Prólogo

Es obvio que los humanos somos distintos de todos los animales, como también lo es que hasta en el más mínimo detalle de nuestra anatomía y estructura molecular constituimos una especie de grandes mamíferos. Esta contradicción es la característica más intrigante de la especie humana y, pese a ser de todos conocida, aún nos resulta difícil comprender cómo ha llegado a producirse y qué significa.

Por un lado, observamos que un abismo aparentemente insalvable nos separa de las demás especies y así lo reconocemos al definir la categoría denominada «animales». En esa definición está implícita la idea de que consideramos que los ciempiés, los chimpancés y las almejas comparten entre sí, pero no con nosotros, una serie de rasgos esenciales, a la vez que carecen de otros rasgos que son patrimonio exclusivo de los humanos. Entre estas características singulares se cuentan la capacidad de hablar, de escribir y de construir máquinas complejas. Nuestra supervivencia depende de la utilización de herramientas y no de nuestras manos desnudas. Casi todos los humanos nos cubrimos el cuerpo con ropas, y disfrutamos del arte, y muchos de nosotros profesamos una religión. Estamos distribuidos por toda la Tierra; dominamos buena parte de su energía y producción, y hemos comenzado a explorar las profundidades oceánicas y el espacio. Asimismo, son privativos de la humanidad otros comportamientos menos halagüeños, como el genocidio, la práctica de la tortura, la adicción a sustancias tóxicas y el exterminio generalizado de otras especies. Aunque algunos de estos rasgos (la utilización de herramientas, por ejemplo) se hayan desarrollado de forma rudimentaria entre otras especies, los humanos eclipsamos a los animales incluso en esos aspectos.

De esta suerte, a efectos prácticos y legales, se considera que los humanos no somos animales. Cuando en 1859 Darwin adelantó la hipótesis de que el ser humano había evolucionado a partir del simio, no es de sorprender que en un principio su teoría suscitara el rechazo general y no consiguiera desplazar la tesis tradicional de que Dios había creado al hombre como un ser singular, opinión que todavía hoy es mantenida por numerosas personas, incluidos el 25 por ciento de los licenciados universitarios estadounidenses.

No obstante, también es evidente que los humanos somos animales, tal como lo demuestra nuestra estructura física, molecular y genética. La evidencia es tan obvia que nos permite afirmar con seguridad qué tipo concreto de animales somos. Nuestra semejanza externa con los chimpancés es tan acusada que incluso los anatomistas del siglo XVIII, aun siendo firmes defensores de la teoría de la creación divina, reconocieron esa afinidad. Imaginemos por un momento que después de escoger a unas cuantas personas normales, las desnudásemos y les quitásemos todas sus posesiones, privándolas, asimismo, de la facultad del habla, de modo que su capacidad de comunicación quedara reducida al gruñido, todo ello sin alterar en absoluto su anatomía. Una vez hecho esto, las encerraríamos en una jaula \ del zoológico contigua a la de los chimpancés. Esas personas enjauladas y sin capacidad para hablar aparecerían ante la mirada de los visitantes del zoo como lo que realmente somos, chimpancés con poco pelo que andan erguidos. Un zoólogo del espacio exterior no albergaría la menor duda al clasificarnos como la tercera especie de los chimpancés, junto a los chimpancés pigmeos del Zaire y a los chimpancés comunes del resto del África tropical.

Los estudios de genética molecular realizados en los últimos seis años han revelado que continuamos compartiendo más del 98 por ciento de nuestro programa genético con las otras dos especies de chimpancés. La distancia genética global que nos separa de los chimpancés es incluso menor que la distancia existente entre dos especies de aves tan próximas como las oropéndolas de ojos rojos y las de ojos blancos. La humanidad, por tanto, no se ha desprendido de la mayor parte de su bagaje genético. Desde los tiempos de Darwin se han descubierto huesos fosilizados de cientos de criaturas que representan diversos estadios intermedios entre los simios y los humanos actuales, por lo que hoy día sería absurdo negar la incontrovertible evidencia. Lo que en otro tiempo parecía descabellado —la evolución de los humanos a partir de los simios— ha demostrado ser la realidad.

