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Aquella supuesta edad dorada
Todas y cada una de las partes de la tierra son sagradas para mi pueblo. Cualquier resplandeciente aguja de pino, cualquier ribera arenosa, la neblina en la oscuridad del bosque y cada insecto vibrante y zumbador es sagrado en la memoria y la experiencia de mi pueblo… El hombre blanco… es un extraño que viene por la noche y roba a la tierra todo lo que necesita. La tierra no es su hermana, sino su enemiga… Continuad ensuciando vuestro lecho y llegará la noche en que os ahogaréis en vuestros propios desperdicios.
Extracto de la carta escrita por el jefe seattle de la tribu duwanish de indios americanos al presidente Franklin Pierce en 1855.
Los ecologistas, abrumados por los daños medioambientales de las sociedades industriales, suelen contemplar el pasado como una edad dorada. Cuando los europeos comenzaron a establecerse en América, el aire y las aguas de los ríos eran puros, el paisaje verde y las grandes praderas bullían de bisontes. Hoy día respiramos smog, pavimentamos la tierra y casi nunca tenemos la oportunidad de ver a un animal salvaje. Y lo peor aún está por venir. En la época en que mis hijos pequeños se jubilen, la mitad de las especies del mundo se habrán extinguido, el aire será radiactivo y los mares estarán impregnados de petróleo.
Dos razones muy simples dan cuenta de buena parte del creciente desastre al que nos vemos abocados: la capacidad para causar estragos de la tecnología moderna, mucho mayor que la de las hachas de piedra de nuestros antepasados, y el desmedido crecimiento de la población mundial. No obstante, también hay que tener en cuenta otro factor: el cambio de nuestras actitudes. A diferencia de los actuales urbanitas, algunos pueblos preindustriales —como los duwanish, a cuyo jefe se cita al comienzo del capítulo— dependían de su entorno y lo reverenciaban. Todos conocemos múltiples anécdotas sobre los hábitos conservacionistas de esos pueblos. Tal como me explicó el miembro de una tribu de Nueva Guinea en cierta ocasión, «Es nuestra costumbre que si un cazador cobra una paloma avanzando en determinada dirección desde el pueblo, espere una semana antes de salir a cazar palomas, y emprenda el camino en la dirección opuesta». La complejidad de las políticas conservacionistas de los llamados pueblos primitivos empieza a revelársenos ahora. Por ejemplo, los bienintencionados expertos extranjeros han desertizado grandes zonas de África, zonas donde los pastores locales habían prosperado durante incontables milenios realizando migraciones anuales con oh jeto de preservar los pastos.
La nostálgica perspectiva del pasado que hasta hace muy poco yo compartía con la mayoría de mis colegas medioambientalistas forma parte de la tendencia humana a idealizar las épocas pasadas en muchos aspectos. Un renombrado exponente de esta perspectiva fue el filósofo francés dieciochesco Jean-Jacques Rousseau, cuyo Discurso sobre el origen de la desigualdad examinaba el proceso de degeneración de la humanidad desde la Edad de Oro hasta las miserias bu manas que Rousseau veía a su alrededor. Cuando los exploradores europeos del siglo XVIII encontraban a pueblos preindustriales como los polinesios y los amerindios, estos se convertían en tema de charla de los salones europeos, donde se les idealizaba y se les tenía por «nobles salvajes» que seguían viviendo en la edad dorada, a salvo de la intolerancia religiosa, la tiranía política y la desigualdad social y otras maldiciones de la civilización.
Incluso hoy día, son muchos los que siguen considerando que la época clásica de Grecia y Roma fue la Edad de Oro de la civilización occidental, cuando los griegos y los romanos a su vez se veían a sí mismos como el resultado de la degeneración de una edad dorada.
Aún puedo recitar de corrido aquellos versos del poeta romano Ovidio que memoricé en la clase de latín de mi décimo curso escolar, «aurea prima sata est aetas, quae vindice millo…»: «primero llegó la edad dorada, cuando los hombres eran honrados y justos por propia y libre voluntad». Ovidio proseguía comparando esas virtudes con la deslealtad y la belicosidad imperantes en su época. No me cabe duda de que los humanos que consigan sobrevivir en el caldo radiactivo del siglo XXII escribirán con pareja nostalgia sobre nuestra época, la cual, por comparación, les parecerá apacible.
Dada la generalizada creencia en la Edad de Oro, algunos descubrimientos recientemente realizados por los arqueólogos y los paleontólogos han sido recibidos con consternación. Ya no puede dudarse que las sociedades preindustriales exterminaron especies, destruyeron hábitats naturales y socavaron los cimientos de su propia existencia durante miles de años. Algunos de los ejemplos mejor documentados se refieren a los polinesios y a los indios americanos, los mismos pueblos citados con mayor frecuencia como modelos del conservacionismo. Ni que decir tiene que esta visión revisionista ha despertado una enconada controversia no solo en los círculos académicos, sino también entre el común de las gentes de Hawai, Nueva Zelanda y otras zonas con amplias minorías polinesias e indias. ¿Son estos nuevos «descubrimientos» un pieza más de la pseudociencia racista con la que los colonos blancos aspiran a justificar la desposesión de los pueblos indígenas? ¿Cómo reconciliar estos hallazgos con la evidencia sobre los hábitos conservacionistas de los pueblos preindustriales modernos? Si estos descubrimientos son correctos, ¿podemos utilizarlos como historias de casos para ayudarnos a predecir el destino que nuestras propias políticas medioambientales pueden acarrearnos? ¿Encierran los novedosos hallazgos la clave de la explicación del misterioso hundimiento de algunas civilizaciones antiguas, como la maya y la de la isla de Pascua?
Antes de dar respuesta a estas controvertidas preguntas, tendremos que comprender la nueva evidencia que ha venido a refutar la existencia de una supuesta edad dorada del conservacionismo. En primer lugar, examinaremos la evidencia sobre las oleadas de exterminios y la destrucción de hábitats ocurridos en el pasado.
Cuando los colonizadores británicos comenzaron a establecerse en Nueva Zelanda a principios del siglo XIX, no encontraron mamíferos terrestres autóctonos, a excepción de los murciélagos. Esto no era de sorprender: Nueva Zelanda es una isla remota, demasiado alejada de los continentes como para poder ser alcanzada por los mamíferos no voladores. Sin embargo, al arar la tierra, los colonos hallaban huesos y cáscaras de huevo de un ave de gran tamaño ya extinguida, pero a la que los maoríes (los primeros pobladores de Nueva Zelanda) recordaban con el nombre de «moa». Los esqueletos completos de esta ave, alguno de muy escasa antigüedad puesto que todavía tenían restos de piel y de plumas, nos proporcionan una imagen bastante precisa de cómo eran los moas: aves semejantes a los avestruces, que se subdividían en docenas de especies que variaban entre las pequeñas, de «solo» 90 centímetros de altura y 1S kilos de peso, hasta las gigantes de 225 kilos y tres metros de altura. Sus hábitos alimentarios pueden inferirse del hallazgo de mollejas con ramitas y hojas de docenas de especies vegetales, lo que demuestra que eran herbívoros. Así pues, los moas eran el equivalente neozelandés de los grandes mamíferos herbívoros como los ciervos y los antílopes.
