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El gran salto adelante
Durante la mayor parte de los muchos millones de años transcurridos desde que el linaje humano se separó del de los simios, los humanos hemos sido, a juzgar por nuestro modo de vida, poco más que chimpancés elevados de categoría. Hace tan solo cuarenta mil años, la zona occidental de Europa aún estaba habitada por los hombres de Neanderthal, seres primitivos para los que el arte y el progreso apenas existían. Más adelante se produjo un súbito cambio en el momento en que aparecieron en Europa seres humanos con una constitución anatómica plenamente evolucionada y que trajeron consigo el arte, los instrumentos musicales, la iluminación, el comercio y el progreso. En un breve lapso de tiempo, el hombre de Neanderthal se extinguió.
En Europa, el gran salto adelante fue seguramente consecuencia de un salto similar que ya se había producido, en el transcurso de algunas decenas de miles de años, en las zonas de Oriente Próximo y África. Pero incluso unas decenas de milenios no representan más que una fracción desdeñable (menos del 1 por ciento) de la larga historia independiente de la humanidad. Si es posible decir que hubo un momento concreto en la historia evolutiva de nuestra especie en el que por fin accedimos a la condición humana, ese momento fue el del salto adelante. A partir de entonces, bastaron con unas decenas de milenios para que los humanos llegaran a domesticar animales, a desarrollar la agricultura y la metalurgia y a inventar la escritura. No fue necesario mucho más para que surgieran los grandes logros de la civilización que distinguen a los humanos de los animales, abriendo un abismo que parecía insalvable; logros como la Mona Lisa y la Sinfonía Heroica, la torre Eiffel y el Sputnik, los hornos de Dachau y los bombardeos sobre Dresde.
En este capítulo se tratarán las cuestiones suscitadas por nuestro abrupto ascenso a la categoría de humanos. ¿Qué factores lo hicieron posible y por qué fue tan repentino? ¿Qué mantuvo a los neanderthales anclados en su atraso y cuál fue su destino? ¿Llegaron a encontrarse los hombres de Neanderthal y los seres humanos plenamente evolucionados? En tal caso, ¿cómo se comportaron unos con otros?
Comprender el gran salto adelante de la humanidad no es tarea sencilla, como tampoco lo es escribir sobre el tema. El testimonio más directo proviene de las características de los huesos fosilizados y los utensilios de piedra. Los estudios de los arqueólogos están plagados de términos oscuros para el resto de los mortales, tales como «toras occipital transversal», «arcos cigomáticos recesivos» y «cuchillos chatelperronienses reforzados». Las cuestiones que nos interesa comprender, es decir, el modo de vida y los atributos humanos de nuestros distintos ancestros, no se han conservado como tales, pero puede inferirse de la información técnica que nos aportan los huesos y los utensilios. Sin embargo, el testimonio se ha conservado en forma fragmentaria, y los de los arqueólogos suelen diferir en las interpretaciones que ofrecen sobre su significado. Puesto que los libros y artículos recogidos en las «Lecturas recomendadas» en las páginas 505-506 bastarán para satisfacer el interés de los lectores interesados en profundizar en el tema de los arcos cigomáticos recesivos, en este texto nos centraremos en las deducciones extraídas de los huesos y los útiles de piedra.
Con objeto de situar la evolución humana en una perspectiva temporal, conviene recordar que la vida en la Tierra se originó hace miles de millones de años y que los dinosaurios se extinguieron hace unos sesenta y cinco millones de años. Por otro lado, nuestros ancestros llegaron a diferenciarse de los gorilas y chimpancés entre los últimos seis y diez millones de años, de lo que se desprende que la historia humana constituye una porción insignificante de la historia de la vida. Las películas de ciencia ficción que presentan a los hombres de las cavernas huyendo de los dinosaurios no son más que lo que su nombre indica, ciencia ficción.
