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La ciencia del adulterio
Hay múltiples motivos para que una persona mienta cuando se le pregunta si ha cometido adulterio, y esa es la razón de que conseguir información científica precisa sobre este importante tema entrañe graves dificultades. Uno de los pocos conjuntos de datos fidedignos de los que disponemos se descubrió de modo absolutamente accidental a raíz de un estudio médico realizado hace casi medio siglo y con unos objetivos en absoluto relacionados con el adulterio. Los resultados de ese estudio han permanecido inéditos hasta la fecha.
Hace poco tuve noticia de dicho estudio a través del distinguido investigador medico que lo dirigió y al que, ateniéndome a su deseo de permanecer en el anonimato, me referiré como doctor X. En la década de 1940, el doctor X se dedicaba a investigar la genética de los grupos sanguíneos, moléculas que se adquieren exclusivamente por vía hereditaria. En los hematíes hay docenas de sustancias constituyentes del grupo sanguíneo, todas las cuales se heredan, ya sea de la madre o del padre. El doctor X planificó su investigación con toda claridad; se trataba de acudir al departamento de obstetricia de un reputado hospital estadounidense, recoger muestras sanguíneas de un millar de recién nacidos y de sus progenitores e identificar los grupos sanguíneos de todas las muestras; a continuación, el estudio recurriría a los análisis genéticos estandarizados para deducir los modelos de transmisión hereditaria.
Ante el asombro del doctor X, el análisis de los grupos sanguíneos reveló que casi el 10 por ciento de los recién nacidos eran fruto del adulterio. La prueba del origen ilegítimo de los bebés era que tenían uno o más grupos sanguíneos que no estaban presentes en la sangre de sus supuestos padres. Estos datos no podían achacarse a un error en la atribución de la maternidad, puesto que las muestras sanguíneas se extraían del bebé y de su madre casi inmediatamente después del parto. Si un niño posee un grupo sanguíneo diferente del de su madre, la única posibilidad es que lo haya heredado de su padre. Al comprobarse que el marido de la madre tampoco posee ese grupo sanguíneo, la conclusión ineludible es que el bebé ha sido, concebido fuera del matrimonio. La incidencia real de las relaciones sexuales extramaritales debía de ser considerablemente superior al 10 por ciento, considerando, por un lado, que en los años cuarenta aún no se habían descubierto diversos componentes de los grupos sanguíneos que en la actualidad Se utilizan en las pruebas de paternidad, y por otro, que la mayoría de los intercambios sexuales no terminan en la procreación.
En los tiempos en que el doctor X realizó este descubrimiento, la investigación sobre los hábitos sexuales era una tema tabú en Estados Unidos. Así pues, el doctor X decidió guardar un prudente silencio y no hizo públicos los resultados de su estudio; conseguir que me permitiera mencionarlos manteniendo su nombre en el anonimato ha sido una labor difícil. Sea como sea, los resultados de esa investigación serían confirmados posteriormente por otros estudios de genética similares, estudios cuyos resultados sí han visto la luz. En ellos se apunta que entre un 5 y un 30 por ciento de los niños nacidos en Estados Unidos y en Gran Bretaña son fruto del adulterio. También en este caso, y por los mismos motivos mencionados con respecto al estudio del doctor X, debe concluirse que la proporción de parejas investigadas en las que, cuando menos, la mujer cometió adulterio, debe de ser superior.
Con esta información estamos preparados para dar respuesta a la pregunta de si las relaciones sexuales extramaritales son, en el caso de los humanos, una aberración inusual, una excepción frecuente con respecto al modelo «normal» de relaciones maritales o si son tan frecuentes como para convertir el matrimonio en un mero simulacro. La segunda conjetura, que representa el término medio, demuestra ser la acertada, puesto que la mayoría de los padres crían a sus verdaderos hijos. Ni el matrimonio es un mero simulacro, ni los humanos somos promiscuos chimpancés empeñados en fingir una fidelidad inexistente. Ahora bien, no puede negarse que las relaciones sexuales extramaritales forman parte, aunque extraoficialmente, del sistema de apareamiento de los humanos. El fenómeno del adulterio se ha observado en numerosas especies animales cuyas sociedades se asemejan a la humana por cuanto están basadas en la pareja procreadora unida por vínculos duraderos. Dado que esos vínculos no caracterizan a la sociedad de los chimpancés comunes ni de los chimpancés pigmeos, hablar de adulterio carece de sentido en su caso. Los humanos debimos de reinventarlo después de que hubiera caído en desuso entre nuestros ancestros simiescos. Vemos, por tanto, que no puede analizarse la sexualidad humana ni el papel que ha desempeñado en nuestro advenimiento a la categoría de humanos sin entrar a considerar en detalle la ciencia del adulterio.