Los moas son las aves neozelandesas extinguidas mejor conocidas, pero los huesos fosilizados han permitido identificar al menos otras veintiocho especies desaparecidas antes de la llegada de los europeos. Entre ellas abundaban las aves no voladoras de gran tamaño, como un gran pato, una fúlica gigante y un ganso de enormes dimensiones. Estas aves no voladoras descendían de otras especies que habían volado hasta Nueva Zelanda y evolucionaron hasta perder los costosos músculos propulsores de las alas, innecesarios en una tierra donde no había mamíferos depredadores. Otras aves extinguidas, como el pelícano, el cisne, el cuervo gigante y el águila colosal, volaban con toda normalidad.
De hasta 14 kilos de peso, el águila fue con diferencia el ave de presa mayor y más poderosa que existía en el mundo. Empequeñecía incluso a la mayor ave de presa que vive en la actualidad, el águila harpía de la América tropical. El águila de Nueva Zelanda debió de ser el único predador capaz de atacar a los moas adultos. Aunque el peso de algunos moas era casi veinte veces superior al del águila, su posición bípeda les volvía vulnerables; el águila podría, por tanto, dejarles indefensos rompiéndoles las patas y luego matarlos picoteándoles la cabeza y el largo cuello; después pasaría varios días alimentándose del cadáver, como los leones que logran matar a una jirafa. Los hábitos de las águilas pueden explicar la abundancia de esqueletos descabezados de moas.
Hasta el momento solo nos hemos ocupado de los grandes animales extinguidos, pero los buscadores de fósiles de Nueva Zelanda también han descubierto huesos de animales pequeños del tamaño de los ratones y las ratas. Por el suelo se arrastraban o correteaban al menos tres especies de aves canoras no voladoras o con escasa capacidad para el vuelo, varios tipos de ranas, caracoles gigantes, muchos insectos gigantes semejantes al grillo y hasta del doble del peso de un ratón y extraños murciélagos ratoniles de alas enroscadas que se desplazaban sobre las patas. Algunos de estos animales se habían extinguido en la época de la llegada de los europeos, mientras que otros sobrevivían en las pequeñas islas cercanas a Nueva Zelanda, aunque los fósiles muestran que en otros tiempos poblaban en grandes números la isla principal. En conjunto, todas estas especies hoy extinguidas, que habían evolucionado en un medio aislado, proporcionaron a Nueva Zelanda los equivalentes ecológicos de los mamíferos no voladores de los continentes que no pudieron llegar hasta la isla: moas en lugar de ciervos, gansos y fúlicas no voladoras en lugar de conejos, grandes grillos, pequeñas aves canoras y murciélagos en lugar de ratones y águilas colosales en lugar de leopardos.
El testimonio fósil y bioquímico indica que los ancestros de los moas llegaron a Nueva Zelanda hace millones de años. ¿Por qué y cuándo llegaron a extinguirse después de una historia tan prolongada? ¿Qué desastre pudo terminar con especies tan diversas como los grillos, las águilas, los patos y los moas? Y más específicamente, ¿estaban vivas todas estas extrañas criaturas cuando los ancestros de los maoríes llegaron a Nueva Zelanda hacia el año 1000?
Cuando visité Nueva Zelanda por primera vez, en 1966, me explicaron que los moas se habían extinguido a consecuencia de un cambio climático y que las especies de moas supervivientes que los maoríes tal vez llegaron a ver estarían, por así decirlo, dando sus últimas boqueadas. Los neozelandeses creían firmemente que los maoríes eran conservacionistas y no habían exterminado a los moas. Nadie pone en duda que los maoríes, como otros polinesios, empleaban utensilios de piedra, vivían sobre todo de la agricultura y la pesca y carecían de la capacidad destructiva característica de las sociedades industriales modernas. Como mucho, se suponía, los maoríes podrían haber precipitado la extinción de unas poblaciones animales que ya estaban en grave peligro. Sin embargo, tres tipos de descubrimientos han dado al traste con esta convicción.
En primer lugar, gran parte de Nueva Zelanda estuvo cubierta por glaciares y por la tundra durante la última glaciación, que concluyó hace unos diez mil años. Desde entonces, el clima de Nueva Zelanda se ha dulcificado notablemente, las temperaturas han ascendido y han crecido magníficos bosques. Los últimos moas murieron con el estómago lleno, disfrutando del mejor clima que habían conocido en decenas de miles de años.
En segundo lugar, la datación mediante radiocarbono de los huesos de aves hallados en yacimientos de épocas maoríes demuestra que todas las especies conocidas de moas seguían abundando cuando los maoríes arribaron a la isla, como también los gansos, patos, cisnes, águilas y otras aves que solo se conocen por los fósiles. En pocos siglos, los moas y la mayoría de las aves se extinguieron. Sería una coincidencia inverosímil que los individuos de decenas de especies que habían ocupado Nueva Zelanda durante millones de años acertaran a escoger el preciso momento geológico de la llegada de los humanos para expirar en masa.
Por último, se conocen más de cien yacimientos arqueológicos de grandes dimensiones —algunos de muchas hectáreas— donde los maoríes descuartizaron innumerables moas, los cocinaron en hornos de barro y se deshicieron de los despojos. La carne les servía de alimento, la piel para confeccionar ropas, los huesos para fabricar anzuelos y joyas y los huevos como vasijas para guardar agua. Durante el siglo XIX se extrajeron de estos yacimientos grandes cargamentos de huesos de moas. Se estima que el número de esqueletos de moas localizados en los yacimientos conocidos de cazadores maoríes se sitúa entre los cien mil y los quinientos mil, una cifra unas diez veces superior a la población viva de moas que existió en Nueva Zelanda en cualquier momento concreto. Los maoríes debieron de cazar a los moas durante muchas generaciones.
En consecuencia, se ha hecho evidente que los maoríes exterminaron a los moas, en parte mediante la caza, en parte robándoles huevos de sus nidos, y también, probablemente, al deforestar algunas zonas habitadas por esa especie. Cualquiera que haya recorrido las escarpadas montañas de Nueva Zelanda recibirá esta información con incredulidad. Pensemos en las fotografías de propaganda turística de la tierra de los fiordos neozelandesa, con sus empinadísimas gargantas de 300 metros de profundidad, donde se recogen 10 metros cúbicos de agua de lluvia al año y los inviernos son fríos y duros. Incluso hoy día, los cazadores profesionales armados con rifles telescópicos que se desplazan en helicóptero no consiguen controlar a los ciervos de las montañas. ¿Cómo es posible que unos cuantos miles de maoríes que habitaban en isla del Sur e isla Stewart exterminaran a los moas cazándolos con la sola ayuda de hachas de piedra y garrotes?
