo irreparable pasó frente a la vivienda de Carlos Enrico con la esperanza estéril de que alguien viniera, sino a abrirle la puerta, al menos a decirle que se fuera a la mierda. Seis meses más tarde Alejo Verdecía supo que Carlos se había desembarazado de Nadya con la misma prontitud que la había aceptado, no para hacerle un retrato sino para dormir con ella una sola noche —o varias, cualquiera sabe— en la hamaca que el amigo compró en Tahití con la idea de regalársela. Así que cuando creyó que la tormenta ya había quedado atrás y que, en consecuencia, su espíritu había recobrado la calma y mejorado al extremo de que en el curso de la última semana logró redactar dieciocho líneas en las cuartillas destinadas para una nueva novela, Alejo se enfrentó a una noticia peor que las anteriores. En cuanto Carlos la lanzó a la calle, Nadya había despreciado la oportunidad lógica de regresar al apartamento de Basarrate 69, donde de seguro hubiera sido recibida para hacer las paces sin ningún reproche. Pero no. Ocurrió lo inesperado. La noticia la recibió Alejo Verdecia con el fragor de una descarga eléctrica. Después de sopesar varias opciones, Nadya había acudido a refugiarse en un prostíbulo, donde como primera providencia cambió el nombre de Nadya Heymans por el de la Santiaguera, en recuerdo de la amante de Yarini, el más famoso de los chulos cubanos a todo lo largo de la historia. Aunque no estábamos en temporada de lluvias, apenas se enteró, Alejo Verdecia acudía todas las noches al burdel con un paraguas en la mano, disfrazado con la bufanda de Carlos Gardel, con los botines de Charlot, y con un casco de explorador para disimular, para que nadie se percatara que era él, el escritor insigne, para que pensaran que era otro el que le reclamaba los favores a la Santiaguera, el que le rogaba el regreso al apartamento donde ella iba a poder andar desnuda y así satisfacer sus manías de niña sin que nadie le reprobara su conducta.

—Olvídalo, Alejo, por nada del mundo regresaré al apartamento. No existe un lugar mejor para andar desnuda que un prostíbulo —le dijo.

Con los brazos cruzados sobre el pecho, el flaco Mijares sintió que un ramalazo de emoción lo sumía en el desamparo mientras Oona continuaba desnuda encima de la mesa y Carlos Enrico le clavaba una mirada de fijeza hipnótica para evaluar hasta qué punto lograba conmoverlo o excitarlo la desnudez de Oona. Aunque Mijares disponía a ratos de la llamada memoria episódica de los ancianos que son capaces de revivir perfectamente algunos acontecimientos especiales de sus vidas —los más lejanos— y en cambio olvidan otros —los más recientes—, se percató de que contra las carencias de su memoria había recordado con absoluta nitidez, como si asistiera a una proyección cinematográfica, detalle por detalle, la aventura que vivieron años atrás Nadya Heymans y Alejo Verdecia. En aquellos tiempos muchos opinaban todavía que la historia de Alejo y Nadya era un invento aventurero de gente sin oficio ni beneficio, pero Mijares, que era un ángel fácil de engañar, se aferraba con terquedad al criterio de que esa historia era cierta y que por tanto él debía aceptar el compromiso con el destino de hacerle pagar a Carlos Enrico el daño que le ocasionó a Alejo Verdecia. Fue entonces cuado el flaco Mijares, contra su voluntad —porque le disgustaba ser el malo de la película pero no le quedaba otra opción— urdió el plan meticuloso para apropiarse de Oona, por las buenas o por las malas, el plan que a partir de mañana mismo llevaría a cabo para arrebatarle Oona a Carlos Enrico.

3

En algún momento, el flaco Mijares pensó que entre los contertulios de El rincón azul era Willy Humara, y sólo Willy, quien urdía las infamias que luego depositaba en los oídos de Carlos Enrico para granjearse su simpatía, para divertirse los dos durante un buen rato, o tal vez con la pretensión de que el pintor le regalara uno de aquellos cuadros que, con el tiempo, calculó, llegaría a valer miles sino millones de dólares en alguna subasta de arte en Nueva York, en Barcelona o en París.

Willy era redondo, quiero decir: grueso y bajo de estatura. Pero como al emperador Napoleón no lo arredraba su pequeñez. Y además, al parecer, quiero decir: por el contrario, le proporcionaba alegría. Con frecuencia comentaba la peregrina idea de que los gordos eran personas que habían depositados abundantes carnes sobre los huesos porque no los consumía el resentimiento; en cambio, los flacos eran personas que de tanto recelar y desconfiar de los demás se han quedado reducidos al esqueleto: como si el resquemor les hubiera secado todo el tejido adiposo entre la piel y los huesos.

En otro momento, el flaco Mijares deliró que el travieso Willy Humara podía prestarle eficaz apoyo en la tarea de arrebatarle Oona a Carlos Enrico. Entre los dos sería más fácil, porque mientras él se echaba Oona al hombro y escapaban por una ventana, Willy podía entretener a Carlos contándole chismes de alcoba para que se carcajeara durante horas, y así, pendiente de los labios de Willy, no pudiera enterarse de lo que estaba sucediendo a su alrededor, no escuchara ningún ruido y no percibiera siquiera el olor anónimo que el sexo de Oona iba dejando mientras el flaco Mijares y ella protagonizaban la fuga. Con gran regocijo Carlos Enrico le pedía otros más, otros chismes más, por favor, murmuraciones en torno a las preferencias y devaneos sexuales que Willy acumulaba en su desván detectivesco y miserable, pues era notorio que había puesto maliciosamente en boca del gran público habanero la honra de jueces, magistrados, fiscales, obstetras eminentes y gerentes de la farándula, que a lo mejor —a lo peor, hubiera rectificado Alejo— en realidad no habían disfrutado en lecho ajeno una de esas cópulas que alzan el ánimo y nos dejan el sabor de que en este valle de lágrimas, donde todo es trabajo y agonía, de vez en cuando hay que dejarle el paso libre al desenfreno: “como un premio de consolación”, decía Willy Humara.

El arte de fisgonear en la honrilla de los demás se le convirtió a Willy en una verdadera obsesión. Como consecuencia de esa imagen fija que le ofuscó la mente durante años, se vio expuesto varias veces a que lo retaran a duelo en la plaza pública, y a que alguna que otra de las personas que Willy injurió se liara a golpes con él.

Pero ésa es otra historia.

No la historia que ahora yo pretendo relatar.

El flaco Mijares se dio cuenta a tiempo que hubiera sido un lamentable error ponerse de acuerdo con Willy Humara. ¿Por qué? Si usted todavía no lo sospecha, se lo voy a decir: porque lo más probable, teniendo en cuenta su catadura moral, era que Willy de inmediato tomara rumbo hacia El rincón azul para halagarle los oídos a Carlos Enrico con el relato pormenorizado de las pretensiones de Mijares. “Otro de los pintores que me envidia” farfullaría Carlos en el supuesto caso de que el flaco Mijares hubiera caído en el desliz de procurar el concurso de Willy Humara.

Por suerte no lo hizo.

Ideó otras posibilidades que no acumularan en su futuro tanto riesgo. Sin embargo, antes de emprenderlas, volvió a pensar en Willy Humara para decirse que sí, que haba hecho bien cuando desestimó su colaboración, que había desplegado su mejor perspicacia, su mejor sabiduría, cuando tomó la decisión de prescindir de su concurso. Willy le hubiera impedido llevar a feliz término la idea genial que ahora le rondaba la cabeza: echar a andar la Operación Buitre Veloz.