Sin embargo, el descubrimiento de numerosos eslabones perdidos, lejos de resolver por completo el problema de nuestros orígenes, lo ha dotado de mayor interés. Los escasos rasgos del bagaje genético humano surgidos durante la evolución independiente de nuestra especie, es decir, ese 2 por ciento de genes que nos distinguen de los chimpancés, deben de ser los que determinan nuestras características aparentemente únicas. La especie humana ha experimentado pequeños cambios de trascendentes consecuencias con bastante rapidez y en etapas relativamente recientes de nuestra historia evolutiva. Tanto es así que hace solo cien mil años, el hipotético zoólogo del espacio exterior nos habría tomado por una especie más entre los grandes mamíferos. Cierto es que, ya entonces, los humanos tenían algunos rasgos conductuales particulares, en especial el dominio del fuego y la dependencia de las herramientas; ahora bien, tales comportamientos no le habrían parecido más curiosos al visitante extraterrestre que la conducta de los castores o los tilonorrincos. Sea como sea, en el transcurso de algunas decenas de miles de años —un período de duración casi infinito comparado con la memoria de una persona, pero que no es sino una mínima fracción de la historia de nuestra especie— hemos comenzado a demostrar las cualidades que nos convierten en seres únicos y vulnerables.

¿Qué ingredientes fundamentales nos convirtieron en seres humanos? Como ya se ha dicho, nuestras cualidades exclusivas han aparecido hace relativamente poco y como consecuencia de cambios menores, lo que nos lleva a pensar que los animales ya las poseían, cuando menos de forma embrionaria. ¿Qué elementos del mundo animal son los precursores del arte, el lenguaje, el genocidio y la drogadicción?

Las cualidades que singularizan a la humanidad son las responsables de nuestro actual éxito biológico como especie. No hay ningún otro animal de gran tamaño que habite en todos los continentes ni que tenga capacidad para reproducirse en todos los hábitats, desde los desiertos y el Ártico hasta las selvas tropicales. Desde el punto de vista numérico, ninguna población de animales salvajes de gran tamaño rivaliza con los humanos. Ahora bien, dos cualidades exclusivas de la humanidad se han tornado amenazas para la propia existencia de la especie; me refiero a la propensión a matarnos unos a otros y a la de destruir el entorno en que vivimos. Con esto no se pretende decir que estas tendencias sean ajenas a las demás especies; así, por ejemplo, entre los leones y otros muchos animales se practica el asesinato de los miembros de la propia especie, en tanto que los elefantes, entre otros, deterioran su entorno. Sin embargo, es en la especie humana donde estas inclinaciones entrañan una amenaza mayor dadas la avanzada tecnología y la fuerza numérica que nos caracterizan.

Las profecías que amenazan con la inminente destrucción del mundo, en caso de que no nos arrepintamos, no constituyen novedad alguna; lo que sí representa una novedad es la probabilidad de que la profecía llegue a cumplirse, y esto es así por dos motivos evidentes. En primer lugar, el armamento nuclear ha puesto a nuestro alcance la posibilidad de borrar la presencia humana de la superficie terrestre en un período muy breve, posibilidad de la que carecían nuestros predecesores. En segundo lugar, en la actualidad estamos apropiándonos de alrededor del 40 por ciento de la productividad neta de nuestro planeta (en otras palabras, la energía neta generada por la luz solar); dado que la población humana mundial se duplica cada cuarenta años, no tardaremos en llegar al límite biológico del crecimiento, momento en el que nos veremos obligados a entablar una encarnizada lucha por la participación en los recursos inalterables del mundo. Además, nuestra supervivencia depende de la existencia de otras muchas especies, pero al ritmo actual de exterminio, para el próximo siglo la mayoría de las especies que pueblan el mundo se habrán extinguido o estarán en peligro de extinción.