Hay que tener en cuenta una diferencia fundamental entre los ciervos y los moas: los ciervos se han adaptado a huir de los cazadores humanos durante decenios de miles de años, en tanto que los moas no habían visto a los humanos hasta la llegada de los maoríes. Al igual que los ingenuos animales que pueblan en la actualidad las islas Galápagos, es muy probable que los moas fueran lo bastante mansos como para permitir que un cazador se les acercara y les matara de un garrotazo. A diferencia de los ciervos, es posible que los moas se reprodujeran a un ritmo tan lento como para llegar a desaparecer de un valle que fuera visitado por un grupo de cazadores cada dos años. Ese es precisamente el caso del mamífero de mayor tamaño que sobrevive en Nueva Guinea, un canguro arborícola de los remotos montes Bewani. En las zonas pobladas por los humanos, los canguros arborícolas tienen hábitos nocturnos y son extremadamente asustadizos, lo que, unido al hecho de que vivan en los árboles, los convierte en presas más escurridizas que los moas. A pesar de ello, y pese a la escasa ocupación humana de los montes Bewani, el efecto acumulado de las ocasionales partidas de caza —una visita a cada valle cada siete años— ha bastado para llevar a este can guro al borde de la extinción. A la vista de lo ocurrido con los canguros arborícolas, no es difícil entender el destino de los moas.
Además de los moas, las demás especies de aves de Nueva Zelanda estaban vivas cuando los maoríes desembarcaron en esas costas, pero unos siglos después habían desaparecido. Las de mayor tamaño —el cisne, el pelícano, el ganso y la fúlica no voladores— servían como alimento a los cazadores humanos, en tanto que el águila gigante tal vez fue exterminada en defensa propia. ¿Cómo reaccionaría el águila, especializada en mutilar y matar a presas bípedas de entre 90 centímetros y tres metros de altura al ver a los maoríes, cuya altura media era de 1,80 metros? Aún hoy, las águilas de Manchuria entrenadas para la caza matan de vez en cuando a sus cuidadores humanos, y estas águilas son minúsculas comparadas con las de Nueva Zelanda, que estaban previamente adaptadas para ser asesinas di hombres.
Con todo, ni la defensa propia ni la caza pueden explicar la rápida desaparición de las peculiares especies de grillos, caracoles, reyezuelos y murciélagos de Nueva Zelanda. ¿Por qué desaparecieron tantas de esas especies y otras solo sobrevivieron en algunas islas próximas a la costa? La deforestación puede ser parte de la explicación, pero el motivo fundamental fueron otros cazadores que los maoríes llevaron consigo a Nueva Zelanda, ya fuera intencionada o accidentalmente: las ratas. Al igual que los moas estaban indefensos ante los humanos por haber evolucionado sin necesidad de adaptarse a su presencia, tampoco los pequeños animales insulares habrían desarrollado defensas contra las ratas, inexistentes en su hábitat. Sabemos que las especies de ratas difundidas por los europeos en la época moderna desempeñaron un papel básico en el exterminio de numerosas especies de aves en Hawai y otras islas oceánicas donde no existían previamente. Por ejemplo, cuando en 1962 las ratas al fin llegaron a la isla de Big South Cape, próxima a Nueva Zelanda, bastaron tres años para que aniquilaran o diezmaran las poblaciones de ocho especies de aves y una de murciélagos. Esa es la explicación de que numerosas especies neozelandesas habiten exclusivamente en las islas donde no hay ratas, pues solo allí pudieron sobrevivir cuando las ratas que introdujeron los maoríes invadieron Nueva Zelanda.
Así pues, cuando los maoríes arribaron a las costas de Nueva Zelanda hallaron un medio ecológico intacto poblado por criaturas extrañas hasta el punto de que, sin duda, las tomaríamos por seres de ciencia ficción si sus huesos fosilizados no estuvieran ahí para demostrarnos que existieron en la realidad. La escena era lo más semejante a lo que podríamos ver al llegar a otro planeta fértil en el que se hubiera desarrollado la vida. En poco tiempo, buena parte de esa comunidad se había hundido en un holocausto biológico, en tanto que parte de los supervivientes perecieron en el segundo holocausto, acaecido tras la llegada de los europeos. El resultado final es que la Nueva Zelanda actual posee alrededor de la mitad de las especies de aves conocidas por los maoríes, y que muchos de los supervivientes se encuentran en peligro de extinción o confinados en islas donde se introdujeron pocos mamíferos destructivos. Unos cuantos siglos de caza han bastado para terminar con la historia de millones de años de los moas.
Nueva Zelanda no es un caso único, pues en todas las remotas islas del pacífico estudiadas por los arqueólogos en los últimos tiempos se han hallado huesos de numerosas especies de aves extinguidas en los asentamientos de los primeros colonos, lo que demuestra que la extinción de las aves y la colonización humana estuvieron relacionadas de algún modo. Los paleontólogos Storrs Olson y Helen James, de la Smithsonian Institution, han identificado en las principales islas del archipiélago hawaiano, fósiles de especies de aves que desaparecieron durante la colonización polinesia que dio comienzo hacia el año 500. Entre los fósiles no solo hay pequeños pipis relacionados con especies que aún viven, sino también extraños gansos e ibis no voladores que no poseen ningún pariente próximo entre las especies vivas. Las islas Hawai ya eran notorias por las extinciones de aves que siguieron al asentamiento europeo, pero nada se supo de la oleada de extinciones previa hasta que Olson y James publicaron los resultados de sus estudios en 1982. Las extinciones conocidas de aves hawaianas ocurridas antes de la llegada del capitán Cook ascienden, como mínimo, a la increíble cifra de cincuenta especies, casi la décima parte de las especies que habitan en América del Norte.
Con esto no se pretende decir que la caza fuera la causa de la desaparición de todas estas aves de Hawai. Aunque es probable que los gansos, como los moas, sí se extinguieran a consecuencia de los abusos de la caza; las pequeñas aves canoras seguramente fueron eliminadas por las ratas que llegaron con los primeros hawaianos o perecieron como resultado de la deforestación orientada a roturar los campos. Asimismo, se han encontrado aves extinguidas en los yacimientos arqueológicos de los antiguos polinesios de las islas de Tahití, Fiyi, Tonga, Nueva Caledonia, y en los archipiélagos de las Marquesas, las Chatham, las Cook, las Salomón y las Bismarck.
Especial atención merece el intrigante encuentro entre aves y polinesios ocurrido en la isla de Henderson, un remotísimo montículo de tierra situado en el Pacífico tropical a unos 200 kilómetros al este de la isla de Pitcairn, famosa por su aislamiento. (Recordemos que Pitcairn es un lugar tan remoto que los amotinados del Bounty, que arrebataron el mando al capitán Bligh, vivieron allí, olvidados por el mundo, durante dieciocho años, hasta que la isla fue redescubierta). Henderson es una isla coralífera cubierta por la selva y de escarpada superficie, totalmente inadecuada para la agricultura; en consecuencia, está deshabitada, como lo ha estado desde que los europeos la avistaron por primera vez en 1606. Por ello, se cita a menudo como el hábitat natural más salvaje y libre de la influencia de los humanos que hay en el mundo.
