Mesa de tres patas
Cuando llovía como aquella noche la tertulia de Ánimas se podía desgraciar, era el indicio de que a la mesa de mármol le iban a faltar dos patas por lo menos: o fallaban Cuso Simeón y Bernardo Pi, o nos quedábamos en la casa como palomas bajo un alero, todas las plumas secas, viendo caer el agua, Rodrigo Sardiñas y yo. Decidí llevar mi pata al hombro (lo digo simbólicamente porque esa pata era mi cruz) y ponérsela a la mesa, pese a que los truenos devastaban La Habana. Aunque falláramos los cuatro la mesa estaría igual en el cafetín, pero nosotros teníamos sin reparo la costumbre de decir que faltaba una pata cuando todavía estaba alguno por llegar o que no faltaba ni una sola cuando todos estábamos allí. Así que me puse el impermeable, cogí una ruta treinta y me bajé en la esquina del cafetín. Por un momento permanecí de pie en la acera, la espalda contra la pared, sin saber qué hacer ni cómo hacerlo, todo confundido, como si los goterones que me caían en la cabeza me impidieran pensar. Un auto que pasaba con sus gomas casi rozando la acera levantó una cortina de agua, la vi de repente teñida con todos los colores de los anuncios luminosos. Me pegué aún más a la pared, zas, cayó sobre mí. Como no era para esperar otro auto corrí hasta el cafetín.
Cuso Simeón era el único que estaba allí, con su traje azul Prusia de todos los inviernos y una gorra forrada de nailon como única defensa contra la lluvia. Estaba tomándose una taza de café a sorbos lentos, los ojos en las páginas de un periódico que tenía abierto sobre la mesa, acariciándose el mentón con los dedos de la mano izquierda como siempre que algo lo obligaba a pensar. Me saludó maquinalmente y me dijo que pidiera café.
—¿Qué lees?
—Nada interesante, un anuncio de la Hatuey, y sin embargo, ya tú ves...Hasta ahora no se me había ocurrido lo grave que es ponerle el nombre de Hatuey a una marca de cerveza. ¿Te imaginas qué falta de respeto? Hatuey fue nuestro primer rebelde. Eso sería como si en los Estados Unidos le pusieran Lincoln a una marca...
—...de automóviles —me eché a reír—, precisamente lo que han hecho.
—Pero aquí es peor la cosa, chico. Exterminamos a los indios, esclavizamos a los negros y más tarde, cuando logramos la independencia, en lugar de darles a nuestros libertadores la propiedad de la tierra les entregamos una pensión que ni para vivir.
—Y eso tenemos que pagarlo nosotros ahora ¿verdad? —dije burlonamente—esa culpa de atrás, quiero decir.
—Claro —se encogió de hombros como si no existiera otra posibilidad. Últimamente no me gustaba el modo de pensar de Cuso Simeón. Con toda seguridad estaba leyendo a Schopenhauer o a Nietzsche, a alguien que lo sacaba del dos por dos que ya teníamos resuelto para instalarlo en otras dudas, en un terreno que no estaba hecho para mis pies. Yo lo veía dispuesto a la lucha, a veces lo creía hasta más dispuesto que a todos los demás, pero me chocaba ese querer deshacerse de los policías y los gobernantes como si se tratara del pecado original. Tantos recovecos y tanta pesadilla adámica cuando eran proclamas y huelgas lo que necesitábamos.
Me miró a los ojos.
—A ti no te convence lo que yo digo, ¿eh, Sebastián?
—No.
—Yo lo sabía. No es la primera vez que te lo veo en la cara. Un día hasta me pareció que estabas pensando: por ese camino voy a ser culpable de lo que hicieron Calígula y Nerón. Eso sería una exageración, pero lo que te digo de Cuba es cierto. Un país es como una empresa comercial: cuando el dueño vende se pasa balance y con las deudas se queda el nuevo dueño. ¿O no es así?
Dieron las once. La lluvia era apenas una llovizna, tan ligera que únicamente se veía caer junto a los postes de luz, pero sabíamos que ya Rodrigo Sardiñas y Bernardo Pi no iban a venir. Nos tomamos otro café para darles esa última oportunidad. Al fin Cuso Simeón pagó las tazas que habíamos consumido y salimos.
—Nada es simple en la vida, chico —se complacía en seguir el hilo de la conversación—, ni la sociedad ni la gente. Tú te echarías a reír si te dijera que yo lucho por esa deuda nada más, no porque pienso que voy a hacer feliz a nadie. Tú y yo luchamos por eso, en el fondo es por eso. Por esa fatalidad.
—Por lo de la cerveza Hatuey.
—Por la cerveza, no. Porque quemamos a Hatuey y después nos hemos puesto a vender botellas con su cara a veinte centavos.