¿A qué propósito sirve enunciar estos hechos deprimentes de sobra conocidos? ¿Para qué rastrear los orígenes animales de nuestras cualidades destructivas? Decir que forman parte de nuestra herencia evolutiva equivale a afirmar que están genéticamente determinados y son, en consecuencia, inamovibles.

A pesar de todo, nuestra situación no es desesperada. Aun cuando el impulso que nos lleva a asesinar a los extraños y a los rivales sexuales sea innato, ello no ha impedido que las sociedades humanas intentasen contrarrestar tales instintos y lograsen salvar a la mayoría de las personas del destino de morir asesinadas. Incluso teniendo en cuenta las dos guerras mundiales, la proporción de personas fallecidas de muerte violenta es mucho menor en los estados industrializados del siglo XX que en las sociedades tribales de la Edad de Piedra. La mayoría de las poblaciones humanas actuales poseen una esperanza de vida superior a la de los humanos del pasado. Los ecologistas no siempre pierden las batallas libradas contra los promotores inmobiliarios y los destructores del medio ambiente. Hoy día se ha hecho posible mitigar, e incluso curar, algunas enfermedades genéticas, como la fenilcetonuria y la diabetes juvenil.

El propósito que nos anima a repasar la situación actual es ayudar a evitar que repitamos nuestros errores, de modo que el conocimiento de nuestro pasado y nuestras inclinaciones sirva de correctivo para la conducta futura. Esa es la esperanza que ha inspirado la dedicatoria de este libro. Mis hijos gemelos nacieron en 1987 y tendrán la edad que yo tengo ahora en el año 2041. La tarea que hoy nos ocupa es moldear el mundo en el que vivirán.

Con este libro no se pretende proponer soluciones específicas a nuestros problemas, puesto que las soluciones que deberíamos adoptar están muy claras en líneas generales. Entre ellas, pueden mencionarse frenar el crecimiento de la población, limitar o eliminar el armamento nuclear, desarrollar medios pacíficos para resolver las disputas internacionales, reducir nuestro impacto en el entorno y preservar las especies y los hábitats naturales. Hay muchos libros excelentes en los que se realizan propuestas detalladas sobre el modo de llevar a la práctica estos programas, y en algunos casos ya han comenzado a aplicarse soluciones de este tipo, de modo que «tan solo» falta desarrollar una planificación coherente y global. Si hoy todos tomáramos conciencia de que dichos programas son esenciales, habríamos dado el primer paso para ponerlos en práctica el día de mañana.

Sin embargo, la voluntad política necesaria para llevarlos a cabo brilla por su ausencia, y es esa voluntad la que pretendemos impulsar a través de este libro y del estudio de la historia de nuestra especie. Los problemas que nos aquejan están profundamente enraizados en la herencia animal de la humanidad, vienen desarrollándose desde hace largo tiempo a la vez que el poder y el peso numérico de la especie humana, y en la actualidad han entrado en un proceso de aceleración. Para convencernos de la inevitabilidad del resultado a que nos aboca nuestro miope proceder, basta con analizar las numerosas sociedades del pasado que se destruyeron a sí mismas al destruir sus recursos básicos, sociedades que, sin embargo, no contaban con unos medios de autodestrucción tan poderosos como los de hoy día. La historia política justifica el estudio de los estados y gobernantes individuales por la oportunidad que brinda para aprender del pasado. Esa misma justificación es más aplicable si cabe al estudio de nuestra historia como especie, dado que las lecciones que nos enseña son más claras y sencillas.

Un volumen que abarca un campo tan amplio como el que nos ocupa ha de ser selectivo. A buen seguro, el lector descubrirá que se han omitido algunos de sus temas favoritos y, en su opinión, cruciales, en tanto que otros se han estudiado con prolijo y sorprendente detalle. Con objeto de que nadie se llame a engaño, quiero comenzar por explicar cuáles son mis intereses personales y cómo se originaron.