De tal suerte, fue una verdadera sorpresa que Olson y otro paleontólogo, David Steadman, identificaran hace poco los huesos de dos especies de palomas grandes y otra de palomas pequeñas, así como de tres especies de aves marinas, todas ellas extinguidas entre los últimos quinientos y ochocientos años. Esas especies, u otras muy próximas, ya habían sido identificadas en yacimientos arqueológicos de diversas islas polinesias habitadas, donde los humanos fueron a to das luces el motivo de su extinción. La manifiesta contradicción planteada por el supuesto exterminio de estas aves en una isla deshabitada, y en apariencia inhabitable, se resolvió al descubrir varios asentamientos polinesios con cientos de objetos, lo que demuestra que la isla de Henderson sí estuvo ocupada por los polinesios durante varios siglos. Además de los huesos de las seis especies extinguidas, en esos yacimientos también se hallaron huesos de otras especies de aves que han sobrevivido hasta nuestros días, y espinas de numerosos tipos de peces.
Debe deducirse, por tanto, que los antiguos colonizadores polinesios de la isla de Henderson basaban su subsistencia en las palomas, las aves marinas y el pescado, hasta que diezmaron las poblaciones de pájaros, eliminando su fuente de alimentación, y murieron de hambre o abandonaron la isla. En el Pacífico hay, cuando menos, otras once islas «misteriosas», las cuales, aunque deshabitadas en los tiempos en que fueron descubiertas por los europeos, contienen el testimonio arqueológico indicativo de que los polinesios las habían ocupado en épocas pasadas. Algunas de ellas estuvieron habitadas durante varios siglos, hasta que la población humana se extinguió o las abandonó. Todas estas islas son pequeñas y poco adecuadas para la agricultura, por lo que sus pobladores humanos dependían básicamente de la caza de aves y otros animales. Dada la evidencia generalizada de la sobreexplotación de los animales salvajes por los antiguos polinesios, quizá Henderson no sea la única de las islas misteriosas que se convirtieron en cementerios de las poblaciones humanas cuando estas destruyeron sus recursos básicos.
Para evitar que nadie se forme la impresión de que los exterminios causados por los polinesios constituyen un caso único entre los pueblos preindustriales, ahora saltaremos sobre casi medio planeta para ocuparnos de la cuarta isla mayor del mundo, Madagascar, situada en el océano índico, frente a la costa de África. Cuando los exploradores portugueses arribaron a Madagascar hacia 1500, descubrieron que la isla ya estaba ocupada por un pueblo al que hoy se denomina malgache. Por su situación geográfica, cabría esperar que la lengua hablada en Madagascar estuviera relacionada con las lenguas africanas habladas a tan solo 320 kilómetros al oeste, en el litoral mozambiqueño. Sin embargo, la inaudita realidad es que pertenece a un grupo de lenguas habladas en la isla indonesia de Borneo, situada en la margen opuesta del océano Indico, a miles de kilómetros hacia el nordeste. Los rasgos físicos de los malgaches varían entre la apariencia típica de los indonesios hasta la de los negros de África oriental. Estas paradojas derivan del hecho de que los malgaches llegaran a Madagascar entre los últimos mil y dos mil años en el curso de los viajes comerciales realizados por los indonesios, que recorrieron la costa del índico desde la India hasta África oriental. Los colonos establecidos en Madagascar crearon una sociedad basada en el ganado vacuno, cabrío y de cerda, la agricultura y la pesca, que mantenía relaciones con el litoral oriental de África a través de los comerciantes musulmanes.
Los animales salvajes que pueblan Madagascar, y los que están ausentes, revisten tanto interés como sus pobladores humanos. En las cercanas tierras del continente africano abundan las especies de animales grandes y terrestres con hábitos diurnos: los antílopes, avestruces, cebras, mandriles y leones que atraen a los turistas al África oriental. Ahora bien, en Madagascar no existen, ni han existido en la época moderna, ninguno de estos animales ni otros remotamente semejantes. Los 320 kilómetros de agua que separan África de la isla impidieron su propagación, tal como las aguas que separan Australia de Nueva Zelanda imposibilitaron la difusión de los marsupiales. En Madagascar sí hay, en cambio, dos docenas de especies de unos primates de pequeño tamaño, similares a los monos, llamados lémures; pesan hasta nueve kilos, viven en los árboles y desarrollan su máxima actividad por la noche. Además, hay varias especies de roedores, murciélagos, insectívoros y parientes de la mangosta, pero los ejemplares mayores no rebasan los once kilos de peso.
Ahora bien, las playas de Madagascar están llenas de restos de gigantescas aves desaparecidas: innumerables cáscaras de huevos del tamaño de pelotas de fútbol. Hoy día no solo se han descubierto los esqueletos de las aves que pusieron esos huevos, sino también de una gran gama de grandes mamíferos y reptiles extinguidos. Las responsables de la puesta de los huevos fueron media docena de especies de aves no voladoras de hasta tres metros de altura y 450 kilos de peso, parecidas a los moas y los avestruces, pero mucho mayores, a las que hoy se conoce con el nombre de pájaros elefante. Los reptiles eran dos especies de tortugas terrestres gigantes con caparazones de unos 90 centímetros de longitud, dos especies que debieron de ser muy comunes dada la abundancia de restos óseos. Más variadas que estos grandes reptiles y aves eran una docena de especies de lémures que llegaban a alcanzar el tamaño de un gorila, y la menor de las cuales era mayor, o al menos igual, que la especie más corpulenta de lémures supervivientes. A juzgar por las pequeñas cuencas de sus ojos, es probable que todos o la mayoría de los lémures extinguidos fueran animales diurnos. Algunos vivían en tierra, como los mandriles, en tanto que otros trepaban a los árboles como los orangutanes y los koalas.
Por si esto fuera poco, en Madagascar también se han encontrado huesos de un hipopótamo «pigmeo» («tan solo» del tamaño de una vaca), un oricteropo y un gran carnívoro emparentado con la mangosta y de constitución semejante a la de un puma con extremidades cortas. En conjunto, estos grandes animales extinguidos dotaban a Madagascar de los equivalentes funcionales de las grandes bestias que atraen a turistas a raudales a las reservas naturales de África, desempeñando las mismas funciones que los moas y las exóticas aves en Nueva Zelanda. Las tortugas, los pájaros elefante y los hipopótamos pigmeos serían los herbívoros que sustituirían a los antílopes y las cebras; los lémures ocuparían el lugar de los mandriles y los grandes simios, y el carnívoro relacionado con la mangosta sería el equivalente del leopardo o de un león pequeño.
¿Qué les ocurrió a todos estos grandes mamíferos, reptiles y aves extinguidos? Es indudable que al menos algunos de ellos estaban vivos cuando llegaron los primeros malgaches, por cuanto estos utilizaban los huevos de los pájaros elefante como vasijas para el agua y amontonaban huesos de hipopótamos pigmeos y otras especies extinguidas en sus basureros. Por otro lado, los huesos de todas las demás especies extinguidas se conocen a través de yacimientos de fósiles de solo algunos milenios de antigüedad. Puesto que esos animales habían evolucionado y sobrevivido durante millones de años, es improbable que tuvieran la previsión de desaparecer justo antes de que entraran en escena los hambrientos humanos. De hecho, es probable que algunos todavía sobrevivieran en zonas remotas de Madagascar cuando llegaron los europeos, dado que un gobernador francés del siglo XVII, el señor Flacourt, recibió descripciones de un animal que podría ser el lémur del tamaño de un gorila. Los pájaros elefante pu dieron quizá sobrevivir el tiempo suficiente para llegar a ser conocidos por los comerciantes árabes que surcaban el océano índico y tal vez sean el origen del ave Roe (un pájaro gigantesco) del cuento de Simbad el Marino.