El antecesor común de los humanos, los chimpancés y los gorilas habitó en África, continente en el que aún están confinados los chimpancés y los gorilas, y donde el ser humano también lo estuvo durante millones de años. En un principio, nuestros antepasados habrían sido clasificados como una especie más entre los simios, pero una secuencia de tres cambios nos impulsó en dirección a la humanidad plenamente desarrollada. El primero de tales cambios se produjo aproximadamente hace cuatro millones de años; la estructura de las extremidades de nuestros ancestros, observable en los fósiles conservados, demuestra que a la sazón ya habían adoptado la postura erecta como modo habitual de locomoción. Por el contrario, los gorilas y los chimpancés solo andan erguidos en contadas ocasiones y, por lo general, avanzan a cuatro patas. La postura erecta liberó las extremidades anteriores para poder dedicarlas a otros propósitos, entre los cuales la construcción de herramientas resultó ser el principal.
El segundo cambio tuvo lugar hace unos tres millones de años, cuando nuestro linaje se dividió al menos en dos especies diferentes. Para comprender mejor lo que esto significa, pensemos en que los miembros de dos especies animales que pueblan la misma zona geográfica deben desempeñar distintos roles ecológicos y, por lo general, no se cruzan entre sí. Por ejemplo, los coyotes y los lobos, dos especies obviamente afines, ocupaban en muchos casos las mismas zonas de América del Norte hasta que los lobos fueron exterminados en la mayor parte de Estados Unidos. No obstante, los lobos son de mayor tamaño, sus presas más habituales son los grandes mamíferos, como los ciervos y los alces, y suelen vivir en grandes manadas, en tanto que los coyotes son de menor tamaño, cazan sobre todo pequeños mamíferos como los conejos y los ratones y, por lo general, viven en parejas o en grupos pequeños. Los coyotes suelen aparearse con coyotes y los lobos con lobos. En contraste, todas las poblaciones humanas existentes en la actualidad se han mezclado con todas las poblaciones con las que han mantenido un contacto generalizado. Las diferencias ecológicas entre los seres humanos son por completo el producto de la educación recibida en la infancia; entre los humanos no se da el caso de que unos niños nazcan con dientes afilados y adecuados para la caza del ciervo y otros con dientes apropiados para triturar alimentos y alimentarse de bayas silvestres, ni existen dos grupos que no se casen entre sí. En consecuencia, todos los humanos actuales pertenecen a la misma especie.
Sin embargo, en el pasado hubo quizá dos ocasiones en que el linaje humano se dividió en dos especies tan diferentes como puedan serlo los lobos y los coyotes. La más reciente de esas ocasiones, en la que nos detendremos más adelante, pudo ocurrir en la época en que se produjo el gran salto adelante. La primera ocasión tuvo lugar hace unos tres millones de años, cuando el linaje humano se dividió en dos: un hombre-simio de cráneo recio y molares muy grandes, supuestamente herbívoro y que suele recibir el nombre de Australopithecus robustus (es decir, «simio meridional robusto»), y un hombre-simio con una estructura craneal más liviana y muelas de menor tamaño, que hipotéticamente llevaría una dieta omnívora y que recibe el nombre de Australopithecus africanus («el simio meridional de África»), Este último hombre-simio evolucionó hasta dar lugar a otro tipo de homínido con el cerebro de mayor tamaño que se conoce por el nombre de Homo habilis («hombre hábil»). Ahora bien, los huesos fosilizados, que en opinión de algunos paleontólogos corresponden a los machos y hembras del Homo habilis, difieren en el tamaño del cráneo y de la dentadura hasta un punto que parece indicar otra división de nuestro linaje, la cual habría dado lugar a dos especies de tipo habilis: el Homo habilis propiamente dicho y un misterioso «tercer hombre». Vemos, por tanto, que hace dos millones de años había cuando menos dos, y posiblemente hasta tres, especies de seres protohumanos.