La información relativa a la incidencia del adulterio proviene en su mayor parte de investigaciones en las que se entrevistaba a los sujetos del estudio acerca de sus hábitos sexuales, y no del análisis de los grupos sanguíneos de los bebés. Desde la década de 1940, el mito de que la infidelidad marital era la excepción en Estados Unidos ha sido públicamente desmontado por una larga sucesión de estudios, entre los que el pionero fue el informe Kinsey. A pesar de todo, todavía hoy, en la supuestamente liberada década de 1990, el adulterio sigue suscitando reacciones muy ambivalentes. El adulterio excita las pasiones y ninguna serie de televisión podría atraer grandes audiencias si no contara con ese ingrediente; además, es uno de los temas favoritos de los chistes. Ahora bien, tal como señaló Freud, el humor es uno de los recursos típicos para enfrentarse a los temas más dolorosos. En el curso de la historia, pocos factores han rivalizado con el adulterio como causa de asesinatos y sufrimientos. No es posible abordar este tema con absoluta seriedad, como tampoco lo es no indignarse ante las sádicas instituciones mediante las que las diversas sociedades han intentado controlar las relaciones sexuales extramaritales.
¿Qué es lo que mueve a una persona casada a buscar o a evitar el adulterio? Los científicos han formulado teorías sobre lo divino y lo humano, por lo que no debe ser motivo de sorpresa que haya una teoría sobre las relaciones sexuales extramaritales (RSE en abreviatura, que no debe confundirse con RSP, es decir, relaciones sexuales prematrimoniales, ni con el síndrome premenstrual, SPM). El problema de las RSE no puede plantearse en muchas especies animales por el sencillo motivo de que en ellas no existe el vínculo matrimonial. Tomemos a modo de ejemplo el caso de los monos de Gibraltar, entre los que las hembras en celo copulan promiscuamente con cualquier macho de la manada, a un ritmo medio de una copulación cada diecisiete minutos. No obstante, algunas especies de mamíferos, y la mayoría de las aves, optan por el «matrimonio», es decir, el macho y la hembra establecen un vínculo duradero de pareja con objeto de consagrarse a la crianza y a la protección de su prole. Una vez que existe el matrimonio, también se da la posibilidad de que surja lo que los sociobiólogos denominan eufemísticamente «búsqueda de una estrategia reproductora mixta» (en abreviatura, ERM), lo que en lenguaje coloquial significa compatibilizar el matrimonio con las relaciones sexuales extramaritales.
Los animales que establecen vínculos duraderos de pareja muestran actitudes muy diversas en cuanto a la mezcla de estrategias reproductoras. No se conocen casos de RSE entre los pequeños simios denominados gibones, mientras que los ánsares nivales las practican con regularidad. Las sociedades humanas también son diferentes en este aspecto, aunque cabe sospechar que ninguna es equiparable a la de los fieles gibones. Con objeto de dar cuenta de estas variaciones, los sociobiólogos han recurrido a la teoría del juego, que contempla la vida como una competición evolutiva en la que los ganadores son aquellos individuos que dejan tras de sí un número mayor de descendientes vivos.
Las reglas del juego son establecidas por la ecología y la biología reproductiva de cada especie. El problema consiste en descubrir qué estrategia tiene más probabilidades de salir vencedora, ya sea la estricta fidelidad, la promiscuidad sin trabas o una estrategia mixta. Un punto que debe dejarse bien sentado desde el principio es que este enfoque sociobiológico, que ha demostrado ser fructífero a la hora de comprender el adulterio entre los animales, posee, en el caso del adulterio entre los humanos, unas implicaciones explosivas, en las qué nos detendremos más adelante.
Lo primero que se advierte al pensar en la competición evolutiva es que la mejor estrategia no es la misma en el caso de los machos y las hembras de todas las especies. Esto se debe a dos diferencias radicales en la biología reproductiva de ambos sexos, la primera relacionada con el mínimo esfuerzo necesario para la reproducción y la segunda con el riesgo de que la pareja sea infiel. A continuación examinaremos estas diferencias, tristemente conocidas por todos.
En el caso de los hombres, el mínimo esfuerzo necesario para engendrar un hijo es el acto de la copulación, que constituye un breve gasto de tiempo y energía. Un hombre tiene capacidad biológica para fecundar a una mujer un día y a otra al día siguiente. Para las mujeres el caso es muy distinto, puesto que el mínimo esfuerzo necesario consiste en la copulación, el embarazo y (a lo largo de casi toda la historia de la humanidad) varios años de crianza; es decir, se trata de un compromiso que consume enormes cantidades de energía y tiempo. En consecuencia, el hombre tiene la capacidad potencial de concebir muchos más hijos que la mujer. Un viajero del siglo pasado que pasó una semana en la corte de Nizam de Hyderabad, un potentado indio polígamo, contó que cuatro de las mujeres de Nizam dieron a luz en un plazo de ocho días, y que para la semana siguiente estaban previstos nueve nacimientos más. La marca más alta en cuanto al número de hijos es de ochocientos ochenta y ocho en el caso de los hombres, y corresponde al emperador de Marruecos Mulay Ismail el Sediento de Sangre, en tanto que la de las mujeres se sitúa en sesenta y nueve hijos, la prole de una moscovita del siglo pasado especializada en tener trillizos. Mientras que pocas mujeres han superado la cifra de veinte hijos, esta no representa ningún reto para algunos hombres de las sociedades poligínicas.