¿En qué consistía la Operación Buitre Veloz?

En primer lugar debo decir que el flaco Mijares había bautizado su proyecto con el nombre de Operación Buitre Veloz no sólo para darle a su idea un novedoso sabor cinematográfico sino para igualarlo en la terminología militar con los operativos que los soldados y los policías llevaban a cabo con frecuencia para abatir a sangre y fuego los últimos bastiones de la delincuencia. En segundo lugar, porque él, metódicamente, necesitaba buscarle un nombre a sus actos antes de entrar en acción, de la misma manera que se sentía obligado a ponerle un título a sus cuadros antes de empezar a pintarlos.

Aparte de su astucia, lo único que el flaco Mijares necesitaba para iniciar el operativo era apropiarse de un helicóptero, tarea nada fácil porque salvo los que podían encontrarse en los hangares o en las pistas de aterrizaje de la Fuerza Aérea, custodiados a todas horas por soldados, en La Habana no pasaban de una docena las personas —los más ricos de la ciudad— que poseían helicópteros, y también los tenían a buen recaudo en sus fincas de recreo. Al principio, sobre todo, el flaco Mijares reflexionó que le sería imposible realizar la Operación Buitre Veloz prescindiendo del helicóptero, con el cual, según sus cálculos, iba a sobrevolar la vivienda campestre de Carlos Enrico. El plan no podía malograrse. Estaba concebido con rigor hasta en sus menores detalles. Trepado en el helicóptero junto al piloto, en el supuesto caso de que consiguiera el helicóptero, daría vueltas y más vueltas sobre la casa en momentos en que Carlos Enrico, después del almuerzo, estuviera tumbado en la hamaca descabezando una siesta profunda, es decir: en instantes en que no pudiera oír el zumbido de las aspas del helicóptero, porque ese ruido perpendicular únicamente lo iba a escuchar Oona, que ya se había puesto de acuerdo con el flaco Mijares, todo estaba convenido, él le deslizaría una soga desde la portezuela del helicóptero, y Oona, que ya estaba avisada, ¿lo dije antes?, se aferraría a la cuerda y en cuestión de segundos estaría a salvo de las bravuconadas y maldiciones de Carlos Enrico, que había sido despertado por los ruidos rezagados del helicóptero y ahora estaba asomado a la puerta de su casa manoteando contra el cielo, agobiado por la certeza de haber perdido a Oona para siempre.

Otra variante de la Operación Buitre Veloz podía consistir en asesinar por la espalda a Carlos Enrico, clavándole un puñal cuando estuviera desasido de la realidad en su estudio, pintando. Esa variante contenía una dificultad: el flaco Mijares era incapaz de matar una mosca. Así que le resultaba aún más intolerable asesinar a alguien por la espalda, clavándole una daga, o valiéndose de un hacha, de una simple hachuela de jardinero, en la misma forma en que Mercader asesinó a Trotski para cumplimentar las órdenes de Stalin. Metido en ese episodio salpicado de arteras intrigas políticas en el México de 1940, Mijares se preguntó: ¿sería verdad que la fotógrafo Tina Modotti, además de mujer del dirigente estudiantil Julio Antonio Mella, era la amante de Trotski, o más bien la amante del pintor Diego Rivera, y a la vez la amante de Frida Kahlo? ¿O todo se trataba de habladurías, de una fábula como la diseñada por Willy Humara para dañar la imagen de Alejo Verdecia, que nunca conoció a Nadya Heymans, que no fue ninguna noche a buscarla a ningún prostíbulo con aquel disfraz de explorador inglés?

De todos modos, aunque no ignoraba que carecía de la sangre fría y de las agallas indispensables para acometer la empresa, Mijares entrecerró los ojos, con los brazos cruzados sobre el pecho, y se dio a revivir la escena, a urdir el acontecimiento futuro como si ya formara parte del pasado. Pero en ese momento, antes de realizar el crimen, Mijares recordó haber hecho o ideado algo parecido en una vida anterior, cuando él era Hamlet en la obra de Shakespeare, cuando concibió la idea de matar a alguien por la espalda, pero no lo hizo porque en aquel preciso instante la persona estaba rezando, y si la mataba, su oponente, su rival o lo que fuera, iba a ir al cielo, no al infierno como a Hamlet le hubiera gustado. Si Mijares asesinaba a Carlos Enrico mientras pintaba, que es otra forma de rezar, lo iba a conducir directo al cielo, algo que no estaba por ahora en los cálculos ni en la imaginación del flaco Mijares.

Así que no lo hizo, no llegó hasta la casa de Carlos, a rastras, a medianoche, para darle muerte mientras pintaba.

Renunció, por tanto, la oportunidad de asesinar a Carlos Enrico por la espalda, pero no renunció a la ilusión desatinada de hacerse de Oona empleando cualquiera otra estrategia, alguna variante de la Operación Buitre Veloz que no ocasionara una efusión de sangre en alguien que estuviera de espaldas a él, confiado en que ningún personaje encubierto abrigara el propósito de llegar hasta su cuerpo indefenso, a rastras, auxiliado por las sombras de la noche, para asesinarlo mientras pintaba, mientras le daba las pinceladas finales al cuadro con el cual, si sus expectativas no lo engañaban, obtendría la vía directa para acceder a la inmortalidad.

Pero tampoco el flaco Mijares renunció a esa fúlgida oportunidad por mucho tiempo. La idea de matar a Carlos Enrico se le instaló en el alma con gritos inaudibles pero cada vez más tenaces. Por supuesto que lo iba a asesinar meticulosamente mientras Carlos pintaba, refugiado a medianoche en su estudio, creyendo, mientras imitaba a Paul Gauguin, que iba a alcanzar la genialidad sólo porque había viajado a Haití y secuestrado a Oona. Qué pretensión más delirante, pensaba Mijares: el genio nace no se hace, un viaje a Haití no le concede a nadie el pasaporte hacia la inmortalidad. El único viaje que la genialidad reconoce es el que efectúan los genes gracias al espermatozoide que al fin consigue taladrar al óvulo, un espermatozoide entre millones y millones de espermatozoides apocados que no dan en el blanco, que perdieron el rumbo entre una generación de vástagos con corbata al cuello y la siguiente eclosión de parientes abúlicos, que no sólo no pintaban sino que después de bostezar se quedaban dormidos en brazos de sus mujeres cuando ellas les reclamaban que hicieran el amor. Pero además, vamos a ver, ¿qué pintor fue abuelo o bisabuelo de Carlos Enrico? Ninguno que se sepa, pensaba el flaco Mijares con los brazos cruzados sobre el pecho y las pestañas vibrátiles, y si nadie le heredó el talento, el genio imperioso para pintar sus cuadros fascinantes, ¿de dónde lo procuró, lo procuró viajando a Haití, mirando a Oona desnuda y viva en lo profundo del río, o aplicándole un beso en la boca para romper el hechizo de algún papalois que la convirtió en zombi?

Cerró los ojos para apropiarse del futuro, y se vio caminando bajo el fulgor indiferente de la luna a todo lo largo del terraplén que conducía a El rincón azul. Nunca antes había perforado con sus ojos el paisaje nocturno alrededor de la vivienda de Carlos Enrico, pero no sintió miedo cuando cruzaron a su lado los ruidos de los animales del monte, entremezclados con los posibles ruidos supersticiosos de hierros arrastrados por los fantasmas de los esclavos de las plantaciones cañeras que años atrás, acaso un siglo atrás, transitaron el lugar con cadenas y grilletes atados a sus piernas. Mijares, que se había adueñado de la audacia y el coraje necesarios para asesinar a un hombre, se detuvo para contemplar los fantasmas que caminaban cabizbajos, arrastrando sus ruidos de ultratumba, y ganado por la conmiseración los saludó agitando su mano de pintor.