Algunos de los gigantes de Madagascar desaparecidos, si no todos, fueron a todas luces exterminados por las actividades de los antiguos malgaches. La extinción de los pájaros elefante, cuyos huevos constituían Utilísimas vasijas de dos galones de capacidad, es fácil de comprender. Aunque la subsistencia de los malgaches dependiera más de la ganadería y la agricultura que de la caza, los demás animales de gran tamaño serían presas tan fáciles de cobrar como los moas neozelandeses, dado que no habían visto a seres humanos anteriormente. Ahí radica la explicación de que los lémures, fáciles de ver y de atrapar, y de un tamaño que compensaba el esfuerzo de matarlos —es decir, las especies grandes, diurnas y terrestres—, se extinguieron sin excepción, en tanto que todas las especies pequeñas, nocturnas y arborícolas sobrevivieron.
Ahora bien, las consecuencias no intencionadas de las actividades de los malgaches probablemente aniquilaron a más mamíferos de gran tamaño que la caza. La quema de los bosques, empleada para despejar zonas para pasto y estimular el crecimiento anual de la hierba, destruía los hábitats de los que dependían las bestias. El ganado vacuno y cabrío también modificaba el entorno, además de competir directamente con las tortugas y los pájaros elefante en la búsqueda de alimentos. Los perros y cerdos que acompañaron a los malgaches sin duda cazarían a los animales que vivían en la tierra y a sus crías, además de destruir sus huevos. Cuando los portugueses arribaron a Madagascar, de los pájaros elefante, tan abundantes en otros tiempos, tan solo quedaban las cáscaras de huevo que cubrían las playas, los esqueletos enterrados y el vago recuerdo del ave Roe.
Madagascar y la Polinesia son simplemente dos ejemplos bien documentados de las oleadas de extinciones que asolaron las grandes islas oceánicas cuando fueron colonizadas por los humanos antes de la expansión europea de los últimos quinientos años. Todas esas islas, donde la vida había evolucionado al margen de la presencia humana, estaban habitadas por especies únicas de grandes mamíferos que los zoólogos modernos no han llegado a ver con vida. En las islas mediterráneas, como Creta y Chipre, había hipopótamos pigmeos y tortugas gigantes (al igual que en Madagascar), así como elefantes y ciervos enanos. En las islas del Caribe desaparecieron los monos, los perezosos, un roedor del tamaño de un oso y búhos de distintos tamaños: normal, gigante, colosal y titánico. Parece probable que estos grandes pájaros, mamíferos y tortugas sucumbieran ante la ocupación de los primeros pueblos mediterráneos e indios establecidos en sus islas; pero hubo otras víctimas: lagartos, ranas, caracoles e incluso grandes insectos, hasta sumar miles de especies cuando se tienen en cuenta las especies extinguidas en todas las islas del mundo. Olson describe las extinciones insulares como «una de las catástrofes biológicas más fulminantes y profundas de la historia del mundo». Ahora bien, no estaremos seguros de la responsabilidad de los humanos hasta que los huesos de los últimos animales y los vestigios de los primeros pueblos de las islas hayan sido datados con exactitud, como ya se ha hecho en la Polinesia y en Madagascar.
Además de las oleadas de extinciones insulares de los tiempos preindustriales, es posible que algunas especies continentales hayan caído víctimas de otras oleadas de extinciones de un pasado más distante. Hace unos once mil años, en la supuesta época en que los ancestros de los indios americanos llegaron al Nuevo Mundo, la mayoría de las grandes especies de mamíferos se extinguieron a lo largo y ancho de todo el continente americano. El enconado y antiguo debate sobre si los grandes mamíferos fueron aniquilados por los cazadores indios o simplemente sucumbieron ante los cambios climáticos ocurridos en la misma época aún no se ha resuelto. En el próximo capítulo explicaré por qué he optado por la primera explicación. Sea como sea, identificar las fechas y las causas de acontecimientos que tuvieron lugar hace unos once mil años entraña una dificultad mucho mayor que analizar fenómenos recientes como el encuentro de los maoríes con los moas ocurrido en los últimos mil años. En Australia, que fue colonizada por los antepasados de los actuales aborígenes en los últimos cincuenta mil años, también desaparecieron la mayoría de las especies de grandes animales, entre ellos los canguros gigantes, el «león marsupial» y el «rinoceronte marsupial» (conocido como diprotodonte), además de lagartos, serpientes, cocodrilos y pájaros de gran tamaño; aún no sabemos, sin embargo, si fue la llegada de los humanos a Australia la que desencadenó las extinciones. Mientras que en el caso de las islas se tiene una certeza bastante fundada de que los pueblos preindustriales que las colonizaron por primera vez causaron estragos entre las especies animales, carecemos de los elementos de juicio necesarios para determinar si ese fue también el caso en los continentes.
De la evidencia demostrativa de que la edad dorada se vio empañada por el exterminio de numerosísimas especies, pasaremos a la evidencia sobre la destrucción del hábitat. Tres ejemplos espectaculares han planteado famosas incógnitas a la arqueología: las gigantescas estatuas de piedra de la isla de Pascua, los pueblos abandonados del sudoeste de Estados Unidos y las ruinas de Petra.
Un aura de misterio ha rodeado a la isla de Pascua desde que ella y sus habitantes polinesios fueron «descubiertos» por el explorador holandés Jakob Roggeveen en 1722. Situada en el océano Pacífico, a 3700 kilómetros al oeste de Chile, la isla de Pascua supera en su aislamiento incluso a la de Henderson. Sus pobladores, un pueblo que desconocía los metales y la rueda y no poseía otra fuente de energía que los músculos humanos, tallaron cientos de estatuas, de hasta 85 toneladas y 11 metros de altura, en canteras de piedra volcánica, se las arreglaron para transportarlas a lo largo de varios kilómetros y las colocaron en posición vertical sobre plataformas. Otras estatuas quedaron inacabadas en las canteras o bien abandonadas en el camino entre las canteras y las plataformas. Parece como si los artistas que las tallaban y los transportistas hubieran abandonado súbitamente su tarea, dejando tras de sí un paisaje silencioso y desolado.
Cuando Roggeveen llegó a la isla, muchas estatuas se alzaban aún sobre sus plataformas, aunque la actividad se hubiera detenido en las canteras. En 1840, todas las estatuas habían sido intencionadamente derribadas por los isleños. ¿Cómo se pudieron transportar y levantar esas colosales estatuas, por qué las derribaron y por qué dejaron de tallarse?
