El chivo y el brigadier

Apenas el brigadier lo tuvo delante de sus ojos sintió que le corría por el esternón un agradable sentimiento de superioridad porque él —estaba más que seguro— iba a ser el único que no se dejaría mecer por la leyenda de que Apolonio Vargara no era el simple y natural resultado de los amores entre un hombre y una mujer, y por ahí andaban todavía los hijos de los que conocieron a la madre de Apolonio, que no se llamaba María del Carmen ni Cecilia ni Rosa ni Isabel sino Eskamanda, porque tampoco había nacido en Cuba sino en un país del otro lado de la Tierra donde salía el sol cuando nosotros nos echábamos a dormir, y era tan linda como sólo podían serlo las mujeres de su país, ay del que cayera en el agua negra de sus ojos decían los hijos de los que conocieron a Eskamanda, cómo se ahogaban los hombres allá adentro, cómo tragaban de aquella agua prieta antes de morirse igual que peces en la orilla, como tiburones que daban agónicos coletazos en la arena, ya acostumbrados a respirar únicamente dentro del agua de sus ojos, pero Eskamanda no era una mujer alegre de risas a los cuatro vientos como usted puede pensar, brigadier, qué triste mujer la que caminaba mirando a los hombres con aquellos ojos de aguas negras que no se cansaban de rogar y rogar que le hicieran el favor, porque cuentan los que cuentan las cosas que deben ser contadas que Eskamanda era tan fogosa que nunca pudo ser calmada por caricia de hombre y dicen los que saben esas cosas que ejércitos enteros después del estruendo de las batallas pasaban por su cuerpo porque a ella la entregaban como botín de guerra al ejército vencedor y el ejército entero salía derrotado de aquel encuentro con Eskamanda, y los soldados ya no servían nunca más para esa guerra ni para la otra, dicen que andaban con aquello muerto para toda la vida entre las piernas, brigadier, que se suicidaban engatusados por la melancolía de los ocasos, y los que no tenían el valor de suicidarse se quedaban para siempre queriendo ver en la oscuridad como las lechuzas o pretendiendo fumar colgados por las piernas de las vigas del techo como los murciélagos. Y había hombres con todo el orgullo de macho colgado al pecho como una medalla que se preparaban para estar con ella y comían sesos de gorrión que es lo mejor para estar con mujeres pero terminaban igual que los soldados, brigadier, y cómo se quedaba Eskamanda cuando el hombre que comía sesos de gorrión se daba por vencido, cómo se quejaba de su mala suerte, cómo resollaba, cómo lloraba aguas negras, hasta que se fue a ver Eskamanda con una curandera y después de escrutar en el fondo de una taza de agua clara donde flotaban unas hojitas que parecían de perejil pero olían como albahaca, la curandera le dijo: “Ay, Eskamanda, hija mía, búscate un chivo, échatelo de marido, Eskamanda, un chivo vale más que cien hombres, al chivo no se le enfría nunca el hierro, mira que yo sé lo que te estoy diciendo, Eskamanda”. Pero Eskamanda hacía un gesto como quien dice qué asco cuando pensaba que un chivo podía ser su solución porque a Eskamanda le gustaban mucho los hombres, brigadier. Entonces alguien le dijo a Eskamanda que en América los hombres tenían un hierro así de grande, brigadier, un hierro que no se enfriaba nunca como decía la curandera que era el hierro de los chivos, brigadier. Ay Eskamanda, qué confiada y qué alegre venías hacia acá; hasta en el barco en que Eskamanda viajaba a América los marineros cayeron en las redes de las aguas negras de los ojos de Eskamanda y se ahogaron sin poder desprenderse de las redes, y cómo se quejaban luego los marineros mirando sus pobres hierros derretidos, cómo se lamentaban, brigadier. “En América hay un lugar que se llama Cuba donde los hierros son así de grandes y no se derriten nunca, Eskamanda”, le decían, y a Cuba vino Eskamanda en otro barco que por poco naufraga porque dicen que a los marineros no sólo se les derritieron los hierros sino las manos de tanto tocarle el calor a Eskamanda, y no podían ya con el timón del barco y el barco andaba a la deriva como un barco loco en el que ni las brújulas funcionaban, y así llegó Eskamanda a Cuba, en aquel barco loco que de casualidad pudo dar con el puerto de Batabanó, vestida como una egipcia como una escandinava como una hindú, y en la mano traía un canasto tejido con cortezas de abedul donde guardaba el albornoz de un árabe, la petaca de un cosaco que había peleado a las órdenes de Tarás