Como siempre que lo imaginó, Mijares se acercó a El rincón azul disfrazado de payaso para caerle en gracia a cuantos lo vieran pasar, para provocarle risa a los animales del monte y a todos los fantasmas posibles, y también para que Carlos no lo reconociera en el imprevisto caso de que alertado por su certera intuición volteara el rostro para ver quién trajinaba a sus espaldas con una hachuela en alto y con el propósito de darle muerte. Ya Mijares había dejado atrás el sendero que el dueño de la casa creó enterrando pacientemente botellas durante años y años, ya había abierto la puerta principal sin necesidad de utilizar una llave o una ganzúa porque todos sus movimientos eran imaginarios, porque atravesó las paredes como los fantasmas, y llegó sin hacer ruido hasta situarse detrás de Carlos Enrico. Le miró las espaldas indefensas. Lo único que precisaba era blandir el hacha, asestarle un violento golpe en la nuca. ¿Ves qué fácil resulta matar un hombre?, se preguntó. Pero en ese mismo momento pensó en Hamlet, pensó en la vida anterior en la que él había sido Hamlet, y se dio cuenta, qué horror, que Carlos estaba pintando, otra de las tantas formas de rezar, y avisado por adelantado de las probables consecuencias de sus actos, de la condenación eterna de su alma si lo hacía, si lo asesinaba, bajó la hachuela.

Mijares no llegó a asesinarlo porque se arrepintió a tiempo. Quiero decir: porque el flaco Mijares, si uno se fijaba bien, era el mismo de siempre, un hombre que había pasado de niño a adulto sin perder esa ingenuidad azul que lo circundaba como el aura de un ángel protector. Porque sin duda un niño era lo que él seguía siendo: un niño que usaba pantalones largos para confundir a los demás.

Niño o no, ángel o no, lo cierto es que el flaco Mijares, ante la imposibilidad de asesinarlo, concibió una tercera variante de la Operación Buitre Veloz para arrebatarle Oona a Carlos Enrico.

4

Cuando Mijares llegó esa mañana a la escuela de arte San Alejandro, donde ahora se desempeñaba como profesor, lo estremeció la sorpresa de ver sobre una mesa a una mujer desnuda, que no era ninguna de las mujeres rutinarias que posaban para sus alumnos. Una negra, murmuró al primer vistazo, tan bella como Oona. ¿O sería Oona? ¿Tal vez Carlos Enrico la había llevado a la escuela para que sirviera de modelo? No, no era Oona, lo confirmó muy pronto mirándola de abajo a arriba, aunque era tan seductora como la otra: las mismas piernas, los mismos muslos, el mismo vientre, las mismas tetas, sobre todo las mismas tetas, se dijo. Con una sonrisa colgada de sus labios pensó que la suerte lo favorecía, que ya no necesitaba llevar a cabo la tercera variante de la Operación Buitre Veloz. En consecuencia, ya no tenía que asesinar a Carlos Enrico por la sencilla razón de que iba a tener al alcance de su vista, a todas horas, a aquella mujer de ébano que era la réplica de Oona.

Se llamaba Tamara Mejía y era colombiana. Después de un azaroso viaje a pie, subiendo lomas y vadeando ríos, Tamara atravesó el mar, como cualquier polizón, en un carguero holandés con banderitas azules en el penol de la arboladura, y arribó a La Habana un viernes 17, señal de que debía encomendarse a San Lázaro todos los días. Apenas llegó puso todo su empeño en conseguir algún empleo que le permitiera pagar la comida y el alquiler de un apartamento, así fuera pequeño y sórdido, no le importaba, se conformaba con un lugar donde pudiera descansar toda la noche y despertar al día siguiente con la ilusión de encontrar dónde ocuparse y ganar un poco de dinero, tal vez como costurera, poniéndole botones a las camisas en una factoría, o trapeando el piso en una mansión de Miramar, con escaleras de mármol y blasón de piedra en la fachada. Pero como no lo encontró, tras muchas indecisiones, empezó a dispensar sus favores en un burdel donde también oficiaba la Santiaguera, una mujer de arrogante belleza que decía haberse llamado en otra vida Nadya Heymans. Desde el primer instante en que la vio, Tamara tuvo la sospecha de que aquella mujer que destilaba refinamiento por todos los poros, que sin duda había llevado una vida de comodidades y riqueza, no se sintió obligada a refugiarse en el burdel sólo por la necesidad de subsistir, para escapar a la miseria como casi todas las demás, sino por una razón más poderosa: acaso porque huía de la furia de un hombre que pretendía darle muerte. Para satisfacer la curiosidad, Tamara aprovechaba cualquier momento para hacerle preguntas que buscaban respuestas al silencio, porque Nadya nunca accedió a contar los pormenores de su pasado, aunque sin negarse, dando la impresión de que no los recordaba. Muy pronto Tamara y Nadya se hicieron grandes amigas, y con frecuencia en las horas muertas de la tarde se revisaban en detalle mirándose de frente y de espalda, y por supuesto de perfil, hasta comprobar, comparándolas, que con excepción del color, las figuraciones de sus cuerpos eran idénticas, pues sus muslos eran igualmente macizos y sus senos igualmente sólidos.

Mijares se enamoró en seguida de Tamara: él siempre se enamoraba muy pronto. Además presumía de ser capaz de encontrarse en cualquier lugar con una mujer vestida y saber a la primera mirada cómo era desnuda. Con Tamara no necesitó desplegar sus habilidades. Ya la había visto tal cual era, y sabía que si unía su vida a la de ella, el resultado sería una relación perdurable, porque no iba a encontrarle en el cuerpo ningún motivo para arrepentirse.

Como las mujeres aparentemente fáciles suelen ser las más difíciles, el flaco Mijares calculó que para conseguir el amor de Tamara debía emplear una estrategia más cautelosa que la asumida por él en otros trances similares, y no fue directamente al objetivo que se había trazado. Antes de pronunciar una sola palabra que delatara sus propósitos la acompañó más de una vez para que ella no tuviera que realizar sola algunos trámites de inmigración y extranjería que le provocaban oscuros presagios creyendo que podía ser deportada, la invitó al cine sin atreverse a tocarle una mano en la penumbra, la llevó a un cabaret donde esa noche cantaba Benny Moré y bailó con ella sin aprovechar la proximidad de los cuerpos para darle siquiera un beso en la frente, y en muchas ocasiones, antes de llegar a la escuela de arte donde ella estaba posando, le compraba flores con la idea fija de que nada enternece más el corazón de las mujeres que llevarle una orquídea de regalo, o una rosa. También pensando en el proverbio de los chinos: las manos que entregan flores siempre quedan perfumadas. En efecto, con el perfume de las rosas todavía adherido a las palmas de sus manos, Tamara hizo un esfuerzo para ahuyentarle a Mijares la timidez, y asumiendo ella todo el arrojo que él hubiera necesitado le preguntó: ¿qué estás esperando, acaso a que yo te diga que sí, como las colegialas cuando las enamoran?

Esa misma noche, con la audacia que antes le faltó, la esperó a la salida de la academia San Alejandro, de pie, aguardando por ella durante horas, sin un ramo de flores en la mano pero ya convencido de que ninguna posibilidad en su contra le iba a impedir llevarla a la cama, a una de las tantas jornadas de amor que protagonizaron durante meses no sólo en las posadas ocasionales o en el lúgubre apartamento que ella tenía rentado, sino en cualquier lugar, como enloquecidos, a la intemperie en el traspatio de una mansión abandonada, debajo de una escalera, en un callejón, en una bocacalle, dondequiera que las urgencias de sus deseos se los reclamara.

