Cerámica roja
Entre el humo de un cigarrillo y uns voladoras pestañas postizas, mientras el dependiente movía las manos indescifrables sobre el mostrador, se abrió una puerta de vaivén que le entregó un trozo de pared enjalbegada y flamígeros peatones celestes, semejantes a los de su pesadilla de apenas dos semanas atrás, sólo que entonces, en la incesante reverberación del mediodía, los que transitaban llevaban sandalias de cáñamo y envolvían sus cuerpos en un lienzo talar.
—Podía haber sido otro —dijo el dependiente—. La Isla es estrecha, pero también es larga.
—Es estrecha. Pero, además, era él. Eran sus desesperados ojos azules. Y era su sangre. No la de otro.
—Apuesto cualquier cosa a que no se llamaba Rubén como tu hermano —volvió a mover las manos indescifrables—. Hace dos días estuvo por aquí el Gordo. Me pidió un trago y no se lo tomó. Acarició el vaso y le dio vueltas y vueltas mientras me preguntaba algo con la punta de la lengua entre los dientes. La punta de la lengua, eso es lo que más recuerdo. Eso, y que me dijo que le pareció haber visto a Rubén en un pueblo del interior.
Un espectro con gafas se acercó al mostrador, ocupó durante un siglo fugaz la butaca y preguntó:
—¿Cuánto? —el espectro se tocó el corazón y la mano emergió enseguida con una billetera.
—Lo convenido.
—Okey.
—El Gordo me dijo que le gritó «Rubén, Rubén» pero que tu hermano no le contestó. Lo vio casi a dos pasos, escurriéndose entre un camión de la recogida de basura y un muchacho que pedaleaba una bicicleta con rabos de zorra en los manubrios.
Luego lo vio de espaldas, a lo lejos. Dice que llevaba una camisa blanca de mangas largas y un pantalón azul.
Dos semanas atrás Vitico soñó que una vaca de ubres enciclopédicas se alimentaba sólo de trozos de luz y que los hombres de sandalias de cáñamo y vestiduras de lienzo talar trepaban en desorden a unos árboles y descendían fulgurando extrañamente, y en la vigilia aquella luz era la misma de los faros sobre el rostro de Rubén en la más desamparada oscuridad de un almacén de los muelles, caído entre los huacales donde cruzaron el mar cronómetros y máquinas de coser y cosméticos y lavadoras eléctricas y cocinas de gas, entre cajones con letreros de la Ford, de la General Motors, donde nadaron sin mojarse medicinas y herramientas y grabadoras y preservativos y peras en almíbar, muerto entre tablones que olían a salitre, a aceite de motor, a excremento de gaviotas, a literas donde se masturbaban los marineros en las cálidas noches de atravesar el Caribe con una luna de calabaza amarilla muy próxima al mascarón de proa, la misma luz de los faros sobre el rostro bañado en pavorosa sangre, la sangre de Rubén, caliente aún, que Vitico se agachó para tocarla con la punta de los dedos y que siguió tocándola hasta que el cabo Pérez dijo «nos vamos, qué carajo» y Muñequito puso de nuevo en marcha el carro patrullero.
Cuando salió de su casa esa mañana y se detuvo para hurgarse en el bolsillo y dar a tientas con las piltrafas de sus monedas, se precipitó como otras tantas veces en la confusión de las posibilidades. Antes de llegar a la parada del ómnibus, vislumbró por debajo del razonamiento la grieta en el pasillo y las extrañas ramificaciones que dibujaba. Recordó el pasillo casi en tinieblas y el foco pegado al cielo raso, apenas aquella mancha amarillenta en un vértigo de insectos despavoridos. A menudo recorría el pasillo de noche, al regresar, y miraba la grieta en el piso, mientras perforaba el ojo de la cerradura con el llavín. Tomó el ómnibus y acomodándose a su traqueteo, al olor a gasolina, a los codazos de los pasajeros indisciplinados, siempre impacientes por bajarse en ningún lugar, se sintió aturdido por la vehemencia de la odontología. A los quince años deseó ser dentista, pero a los diecisiete se le atravesó la opción de la arquitectura. Construyó en la inviolable intimidad de sus tardes bocarriba, varios edificios de propiedad horizontal y un almacén destinado a conservas de mariscos que adoptaba un fascinante movimiento circular, ajeno al hormigón y los ventanales de aluminio. En la siguiente parada se bajó y entró en una farmacia. Margarita le había encargado un cepillo de dientes y pensó que lo mejor era comprarlo ahora, antes de que se consumara el olvido. Calculó que de otro modo, ella le diría: «Ay, Vitico, tú no tienes memoria de elefante». Cuando el empleado de la farmacia le habló, Vitico levantó los ojos y lo miró: la prótesis le bailaba en la boca. «La encía se le consumió», pensó.