A raíz de esta diferencia biológica, el hombre puede sacar mucho mayor provecho de las RSE y de la poligamia que la mujer si el único criterio empleado es el número de hijos nacidos. (Aviso a las lectoras que están a punto de arrojar el libro con furia y a los lectores que ya se disponen a dar vítores: sigan leyendo, aún queda mucho por decir sobre las RSE). Las estadísticas referentes a las RSE humanas son difíciles de conseguir, pero no así las relativas a la poligamia. En la única sociedad poliándrica de la que he podido recabar información, los tre-ba del Tíbet, las mujeres con dos maridos tienen por término medio menos hijos que las monógamas. En contraste, los varones mormones del Estados Unidos decimonónico obtenían grandes beneficios de la poliginia: el promedio de hijos de los hombres casados con una sola mujer era de siete, mientras que el de los casados con dos mujeres era de dieciséis, y el de los que teman tres mujeres de veinte. Considerados como grupo, los varones mormones poligínicos tenían por término medio 2,4 mujeres y quince hijos, y esas cifras se situaban en cinco mujeres y veinticinco hijos en el caso de los líderes religiosos. De modo similar, en el pueblo temne de Sierra Leona, de costumbres poligínicas, el promedio de hijos de un hombre pasa de 1,7 a siete cuando el numero de mujeres aumenta de una a cinco.
La segunda asimetría sexual relevante para las estrategias de apareamiento se refiere a la posibilidad de saber con certeza que los hijos putativos son realmente hijos biológicos. Un animal al que se consiga engañar para que crie a unos hijos que no son suyos es un perdedor del juego de la evolución, derrotado por el jugador que es el verdadero padre. Salvo en el supuesto de que se produzca un error en la incubadora del hospital donde una mujer ha dado a luz, la madre no puede ser engañada en este aspecto, ya que ve cómo su hijo nace de su cuerpo. Tampoco cabe engañar a los machos en el caso de las especies que practican la fecundación externa (es decir, la fecundación del huevo fuera del cuerpo de la hembra). Por ejemplo, en algunas especies de peces, el macho observa cómo la hembra pone huevos y de inmediato deposita esperma en esos huevos y los recoge para cuidarlos, seguro de su paternidad. Sin embargo, los hombres y los machos de otras especies que practican la fecundación interna —fecundación del óvulo dentro del cuerpo de la hembra— pueden ser engañados con facilidad. Todo lo que sabe el padre putativo es que su esperma entró en el cuerpo de la madre y que, con el paso de1 tiempo, esta tuvo un hijo. Solo la observación de la hembra a lo largo de todo el período fértil sirve para descartar la posibilidad de que el esperma de otro macho también se haya abierto camino en su interior y sea el verdadero responsable de la fecundación.
Una solución extrema para esta simple asimetría es la que se empleaba en otros tiempos en la sociedad nayar del sur de la India. Los nayar permitían que las mujeres casadas tomaran cuantos amantes quisieran a la vez o sucesivamente y, en consecuencia, los maridos carecían de toda certeza sobre la paternidad. Con objeto de poner el mejor remedio posible a una situación desventajosa, el hombre nayar no cohabitaba con su mujer ni se ocupaba de sus supuestos hijos, sino que vivía con sus hermanas y cuidaba de los hijos que ellas tuvieran; con sus sobrinos tenía, cuando menos, la seguridad de compartir una cuarta parte de los genes.
Teniendo en mente estos dos hechos básicos de la asimetría sexual, podemos pasar a analizar qué estrategias son mejores en el juego de la evolución, y en qué caso resultan fructíferas las RSE. Vamos a examinar tres estrategias de juego de complejidad creciente.
Estrategia de juego n.º1. El hombre no debe despreciar ninguna oportunidad de entablar RSE, con las que tiene poco que perder y mucho que ganar. Pensemos; en las condiciones de vida de los cazadores-recolectores que han prevalecido a lo largo de la mayor parte de la evolución de la humanidad, en las que, a lo sumo, una mujer podía criar a cuatro hijos en toda su vida. Gracias a una aventura extramarital, un hombre podía aumentar su descendencia de cuatro a cinco, un enorme aumento del 25 por ciento por tan solo unos minutos de trabajo. ¿Qué puede objetarse a este razonamiento pasmosamente ingenuo?