—Lo quemaron los conquistadores españoles, no nosotros. ¡Yo que tengo que ver con eso! Y además, si hubiera alguna deuda ya la pagó el Padre Las Casas.
Se detuvo. Me dí cuenta de que empezaba a llover de nuevo, íbamos a parecer dos pájaros mojados si el discurso se prolongaba.
—Tú preferirías que te dijera lo más fácil, que la vida no es mala, que lo malo es el sistema social. Bueno, dalo por dicho. De verdad que no tengo ganas de discutir —abrió los brazos y puso las palmas de las manos hacia arriba—. Me gusta caminar bajo la lluvia. ¿Por qué no vamos hasta el Malecón?
Le dije que sí con la cabeza, pero miré el anuncio luminoso del Jicky’s bar y cambié de opinión. El tema era tabú en la tertulia de Ánimas, pero la noche anunciaba el inmediato destino de simplificarla con mujeres y tragos, culpable que era la lluvia y ya pagaría alguien esa deuda en la próxima generación.
—Bueno —dijo Cuso Simeón—, yo te acompaño y hasta me tomo una cerveza, pero de lo otro nada. No es por beatería, chico. Sencillamente estoy enamorado de mi mujer.
Entramos. Sólo había una luz velada en el pequeño rectángulo de la cantina, desde el mostrador hasta las mesas nadie podía verse las manos. Cuso Simeón prefirió una mesa cerca de la puerta de la calle y comentó algo acerca del disco que estaba puesto, pero no lo entendí porque en el breve trayecto que mediaba entre los dos, su voz era entorpecida por el hondo rumor del numeroso público.
Cuso Simeón era el más viejo del grupo y se había casado cinco veces, ahora creo que estaba casado con su segunda mujer. Seguía divorciándose todos los años, pero para no contradecir sus sueños de fidelidad (pienso aún que lo decía en serio) nunca se casaba con una nueva, regresaba a la primera o a la cuarta. Había confesado que de ese círculo de las cinco no tenía la menor intención de escapar. Pedimos dos cervezas. Mientras la muchacha nos llenaba los vasos permanecimos en silencio, escuchando un solo de trompeta, yo pensando que nadie sabría nunca cuál de las cinco iba a ser la permanente, la mujer de su vejez.
Apenas me tomé el vaso de cerveza dije que no me sentía bien y que deseaba irme a dormir. Cuso Simeón me acompañó hasta la parada de la treinta, me recomendó que tomara alka-seltzer, cuando subí al ómnibus lo vi tropezar en la acera con un hombre que pasaba y pedir perdón varias veces, creo que le había ensuciado el pantalón al hombre con su zapato. El ómnibus estaba casi vacío, pero alguien había vomitado en el pasillo y yo me fui a sentar en el largo asiento verde, al final. El chofer echó a andar el limpiaparabrisas sin que yo comprendiera la razón, luego en el cristal de la ventanilla a mi lado los goterones empezaron a moverse, reunirse, desmigajarse, hasta hacerme saber que llovía tanto como al salir de mi casa.
Antes de acostarme pensé que era preferible olvidarse de Cuso Simeón y regresar a las categorías aceptadas, al simple razonamiento que compartíamos los otros tres: si la de-mo-cra-cia había sido mala en Cuba, peor era ahora que gobernaban los militares. Ni siquiera el desahogo de las elecciones cada cuatro años. Había que acabar con los militares, después hablaríamos de culpas y otras sutilezas. A la noche siguiente Rodrigo Sardiñas y Bernardo Pi me dieron la razón. Cuso Simeón aún no había llegado y estuvimos bastante tiempo riéndonos y comentando que él no tenía los pies en la tierra. Para completar el lienzo, Bernardo Pi contó que una tarde había ido a esperar a Cuso Simeón a la empresa en que trabajaba, le explicaron que estaba en el segundo piso, en el departamento de personal, y que podía esperarlo al pie de la escalera porque ya faltaba poco para las seis, hora en que terminaban las labores. “No se olviden de la escalera, eso es lo más importante del cuento”, decía Bernardo Pi con una socarrona sonrisa a tiempo que pedía otro café. El suspenso: lo inevitable en todos sus cuentos. Encendió un cigarrillo y después siguió explicando que también en la escalera estaban esperando a Cuso Simeón todas las mujeres anteriores, con las que tenía hijos o no había solucionado todos sus enredos. Cada dos o tres peldaños de la escalera estaba una mujer y como ese día Cuso Simeón había cobrado, bajó entregándole dinero a cada una con exquisita discreción. Cuando llegó al final de la escalera le echó el brazo por los hombros a Bernardo Pi, se viró los bolsillos mientras dibujaba con su boca una mueca neutra, que podía ser de ganas de reír o de halarse los pelos, y concluyó diciendo: “Bueno, Bernardo, págate el cine, anda”.