Pero cuando él menos lo esperaba, Tamara lo inundó de sorpresa con una confesión inconsecuente que Mijares siempre consideró tardía. Para continuar sus relaciones amorosas, ella debía cumplir antes un trámite indispensable: cancelar su compromiso con otro hombre. Se llamaba Jacinto Morales y había compartido con ella el mismo apartamento durante las últimas semanas hasta que Tamara, sin fuerzas para decírselo, decidió apartarlo de su vida, no sólo porque nunca lo amó sino porque le provocaba asco y al mismo tiempo miedo: Jacinto se emborrachaba hasta caer al suelo, y entonces se ponía de pie, y con espumarajos en la boca acudía a ella para solicitarle un rato de amor.

—Ayúdame a hacérselo saber —le rogó.

Lo encontraron a la puerta del apartamento, mientras él esperaba a que Tamara regresara. Mijares nunca pudo evaluar a ciencia cierta por qué inconcebibles motivos ella había consentido en hacer el amor con Jacinto, la persona más desagradable y desarrapada —y sin duda la más abyecta— que él había tenido alguna vez delante de sus ojos. Cuando Tamara, acompañada de Mijares, se armó del ímpetu necesario para darle el frente y anunciarle que en ese instante daba por terminadas las relaciones, a la inversa de lo previsto Jacinto se carcajeó ruidosamente durante largo tiempo, hasta que volteó su mirada hacia Mijares, que también lo miraba con ojos desorbitados, y calculando que el hombre que acompañaba a Tamara era sin duda el culpable de la repentina decisión, sólo atinó a decirle entre hipidos de aguardiente:

—Te la cambio por una botella de ron.

Mijares no respondió a la cínica propuesta de Jacinto con el cinismo de comprarle una botella de ron para apaciguarle el resentimiento, sino que con una determinación que a él mismo lo llenaba de admiración, alzando la voz contra su costumbre, lo amenazó con entrarle a patadas si lo veía de nuevo rondando el apartamento. Tamara le confesó más tarde, tendida boca arriba en el lecho, después de hacer un amor desaforado, que la resuelta actitud de Mijares, enfrentando a Jacinto con tanto derroche de valentía, ella la recibió en su corazón agradecido con el mismo estremecimiento sísmico de un orgasmo espontáneo.

Cómo me gustan los viernes, decía Mijares, me gustan porque preceden a los sábados y a los domingos, que son los días de mi mayor asueto, aunque todos mis días son de asueto, incluyendo los lunes, los martes, los miércoles, los jueves y por supuesto los viernes que son mis días más felices, porque ¿ya lo dije? preceden a los sábados y a los domingos, que son los días de verdadero asueto para la mayor parte de las demás personas. Es cierto, lo dijo bien: para el resto de las personas, porque Mijares nunca supo hacer otra cosa en la vida más que pintar, y eso para él no era un trabajo sino un placer, es decir un momento de asueto. Aunque también le gustaban los viernes por una razón más auténtica: porque un día viernes conoció a Tamara. Un día viernes la vio por primera vez en la academia de arte San Alejandro, posando desnuda.

Pero también fue un viernes cuando Mijares recordó, como fulminado por una descarga eléctrica, que había olvidado contra todo riesgo lo más importante. Sintió que en un instante de lucidez le explotaba en las manos el recuerdo ofuscador de que estaba casado, de que su matrimonio con Luzmila de la Torre y Alcántara estaba a punto de naufragar si Luzmila se enteraba de que él andaba con otra mujer, y lo que era peor: con una negra, y todavía peor: con una negra que posaba desnuda para que los alumnos de San Alejandro la pintaran como vino al mundo.

No sólo Mijares lo sospechó aquel viernes a las tres de la tarde.

Luzmila ya lo sabía.

Y ella, Luzmila de la Torre y Alcántara, que de momento, sólo momentáneamente gracias a Dios, había perdido —sí, transitoriamente— el lustre de su prosapia, de un linaje muy bien conservado a lo largo de siglos, ahora convertida en una verdadera fiera, enfurecida y soltando maldiciones, tenía sin embargo la suficiente claridad mental para concebir un plan perfecto a fin de que Mijares no volviera a ver a Tamara nunca más. Nunca más, se decía una y otra vez mientras taconeaba desde la sala hasta el comedor, aquel comedor donde en una mesa reposaba el cadáver del almuerzo que, a causa de la furia y el disgusto, ni ella ni Mijares lo iban a consumir.

Sin dejar de seguir refugiada en la furia y el enojo, Luzmila de la Torre repasó en cuestión de minutos todos los pormenores de su vida. Tenía trece años, no más, cuando vio por primera vez a Teófilo Vega, un chico que entonces andaría en los dieciséis, el más silencioso y a la vez, para su noción, el más bello de todos sus condiscípulos. Como él nunca le dirigió, por timidez, una sola mirada, Luzmila tuvo que esperar un largo tiempo para que, ya en las aulas secundarias, Teófilo se armara de la determinación necesaria para confesarle su amor. Durante los años interminables de su adolescencia, Luzmila persistió en la idea de que Teófilo, como un probable personaje de novela, llegaría a ser el hombre señalado por el destino para hacerla feliz. Pero se equivocó. Su matrimonio con Teófilo había sido un fracaso total, aunque a fin de evitar el desastre, para que ella desistiera antes de que fuera demasiado tarde, mucho se lo pronosticó su padre, el senador Hildebrando de la Torre, un hombre que tenía la astucia a flor de piel, de ojos azules y grandes bigotes de azafrán, a quien nadie lograba engañar por más que disimulara sus defectos o sus torvas intenciones. Ni siquiera lo pudo engañar el pretendiente de su hija, aquel Teófilo Vega que llegó hasta él con los gestos pausados de un monje medieval y un brillo de candor en la retina para solicitar que le diera su aprobación al propósito que Luzmila y él acariciaban desde que se conocieron en las aulas de la secundaria: contraer matrimonio. Mucho menos consiguió engañarlo cuando le pidió no sólo la aprobación sino recibir su bendición, pues Luzmila y él aspiraban a fundar una familia que despertara la admiración de todos, y tener hijos, varios hijos, cinco o seis, que crecieran y se educaran al amparo de Dios Nuestro Señor. Qué tipo tan descarado, pensó el senador Hildebrando de la Torre que ya había hecho sus averiguaciones y sabía sin la menor duda quién era Teófilo Vega y de qué medios pretendía valerse para mejorar de situación económica, para salir de la pocilga en la que vivía, para instalarse en su casa y dormir con Luzmila en una de las habitaciones de la mansión que fue también la mansión donde sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos, a costa de esfuerzos y sacrificios, lograron hacerse del respeto unánime de las familias más adineradas del país.

Con el paso de los años Teófilo Vega llegó a ser un pintor muy bien cotizado, adquirió fama y fortuna, que eran las claves de su rápido éxito inesperado, pero en aquel momento el senador Hildebrando de la Torre no andaba descarriado: Teófilo Vega hubiera hecho lo indecible para asegurarse un sitio bajo el sol donde no lo agobiaran la miseria y el desdén de los demás. Era notorio que no amaba a Luzmila, pues nunca, ni en la alcoba ni en ningún otro lugar, la besó con un estremecimiento de placer, era evidente que no le gustaron su rostro y sus piernas, tampoco sus senos, y mucho menos aquellos ademanes ficticios, derivados de una alcurnia que tampoco él daba como verdadera. Así que cuando Luzmila decidió cancelar el matrimonio, Tófilo, que ya estaba en camino de alcanzar el triunfo, no sólo no expresó disgusto, cólera, sorpresa o consternación, sino que aceptó el veredicto con un suspiro de alivio.