Estrategia de juego n.º 2. Un minuto de reflexión bastará para poner al descubierto el error básico de la estrategia de juego n.º 1, a saber: solo tiene en cuenta los beneficios potenciales de las RSE para los hombres, omitiendo sus costes potenciales. Entre los costes obvios pueden señalarse los siguientes: el riesgo de ser descubierto y herido o asesinado por el marido de la mujer que se ha buscado como compañera de las RSE; el peligro de ser abandonado por la propia esposa; el riesgo de que la esposa aproveche el tiempo que el marido dedica a las RSE para, a su vez, serle infiel, y el peligro de hacer sufrir a los hijos ilegítimos al no ocuparse de ellos. Así pues, de acuerdo con la estrategia de juego n.º 2, el casanova en potencia, como un inversor hábil, debería orientarse a maximizar sus ganancias y a minimizar sus pérdidas. ¿Qué razonamiento puede responder a una lógica más impecable?
Estrategia de juego n.º 3. Si un hombre es lo bastante torpe como para darse por satisfecho con la estrategia de juego n.º 2, podemos estar seguros de que no ha hecho una proposición de RSE o RSP en su vida. O lo que es peor, en su torpeza, ese hombre nunca se habrá detenido a pensar en las estadísticas sobre las relaciones heterosexuales, las cuales ponen de manifiesto que a cada RSE a la que se entrega un hombre corresponde una RSE de una mujer (o al menos, una RSP). Las estrategias n.º 1 y 2 tienen el mismo punto débil: no toman en consideración las estrategias de las mujeres, y de ese modo cualquier maniobra masculina está abocada al fracaso. Así pues, para superar este obstáculo, la estrategia n.º 3 debe combinar el punto de vista masculino y el femenino. Ahora bien, dado que a una mujer le basta con tener un marido para realizar al máximo su potencial reproductor, ¿qué atractivo pueden tener para las mujeres las RSE o las RSP? Esta cuestión, que ha puesto a prueba el ingenio de los varones potencialmente adúlteros de toda la historia, mantiene sumidos en la perplejidad a los sociobiólogos de la generación actual con un interés en las RSE puramente teórico.
Antes de proseguir con el análisis teórico de la estrategia de juego n.º 3, necesitamos recabar datos empíricos rigurosos sobre las RSE. Habida cuenta de la escasísima fiabilidad de los resultados de los estudios sobre los hábitos sexuales de las personas, acudiremos en primer lugar a las investigaciones recientes sobre las aves que anidan en parejas y forman grandes colonias. El sistema de apareamiento de estos animales —y no el de nuestros parientes más próximos, los simios— es el que más se asemeja al humano. En comparación con los humanos, las aves plantean el problema de que es imposible interrogarlas sobre los motivos que las impulsan a mantener RSE; ahora bien, como las respuestas sobre este tema casi nunca se atienen a la verdad, no hay que conceder mayor importancia a este punto. La gran ventaja que las aves ofrecen al investigador interesado en las RSE es que es posible reunirlas en una colonia, apostarse en las cercanías y, mediante una observación exhaustiva de cientos de horas, determinar con exactitud quién hace qué y con quién. Que yo sepa, no se dispone de una información de tal índole sobre ninguna población humana de grandes dimensiones.
Las principales observaciones recientes sobre el adulterio entre las aves se han basado en cinco especies de garzas, gaviotas y ánsares. Las cinco especies anidan en densas colonias compuestas por parejas de machos y hembras que son nominalmente monógamas. Sin la colaboración de su pareja, un ave no podría criar a sus polluelos, puesto que al ir a buscar comida, dejaría el nido desprotegido y en peligro de ser destruido. Por otro lado, los machos tampoco son capaces de alimentar y proteger a dos familias simultáneamente. En consecuencia, algunas normas básicas de la estrategia de apaleamiento utilizada en estas colonias de aves son las siguientes: la poligamia está prohibida; la copulación no tiene sentido en el caso de una hembra no emparejada, a no ser que no tarde en conseguir un compañero que se ocupe de su nidada; sin embargo, que un macho fecunde a escondidas a la compañera de otro macho sí es una estrategia viable.
La primera investigación tuvo como objeto de estudio a las garzas azules grandes y a las garcetas grandes de Hog Island, en Texas. Los machos de estas especies construyen un nido y se instalan en él para cortejar a las hembras que acuden a verlos. Llega el momento en que un macho y una hembra se aceptan mutuamente y copulan mías veinte veces. Una vez realizada la puesta, la hembra abandona el nido y dedica casi todas las horas de luz solar a alimentarse, mientras el macho permanece de guardia en el nido. Ya en el primer o segundo día de cohabitación, el macho suele retomar la costumbre de cortejar a las hembras que se ponen a su alcance cuando su pareja se alela del nido para buscar comida, pero ello no resulta en RSE. La semiinfidelidad del macho parece constituir una suerte de «seguro contra el divorcio», orientado a alistar a una hembra de recambio para la eventualidad no descartable de que su compañera le abandone (lo que ocurrió en el 20 por ciento de los casos estudiados). La hembra «de recambio» entabla la relación de cortejo por pura ignorancia, ya que está a la búsqueda de un compañero y no tiene modo de saber que el macho ya está emparejado hasta que la compañera regresa (a intervalos frecuentes) y la espanta. Con el tiempo, el macho se convence de que no va a ser abandonado y deja de cortejar a otras hembras.