El tercero y último de los grandes cambios que convirtieron a nuestros ancestros en seres más semejantes a los humanos y más alejados de los simios fue el empleo habitual de herramientas de piedra. Se trata de un signo distintivo de la humanidad con claros precedentes entre los animales; los pinzones carpinteros, los buitres de Egipto y las nutrias marinas se cuentan entre las especies animales que han evolucionado por separado hasta llegar a emplear herramientas para recolectar alimentos y procesarlos, si bien ninguna de esas especies depende de la utilización de herramientas tanto como los humanos actuales. Los chimpancés comunes también emplean herramientas, en ocasiones de piedra, pero no en número suficiente como para ensuciar su entorno. Hace unos dos millones y medio de años aparecieron abundantes utensilios de piedra, muy rudimentarios, en la zona del este de África habitada por los protohumanos. Puesto que había dos o tres especies de seres protohumanos, la primera pregunta que uno se plantea es quiénes fueron los artífices de esos utensilios. Es muy probable que fuera la especie que poseía una estructura craneana más ligera, puesto que tanto esa especie como los utensilios perduraron y evolucionaron.
FIGURA 2. Varias ramas del árbol genealógico humano se han extinguido, entre ellas las correspondientes al australopiteco robusto, al hombre de Neanderthal y, posiblemente, al misterioso «tercer hombre» y a una población asiática contemporánea de los neanderthales. Algunos descendientes del Homo habilis sobrevivieron y evolucionaron hasta convertirse en los humanos actuales. Con objeto de distinguir los fósiles de este linaje en sus diversos estadios evolutivos se han clasificado de modo un tanto arbitrario en Homo habilis, Homo erectus, cuya historia comienza hace unos 1,7 millones de años, y Homo sapiens, que comienza su andadura hace unos quinientos mil años. A. significa Australopithecus, y H. Homo.
Dado que en la actualidad sobrevive una única especie humana cuando hace algunos millones de años existían dos o tres, es evidente que una o dos especies se extinguieron. ¿Cuál fue nuestro antecesor, qué especies terminaron arrumbadas en el basurero de la evolución, en qué momento se extinguieron? El Homo habilis, de cráneo liviano, salió triunfante de la contienda y continuó desarrollando el tamaño de su cerebro y de su cuerpo. Place aproximadamente un millón setecientos mil años había evolucionado lo suficiente como para que los antropólogos estimen conveniente bautizar a nuestro ascendiente con un nombre nuevo, Homo erectus, que significa «hombre que camina erguido». (Dado que los fósiles del Homo erectus se descubrieron antes que cualquiera de los fósiles de mayor antigüedad a los que nos hemos referido hasta ahora, los antropólogos no pudieron advertir que no era el primer protohumano que adoptó la posición bípeda). El hombre-simio robusto desapareció hace algo más de un millón doscientos mil años, mientras que «el tercer hombre», en caso de que existiera, también debió de desaparecer en aquellos tiempos. La pregunta de por qué sobrevivió el Homo erectus y el hombre-simio robusto se extinguió nos adentra en el terreno de la especulación. Una respuesta plausible podría ser que el hombre-simio robusto no pudo competir con el Homo erectus, puesto que este último se alimentaba tanto de carne como de vegetales y, provisto de herramientas y de un cerebro mayor, era más eficiente incluso a la hora de proveerse de las plantas que constituían el sustento de su pariente más robusto. Asimismo, es posible que las prácticas depredadoras del Homo erectus fuesen directamente responsables de la caída de su pariente en el abismo del olvido.