Mi padre es médico, y mi madre, que tiene un don especial para las lenguas, se dedica profesionalmente a la música. Siempre que de pequeño me preguntaban qué quería ser de mayor, contestaba que médico, como mi padre. Cuando cursaba mi último año en la universidad, mis intereses se habían reorientado hacia la investigación médica. Así pues, en mis prácticas de posgrado me especialicé en el área de la fisiología, en la cual desarrollo ahora una labor docente e investigadora en la Facultad de Medicina de la Universidad de California, sita en Los Ángeles.

Ahora bien, hacia los siete años comencé a interesarme por la ornitología y, además, tuve la suerte de asistir a una escuela en la que me permitieron profundizar en el estudio de las lenguas y la historia. Después de presentar mi tesis doctoral, la perspectiva de consagrar el resto de mi vida profesional a la fisiología se me antojaba cada vez más opresiva. Por aquel entonces, una afortunada conjunción de sucesos y personas me ofreció la oportunidad de pasar un verano en la zona montañosa de Nueva Guinea. El objetivo oficial del viaje era investigar los hábitos de nidificación de las aves de Nueva Guinea, proyecto que se desvaneció tristemente cuando, al cabo de unas semanas, tuve que reconocer mi incapacidad para encontrar ni un solo nido en medio de la selva. Sin embargo, el verdadero propósito del viaje se cumplió con creces, y no era otro que el de entregarme a mi afán de aventuras y observar el comportamiento de las aves en una de las regiones salvajes mejor conservadas del mundo. La observación de las fabulosas aves de Nueva Guinea, entre las que se cuentan los tilonorrincos y las aves del paraíso, me impulsó a desarrollar una trayectoria profesional paralela, dedicada al estudio de la ecología, la evolución y la biogeografía de las aves. Desde entonces he realizado una docena de viajes a Nueva Guinea y otras islas de esa zona del Pacífico con objeto de proseguir mis investigaciones ornitológicas.

Ahora bien, al ver cómo se aceleraba el proceso de destrucción de las aves y los bosques que tanto amaba de Nueva Guinea, comprendí que no podría seguir trabajando sin implicarme en la conservación de la naturaleza. Así pues, comencé a combinar mis investigaciones académicas con el trabajo aplicado, actuando como asesor gubernamental y aprovechando mis conocimientos sobre la distribución de las poblaciones animales para proyectar un sistema de parques nacionales y supervisar los proyectos que ya estaban en marcha. Asimismo, resultaba difícil trabajar en Nueva Guinea —donde cada 30 kilómetros se habla una lengua diferente y donde aprender los nombres de las aves en cada una de las lenguas locales demostró ser la clave para explotar los enciclopédicos conocimientos ornitológicos de los nativos— sin retomar mi antiguo interés por las lenguas.

Por encima de todo, no era fácil estudiar la evolución y la extinción de las especies de aves sin desear comprender la evolución y la posible extinción del Homo sapiens, la especie más interesante con diferencia. Hacer caso omiso de ese interés es particularmente difícil en Nueva Guinea, un país de enorme diversidad humana.

Esas fueron las vías por las que llegué a interesarme en las características del ser humano en las que se hace hincapié en este libro. Puesto que disponemos de numerosas y excelentes obras de antropólogos y arqueólogos que analizan la evolución humana desde el punto de vista de las herramientas y los huesos, en estas páginas tan solo se ofrecerá un breve resumen de estos aspectos. Con todo, en esos volúmenes apenas se concede espacio a mis intereses particulares, es decir, el ciclo vital humano, la geografía humana, el impacto del ser humano en el medio ambiente y los seres humanos en tanto que animales, temas que, sin embargo, son tan cruciales para la evolución humana como puedan serlo los que se tratan tradicionalmente.