En el segundo estudio, basado en las garcetas azules pequeñas del Mississippi, la conducta que podría considerarse como un seguro contra el divorcio alcanzaba mayores extremos. Se descubrieron sesenta y dos casos de RSE, en su mayor parte entre una hembra que estaba en su nido y un macho de algún nido de la vecindad que aprovechaba las ausencias del compañero. En un principio, la mayoría de las hembras se resistían, pero terminaban por ceder; en el caso de algunas hembras, la frecuencia de las RSE era mayor que la del intercambio sexual con su pareja. Con objeto de reducir el riesgo de que su compañera le fuera infiel, el macho adúltero empleaba el menor tiempo posible en alimentarse, volvía con frecuencia a su nido para controlar a su pareja y no se alejaba más allá de los nidos de la vecindad en sus excursiones extramaritales. El momento escogido para las RSE solía ser aquel en que la hembra no había concluido el período de puesta y aún podía ser fecundada. No obstante, el tiempo dedicado a las copulaciones adúlteras era menor que el de las maritales (por término medio, ocho segundos en lugar de doce), lo que reducía las probabilidades de procrear y resultaba en el abandono de la mayoría de los nidos donde se desarrollaban las RSE.
En el caso de las gaviotas argénteas del lago Michigan pudo observarse que el 35 por ciento de los machos mantenían RSE. Este porcentaje es casi equivalente al 32 por ciento correspondiente a los maridos estadounidenses jóvenes según un estudio publicado por la Playboy Press en 1974. Sin embargo, notorias diferencias distinguen el comportamiento de las gaviotas hembras del de las mujeres. En tanto que, siempre de acuerdo con el estudio de la Playboy Press, el 24 por ciento de las jóvenes esposas estadounidenses mantienen RSE, todas las gaviotas hembras que vivían en pareja rechazaron virtuosamente las insinuaciones de los machos adúlteros y nunca se aproximaron a los machos de sus alrededores en ausencia de su compañero. Todos los casos de RSE tuvieron lugar con hembras no emparejadas que practicaban las RSP. Con objeto de disminuir el riesgo de que su pareja fuera infiel, el macho dedicaba más tiempo a espantar a los intrusos del nido cuando la hembra estaba en período fértil; en cuanto a los métodos empleados para inducir a su compañera a guardarle fidelidad mientras él se dedicaba a sus correrías, el secreto consistía —como en el caso de algunos hombres casados que practican una estrategia reproductora mixta— en alimentarla diligentemente y copular a menudo siempre que estaba receptiva.
Los últimos datos rigurosos de los que disponemos se refieren a los ánsares nivales de Manitoba. Tal como en el caso de las garcetas azules pequeñas, las RSE de los ánsares nivales suelen producirse cuando un macho se aproxima a un nido cercano donde la hembra, que en un principio se resiste, está sola; la ausencia de su compañero suele deberse a que también él está a la caza de RSE. Parecería, a primera vista, que las ganancias del macho no superan sus pérdidas, pero, en realidad, los ánsares son inteligentes y permanecen de guardia junto a su compañera durante todo el período de la puesta. (En presencia de su pareja, una hembra fértil recibe la mitad de proposiciones que en su ausencia). Solo cuando la hembra termina de poner los huevos, emprende el macho sus aventuras, habiendo asegurado su paternidad en casa.
Estas investigaciones ornitológicas ilustran la pertinencia de emplear una aproximación científica a la cuestión del adulterio. Sus conclusiones han puesto de manifiesto una serie de sofisticadas estrategias empleadas por los machos adúlteros para jugar a dos bandas, asegurándose la paternidad de su prole a la vez que siembran su semilla en casas ajenas. Esas estrategias incluyen el cortejo de hembras no emparejadas para conseguir un «seguro contra el divorcio» cuando todavía no han adquirido confianza en la fidelidad de su pareja; la vigilancia de la propia pareja en los períodos fértiles; alimentar copiosamente a la pareja y copular con ella a menudo con objeto de inducirla a guardarle fidelidad cuando está ausente, y asediar a las parejas de otros machos de la vecindad cuando están en peí iodo fértil y la propia compañera no lo está. No obstante, ni siquiera estas valiosas aplicaciones de la metodología científica permiten dilucidar si las RSE reportan algún beneficio a las hembras y, en tal caso, cuál puede ser. Podría responderse, por ejemplo, que las garzas hembras que han sufrido un abandono pueden recurrir a las RSE para buscar un nuevo compañero. Otra posible respuesta es que las gaviotas hembras que no tienen pareja y viven en colonias con escasez de machos pueden ser fecundadas a través de las RSP y después intentar criar a sus polluelos con ayuda de otra hembra en situación similar.