La primera de estas preguntas encontró respuesta cuando los nativos de nuestros días mostraron a Thor Heyerdahl cómo sus antepasados habían empleado troncos a modo de rodillos sobre los que transportar las estatuas y después como palancas para levantarlas. Los otros interrogantes fueron resueltos por subsecuentes estudios arqueológicos y paleontológicos que pusieron al descubierto la terrible historia de la isla. Cuando los polinesios se establecieron en la isla de Pascua hacia el año 400, los bosques cubrían toda su superficie; los isleños fueron talándolos paulatinamente con objeto de roturar nuevos terrenos y de obtener troncos para construir canoas y manejar las estatuas. Hacia 1500, la población había crecido hasta unos siete mil habitantes (más de noventa y tres por kilómetro cuadrado), se habían tallado unas mil estatuas y al menos trescientas veinticuatro estaban en pie. Pero el bosque se había destruido hasta el punto de que no quedaba ni un solo árbol.
El resultado inmediato de este desastre ecológico autoinfligido fue que los isleños ya no tenían los troncos necesarios para transportar y levantar las estatuas, por lo que dejaron de tallarlas. Ahora bien, la deforestación tuvo también dos consecuencias indirectas que trajeron consigo la hambruna: la erosión de suelo, con la consecuente reducción de las cosechas, y la imposibilidad de construir canoas a causa de la falta de madera, a raíz de lo cual se redujo el aporte proteico que el pescado proporcionaba a la dieta. Así pues, la isla de Pascua se encontró con una población mayor de la que podía mantener, y la sociedad se hundió en un caos de mortíferas guerras y canibalismo. La clase guerrera se hizo con el poder; las puntas de lanza se fabricaban en cantidades tan grandes que llegaron a ensuciar el paisaje; los vencidos eran devorados o esclavizados; los clanes derribaban las estatuas de sus rivales, y la gente se instalaba en cuevas con intención de mejorar sus medios de defensa. La que en tiempos fuera una isla exuberante donde floreció una de las civilizaciones más notables del mundo se deterioró hasta convertirse en lo que es hoy: unas yermas praderas salpicadas de estatuas caídas donde habita menos de un tercio de la antigua población.
Nuestro segundo caso de estudio de la destrucción de un hábitat en la época preindustrial se refiere al hundimiento de una de las civilizaciones indias más avanzadas de América del Norte. Cuando los exploradores españoles llegaron al sudoeste de Estados Unidos, encontraron que en medio del desierto se alzaban gigantescos conjuntos de viviendas (pueblos) deshabitadas, con varias plantas de altura. Por ejemplo, el conjunto de seiscientas cincuenta habitaciones del cañón del Chaco, de Nuevo México, que ha sido declarado monumento nacional, tenía cinco plantas de altura, 204 metros de largo y 96 metros de ancho, dimensiones que lo convierten en el mayor edificio erigido en América del Norte hasta la época de los rascacielos de acero de finales del XIX. Los indios navajos de la región conocían a los desaparecidos constructores por el único nombre de «anasazi», que significa «los antiguos».
Los arqueólogos han fijado la época de construcción de los pueblos chaco en los años posteriores a 900 y su desocupación en el siglo XII. ¿Por qué los anasazi levantaron una ciudad en medio de una tierra baldía? ¿Dónde obtenían la leña y de dónde extrajeron las vigas de 49 metros (¡nada menos que doscientas mil!) para los tejados? ¿Por qué abandonaron la ciudad que habían construido con tanto esfuerzo?
La hipótesis convencional, análoga a la tesis que atribuye la desaparición de los pájaros elefante de Madagascar y de los moas neozelandeses a un cambio climático, postula que fue la sequía lo que provocó el abandono del cañón del Chaco. No obstante, del trabajo de los paleobotánicos Julio Betancourt, Thomas van Devender y sus colegas, que emplearon una ingeniosa técnica para descifrar los cambios de la vegetación del Chaco a lo largo del tiempo, se desprende una interpretación diferente. Su metodología se basó en el estudio de los habitáculos donde unos pequeños roedores, denominados ratas acumuladoras, almacenan plantas y otros materiales; las ratas acumuladoras habitan sus nidos entre cincuenta y cien años, y estos se conservan en buen estado en un clima desértico aun después de ser abandonados. Siglos después es posible identificar las plantas almacenadas y datar el nido mediante las técnicas del radiocarbono. Cada nido es un muestrario natural de los cambios temporales de la vegetación local.
Con este método, Betancourt y Van Devender lograron reconstruir los siguientes acontecimientos: los pueblos del Chaco no se erigieron en medio del desierto, sino en una zona poblada por enebros y próxima a un bosque de pinos ponderosa. Este descubrimiento resuelve el misterio de la procedencia de la leña y de los maderos para construir, y despeja la aparente paradoja de que una civilización avanzada surgiera en medio del desierto. Con el paso del tiempo, sin embargo, los pobladores del Chaco destruyeron el monte y el bosque hasta convertir su hábitat en el territorio desértico que es hoy día. Llegados a ese punto, los indios tenían que recorrer más de 16 kilómetros para recoger leña y más de 40 para talar troncos de pino. Cuando todo el pinar hubo caído bajo sus hachas, construyeron un elaborado sistema de caminos para arrastrar, a fuerza de músculo, troncos de abeto desde las laderas de montes que distaban más de 80 kilómetros de sus pueblos. Por otro lado, los anasazi habían resuelto el problema de cultivar en un medio seco mediante la construcción de sistemas de irrigación que concentraban el agua disponible en el fondo de los valles. A medida que la deforestación ocasionaba una erosión y una pérdida de agua progresivas y que los canales de irrigación iban excavando en la tierra surcos más y más profundos, la capa de agua debió de descender hasta un nivel inferior al de los campos de los anasazi, imposibilitando la irrigación sin bombas de agua. De tal modo, aunque la sequía pudo contribuir al abandono del cañón del Chaco, el motivo básico fue el desastre ecológico provocado por los propios anasazi.
El último ejemplo de la destrucción de un hábitat en los tiempos preindustriales arroja luz sobre el gradual desplazamiento geográfico del centro de la hegemonía política de las antiguas civilizaciones occidentales. Recordemos que el primer centro de poder y de innovación fue Oriente Medio, de donde surgieron numerosos avances cruciales: la agricultura, la domesticación de animales, la escritura, los imperios y los carros de combate, entre otros. Aunque el centro hegemónico se desplazase entre Asiria, Babilonia, Persia, y ocasionalmente Egipto y Turquía, siempre estuvo localizado en Oriente Medio o sus proximidades. Con la conquista del Imperio persa por Alejandro Magno, el poder se trasladó finalmente hacia el oeste, primero a Grecia, luego a Roma y más adelante a Europa occidental y septentrional. ¿Por qué Oriente Medio, Grecia y Roma perdieron sucesivamente su primacía? (La pasajera importancia actual de Oriente Medio se funda en un único recurso, el petróleo, lo que subraya la debilidad de la región en otros aspectos). ¿Por qué entre las superpotencias de este siglo se cuentan Estados Unidos y la URSS, Alemania e Inglaterra, Japón y China, pero no Grecia ni Persia?