Debo aclarar que he estimado oportuno presentar lo que a primera vista puede parecer una sobreabundancia de ejemplos tomados de Nueva Guinea. Si bien es cierto que Nueva Guinea no es más que una isla, situada en una zona concreta del mundo (el Pacífico tropical), y que difícilmente puede proporcionar una muestra aleatoria y representativa de la humanidad actual, debe tenerse en cuenta que la riqueza humana de esa isla no está en correlación con sus limitadas dimensiones. Alrededor de mil de las aproximadamente cinco mil lenguas del mundo se hablan solo en Nueva Guinea, y la isla también alberga buena parte de la diversidad humana que pervive en el mundo moderno. Las tribus montañesas del interior de Nueva Guinea vivían en la Edad de Piedra hasta hace muy poco, en tanto que muchos grupos de las llanuras llevaban una existencia nómada basada en la caza, la pesca y la recolección, y recurrían a la agricultura solo como actividad complementaria. La xenofobia y, en consecuencia, la diversidad cultural eran muy acusadas, hasta el punto de que traspasar las fronteras del territorio de la propia tribu era un viaje suicida. Muchos de los habitantes de Nueva Guinea que han trabajado conmigo son cazadores experimentadísimos cuya infancia transcurrió en los tiempos en que imperaban los sentimientos xenófobos y se utilizaban utensilios de piedra. Así pues, la Nueva Guinea actual sirve para ilustrar cómo era la mayor parte del mundo en otras épocas.

La historia del ascenso y la caída de la especie humana se divide naturalmente en cinco partes. En la primera, seguiremos la evolución de los humanos desde hace varios millones de años hasta las vísperas de la aparición de la agricultura, hace diez mil años. Estos dos capítulos se dedican al análisis de la evidencia proporcionada por las herramientas, los huesos y la dotación genética de los humanos, evidencia que se conserva en los archivos de arqueología y bioquímica y que nos proporciona la información más directa sobre los cambios experimentados por los humanos. Muchos huesos fosilizados y herramientas pueden datarse, y de esa datación es posible deducir la época en que se produjeron dichos cambios. Examinaremos los datos que sirven de base a la conclusión de que en un 98 por ciento de nuestros genes aún seguimos siendo chimpancés, y trataremos de comprender cómo el 2 por ciento restante provocó el gran salto adelante de la especie humana.

La segunda parte del libro está dedicada al estudio de los cambios del ciclo vital humano, cambios tan esenciales para el desarrollo del lenguaje y del arte como lo fueron las modificaciones del esqueleto humano analizadas en la primera parte. Decir que seguimos alimentando a nuestros hijos después de la lactancia en lugar de dejar que sobrevivan por sus propios medios; que la mayoría de los hombres y mujeres adultos forman parejas; que la mayoría de los padres, así como las madres, proporcionan cuidados a sus hijos; que muchas personas viven lo suficiente como para conocer a sus nietos, y que las mujeres sufren la menopausia es repetir cosas más que sabidas. Sin embargo, estas características, que para nosotros son la norma, constituyen una anomalía respecto de los animales con los que tenemos un parentesco más cercano y representan modificaciones trascendentes de nuestra condición ancestral. Ahora bien, como no dejan huella en forma de fósiles, no nos es dado conocer sus orígenes, motivo por el cual los libros de paleontología humana les prestan mucha menos atención que a las transformaciones del tamaño del cerebro y de la pelvis. Sin embargo, revisten tanta importancia para el desarrollo cultural singular de la especie humana como otros tipos de cambios y merecen que se les conceda la misma atención.

Después de haber examinado las bases biológicas de nuestro florecimiento cultural en las partes primera y segunda del libro, la parte tercera se ocupa del análisis de los rasgos culturales que creemos que nos distinguen de los animales. Los primeros que acuden a la mente son aquellos de los que más nos enorgullecemos: el lenguaje, el arte, la tecnología y la agricultura, los sellos distintivos del salto adelante de la humanidad. No obstante, entre los rasgos culturales que nos distinguen también hay algunos negativos, como el abuso de sustancias químicas tóxicas. Aunque pueda discutirse que esos signos distintivos son patrimonio exclusivo de la humanidad, al menos hay que reconocer que representan grandes avances con respecto a sus precursores en el mundo animal, pues precursores debieron de tener, ya que el origen de esos rasgos es relativamente reciente en términos de la escala evolutiva temporal. ¿Cuáles fueron esos precursores? ¿Era inevitable que florecieran en el curso de la historia de la vida en la Tierra? ¿Tan inevitable como para que supongamos que debe de haber otros muchos planetas habitados por seres tan avanzados como nosotros?