—Pero el segundo matrimonio nadie me lo va echar a perder — murmuró Luzmila con el entrecejo fruncido y las manos yertas, mientras hincada frente al altar de una iglesia que ella mucho frecuentaba, le pedía ayuda a una imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de todos los cubanos, a la que ella dispensaba especial devoción.

Como Tamara Mejía había confirmado que Mijares quería seguir haciendo el amor con ella a escondidas, y no sólo a escondidas sino cada vez con menos puntualidad para no poner en riesgo la estabilidad de su matrimonio con Luzmila, también ella, la preterida, concibió un plan que tenía sus riesgos pero podía salvarla de las lágrimas y del presumible desamor de Mijares, pues él estaba acostumbrado a llevarla a la cama cuando menos tres o cuatro veces a la semana, y si ella lo castigaba ahora negándose a recibir sus caricias era posible que Mijares, obligado a escoger entre las dos, se decidiera por Tamara, que era una tempestad en el lecho, que lo colmaba de placer, pero también era presumible, por qué no —ella demasiado bien conocía a los hombres—, que Mijares optara por regresar con docilidad al redil de su esposa. Era cierto que Mijares nunca tuvo reparos en confesar que Luzmila era más fría que un témpano de hielo, un verdadero desastre en la cama, pero también era la mujer aceptada en público como la consorte incondicional del renombrado pintor. ¿Qué hacer?, se preguntó Tamara varias veces. Después de consultarlo con la almohada, se entusiasmó con la idea de que su estrategia no estaba destinada a fracasar. Aunque a menudo pensaba que estaba actuando mal, porque también siempre pensó que era de mala suerte jugar con el corazón de los hombres, Tamara no sólo se negó durante toda una semana a hacer el amor con Mijares sino que su plan de operaciones lo extendió hasta la academia de arte San Alejandro: ella, que se dejaba escrutar largamente por los alumnos, en cambio cuando Mijares se le acercaba, escondía sus partes más íntimas con una toalla que últimamente llevaba al alcance de la mano.

Luzmila estaba señalada por el destino para ganar la batalla. Ella lo sabía.

Cuando la historia del país dio un giro rotundo e inesperado, cuando triunfó una revolución que le trastornó la vida al senador Hildebrando de la Torre, quiero decir: cuando Fidel y sus hombres bajaron de las montañas y se posesionaron de la gobernación del país, el senador, alarmado, olfateando la proximidad insalvable de un peligro, y más que alarmado lleno de terror, pensó que debía hacer las maletas y viajar rumbo a Miami cuanto antes, antes de que cualquier contingencia, una enfermedad o el capricho de las nuevas autoridades se lo impidieran. En un momento en que consideraba que todas las estrellas del cielo estaban a su favor, el senador Hildebrando de la Torre, que siempre alardeó de tener nervios de acero, tuvo que hacer un gran esfuerzo para impedir que se le derramaran las lágrimas cuando al fin se llenó del valor necesario para pedirle a Luzmila que lo acompañara. Pero ella se negó pensando con razón que Mijares nunca iba a estar dispuesto a abandonar el país dejando atrás a su madre. Con una bufanda al cuello y un abrigo colgado de su brazo, previendo que en Miami pudiera estarlo esperando un invierno a punto de congelación, el senador salió hacia el extranjero con la única compañía de Zaida, con dos maletas, la de él y la de la hija que Luzmila tuvo como resultado de sus amores con su primer esposo. Pero antes de cumplimentar todos los demás trámites del viaje, el senador Hildebrando de la Torre tuvo que doblegarse hasta casi la humillación cuando se vio en la necesidad de rogarle a aquel pelele, a aquel aprendiz de pintor por tanto tiempo despreciado, que no le entorpeciera sus planes con una negativa que tuviera su origen más en la mezquindad del resentimiento que en el amor a su hija. Sin embargo, para su sorpresa, no tuvo que rogar demasiado. Teófilo Vega concedió a regañadientes pero sin demora el permiso para que la niña saliera al exterior, según dijo, sólo para complacer uno de los tantos caprichos de Luzmila, porque él se iba a quedar en Cuba pasara lo que pasara. “Más bien porque le agradan las ideas de Castro”, pensó Mijares, que también, sólo al principio, reflexionó que a partir de ese momento las cosas en Cuba al fin iban a tomar el camino correcto.

Un año más tarde, con toda la sangre fría de que podía disponer, Luzmila esperó a que Mijares regresara de sus clases en San Alejandro para poner en marcha la primera versión de sus planes. Desde hacía tiempo estaba devorada por la idea impaciente de reunirse con su hija, de tenerla cerca otra vez, pero nunca encontró un motivo válido para disuadir a Mijares, que hasta entonces estaba dominado por el temor de viajar en avión y atravesar el mar, de saltar el charco como él decía, sólo para encontrarse del otro lado del mundo con los colores de un país desconocido, con colores diferentes a los que él utilizaba en sus tareas de pintor. ¿Será el cielo igual en todas partes?, se preguntaba Mijares. ¿Serán iguales las aguas del mar en las costas de Miami que las que salpican en el Malecón habanero a los transeúntes desprevenidos, tendrán el mismo color?

Pero esa tarde Mijares no pudo hacerse las mismas preguntas atolondradas porque, apenas abrió la puerta de su casa, se enfrentó a una situación que quizás no hubiera esperado —al menos en aquel momento sorpresivo— y tampoco nunca lograría olvidar a lo largo de su vida. Mijares había entrado más distraído que de costumbre, pensando en acercarse al caballete antes de sentarse en el comedor a cenar algo, pensando en no demorar la elaboración del cuadro que ya había pintado desde mucho antes en las honduras de su mente, cuando se vio abocado a la espantosa realidad. No necesitó ser muy perspicaz para darse cuenta enseguida que la precaria estabilidad de su ámbito familiar al fin había estallado en pedazos, tal como había ocurrido numerosas veces en sus pesadillas. Lo esperaba pero no tan pronto, no precisamente aquel día en que tuvo que confesarle a Tamara, casi a punto de echarse a llorar, que él carecía del coraje que precisaba para darle la espalda a Luzmila, para romper con todo, en primer lugar con la armonía inestable de su familia, que podía ser una mierda de estabilidad pero de todos modos era lo único cierto que había conseguido durante años haciendo de tripas corazón, según confesaba mientras Tamara se secaba las lágrimas con un pañolón azul.

Se enfrentó al desagradable espectáculo como si formara parte de su última pesadilla. Su madre, mi pobre madre, estaba sentada en el sofá con la cabeza entre las manos, sollozando con un ruido que le crispó los nervios a Mijares. Qué ruido tan difícil de escuchar, un ruido como de río que se desbarrancara porque ella dejaba caer lágrimas espesas sobre su falda mientras sus manos iban ahora hasta las rodillas y descendían a lo largo de sus piernas para sobárselas, santo Dios para sobárselas, para frotárselas, porque acaso le dolían tanto como el corazón. Por su parte Luzmila ocupaba el centro de la tragedia, se había instalado en el centro de la sala donde taconeaba con rabia de un extremo al otro, desde la puerta que daba acceso a la calle hasta la puerta que daba al comedor. Entonces, mirándolo directo a los ojos, se lo dijo: tu mamá y yo no podemos seguir viviendo bajo el mismo techo.