La limitación fundamental de las investigaciones sobre las colonias de aves es que, por lo general, las hembras parecen participar a regañadientes en las RSE. Si queremos comprender un papel femenino más activo, no queda otra alternativa que la de recurrir a estudios realizados con seres humanos, aunque estén lastrados por los problemas que emanan de las variaciones culturales, del sesgo di hielo al criterio del observador y de la dudosa fiabilidad de las respuestas de las encuestas.
En las conclusiones de las investigaciones comparativas realizadas con hombres y mujeres de diversas culturas del mundo suelen estar implícitas las siguientes diferencias: los hombres son más proclives a las RSE que las mujeres; los hombres demuestran mayor interés en tener relaciones sexuales con distintas compañeras por el simple motivo de que en la variación está el gusto; entre los motivos que impulsan a las mujeres a mantener RSE, los más frecuentes son el desamor de su marido y/o el deseo de entablar otra relación duradera, los hombres son menos selectivos que las mujeres a la hora de tener una relación sexual pasajera. Por ejemplo, entre las tribus montañesas de Nueva Guinea con las que trabajo, los hombres alegan que les interesan las RSE porque las relaciones con su mujer (o incluso mujeres, en el caso de los polígamos) siempre terminan por resultar aburridas, en tanto que las mujeres que mantienen RSE suelen hacerlo porque su marido no las satisface sexualmente (debido, por ejemplo, a su avanzada edad). En los cuestionarios que varios cientos de jóvenes estadounidenses rellenaron para una agencia informatizada de concertación de citas, las mujeres expresaron unos criterios más concretos con respecto a su pareja preferida que los hombres, y fue así en casi todos los aspectos, ya se tratase de la inteligencia, el estatus, la habilidad para bailar, la religión, la raza u otros. La única categoría en la que los hombres demostraron ser más selectivos que las mujeres fue el atractivo físico. Después de la primera cita, hombres y mujeres rellenaban un cuestionario «postinformativo»; el análisis de estos datos reveló que el porcentaje de hombres que expresaban una fuerte atracción romántica hacia la pareja seleccionada por ordenador superaba al de las mujeres en un 250 por ciento de los casos. La conclusión es que las mujeres eran más selectivas y los hombres menos exigentes en sus reacciones ante la pareja.
La pretensión de obtener una respuesta sincera a las preguntas sobre las actitudes hacia las RSE está a todas luces poco fundamentada. No obstante, las actitudes también se expresan mediante las leyes y costumbres. En concreto, dos rasgos hipócritas y sádicos generalizados en las sociedades humanas emanan de dos dificultades básicas a las que se enfrentan los hombres en su búsqueda de RSE. En primer lugar, el hombre que aspira a mantener RSE intenta lugar a dos bandas: quiere obtener placer sexual con las mujeres de otros hombres a la vez que impide que otros hombres disfruten de su mujer (o mujeres). En consecuencia, es inevitable que unos hombres se beneficien a expensas de otros. En segundo lugar, el miedo a la infidelidad, tan frecuente entre los hombres, posee, como ya se ha dicho, una base biológica real.
La legislación relativa al adulterio ofrece un ejemplo claro de la manera en que los hombres han intentado resolver estos dos dilemas. Hasta hace poco, esa legislación —ya fuera hebrea, egipcia, romana, azteca, musulmana, africana, china, japonesa o de otras culturas— ha sido esencialmente asimétrica. Su único propósito consiste en otorgar confianza en la paternidad de los hijos al hombre casado. De tal suerte, define el adulterio en función del estatus marital de la mujer adúltera, considerando que el del hombre adúltero es irrelevante. Si una mujer casada mantiene RSE, se considera que ha cometido un delito contra su marido, que, por lo común, tiene derecho a recibir una compensación, que puede ser una venganza violenta o el divorcio con la condición de que le reembolsen el precio de la novia. Por el contrario, las RSE mantenidas por un hombre casado no se consideran un delito contra su esposa; ahora bien, si su compañera de adulterio está casada, el acto constituye un agravio para su marido; si no está casada, el agravio afectará a su padre o a sus hermanos (dado que el adulterio hará disminuir el precio que puedan pedir para casarla).