Primero fue la obsesión de las cargas al machete, los combates aéreos y las artes marciales, que compartieron sus dos hermanos.
Oscar era teniente de artillería y Rubén llevaba a la cintura un sable de plata. O a veces Rubén ocupaba la cabina de un avión y Oscar se parapetaba con un mosquete, el dedo en el gatillo. Después, con los años, Oscar se fue, como todos los que se iban: por veintinueve días. Ahora llevaba casi siete años viviendo en los Estados Unidos. Vitico no podía siquiera imaginarse cómo había podido alargar el permiso, burlarlo, u olvidarse de él, no del permiso sino de él, de que se llamaba Oscar Verdecia, cuarenta y dos años, soltero, albañil, plomero, sastre, vendedor de piñas en el Mercado Unico de La Habana, lechero y un montón de actividades más que a su tiempo reclamaron el entusiasmo o el desdén de Oscar Verdecia, quien pasaba de un trabajo al otro como de un trapecio al siguiente, haciendo increíbles piruetas en el espacio abierto, sin una red protectora, solo allá en lo alto, las taquillas vacías, las gradas vacías, y él jugándose la vida entre trabajo y trabajo, entre trapecio y trapecio, apretándose el cinto hasta que el hígado protestara, y apretarse el cinto no es una metáfora sino apretarse el cinto de verdad, estar dispuesto a rifarse la vida, a cobrar cara su derrota, o a triunfar con un revólver, o con un cuchillo de matarife cuya punta, al regresar al cinto, coincidía con la punta de aquella cicatriz que le iluminaba el vientre después de una operación de apendicitis. Desde la otra parte del mundo, recibía cables que firmaban Richard, George o Jimmy, pero Vitico sabía que era él, desde Columbus Circle, desde Miami o desde cualquier otro lugar, es decir Oscar Verdecia, Oscar siempre ocultándose.
Rubén se quedó, jugando como él, como Vitico, a la manía de las posibilidades. Luego reunió las varillas, cerró el abanico, ya: sería ingeniero. Cursó hasta el tercer año de la carrera. Bajó las escalinatas de la Universidad con un fajo de papeles y le dijo a Vitico que se los guardara donde nadie pudiera verlos, sólo por unos días. Vitico no quiso leerlos. Sabía de qué se trataba. Pero esa era la opción imposible.
—¿Qué dicen? —le preguntó al devolvérselos.
Rubén le midió el desamparo.
—¿No tuviste la curiosidad de leer?
—No. Cuídate.
Hurgó de nuevo en el bolsillo. Encontró dos billetes de a peso y una moneda de veinte centavos. Almorzó en una fonda de chinos: arroz frito y una ración de plátanos verdes. Luego inspeccionó la cartelera de un cine y entró. En la película, durante un descuido de porteadores indígenas, un gorila estranguló a una mujer que llevaba graciosamente su casco de corcho. Cuando salió eran las seis de la tarde en el reloj de un bar. Desfilaron ante su vista innumerables anuncios de refrescos, confituras y automóviles de lujo. Al llegar a la esquina pensó que Rubén estaba retozando con el peligro. Pero, en seguida, encima de ese pensamiento cayó el otro, más inmediato, el de Margarita esperándolo, llena de preocupaciones, creyendo que le había sucedido alguna desgracia, o de celos, creyendo que se había corrido con otra mujer. Pero aunque Margarita supiera que no iba a regresar muerto ni cojo ni manco, aunque supiera que no se había acostado con otra mujer, siempre que él se demoraba ella se ponía de un humor que daba miedo.
—Estaba con unos amigos, mujer. Nada de tragos, huéleme la boca. Fui con unos amigos para ver a la madre de Eustaquio. Se está muriendo —pensó Vitico que mientras mayor era la gravedad mejor sería para él—. Si la vieras, flaquita, blanca como un papel.
Dice el médico que es cáncer.
—¿Dónde? —preguntó Margarita—. A veces yo me noto una pelotica aquí, en el seno, pero tú no te has dado cuenta porque ya no me acaricias.