Bulba y a quien ella conoció cuando ambos conducían rebaños a la estepa, y envuelto en un trozo de piel de armiño un diente de caribú que le proporcionó un esquimal como amuleto para alejar el hambre, pero a Eskamanda la alegría se le fugó del pecho apenas saltó a tierra y los pescadores de esponjas le hicieron saber que en Cuba los hierros eran así de grandes como le habían dicho pero se derretían igual que los más pequeños, brigadier, y entonces no le quedó otro remedio a aquella pobre mujer que esconder por un momento el agua negra de sus ojos bajo unos párpados pensativos mientras exhalaba un suspiro de tanta desesperación que daba lástima no poder complacerla. Ay Eskamanda que ya no podía pensar en los hombres bullangueros de Santiago, ni en los ariscos campesinos de Cumanayagua que hacían el amor con balanceos de toro, ni en los vendedores de raspadura de Santa Clara, ni en los ganaderos de Morón siempre bajo sus sombreros alones y con espuelas que relampagueaban al sol, ni en los negros que tocaban tambores en Guanabacoa abrillantados por el sudor, ni en los carboneros de la Ciénaga de Zapata, en ningún cubano desde la punta de San Antonio al cabo de Maisí, porque cuantos tropezaban con ella se quedaban como volcanes apagados y sin embargo con un hambre de mujer más grande que la que nunca antes experimentaron, de modo que los vendedores de raspadura se ahorcaban en las farolas del Parque Vidal, y los ganaderos se internaban en los campos y se caían de las monturas de sus caballos y se morían tapados por la hierba de Guinea en cuyas espigas estallaban ese año unas flores azules que se quejaban cuando la brisa las movía y que no tenían la forma de flores sino de senos de mujer y cuando las reses se alimentaban de aquellas flores se morían también mirando las puestas de sol. Ay Eskamanda que tenía que buscarse un chivo como única solución porque así lo había aconsejado la curandera de la taza de agua y las hojitas de perejil, y porque ningún hombre ni ningún ejército de hombres, esa es la verdad, podía sostener en alto aquel techo de amor que Eskamanda quería procurarse para todas las horas del día y de la noche, y se fue al campo Eskamanda y caminó y caminó mientras la saya se le constelaba de guisazos y el pelo ya no le olía a pelo de mujer sino a pomarrosas y guayabas silvestres, y al fin en una ceja de monte se encontró con un chivo blanco así de grande, brigadier, y lo trajo y se lo echó de marido y se pasaba las lunas y los soles encerrada con su chivo. “Ay mi chivo lindo”, le decía. “Vales más que diez ejércitos juntos”, le decía. Y así nació Apolonio Vergara, sin ayuda de hombre, brigadier. Qué lindo muchacho y qué normal. Y el brigadier miraba a Apolonio Vergara y se reía burlonamente sin darlo a entender, mirando la cabeza calva como una bolla de billar de Apolonio Vergara, mirando sus mejillas lampiñas, mirando sin asombro aquellos pelos blancos ahora que Apolonio Vergara debía tener setenta y siete años cuando menos, aquellos pelos largos y blancos que le colgaban del mentón y que era lo único parecido a un chivo que Apolonio tenía. “¿Y tú qué sabes, Apolonio?”, le preguntó el brigadier. “Todo lo que saben los chinos de la China”, contestó Apolonio Vergara. “Y todo lo que saben los alemanes de Alemania”, pensó otra vez burlonamente el brigadier. “¿Y qué saben los chinos de la China?”, preguntó el brigadier. “Saben que usted no cree en mí, brigadier”. “Y que yo me voy a creer el cuento del chivo, hierro le hubiera dado yo a Eskamanda”, pensó el brigadier. Así que el brigadier se quedó mirando a Apolonio Vergara que estaba sentado en un sillón desvencijado todo lleno de remiendos de tablas como si las patas del sillón —con su espacio para un perro ovillado— fueran las piernas entablilladas de un tullido que se quejaba a cada balanceo con un sonido furioso de masticar alambres, miraba su cabeza de bola de billar, sus pelos largos de falso chivo desde el mentón hasta donde debía de estar el ombligo, miraba el altar donde un San Lázaro de yeso parecía flotar en una reverberación de cintajos de todos los colores y velas apagadas y encendidas y aburridas lágrimas de esperma, miraba su casita idéntica a la de los indigentes de verdad, no mayor que la celda de un condenado a muerte y con la misma oscuridad aposentada en los rincones y el mismo no saber por dónde escurría el tiempo preciso de los relojes y los almanaques, miraba el brigadier mientras lo envolvía una