En 1810 se promulgó en Francia la primera ley de la historia que penalizaba la infidelidad masculina; esa ley se limitaba a prohibir que un hombre casado acogiera en su casa conyugal a una concubina sin el consentimiento de su esposa. Las leyes que penalizan el adulterio masculino y la adopción de un criterio casi equitativo para ambos sexos representan una novedad surgida en los últimos ciento cincuenta años. Incluso hoy día, los fiscales, jueces y jurados de Estados Unidos e Inglaterra acostumbran a tratar con benevolencia a los maridos que han asesinado a su esposa o al amante al descubrirles in acto flagrante, acusándoles de homicidio involuntario o incluso concediéndoles la absolución.
El sistema más refinado para garantizar la paternidad tal vez haya sido el que impusieron los emperadores chinos de la dinastía T’ang. Un grupo de damas de la corte se ocupaba de registrar por escrito las fechas de la menstruación de los cientos de esposas y concubinas del emperador, de tal modo que este podía copular con cada una de sus mujeres en la fecha más propicia para que quedase embarazada. Las fechas del intercambio sexual también se anotaban y, a modo de registro complementario, se marcaban con un tatuaje indeleble en el brazo de la mujer y en un aro de plata que se le colocaba en la pierna izquierda. Ni que decir tiene que los métodos empleados para evitar la entrada al harén de cualquier hombre que no fuese el emperador se caracterizaban por la misma meticulosidad.
En otras culturas, los hombres han recurrido a métodos menos complicados, pero incluso más repulsivos, para garantizar la paternidad. Esos métodos se orientan a limitar el acceso sexual a las esposas, e incluso a las hijas y hermanas, puesto que siempre puede exigirse una dote más elevada si se entrega en matrimonio a una virgen con todas las garantías. Entre las medidas relativamente benignas se incluyen la costumbre de escudar a las mujeres siempre que están en público y la de confinarlas al aislamiento. Al mismo propósito sirve el código de «honor» generalizado en los países mediterráneos (cuya traducción es: yo puedo mantener RSE, pero tú no porque solo son una ofensa para mi honor). Entre las medidas más radicales pueden mencionarse las brutales mutilaciones eufemística y equívocamente denominadas «circuncisión femenina»: esta costumbre consiste en extirpar el clítoris o la mayor parte de los genitales externos de la mujer con objeto de reducir su interés en el sexo, ya sea marital o extramarital. Los hombres deseosos de cerciorarse de la fidelidad de sus esposas inventaron la infibulación, que consiste en suturar los labios mayores de la mujer hasta cerrarlos casi por completo de modo que el intercambio sexual se convierta en un imposible. A una mujer a la que se le ha practicado la infibulación se la puede devolver a la normalidad en el momento del parto o para fecundarla de nuevo después de que haya destetado a su último hijo, e infibularla otra vez cuando el marido emprende un largo viaje. En la actualidad, la circuncisión femenina y la infibulación siguen practicándose en veintitrés países, desde África, pasando por Arabia Saudí, hasta Indonesia.
Cuando la legislación sobre el adulterio, los registros imperiales y las medidas de fuerza no bastan para garantizar la paternidad, el asesinato se plantea como último recurso. Los estudios criminológicos realizados en numerosas ciudades de Estados Unidos y en otros muchos países han revelado que los celos sexuales son una de las causas más comunes de los homicidios. Por lo general, el homicida es el marido y la víctima la esposa adúltera o su amante; y también es frecuente que el amante mate al marido. La tabla de la página 139 recoge las cifras correspondientes a los asesinatos cometidos por este motivo en Detroit durante el año 1972. Hasta que la formación de los estados políticos centralizados no proporcionó a los soldados motivos más elevados para matarse, los celos sexuales fueron uno de los factores que más guerras provocaron en la historia de la humanidad. Paris, al seducir (raptar y violar) a Helena, la esposa de Menelao, desencadenó la guerra de Troya. En las zonas montañosas de la Nueva Guinea actual solo las disputas sobre la propiedad de los cerdos pueden equipararse a las rivalidades sexuales como factores desencadenantes de enfrentamientos armados.
La asimétrica legislación sobre el adulterio, el tatuaje de las mujeres después de la inseminación, el virtual confinamiento de las mujeres y la mutilación de los genitales femeninos son conductas exclusivas de la especie humana, tan definitorias de la humanidad como pueda serlo la invención del alfabeto. Más exactamente, son nuevos métodos empleados por los hombres para cumplir el antiguo objetivo evolutivo de facilitar la transmisión de sus genes. Entre los demás métodos orientados a este propósito hay algunos muy antiguos y que compartimos con los animales; así, por ejemplo, el asesinato por celos, el infanticidio, la violación, la guerra intergrupal y el propio adulterio. En tanto que entre los humanos la infibulación se practica cosiendo la vagina de la mujer, los machos de otras especies consiguen el mismo objetivo taponando la vagina de la hembra después de copular con ella.