Para apaciguar la rabia de Luzmila y preservar la frágil armonía inestable del hogar ¿ya lo dije antes? Mijares, a pedido de Luzmila, accedió a rentarle un apartamento a la pobre madre llorosa. Un apartamento no, que costaba demasiado, y ahora no estamos, Mijares, para tantos gastos, mejor llevarla a vivir a un hotel que tenga la reglamentación de una casa de huéspedes. Cuando al fin llegaron a la habitación del hotel que rentaron, Mijares estuvo ponderándola durante horas. Es una habitación, mamá, ventilada y cómoda, con un ventanal en el séptimo piso desde donde te será posible ver el sol cuando se alza en el horizonte con su chisporroteo de colores, con su abundancia de azules y amarillos, y desde donde también podrás ver cómo las olas del mar saltan por encima de los arrecifes, te vas a sentir a tu gusto, ya lo verás.

Pero al cabo de un mes Mijares se dio cuenta.

No podía vivir lejos de su madre. Toda la vida se la había pasado al amparo de su falda, oyéndole sus consejos, dejándose estampar apretados besos maternales en las mejillas. Si le faltaba su madre era como si le faltara el oxígeno. Y como Luzmila era la culpable de esa separación que le empobrecía las ganas de vivir, para molestarla empezó fingiendo que se sentía mal de salud, me duele el estómago, Luzmila, siento náuseas, hasta que al cabo de una semana de estar simulando sudores fríos, palpitaciones y mareos cayó en la cuenta de que no mentía, que eran ciertos todos los síntomas de una repentina enfermedad. Entonces reunió todas sus fuerzas para decírselo a Luzmila:

—Todas las noches, Luzmila, siento punzadas interminables a la altura del corazón, y pienso que puede ser un aviso de infarto porque apenas me alcanza el aire para respirar.

Luzmila estaba tendida a su lado, boca arriba en la cama, leyendo una revista, y no le concedió la menor importancia a las palabras. Siguió con la revista en la mano, sin perder el dominio de su indiferencia pues estaba convencida de que Mijares no estaba aquejado de ninguna dolencia, al menos no había contraído ninguna enfermedad grave, y como siempre acudía a uno de los tantos recursos de desamparo que desde su niñez empleaba para llamar la atención.

—No tengo apetito y tampoco tengo ganas de pintar —agregó.

Como tocada en una llaga, Luzmila se incorporó en el lecho y se volteó para mirar a Mijares directo a los ojos cuando lo oyó decir, santo Dios, que no tenía ganas de pintar. Desde que su padre, el senador Hildebrando de la Peña, había decidido vivir en el extranjero, la economía familiar dependía únicamente de los cuadros que Mijares lograba vender. Y si no pintaba, ¿con qué dinero iban a costear los gastos de la casa? Demasiado bien lo conocía para que Luzmila no supiera desde el primer momento a la situación que se enfrentaba. Mijares era dócil como un niño pero a la vez terco —y bruto, decía Luzmila— como un burro. Cuando se encerraba en una idea no era capaz de dar marcha atrás a menos que se saliera con las suyas. “Un chantaje”, murmuró. No ignoraba que la única salida que le quedaba era componer el rostro con una sonrisa, aparentando alegría, cuando recibiera a la suegra en la casa.

Llegaron a un acuerdo. La madre podía regresar a casa cuanto antes, hoy mismo, esta misma tarde, y Mijares podía así restañar las heridas, restaurar la armonía familiar, recuperar lo perdido, pero a cambio, ya él se lo imaginaba, debía comprometerse bajo juramento a abandonar el país, a viajar a Miami, donde en poco tiempo acumularía riquezas, donde sus cuadros serían altamente cotizados, ¿no estaban Wifredo Lam en París y Cundo Bermúdez en Miami haciendo fortuna con sus cuadros, no se habían convertido en millonarios de la noche a la mañana? Pues a él, a Mijares, le iba a ocurrir lo mismo.

Luzmila continuó repitiendo como en una letanía que debía confiar en las bondades del futuro que le aguardaba en Miami. Lo único que él necesitaba para conseguir dinero y fama era llevar un pincel en la maleta, pues ya en Cuba había alcanzado el suficiente renombre para entrar en su nuevo destino con pasos de triunfador. Pero Mijares, desoyéndola, se tendió en el lecho con el corazón desgarrado, previendo que no iba a pegar los ojos en toda la noche porque en ningún otro país, calculaba, él llegaría a ser tan feliz como lo fue en Cuba. En ningún otro país, volvió a decirse, ningún paisaje conseguiría sustituir las montañas, los ríos, los valles y las casas de tejas rojas de los paisajes cubanos, las tendederas de la ropa de las gentes pobres de los solares habaneros que él pintaba, las mariposas de alas translúcidas, las mariposas amarillas que daban impresionantes saltos desde la imaginación hasta sus cuadros. ¿Sería posible que en Miami lograra encontrar mariposas iguales, mariposas para atraparlas con una mano codiciosa y estamparlas luego en sus cuadros?

Cuando empezó a ser de dominio público la decisión que Mijares y Luzmila adoptaron de viajar a Miami, porque uno de los dos había cometido la indiscreción de comentarlo con algún vecino, la noticia creó el consiguiente pánico, primero entre los inmediatos funcionarios de cultura y enseguida entre los más señalados dirigentes del gobierno. Nada menos que uno de los más renombrados pintores había adoptado el propósito de realizar una salida definitiva del país. Había que impedirlo. Y para impedir lo que se consideraba una deserción, una falta de fe en el curso de la naciente revolución, desde las altas esferas del poder le llovieron ofertas tentadoras: le iban a organizar en Bellas Artes una exposición de sus pinturas, tendría todo el apoyo del gobierno para continuar su exitoso desempeño como pintor, y Luzmila podría viajar a Miami cuantas veces quisiera, dos o tres veces al año, para encontrarse con Zaida, su hija. Pero cuando Mijares le trasladó la oferta a Luzmila la encontró con el corazón cerrado a cualquier otra alternativa que no fuera la ya adoptada por él bajo juramento, es decir: viajar a Miami.

—Qué horror —pensó Mijares.

A la fuerza, obligado por un destino adverso, iba a hacer lo que nunca hubiera deseado: empezar a vivir fuera de su patria. Pero de inmediato pensó con desesperación hacer todo lo contrario para evitar el naufragio de sus mejores sueños. Sí, le quedaba otra opción. En un instante de iluminación ideó regresar a Tamara, pedirle perdón, y hacer desaforadamente el amor con ella para que se percatara de que él continuaba amándola como siempre. Estaba dispuesto a reconocer que había sido un cobarde, no podía negarlo, pero rectificaba a tiempo no sólo porque fuera de Cuba le iba a ser imposible vivir en paz con su conciencia, sino también, créemelo, porque ella era la única mujer con la que había sido feliz en el lecho.

Fue una resolución memorable, que le hubiera inundado de inmenso gozo hasta los últimos latidos de su corazón, pero a la que renunció de inmediato vencido otra vez por el desánimo.