—¿Pasan una buena película? —preguntó Cuso Simeón que acaba de llegar y había escuchado tan sólo el final del relato y no muy bien, felizmente.
—Escalera para el cadalso.contestó Rodrigo Sardiñas que nunca perdía la presencia de ánimo— ¿Sabes? Esa adaptación de una novela de Pavese. Aunque creo que el título no es exactamente así.
—Claro que no. Estoy seguro que se llama Ascensor para el cadalso— dijo Cuso Simeón y ocupó la silla—. Pero esa película no me interesa porque la vi cuando la estrenaron en el cine Trianón. Hasta les puedo decir que está dirigida por Louis Malle, bajo la influencia de Orson Welles. Además, no está basada en una novela de Cesare Pavese. Según tengo entendido Pavese únicamente ha aparecido en el cine en Las Amigas, una película de Antonioni.
—¡Olé! —rubricó Bernardo Pi, los brazos en alto, haciendo sonar imaginarias castañuelas.
La noche no dio para mucho más: cuatro tazas de café por cabeza y una endiablada disputa en otra mesa, donde hasta poco antes se hablaba plácidamente sobre los últimos juegos de pelota en las Grandes Ligas. Nosotros, en cambio, empezamos por la política internacional: nada realmente de importancia, luego nos circunscribimos a nuestras costas. La atmósfera se estaba cargando, presagiaba tormentas. En todas las provincias menudeaban las protestas y en La Habana un grupo de estudiantes había asaltado Palacio con la idea de darle muerte al presidente de la república en su propio despacho. Ahora la policía no estaba en disposición de tolerar el menor asomo de inconformidad.
—Un día de éstos la mesa se queda con tres patas. O con menos —dijo ominosamente Rodrigo Sardiñas, sus palabras cayeron como un telón en el último acto, nos despedimos y cada cual hacia su casa con las manos en los bolsillos.
Creo que Rodrigo Sardiñas compuso ocho o diez sonetos aquel mes, se metía en la literatura para engañarse a sí mismo, era su manera de simular que no le interesaba otra cosa, que el mundo se podía caer a su lado y él tan feliz. Yo sonreía sin darle mi opinión: si alguien nos estaba vigilando no iba a creer en la indiferencia de sus endecasílabos, inútil también que sus sonetos siempre hablaran de playas y de mujeres. De todos modos las tertulias empezaban ahora por ahí, y entre Saint John Perse y algún trozo de Fitzgerald o de Hemingway colábamos (ésa era nuestra primera vocación) el comentario vivo, a voz más bien muerta, de la situación nacional.
También llovía esa noche, mi impermeable hizo un gran charco en la puerta del cafetín, donde me había detenido esperando a que el agua escurriera. Metí las manos en los bolsillos y comprobé que los fósforos y los cigarrillos no se habían mojado. En la mesa estaban Rodrigo Sardiñas y Bernardo Pi, mirándome inexpresivamente, caminé hasta mi silla mientras doblaba en cuatro el impermeable.
—¿Te enteraste ya? —preguntó Bernardo Pi.
—No. ¿De qué?
Comos otras muchas veces los estudiantes habían salido de la Universidad, llevaban banderas y los puños en alto, Cuso Simeón estaba—nadie supo nunca por qué— entre los que participaban en la manifestación. La policía trató de dispersar a los estudiantes a manguerazos, los chorros de agua les daban en el pecho y en la cara y de momento los hacían retroceder, después avanzaban con más ardor hasta la calle Infanta, se escuchó un solo disparo, Cuso Simeón cayó con las manos en el vientre, dicen que su rostro no revelaba dolor.
—¿Cuándo?
—Hoy por la tarde. A eso de las cuatro.
Acerqué una silla y me senté mientras pensaba furiosamente en lo que siempre habíamos pensado de un modo muy diferente, como se piensan las cosas cuando todavía las imaginamos imposibles, mientras me decía lo que tanto nos habíamos dicho: “Aún cuando empiecen a faltarles patas a la mesa los que quedemos vivos no vamos a renunciar a la lucha”. No, nunca renunciaríamos. Y ahora, mucho menos. Mucho menos ahora que el ejemplo de Cuso Simeón nos obligaba a ser como él.
Pedí una taza de café y me dispuse a encender un cigarrillo, en silencio, las manos me temblaban. Allí estaba Cuso Simeón frente a mí, encendiendo también un cigarrillo. Observaba sus manos que sostenían con intolerable dificultad la caja de fósforos, delante de mis ojos estaba esa cosa floja y a la vez rígida que era la inhabilidad de sus dedos, esas manos siempre abiertas, que no lograban convertirse en puños, “manos de teórico, no de hombre de acción”, había dicho yo. Ahora mis manos eran como las de él, me fallaron varios fósforos. Empecé a tomarme la taza de café como si temiera quemarme la boca.