Todos los sucesos examinados hasta ahora tuvieron lugar en el continente africano. La extinción de los demás protohumanos convirtió al Homo erectus en único protagonista protohumano del escenario africano. Hubieron de transcurrir milenios para que el Homo erectus finalmente ampliara sus horizontes hace unos once millones de años. Las herramientas de piedra que utilizaba y sus huesos demuestran que en primer lugar llegó a Oriente Próximo, y más adelante a Extremo Oriente (donde están representados por los famosos fósiles denominados Hombre de Pekín y Hombre de Java) y a Europa. El Homo erectus prosiguió evolucionando en dirección al hombre actual, mientras el cráneo se le iba redondeando y se le expandía el cerebro. Hace unos quinientos mil años, algunos de nuestros antepasados se asemejaban a la humanidad actual y diferían del Homo erectus primitivo hasta tal punto que ya se les puede clasificar dentro de nuestra propia especie (Homo sapiens, que significa «hombre sabio»), pese a que el espesor del cráneo y de los arcos superciliares fuera mayor en su caso.
Los lectores que no estén familiarizados con la historia evolutiva de la humanidad tenderán a suponer que la aparición del Homo sapiens constituyó el gran salto adelante. ¿Fue nuestro meteórico ascenso al estatus de sapiens, ocurrido hace medio millón de años, la brillante cúspide de la historia de la Tierra, cuando el arte y la tecnología sofisticada brotaron al fin en un planeta hasta entonces anodino? La respuesta es un rotundo no; la aparición del Homo sapiens no debe considerarse un acontecimiento señalado. Todavía tendrían que pasar cientos de miles de años para que surgieran las pinturas rupestres, las casas, los arcos y las flechas. Los utensilios de piedra continuaron siendo tan rudimentarios como los que el Homo erectus venía construyendo desde hacía casi un millón de años. El crecimiento del tamaño cerebral del Homo sapiens primitivo no tuvo efectos notables en el modo de vida de la humanidad. El cambio cultural se produjo a un ritmo infinitesimal durante el largo período de expansión del Homo erectus y del Homo sapiens primitivo por territorios no africanos. Tanto es así que el único hecho digno de considerarse un gran avance fue posiblemente el dominio del fuego, del que dan testimonio las cenizas, el carbón y los huesos calcinados hallados en las cuevas donde habitaba el Hombre de Pekín. E incluso ese avance —en el supuesto de que los fuegos encendidos en las cuevas fueran realmente obra del hombre y no de los rayos— tendría que apuntarse en el haber del Homo erectus y no del Homo sapiens.
La aparición del Homo sapiens ilustra la paradoja examinada en el capítulo anterior, el hecho de que nuestro ascenso a la categoría de humanos no fuera directamente proporcional a los cambios ocurridos en nuestros genes. El avance del Homo sapiens primitivo por la ruta que le separaba de la condición simiesca se materializó más en los aspectos anatómicos que en los logros culturales. Aún habían de añadirse algunos ingredientes cruciales para que el tercer chimpancé fuera capaz de concebir una obra como los frescos de la Capilla Sixtina.
¿Cómo fue el modo ele vida de nuestros ascendientes durante el millón y medio de años transcurridos entre la aparición del Homo erectus y la del Homo sapiens?
Las únicas herramientas de este período preservadas hasta nuestros días son útiles de piedra que, como mucho, pueden calificarse de rudimentarios, comparados con las hermosas herramientas de piedra pulimentada creadas en tiempos recientes por los polinesios, los amerindios y otros pueblos de la Edad de Piedra contemporánea. Las herramientas de piedra primitivas tienen diferentes formas y tamaños, diferencias en las que se han basado los arqueólogos para darles nombres como «hacha de mano», «cuchilla tajadera» y «hacha destral». Estos nombres ocultan el hecho de que, a diferencia de las agujas y lanzas creadas mucho tiempo después por el hombre de Cromagnon, ninguna de las herramientas primitivas posee una forma lo bastante clara o distintiva como para sugerir una función específica. El desgaste de las herramientas indica que se empleaban de diversos modos para cortar carne, huesos, pieles, madera y otras partes de las plantas. Ahora bien, al parecer se utilizaban indistintamente herramientas de las formas y tamaños más diversos para cortar cualquier material, lo que puede llevar a pensar que los nombres con que las designan los arqueólogos tal vez no sean más que divisiones arbitrarias en un continuo de formas pétreas.