fetidez de altar donde Apolonio Vergara oficiaba sin cuchillo de carnicero arrancándole con las manos rabiosamente las cabezas a gallos y palomas que le traían como ofrenda hombres y mujeres enfermos o desesperados que creían en él como en Dios mismo, miraba un plato de peltre descascarado por los bordes, una lata de leche condensada convertida en taza de tomar café, todo aquel artificio de la miseria desplegado como una trampa de cazar incautos cuando Apolonio Vergara, ese era el cálculo de los que sabían lo que estaban diciendo, no se dejaba matar por cien mil pesos. Y mientras miraba, el brigadier pensó en su innecesario apremio dentro del carro para que Muñequito, su ayudante, preguntara dónde vivía el mierda ése, no sólo porque antes de que él, el brigadier, decidiera proceder al arresto de Apolonio Vergara ya Muñequito había rondado el lugar en varias ocasiones, investigando, metiéndose furiosamente en la vida de Apolonio, sino porque allá afuera estaba ese alboroto de feria de los que venían desde La Habana, desde una punta a la otra de la Isla, en auto o a pie, bajo sombrillas multicolores, los que venían a implorar, a pagar, a lo que fuera, para que Apolonio Vergara me sane a ese hijo único de mi alma que nació con las piernas torcidas y yo creo, ay, que nunca va a poder caminar, para que Apolonio se decida a santiguarme el estómago porque me voy a morir de tantos vómitos, y allá afuera estaban la esposa de un notario, la esposa de un almacenista, la esposa del dueño de un ingenio azucarero de Camajuaní, esperando dentro de un Cadillac, dentro de un Buick, dentro de un Mercedes Benz, allá afuera el brigadier había visto el rostro pálido de una anciana que había visto antes en una fotografía de la crónica social. “Carajo, qué bribón —pensaba el brigadier—, qué negocio más lindo se ha buscado este bribón”. Y mientras pensaba que era el bribón más grande del mundo y le examinaba la cabeza de bola de billar asperjada de grandes pecas color café, mientras miraba a Apolonio Vergara que lo miraba a él también sin hablar, el brigadier pensó que aquel hombre era capaz de hacer todo lo que decían que había hecho y mucho más, echarse un rifle al hombro para asaltar tratantes en ganado durante la medianoche de las guardarrayas plateadas débilmente por la luna, a los que despojaba hasta del último centavo que llevaban en las alforjas de las monturas de sus caballos después de condecorarlos con un certero balazo entre ceja y ceja, entrar en los bohíos campesinos con un pañuelo hasta los ojos para plagiar doncellas con senos como mangos y muslos de hojas de plátano con las que se nutrían los prostíbulos de La Habana, dislocar a golpes de mandarria las vías férreas para descarrilar trenes y despojar de joyas y dinero a los pasajeros moribundos que lo miraban hacer por entre los cortinajes de sangre que les cubría el rostro como si lo miraran robar a otros pasajeros y no a ellos, a otros pasajeros de un tren que fue descarrilado dentro de una pesadilla de sangre, desollar perros callejeros o gatos sarnosos para suministrarle carne a los puestos de fritas de la calle Zanja. Ah y esa suprema hazaña entre todas tus hazañas de porquería, pensaba el brigadier, ese olvidarse de los sesos de gorrión que no era el mejor de los afrodisíacos como se había comprobado, ese experimentar con la sopa de grillos, ese tomar sopa de huesos de rana, guisar testículos de ahorcados, beber sangre menstrual, y todo para que el hierro no se le derritiera, brigadier, para que en el fragor de la batalla los ejércitos se enardecieran con todos los himnos marciales de los preciados alimentos ya convertidos en sangre de su sangre, para que los ejércitos que fueron derrotados en tierras donde salía el sol cuando nosotros nos echábamos a dormir ganaran ahora la guerra sobre el cuerpo de las nuevas Eskamandas, a las que se les muere el corazón y se les seca el agua de los ojos si no encuentran el hombre para un amor de nunca terminar. Y qué hierro tiene Apolonio Vergara a los setenta y siete años, brigadier, dicen los que saben las cosas que se pueden decir que Apolonio Vergara ha estado sobre una mujer hasta una semana entera sin parar y hasta más de una semana, brigadier, y que por amor al sagrado recuerdo de su pobrecita madre Eskamanda que en gloria esté no suelta a esa mujer hasta que logra apagarle en las entrañas los carbones que fulguran con el último deseo de amar. “Ah qué cabronazo”, pensaba el brigadier.