Era obvio: Mijares quería permanecer en su suelo natal, como Teófilo Vega, pasara lo que pasara. Pero no lo hizo. En su memoria persistía el temor de que Luzmila durante una de sus rabietas tomara la decisión de negarse a convivir con su suegra, y la echara de nuevo a la calle. Esa certeza le paralizó los impulsos cada vez que pensó en engatusarla para que variara de opinión y optara por quedarse en Cuba. Por supuesto, esa una opción que de antemano él sabía con absoluta precisión que Luzmila nunca la iba a adoptar. Sin embargo, no perdió la confianza de que algún acontecimiento imprevisible intercediera a favor de sus deseos. Se levantaba de puntillas a medianoche, cuidándose de que Luzmila no se diera cuenta, para sintonizar a escondidas la radio internacional. Escuchaba las radioemisoras de Miami con la voz del locutor apagada hasta el límite de que a él le costaba escucharla, pero con la esperanza de que alguna noticia espeluznante —tal vez la muerte de una joven destripada por un asesino en serie— hiciera desistir a Luzmila de sus propósitos.

—Porque ése puede ser el lamentable final de tu hija, también a manos de un criminal, ella, la pobre Zaida, que es toda una promesa, ¿no interpreta ya con gran talento a Chaikovski en el piano?

Eso es lo que le hubiera dicho a Luzmila de haber escuchado alguna noticia que produjera pavor. Pero no encontró la oportunidad de decírselo, ni el motivo para asustarla. Contra lo previsto, en Miami todo estaba en calma. Mijares no había oído la noticia de un asesinato a sangre fría, de un asalto a mano armada, de un trasiego de drogas. Todo conspiraba contra sus sueños más vehementes. Así que no le quedaba otra opción que rendirse a la evidencia y viajar con su madre y con Luzmila rumbo a Miami.

El día de su salida llamó por teléfono a Willy Humara para despedirse de él. Fue la única persona a la que le confió la noticia. Willy decidió acompañarlo hasta el último momento. Lo ayudó a subir las maletas al auto que debía conducirlo al aeropuerto. Cuando ya estaba dentro del auto, Mijares hizo descender el cristal de la ventanilla y sacó la mano para apresar, acaso por última vez, la de Willy Humara. Fue un fuerte apretón de manos que ninguno de los dos iba a olvidar nunca. Mijares lo miró a los ojos con un destello de perplejidad, y antes de deshacerse en sollozos aprovechó para trasladarle el peor de los augurios:

—La nostalgia me va a matar. Ya lo verás.

5

Por el espejo retrovisor Mijares vio un pedazo de cielo, un pedazo de acera, un pedazo de árbol, un pedazo de Willy Humara que permanecía con el brazo en alto, diciéndole adiós, ¿para siempre?, a su mejor amigo, José Mijares, que ahora iba rumbo al aeropuerto antes de tomar rumbo a España y por supuesto mucho antes de tomar rumbo a Miami en el vuelo 337 de Iberia, que debía llegar a su destino, si las condiciones atmosféricas lo permitían, a las siete y treinta y dos minutos de la noche de un jueves ocho de octubre. “No volverás a verlo”, repicaba su abuelo Wilfredo Humara, quien a sus ochenta y tres años estaba tan lúcido y bruñido como un envase de aluminio. Mientras Willy permanecía con el brazo en alto diciéndole adiós, como un idiota, no a su amigo el flaco Mijares sino al viejo Chevrolet azul que avanzaba dando tumbos entre peatones y bicicletas, en ese mismo instante, visitado por una indisciplinada asociación de ideas, pensó que su abuelo tampoco abandonó el país, justo cuando debió haberlo hecho, es decir: cuando acababa de partir la media naranja de la vida, que son los cincuenta años, y todavía era un hombre con doscientas libras de músculos, no de carne fofa, y con una habilidad tan sorprendente para hacer dinero que sus amigos comentaban en broma que él debía poseer una máquina impresora de billetes de banco escondida en el sótano de su casa. El abuelo de Willy siempre comentó que no quería vivir en el extranjero porque su deseo más cristalino era que lo enterraran en el cementerio de Colón, no con un ramo de flores y una bandera en su tumba, sino con un humilde gajo de albahaca dentro de su ataúd para que no quedaran dudas de que era un cubanazo por los cuatro costados. Nunca confesó la verdadera razón por la cual no abandonó el país cuando en realidad no existían motivos para hacerlo, motivos políticos o de otra índole, es decir: porque supuestamente estuviera siendo perseguido o porque alguien pretendiera darle muerte. En realidad, no lo hizo fue porque tenía una mujer que más que esposa era un grillete, Altagracia Lozano de la Vega, y tres amantes: Dora, Nena y Patricia, a la que apodaban, nadie sabe por qué, Mimí. Pensó que si decidía emigrar no le iba a ser posible conseguir visas para las cuatro, que eran las cuatro patas de la mesa, las cuatro estaciones del año, los cuatro puntos cardinales, las cuatro verijas que más placer le habían proporcionado desde que visitó por primera vez, a los diecisiete años, la zona de tolerancia, que también ostentaba el apellido de Colón, y se acostó, lo recordaba nítidamente, con una prostituta caderuda que tenía un lunar entre los senos.

Con el presagio de su abuelo dándole vueltas incontrolables en la cabeza, Willy esa noche se quedó dormido. Entró en el sueño mientras escuchaba al borde de la almohada las cuatro palabras pronunciadas por su abuelo: “no volverás a verlo”. Palabras fatídicas. Como las tres palabras fatídicas que una mano invisible escribió en una pared durante el banquete de Baltasar, rey de los caldeos: Mené, Tequel, Parsín. ¿Sería posible? ¿No tendría el flaco Mijares derecho a una segunda oportunidad, es decir: regresar a la patria? ¿Alguien había decretado (como le ocurrió a Baltasar durante el banquete) el final de sus aventuras en la Tierra? Con esas supersticiosas ideas en la cabeza Willy se quedó dormido. Todas las noches, antes de tumbarse en el lecho, deseaba con ahínco, casi con furia, que sus sueños no fueran en blanco y negro, los prefería inundados de color. Con no poca frecuencia lo conseguía. Pero los colores de sus sueños casi nunca respondían a sus expectativas, porque cuando quería tener sueños azules a menudo eran verdes o amarillos, y cuando los deseaba anaranjados tenían más bien ramalazos de violento rojo. Se acostumbró. Tuvo que acostumbrarse para no entrar en pugna con sus sueños. Así ideó una fórmula intermedia, que era como un aullido inaudible, como un maullido de gato escaldado que trepaba todas las noches a su cama: peor hubiera sido tener sólo sueños en blanco y negro.