Los sociobiólogos han avanzado considerablemente en la comprensión de las notables diferencias que distinguen a las especies animales en estos aspectos. Gracias a las investigaciones recientes, puede afirmarse con seguridad que la selección natural ha llevado a los animales a desarrollar conductas orientadas, como algunas estructuras anatómicas, a maximizar su descendencia. Muy pocos científicos ponen hoy en duda que la selección natural ha moldeado la anatomía humana. Sin embargo, ninguna teoría ha desatado disputas tan agrias entre mis colegas biólogos como la que afirma que la selección natural también ha moldeado la conducta social humana. En este capitulo se han examinado comportamientos que en las sociedades occidentales se tienen por aberraciones, y algunos biólogos no solo se sienten ofendidos por tales comportamientos, sino también por las explicaciones sociobiológicas que pretenden dar cuenta de su evolución; desde su punto de vista, «explicar» un comportamiento se aproxima peligrosamente a justificarlo.
Distribución de los asesinatos motivados por celos sexuales en Detroit (USA) en 1972.
Total: 58 asesinatos
47 asesinatos desencadenados por hombres celosos:
16 casos: un hombre celoso mata a la mujer infiel.
17 casos: un hombre celoso mata a su rival.
9 casos: un hombre celoso muere a manos de la mujer acusada.
2 casos: un hombre celoso es asesinado por los parientes de la mujer acusada.
2 casos: un hombre celoso mata a su amante homosexual que le ha sido infiel.
1 caso: un hombre celoso mata accidentalmente a un testigo inocente.
11 asesinatos desencadenados por mujeres celosas:
6 casos: una mujer celosa mata a un hombre infiel.
3 casos: una mujer celosa mata a su rival.
1 casos: una mujer celosa muere a manos del hombre acusado.
Al igual que la física nuclear y cualquier otra área de conocimiento, los avances de la sociobiología pueden explotarse con fines erróneos. Aunque en la historia de la humanidad nunca han faltado pretextos para justificar los malos tratos y los asesinatos, desde que Darwin formulo la teoría de la evolución, las hipótesis evolutivas se han puesto en numerosas ocasiones al servicio de causas violentas. Las explicaciones sociobiológicas de la sexualidad humana podrían verse, asimismo, como intentos de justificar la explotación de las mujeres por parte de los hombres, tal como en otros tiempos se esgrimieron argumentaciones biológicas con el fin de justificar los malos tratos de los blancos a los negros o de los nazis a los judíos. En las críticas lanzadas contra la sociobiología por algunos biólogos se manifiestan dos temores recurrentes: que demostrar los fundamentos evolutivos de los comportamientos crueles sirva para justificarlos, y que poner de manifiesto la base genética de una conducta vuelva fútiles los intentos de modificarla.
Desde mi punto de vista, esos dos temores están infundados. Por lo que respecta al primero, es perfectamente legítimo pretender comprender los orígenes de un fenómeno al margen de que se le considere un rasgo admirable o deleznable. La mayoría de los libros que analizan las motivaciones de los asesinos no aspiran a justificar el asesinato, sino, muy al contrario, a comprender sus causas para poder prevenirlo. En cuanto al segundo temor, hay que decir que no somos meros esclavos de los rasgos resultantes de la evolución, ni siquiera de los que adquirimos genéticamente. La civilización actual ha tenido éxitos notables en la represión de algunos comportamientos practicados en otros tiempos, como el infanticidio. Uno de los objetivos básicos de la medicina moderna es paliar los efectos de los genes y microbios perniciosos, por mucho que hayamos comprendido que es natural que esos genes y microbios tiendan a aniquilarnos. Así pues, los argumentos contrarios a la infibulación no tendrían por qué derrumbarse aun cuando se demostrara que esa costumbre resultaba genéticamente ventajosa para los hombres que la practicaban, pues nuestra condena de esa costumbre se funda en que mutilar a un ser humano es éticamente reprobable.
Aunque el enfoque sociobiológico haya demostrado su utilidad como medio de comprender el contexto evolutivo de la conducta social humana, no es conveniente abusar de esta perspectiva. El objetivo de todas las actividades humanas no puede reducirse a la producción de descendencia, pues, una vez que la cultura se hubo consolidado, fue desarrollando nuevos fines. Hoy día, numerosas personas se plantean la conveniencia de tener hijos y no pocas optan por dedicar su tiempo y su energía a otras actividades. En mi opinión, los análisis evolutivos son muy apropiados cuando se trata de comprender el origen de las costumbres sociales de los humanos, pero distan mucho de ser la única metodología adecuada para entender las costumbres actuales.
En resumen, los humanos, como los demás animales, hemos evolucionado para salir vencedores de la competición orientada a dejar el mayor número posible de descendientes. Esa estrategia de juego sigue estando vigente en buena medida, pero a la vez hemos decidido perseguir objetivos éticos que pueden entrar en conflicto con los propósitos y métodos de la competición entablada en torno a la reproducción. Y la posibilidad de elegir entre distintos objetivos es, precisamente, uno de los rasgos básicos que distinguen a los humanos de los demás animales.