La falta de vestigios también resulta reveladora en este sentido. Después del gran salto adelante surgieron muchos avances, como los útiles de hueso, las redes de cuerda y los anzuelos, todos ellos objetos desconocidos para el Homo erectus y el Homo sapiens primitivo. Probablemente, las herramientas de piedra primitivas se manejaban directamente con la mano, pues no hay signos indicativos de que se las montara en otros materiales con objeto de aumentar su fuerza de apalancamiento, como hoy día se montan las hojas de las hachas de acero en mangos de madera.
¿Qué alimentos conseguían nuestros antepasados con ayuda de esas herramientas rudimentarias y cómo los conseguían? Llegados a este punto, los libros de antropología suelen insertar un largo capítulo con un título del estilo de «el hombre cazador». En este aspecto, se hace hincapié en el hecho de que los mandriles, los chimpancés y otros primates cazan ocasionalmente pequeños vertebrados, mientras que los pueblos prehistóricos que han sobrevivido hasta hace pocos años, como por ejemplo los bosquimanos, se dedicaban a la caza mayor, y ese era también el caso del hombre de Cromagnon, tal como lo demuestra la abundante evidencia arqueológica. Ciertamente, no cabe poner en duda que la carne formaba parte de la dieta de nuestros ancestros de épocas remotas, tal como lo ponen de manifiesto las marcas dejadas por las armas de piedra en los huesos de sus presas y el desgaste de los utensilios de piedra que utilizaban para cortar la carne. La verdadera pregunta es: ¿cuántas piezas de gran tamaño cazaban nuestros antepasados? ¿Mejoraron gradualmente las técnicas de caza mayor a lo largo del último millón y medio de años o, por el contrario, hubo que esperar al gran salto adelante para que los animales grandes pasaran a formar una parte sustancial de la dieta humana?
La respuesta rutinaria de los antropólogos es que el ser humano tiene a sus espaldas una larga historia de caza mayor. La evidencia en que se basan procede de tres yacimientos arqueológicos habitados hace unos quinientos mil años: una cueva situada en Zhoukoudian, cerca de Pekín, donde se han hallado huesos y herramientas del Homo erectus (Hombre de Pekín) junto a huesos de animales, y dos yacimientos a cielo abierto situados en Torralba y Ambrona, en España, donde se descubrieron útiles de piedra junto a huesos de elefantes y de otros animales de gran tamaño. Por lo general, se presupone que las personas que crearon esos útiles de piedra fueron las mismas que dieron muerte a los animales y los transportaron hasta el lugar donde vivían para comerlos. Sin embargo, como en los tres yacimientos también se han encontrado huesos y restos fecales de hienas, cabe especular que fueron ellas las cazadoras y no los hombres. En especial, los huesos de los yacimientos españoles se asemejan más a la carroña que hoy día puede verse junto a las charcas de África, carcasas en mal estado, arrastradas hasta allí para lavarlas y rebañarlas, que a los restos desperdigados en los campamentos de cazadores humanos.
Así las cosas, sabemos que los seres humanos primitivos comían carne, pero no en qué cantidades ni tampoco si eran cazadores o simples carroñeros. No es hasta mucho después, hace unos cien mil años, cuando aparecen vestigios fiables indicativos de la capacidad para la caza del ser humano, y lo que demuestran esos vestigios es que nuestros antepasados continuaban empleando técnicas de caza mayor muy ineficaces; de ello debe deducirse que los cazadores de hace quinientos mil años y épocas anteriores eran aún más ineficaces.