Además del abuso de sustancias químicas, entre nuestros atributos negativos hay dos que constituyen una seria amenaza para la supervivencia de la especie humana. La cuarta parte de este libro se ocupa de la primera de dichas características, la propensión de los humanos a exterminar a otros grupos humanos por motivos xenófobos. Este rasgo posee antecedentes animales directos, que no son otros que el enfrentamiento entre individuos y grupos rivales, enfrentamiento que puede resolverse, en muchas especies, además de en la nuestra, con la eliminación del competidor. Los humanos nos hemos limitado a emplear los avances tecnológicos para mejorar nuestra capacidad de exterminio. En la cuarta parte analizaremos la xenofobia y el extremado aislamiento que caracterizaron la condición humana antes de que el establecimiento de los estados políticos propiciara la homogeneización cultural. Veremos cómo la tecnología, la cultura y la geografía condicionaron el resultado de dos de los enfrentamientos entre grupos humanos mejor conocidos. A continuación repasaremos la historia mundial de los asesinatos en masa de corte xenófobo. Se trata, sin duda, de un tema doloroso que, sin embargo, también constituye el mejor ejemplo de cómo nuestra negativa a confrontar la historia nos condena a repetir los errores pasados en una escala más peligrosa.

El otro rasgo negativo que en la actualidad amenaza la supervivencia de nuestra especie es la escalada de la destrucción del entorno, conducta para la que también existen precursores animales directos. Algunas poblaciones animales cuyo crecimiento escapó al control de la acción de depredadores y parásitos no pudieron controlar su crecimiento mediante mecanismos internos, de tal suerte que se multiplicaron hasta el punto de deteriorar su fuente básica de recursos, y en ocasiones allanaron el camino de su propia extinción. La especie humana corre un serio peligro de seguir el mismo camino, dado que apenas se ve afectada por la acción depredadora de otras especies, ha extendido su influencia a todos los hábitats del planeta y ha desarrollado una capacidad sin precedentes para destruir el medio ambiente y a los demás animales.

Lamentablemente, muchas personas continúan aferrándose a la fantasía rousseauniana que atribuye el origen de esta perniciosa conducta a la revolución industrial, momento basta el cual los humanos habrían vivido en armonía con la naturaleza. Si ello fuera cierto, nada tendríamos que aprender del pasado, a excepción de que antaño fuimos muy virtuosos y con el tiempo nos hemos vuelto perversos. La quinta parte del libro se propone desmontar esa fantasía a través del análisis de nuestra larga historia de destrozos medioambientales. En la quinta parte, como en la cuarta, se hace hincapié en que la situación actual de la humanidad no representa una novedad más que en una cuestión de grado. Intentar organizar una sociedad humana a la vez que se desorganiza su entorno es un experimento que ya se ha realizado muchas veces, y cuyos resultados están a la vista para extraer de ellos una enseñanza.

Este libro concluye con un epílogo en el que se examina nuestro ascenso desde la condición animal, así como la escalada de los medios que pueden provocar nuestra caída. No habría escrito este volumen si hubiera pensado que ese riesgo era una posibilidad remota, como tampoco lo habría hecho de haber creído que estamos irremisiblemente condenados. A fin de que, enfrentado a la historia de la humanidad y a nuestros actuales problemas ningún lector caiga en un desánimo tal que le impida captar el mensaje que pretendo transmitir, también señalo los signos esperanzadores y los medios que nos pueden permitir aprender del pasado.