Esa misma noche soñó, soñé que buscaba al flaco Mijares, que yo hacía esfuerzos desesperados para regresarlo a La Habana. Lo busqué en las cuatro esquinas de Miami, lo busqué a veces a pie y en otras ocasiones rentando un carro que me llevó, sin cobrarme un centavo, lo que sólo puede ocurrir en los sueños, desde Flagler hasta Coconut Grove y desde South Beach hasta Homestead. Lo busqué de noche y de madrugada, antes de que alumbrara el sol, a tientas, revolviendo en los contenedores de basura de la calle 8, y luego seguí buscándolo a pleno día en una playa con turistas canadienses desparramados en la arena, con bañistas tendidos boca arriba para dejarse dorar por el sol. Pero después de tantos afanes interminables y ya convencido de que no iba a encontrarlo en Miami, y también previendo que podía acabárseme el sueño, que podía despertarme antes de encontrarlo, lo que equivalía a perderlo para siempre, decidí regresar a La Habana, donde de seguro podía dar con él si nuestros sueños coincidían, es decir: si él, como era presumible, en ese exacto momento soñaba, como yo, que estaba en La Habana. Mientras lo buscaba sin encontrarlo, recorriendo un largo tramo entre la barriada de Luyanó y la de Miramar, sentí que se me saltaban las lágrimas y busqué un lugar apropiado para llorar a solas, donde nadie me molestara allegándome un pañuelo. Lloré acodado en la barra de Los Parados todo el tiempo que quise, con la idea de llorar hasta que se me acabaran las lágrimas, pero me daba cuenta que no lloraba porque me faltaba Mijares sino por el puro gusto de llorar, porque desde que era un niño no había hecho más que llorar a solas, sin que nadie acudiera a consolarme. Lloré gota a gota creyendo que en efecto nadie iba a venir a interrumpir mi llanto, pero en ese mismo momento una mano se posó en mi hombro y me sacudió, no era el flaco Mijares como pensé al principio, era Carlos, mi amigo Carlos, el pintor Carlos Enrico. Me miró directo a los ojos y me dijo: hace tiempo que no me visitas en mi finca El rincón azul. Me dijo que él también buscaba a Mijares, me dijo otras cosas que no oí bien porque en lugar de su rostro apareció de repente en mi sueño el rostro del flaco Mijares. Lo repasé con la mirada largamente, le miré las inconfundibles pestañas vibrátiles, los brazos cruzados sobre el pecho, pero no le confesé la verdad, en lugar de decirle qué cansado estoy, en lugar de decirle que lo había estado buscando durante horas y horas, lo mismo en Miami que en La Habana, en lugar de decirle que estaba exhausto, que me dolían las piernas de tanto caminar, lo dejé tomar la iniciativa, al fin lo escuché preguntarme ¿cómo estás, estás bien de salud? porque mi rostro pálido y desencajado era un mal indicio según me dijo. A nadie le gusta que le digan tan campante que en su rostro hay indicios de que alberga en el hígado o en el páncreas una dolencia asesina. A mí, ya se sabe, tampoco me gusta.

Así que por primera vez me sentí molesto con Mijares, con ganas de dar por terminada nuestra amistad. Quise ponerme de pie y darle la espalda y alejarme del lugar para demostrar mi inconformidad con lo que acababa de decirme, para hacerle saber que desde ese momento ya no éramos amigos, pero no lo hice por dos razones perfectamente explicables: porque no necesitaba ponerme de pie, yo no estaba sentado, en Los Parados nunca existió una silla, una butaca, un taburete o un sofá donde poner a descansar los huesos, el pobre esqueleto agobiado, y tampoco me puse de pie para darle la espalda a Mijares por otra razón más convincente, porque ya empezaba a ablandárseme la furia o la molestia o lo que fuera, pensando que no era para tanto. Pero de todos modos en mi interior el disgusto seguía siendo como una llaga abierta, desde donde no brotaba sangre pero sí un líquido oscuro, teñido de resentimiento. Entonces, para devolverle la molestia que me había ocasionado se lo dije: Flaco, estás despistado, fuera de órbita: dentro de la realidad que tú buscas se esconde otra realidad. Ya no somos los mismos de antes, demoraste demasiado el regreso. ¿Sabes lo que le ocurrió a Carlos Enríquez durante tu ausencia? Los trabajadores de la finca El hurón azul, a través de una de las ventanas de la casa, lo vieron acodado en la mesa, con la cabeza entre los brazos, como dormitando. En esa postura, y no en la hamaca, lo que hubiera sido más lógico, descabezaba Carlos muchas veces una siesta profunda. Entonces los trabajadores de la finca me llamaron para apercibirme de lo que sucedía: Willy, ven acá para que veas. No se atrevían a entrar pero lo habían visto en la misma postura demasiado tiempo y estaban preocupados. Hay que forzar la puerta, decidí. Entramos. Nos acercamos a él. Lo tocamos, y eso que lo tocamos suave, temiendo que no se despertara, y al impulso del toque, y eso que era un toque suave en la espalda, en el hombro, el cuerpo se derramó hasta el suelo: estaba muerto.

Contra lo que yo esperaba, Mijares no se conmovió.

Es lógico, me dijo. Es lo que siempre sucede. Nadie dura toda la vida.

Pero no ha sido sólo Carlos Enríquez, argüí. También muchos otros de nuestros amigos a lo largo de este tiempo han muerto por violencia o de muerte natural. Muchos viejos amigos innumerables, durante tu ausencia, se han convertido en una ceniza irremediable que se esparce en el aire y no nos deja respirar.

Tampoco conseguí que echara una sola lágrima. ¿El tiempo pasado fuera del país lo había endurecido, envenenado, le había secado, extinguido, el manantial de su llanto? Menos para que supiera la verdad que para seguir molestándolo, decidí confesarle que muchas de las cosas que él consideraba parte de la realidad no lo eran, sólo habían sido fabulaciones mías, historias que yo contaba para divertirme a costa de la credulidad ajena. Le dije que de todos los recuerdos que él se llevó al salir de Cuba, el único cierto fue el de Tamara Mejía, que a lo mejor aún seguía esperándolo para hacer un furioso amor de bienvenida en cualquier sitio, en el lúgubre apartamento que había rentado o en el patio de una mansión abandonada. Ahora lo vas a saber. ¿Quieres que te diga la verdad? Alejo Verdecia nunca engañó a su esposa, Nadya Heymans no existió, nunca caminó sobre el cementerio de botellas que daba acceso a la casa de Carlos Enrico, tampoco existió el apartamento de Basarrate 69, tampoco existieron Cuca Sánchez y el cocinero que aderezaba un pargo al horno.

El flaco Mijares se echó a reír. Mentira. Mentira. Sin mucho esfuerzo se daba cuenta que ahora sí, ahora sí y no antes, Willy pretendía engañarlo. ¿Te imaginas que yo soy un tonto, le dijo, que puedes engañarme tan fácilmente?

Mijares no estaba dispuesto a despojarse de la única realidad que ya había aceptado, de la que tanto le costó apropiarse. Durante años incontables esa realidad le había servido para enhebrar sus mejores recuerdos boca arriba en la cama. Entonces, sin despedirse de nadie dejó atrás la barra del cafetín Los Parados, y mientras huía a campo traviesa para escapar al hechizo pernicioso de Willy Humara, Mijares regresó a ese pasado, que era su única realidad, y lo revivió.

Para su sorpresa, Carlos Enríquez lo invitó aquella tarde de finales de junio: deseaba que lo visitara en su vivienda campestre de El hurón azul. Hasta ese momento Carlos había estado tumbado en la hamaca, esperándolo, una hamaca que uno de sus amigos compró en Tahití con el propósito de regalársela, una hamaca con grandes borlas de hilo rojo en el cabezal. Cuando escuchó un golpe de nudillos en la puerta Carlos se incorporó para acudir a darle la bienvenida al visitante. Era Mijares, por supuesto, quién otro podía ser. Lo había invitado para darse unos tragos en el portal o a la sombra de los árboles que circundaban la vivienda. Mijares entró con las pestañas vibrátiles y el pecho oprimido por un pálpito desolador: ¿Carlos lo había invitado, en efecto, para darse unos tragos, o acaso, madre mía, para hablar de pintura, para mostrarle uno de sus cuadros y pedirle la opinión? se dijo Mijares con desasosiego. Él era un pintor, no un crítico de arte. Lo ideal hubiera sido darse unos tragos y conversar de cualquiera otra cosa: de mujeres, por ejemplo, que es el tema recurrente cuando dos hombres destapan una botella de ron. ¿Sabía Mijares quién era Oona? le preguntó de pronto Carlos Enríquez. No, no lo sabía. Mijares no tenía la menor idea de quién era Oona. Entonces, ahora mismo la vas a conocer, le prometió.

Ya estaban consumiendo la tercera botella de ron. Con un vaso colmado de ron en la mano Carlos Enríquez se puso de pie y llamó:

—Oona, Oona, ¡ven acá!