El mito del hombre cazador está tan arraigado que resulta difícil dejar de creer que siempre tuvo mucha importancia. Hoy día, cazar un animal de gran tamaño se considera la máxima expresión de la virilidad. Atrapados en esta mitología, los antropólogos de sexo masculino gustan de acentuar el papel fundamental desempeñado por la caza mayor en la evolución humana. De tal modo, suponen que fue la caza mayor la que indujo a los machos protohumanos a cooperar entre sí, a desarrollar el lenguaje y un gran cerebro, a unirse en grupos y a compartir los alimentos. Incluso se supone que las mujeres fueron moldeadas por los hábitos cazadores de los hombres; los signos externos de la ovulación mensual se habrían eliminado con objeto de que no fueran tan visibles como en las chimpancés y no sumieran a los hombres en una frenética competición sexual que les impidiera cooperar para la caza.
Como muestra de la prosa efectista emanada de la miope mentalidad masculina, ofrecemos al lector la exposición de la evolución humana que realiza Robert Ardrey en su obra Génesis en África: «En alguna banda escuálida y sitiada de hombres-en-potencia, en alguna llanura olvidada y raquítica, una partícula de radiante surgida de fuentes desconocidas fracturó un gen que nunca será olvidado, dando a luz a un primate carnívoro. Para bien o para mal, para alcanzar el triunfo o provocar la tragedia, el camino de la gloria o la condenación definitivas se inició cuando la inteligencia se alió con las costumbres del asesino, y Caín, con su cayado, sus piedras y sus veloces pies, emergió en la sabana». ¡Qué quimérica fantasía!
Los autores y antropólogos occidentales de sexo masculino no son los únicos hombres que exageran la importancia de la caza. En Nueva Guinea tuve la oportunidad de convivir con verdaderos cazadores, recién salidos de la Edad de Piedra, que pasan las horas en torno a fuegos de campamento enfrascados en conversaciones sobre las distintas especies que cazan, sus hábitos y la mejor manera de capturarlas. Cualquiera que escuchara a mis amigos de Nueva Guinea pensaría que cenan canguro fresco todas las noches y dedican casi todo su tiempo a cazar; pero, en realidad, cuando se les pone entre la espada y la pared, la mayoría de los cazadores de Nueva Guinea reconocen que solo han atrapado unos cuantos canguros en toda su vida.
Nunca olvidaré la primera mañana en que, acompañando a una docena de hombres armados con arcos y flechas, salí de caza por las montañas de Nueva Guinea. Al pasar junto a un árbol caído se levantó un gran alboroto, los hombres rodearon el árbol, algunos tensaron sus arcos y otros se internaron en la espesura. Convencido de que un jabalí o un canguro enfurecido estaba a punto de plantarnos cara, busqué a mi alrededor un árbol en el que ponerme a salvo. Después oí gritos de júbilo y de la espesura emergieron dos poderosos cazadores con sus presas en ristre: dos crías de reyezuelos, de no más de diez gramos de peso y casi incapaces de volar, que en el acto fueron desplumados, asados y despachados. El resto del día se fue en atrapar algunas ranas y recoger muchas setas.
Los estudios sobre los pueblos de cazadores-recolectores que han pervivido hasta tiempos recientes, gentes provistas de armas mucho más eficaces que las del Homo sapiens primitivo, demuestran que la dieta de una familia se compone en su mayor parte de vegetales recogidos por las mujeres. Los hombres cazan conejos y otras piezas menores a las que nunca se hace alusión en las heroicas historias narradas junto a las hogueras. De tanto en tanto atrapan un animal grande que aporta una dosis importante de proteínas a la dieta. Pero la caza mayor solo constituye la fuente dominante de la alimentación en el Ártico, donde la vegetación es muy escasa. Y los humanos ocuparon el Ártico hace tan solo algunas decenas de milenios.
Mi hipótesis es que la caza mayor constituyó una modesta aportación a la dieta alimenticia del ser humano hasta después de que se hubieran desarrollado por completo la anatomía y la conducta que caracterizan a la humanidad actual. La opinión habitual según la cual la caza fue el impulso básico del desarrollo del cerebro y la sociedad que distinguen a los humanos, me parece cuando menos dudosa. Durante la mayor parte de la historia de nuestra especie, los humanos no fuimos poderosos cazadores, sino chimpancés con habilidades especiales que utilizaban herramientas de piedra para recolectar, cazar y preparar vegetales y animales de tamaño pequeño. De vez en cuando, los hombres conseguían atrapar una presa grande, y después narraban una y otra vez la historia de esa inusual captura.