El desplazamiento geográfico de la hegemonía política constituye un modelo demasiado amplio y duradero como para responder a factores accidentales. Una hipótesis plausible lo atribuye a que los antiguos centros de civilización arruinaron sus recursos básicos. Oriente Medio y la cuenca mediterránea no siempre han sido los áridos paisajes que conocemos hoy día. En la antigüedad, la zona era un exuberante mosaico de colinas boscosas y fértiles valles. Miles de años de deforestación, abuso del pastoreo, erosión y encenagamiento de los valles convirtieron el corazón de la civilización occidental en el territorio seco, árido y baldío que hoy domina la zona. Los estudios arqueológicos de la antigua Grecia han revelado diversos ciclos en el desarrollo de la población, durante los cuales los períodos de crecimiento alternaban con épocas de fuertes descensos poblacionales y abandono de los lugares de asentamiento. En las fases de crecimiento, la construcción de bancales y pantanos servía como protección del medio ambiente, hasta que la tala de los bosques, el desbrozo de las colinas para crear campos de cultivo, los excesos del pastoreo y la sucesión de las cosechas a intervalos demasiado cortos hundían el sistema. El resultado siempre era el mismo: erosión de las colinas, inundaciones en los valles y colapso de la sociedad local. Uno de estos momentos coincidió con —y tal vez ocasionó— el por lo demás misterioso hundimiento de la gloriosa civilización micénica, a partir del cual Grecia se hundió en una edad oscura durante varios siglos.
Esta teoría sobre la destrucción medioambiental en la Antigüedad se sustenta en las fuentes de la época y en el testimonio arqueológico. Ahora bien, una pequeña colección de fotografías constituiría tina prueba más decisiva que la evidencia anecdótica aportada por las demás fuentes. Si tuviéramos instantáneas de las colinas griegas tomadas a intervalos de mil años, podríamos identificar las plantas, medir el manto de tierra y calcular el ritmo de la deforestación. De tal modo, sería posible medir con cifras la magnitud de la degradación medioambiental.
Y de nuevo llegan al rescate los nidos. Aunque en Oriente Medio no hay ratas acumuladoras, si existen unos animales denominados damaneses, parecidos a las marmotas y del tamaño de un conejo, que también construyen nidos. (Sorprendentemente, el pariente vivo más próximo de los damaneses parece ser el elefante). Tres científicos de Arizona —Patricia Fall, Cynthia Lindquist y Steven Falconer— estudiaron los nidos de los damaneses en la famosa ciudad perdida de Petra, en Jordania, un ejemplo típico de la paradoja de la antigua civilización occidental. Petra es hoy día muy conocida por los cinéfilos aficionados a las películas de Steven Spielberg y George Lucas, pues en Indiana Jones y la última cruzada, Sean Connery y Harrison Ford buscan el Santo Grial en las espléndidas tumbas y templos de roca de Petra, en medio de las arenas del desierto. Cualquiera que vea esas escenas deberá preguntarse cómo una ciudad tan próspera pudo erigirse y mantenerse en un paisaje tan desolado. De hecho, cerca del lugar donde se alzaba Petra ya hubo un pueblo neolítico antes de 7000 a. C., y la agricultura y la ganadería aparecieron poco después. Durante el remado nabateo, Petra, la capital, floreció como centro comercial que controlaba los intercambios entre Europa, Arabia y Oriente. La ciudad se expandió y enriqueció aún más bajo el control de Roma y posteriormente de Bizancio. Sin embargo, más adelante fue abandonada y cayó en el mayor de los olvidos hasta que se la redescubrió en 1812. ¿Qué provocó la caída de Petra?
En los nidos de los damaneses de Petra se han hallado restos de hasta cien especies de plantas; el hábitat dominante en la época en que esos nidos estuvieron ocupados puede deducirse de la comparación de las proporciones de polen existentes en los nidos y en los hábitats actuales. Con esta metodología se ha podido reconstruir el proceso de degradación del medio ambiente de Petra.
Petra está situada en una zona seca de clima mediterráneo, no muy distinta de las montañas boscosas que se alzan a espaldas de mi casa de Los Ángeles. La vegetación original de la zona debió de ser el bosque, con predominio de robles y alfóncigos. En época romana y bizantina, la mayoría de los árboles habían sido talados y el medio se había degradado hasta convertirse en una estepa, como lo indica el hecho de que solo el 18 por ciento del polen de los nidos proceda de árboles y el restante de plantas pequeñas. (Los árboles aportan entre el 40 y el 85 por ciento del polen en las zonas boscosas mediterráneas, y el 18 por ciento en las esteparias). En el año 900, unos siglos antes de que concluyera la dominación bizantina de Petra, dos tercios de los árboles supervivientes habían desaparecido. Incluso los arbustos, las hierbas y el pasto se habían reducido, hasta convertir la zona en el desierto que es hoy día. Los árboles que han sobrevivido hasta nuestros días tienen las ramas bajas desmochadas por las cabras y están diseminados en barrancos de difícil acceso para las cabras o en huertos protegidos.
Al combinar la información obtenida en los nidos con los datos arqueológicos y las fuentes documentales se extrae la siguiente interpretación: la deforestación ocurrida entre la época neolítica y la imperial se debió al desbrozo de la tierra para la agricultura, al ramoneo de ovejas y cabras, a la recolección de leña y de madera para la construcción. Durante el Neolítico, la construcción de una casa requería emplear vigas colosales y consumir hasta trece toneladas de leña con objeto de fabricar el yeso para las paredes y el suelo. La explosión demográfica en tiempos del Imperio aceleró el ritmo de destrucción forestal y de devastación de la tierra por el pastoreo y hubo que construir complejos sistemas de canales, tuberías y cisternas para recoger y almacenar agua con la que regar los huertos y aprovisionar la ciudad.
Cuando el Imperio bizantino se hundió, los huertos se abandonaron y la población cayó en picado, pero la tierra siguió degradándose como consecuencia de la dependencia del pastoreo intensivo. El insaciable ganado cabrío destrozaba los arbustos, hierbas y pastos. El gobierno otomano causó estragos en los bosques supervivientes antes de la Primera Guerra Mundial con objeto de conseguir la madera necesaria para la construcción del ferrocarril de Hejaz. Muchos aficionados al cine hemos disfrutado al ver a las guerrillas árabes lideradas por Lawrence de Arabia (léase Peter O’Toole) haciendo volar por los aires la vía de ferrocarril de Hejaz en la pantalla de tecnicolor, sin darnos cuenta de que estábamos contemplando el último acto de destrucción de los bosques de Petra.
El desolado paisaje de Petra es una metáfora de lo ocurrido en la cuna de la civilización occidental. En la actualidad, ni los alrededores de Petra podrían alimentar a una ciudad que dominase las principales rutas comerciales del mundo, ni de los alrededores de Persépolis podría extraerse el sustento para la capital de la superpotencia que fue el Imperio persa en tiempos pasados. Las ruinas de esas ciudades, como las de Atenas y Roma, son monumentos a los estados que destruyeron sus medios de subsistencia. Pero las civilizaciones mediterráneas no fueron las únicas sociedades avanzadas que cometieron un suicidio ecológico. La caída de la civilización maya en América Central, y la de la civilización harappan en el valle del Indo son probablemente otros ejemplos de desastres ecológicos debidos a la expansión de la población hasta el punto de agostar el medio. Aunque los cursos de historia de las civilizaciones a menudo se consagran a los reyes y a los invasores bárbaros, a largo plazo es probable que la deforestación y la erosión hayan sido los principales factores que han configurado la historia humana.