—No me gusta preocuparte.
—Entonces, ¿me la has notado?
—No, mujer. Si la tuvieras yo me hubiera dado cuenta. Tú sabes que soy enfermo al seno. —«Que no es lo mismo que seno enfermo», pensó Vitico.
El alumbrado público le avisó que serían las ocho de la noche.
Al doblar otra esquina vio el patrullero aparcado frente al Jicky’s bar. El foco rojo del techo, encendido. El número 48, grande, en el maletero. La perseguidora del cabo Pérez, su suegro. De repente no supo si seguir por la acera o retroceder. No era por la misma razón que otros dejaban la acera o retrocedían. «Allá los que ponen bombas o conspiran», pensó. Pensó que no valía la pena y que daba lo mismo que el gobernante de turno se llamara Plácido Gómez o Pelencho Díaz. Eran los nombres de dos amigos y Vitico sonrió imaginándose a cualquiera de los dos en la levita del presidente de la República. El mulato Plácido, al que le faltaban los cuatro dientes de arriba y mostraba dos espléndidos caninos orificados al reír, y la encía prieta, pulimentada, divina para una prótesis. «Si llega a presidente se pone los dientes enseguida», pensó. Y Pelencho que era cojo y tenía una hernia que ya le abultaba bastante debajo del pantalón.
—Vitico, Vitico —escuchó que lo llamaban. Miró hacia la acera de enfrente y lo vio. Era Muñequito, el chofer del cabo Pérez. Con el brazo extendido, Muñequito señalaba hacia el carro patrullero.
—Entra, quiero hablar contigo —le dijo el suegro.
Mientras Vitico abría la portezuela y se acomodaba en el asiento trasero, pensó en el cabo Pérez, no en éste que estaba junto a él, sino en el otro, en el que lo visitaba una vez a la semana y le ofrecía otra opción. También se acordó del hombre magro, calvo, que conversaba con Muñequito en la acera. «Un delator», pensó.
—Esta noche te voy a enseñar el oficio —dijo el cabo Pérez— .
Después tú dirás.
Dentro del patrullero iba él, vapuleado, sacudido del diafragma al riñón y con aquella sensación entre los dientes como si masticara pedacitos de vidrio. Y el patrullero ululante, olvidado de los semáforos. Se asomó por la ventanilla y vio un pedazo de portal con sus mesitas de mármol, un latón de basura alrededor del cual se amontonaban desperdicios bajo un farol nauseabundo, una bocacalle, las tortuosas calles de La Habana Vieja que en un amanecer de carretillas sonámbulas se poblarían de los pregones del crocante de maní y del tamal en hojas. Imaginó en tropel mulatas fondilludas y un amolador de tijeras y un lunar entre los senos de una corista que se sacaba el corpiño y un fotógrafo con su cámara de trípode, y vio a Manuela Sáenz sin saber de quién se trataba, y vio a Bolívar y a Martí, vio hombres apilando piñas en una tarima, un payaso con un globo azul en la mano, el granizo cayendo, pero en realidad era la Avenida del Puerto lo que veía, velámenes y jarcias, la chimenea de un carguero holandés.
Con una mano en la verija y la otra en el sardinel de la náusea, giró la cabeza para observar el curso fluvial de un toldo arrastrado por el viento y sintió que lo envolvía la caricia de un tufo de mariscos, de una turbadora presencia de escualos. Entonces fue otro farol batido por el viento delante de sus ojos, y el pie de Muñequito en el freno, las manos en los revólveres. «Está en el almacén de la izquierda», dijo el cabo Pérez. Un estampido, dos, cien. «Acércate», ordenó el cabo Pérez.
Ah, la luz devorada por una vaca de ubres enciclopédicas. Ah, los azules ojos sorprendidos dentro de aquella máscara de cerámica de la sangre. Ah, los flamígeros peatones celestes que, ahora, otra vez, por entre el humo de un cigarrillo y las voladoras pestañas postizas, desesperadamente Vitico buscaba a través de la puerta de vaivén sin encontrarlos.
—Llevaba un pantalón azul, parecido al overol de un albañil.
—No era él —dijo Vitico, ya en la punta de la butaca, con el último trago en la mano, y antes de salir a la calle le guiñó un ojo, le hizo otra mueca comunicadora, cualquiera, la que menos recordaba ahora, y finalmente le entregó una sonrisa de naufragio.