En los últimos tiempos se han realizado descubrimientos que tienden a poner cada vez más en entredicho la supuesta existencia de una edad dorada del ecologismo. En este punto retomaremos la problemática general planteada al comienzo del capítulo. En primer lugar, ¿cómo pueden conciliarse los descubrimientos sobre los destrozos ecológicos del pasado con los relatos sobre el comportamiento conservacionista de numerosos pueblos preindustriales de nuestros días? Claro está que ni se han exterminado todas las especies ni se han destruido todos los hábitats, lo que indica que la edad dorada tampoco fue totalmente negativa.
A continuación expondré mi propia hipótesis para resolver esta paradoja. Es cierto que las sociedades igualitarias de dimensiones reducidas y una larga historia tienden a desarrollar hábitos conservacionistas, puesto que han tenido suficiente tiempo a su disposición para conocer el medio que las rodea y percibir sus propios intereses. Por el contrario, el medio ambiente tiende a deteriorarse cuando un pueblo coloniza un entorno que le es desconocido (como los primeros maoríes y los colonizadores de la isla de Pascua); cuando un pueblo avanza internándose en territorios desconocidos (como los primeros indios llegados a América), dejando atrás las regiones degradadas, o cuando un pueblo adquiere nuevas tecnologías cuya capacidad destructiva no aprecia a tiempo (como los nativos de la Nueva Guinea actual, que están diezmando las poblaciones de palomas con sus nuevas escopetas). Asimismo, la degradación medioambiental suele producirse en los estados centralizados que concentran la riqueza en manos de los gobernantes, los cuales no están en contacto con la realidad del medio ambiente. Por otro lado, algunas especies y hábitats son más vulnerables que otros; por ejemplo, las aves no voladoras que nunca han visto a seres humanos (como los moas y los pájaros elefante), y los entornos secos, frágiles y difíciles de recuperar en los que surgieron la civilización mediterránea y la anasazi.
En segundo lugar, ¿qué lecciones prácticas pueden enseñarnos los recientes descubrimientos arqueológicos? La arqueología suele concebirse como una disciplina académica y socialmente irrelevante, y se convierte en el primer objetivo de los recortes presupuestarios en períodos de crisis. Lo cierto es, sin embargo, que la investigación arqueológica podría ahorrar mucho dinero a los planificadores de los gobiernos. En todo el mundo están poniéndose en marcha proyectos que pueden causar daños irreversibles y que no son sino versiones a mayor escala de las ideas que llevaron a la práctica otras sociedades del pasado. Ningún país puede permitirse un experimento consistente en realizar cinco proyectos de desarrollo diferentes en cinco regiones y observar cuáles tienen efectos perniciosos. Una alternativa mucho menos costosa a largo plazo sería contratar arqueólogos para que investigasen lo que ocurrió en el pasado, en lugar de volver a cometer los mismos errores.
Bastará con mencionar un ejemplo. En la zona sudoccidental de Estados Unidos hay más de 160 000 kilómetros cuadrados cubiertos de enebros que están siendo sometidos a una fuerte explotación para obtener combustible. Por desgracia, el Servicio Forestal de Estados Unidos apenas posee información que le permita calcular el ritmo de recuperación de estos arbustos coníferos. Ahora bien, los anasazi ya realizaron este experimento y fallaron en sus cálculos, con el resultado de que la vegetación del cañón del Chaco no se ha recuperado en más de ochocientos años. Contratar a un equipo de arqueólogos para que calculase el consumo de leña de los anasazi sería más barato que cometer el mismo error y destrozar 160 000 hectáreas de territorio estadounidense.
Por último, abordaremos el problema que hiere más susceptibilidades. Hoy día, los ecologistas consideran que las personas que exterminan especies animales y destruyen hábitats naturales son moralmente malas. Ahora bien, las sociedades industriales han aprovechado la menor excusa para denigrar a los pueblos preindustriales y de ese modo justificar su aniquilamiento y la apropiación de sus tierras. ¿Es posible que los pretendidos descubrimientos sobre los moas y la vegetación del cañón del Chaco no sean sino una forma pseudocientífica de racismo orientada a justificar el maltrato de los maoríes y de los indios por su falta de moralidad?
Es importante recordar que a los humanos siempre les ha resultado difícil determinar el ritmo adecuado para explotar indefinidamente los recursos biológicos sin llegar a agotarlos. Una reducción significativa de los recursos puede confundirse con una simple fluctuación anual. Y aún es más complicado determinar el ritmo al que se generan nuevos recursos. El momento en que las señales de decadencia son tan obvias como para convencer a todo el mundo puede llegar cuando ya es demasiado tarde para salvar a las especies o el hábitat. En consecuencia, los pueblos preindustriales que no lograron preservar sus recursos no incurrieron en una falta moral, sino en un error a la hora de resolver un espinoso problema ecológico; un error de consecuencias trágicas, puesto que destruyó su propio modo divida.
Los errores de consecuencias trágicas solo se tornan faltas morales cuando es posible prevenirlos. En este sentido, dos diferencias notables nos separan de los indios anasazi del siglo XI: los conocimientos científicos y la cultura. Hoy día hemos aprendido a realizar estimaciones sobre el tamaño de la población que puede ser mantenida con los recursos existentes basándonos en el ritmo de explotación de estos. Asimismo, tenemos sobre los anasazi la ventaja de poder leer sobre los desastres ecológicos del pasado. A pesar de todo, nuestra generación continúa cazando ballenas y talando las selvas tropicales como si nadie hubiera exterminado a los moas ni cortado enebros hasta desertizar una zona. El pasado sigue siendo una edad dorada de la ignorancia y el presente una edad de hierro de la más obstinada ceguera.
Desde esta perspectiva, resulta incomprensible que las sociedades modernas sigan repitiendo los desmanes ecológicos de carácter suicida que ocurrieron en el pasado, con la diferencia de que los instrumentos de destrucción son mucho más poderosos y están en manos de muchas más personas. Parece como si esto nunca hubiera ocurrido en la historia humana y como si no conociéramos los inevitables resultados. El soneto de Shelley «Ozymandias» nos hace evocar imágenes de Persépolis, Tikal y la isla de Pascua; tal vez llegue el día en que haga evocar a otros las ruinas de nuestra propia civilización:
Un viajero me dijo: «En el desierto
vi las dos piernas de una estatua rota,
y junto a ellas, que la arena azota,
una cabeza mutilada advierto».
En el granito, inanimado y yerto,
el mudo labio su desdén borbota,
que un escultor, en época remota,
copió, burlando, con genial acierto.
Grabado el pedestal tiene este lema:
«Soy Ozymandias, rey que fue de reyes.
Ante mi obra, el Poderoso admira».
Nada ha quedado; su grandeza externa
hundióse del Destino ante las leyes,
y el polvo del desierto en torno gira.[*]