En el período inmediatamente anterior al gran salto adelante, al menos tres poblaciones humanas diferentes ocupaban distintas partes del Viejo Mundo. Estos fueron los últimos humanos primitivos, reemplazados por la especie humana actual en tiempos del gran salto adelante. A continuación pasaremos a estudiar a los últimos seres primitivos cuya anatomía nos resulta más conocida y que se han convertido en el prototipo de los seres infrahumanos: los hombres de Neanderthal.
¿Cuándo y dónde vivieron? Su ámbito geográfico se extendía desde la Europa occidental, atravesando el sudeste de la Rusia europea y Oriente Próximo hasta la zona de Uzbekistán que limita con Afganistán, en Asia Central. (El nombre de «Neanderthal» procede del valle de Neander, en Alemania [en alemán, thal o tal significa «valle»], donde fue descubierto uno de los primeros esqueletos de esta especie). La determinación de sus orígenes temporales se reduce a una cuestión de definiciones, dado que algunos cráneos antiguos poseen características precursoras de las de los neanderthales plenamente desarrollados. Los primeros ejemplos «plenamente desarrollados» de esta especie datan de hace unos ciento treinta mil años, en tanto que la mayoría de los especímenes tienen una antigüedad menor de setenta y cuatro mil años. Así pues, el momento en que surgió el hombre de Neanderthal solo puede determinarse arbitrariamente, pero no así el momento de su súbita extinción, ocurrida hace escasamente unos cuarenta mil años.
En la época de apogeo del hombre de Neanderthal, Europa y Asia estaban cubiertas por los hielos de la última glaciación. Los neanderthales debieron de ser gentes adaptadas al clima frío, aunque dentro de unos límites, y no llegaron a expandirse más al norte de la Inglaterra meridional, el norte de Alemania, Kiev y el mar Caspio. La primera incursión en Siberia y el Ártico fue realizada por los humanos plenamente desarrollados.
La anatomía craneana del hombre de Neanderthal era tan peculiar que si uno de ellos se paseara por las calles de Nueva York o Londres en la actualidad, ataviado con un correcto traje de chaqueta o con un vestido a la última moda, todos los viandantes (todos los Iwmines sapientes) posarían en él sus miradas horrorizadas. Imaginemos que moldeamos en arcilla la cara de una persona actual, y después, con ayuda de unas tenazas, proyectamos hacia delante la mitad inferior de la cara, desde el puente de la nariz hasta las mandíbulas, y dejamos que la arcilla vuelva a fraguar. El resultado nos daría una imagen bastante aproximada de la apariencia del hombre de Neanderthal; sus cejas se asentaban en arcos superciliares muy prominentes, y la nariz, las mandíbulas y los dientes se proyectaban hacia delante. Los ojos, enclavados en profundas cuencas, se hundían entre la protuberante nariz y los arcos superciliares. Tenía la frente estrecha e inclinada, muy distinta de las frentes rectas y anchas de los humanos actuales, y la mandíbula inferior se doblaba hacia atrás sin el remate de la barbilla. Ahora bien, a pesar del asombroso primitivismo de sus facciones, los neanderthales poseían un cerebro un 10 por ciento mayor que el nuestro.
Un dentista que examinara la dentadura de un hombre de Neanderthal se quedaría perplejo. Los incisivos (dientes frontales) de los adultos estaban desgastados por la cara exterior, rasgo que no se encuentra en ningún pueblo actual. Obviamente, esa peculiar forma de desgaste resultaba de la utilización de los dientes a modo de herramientas, pero ¿con qué función exactamente? Una posibilidad es que tuvieran por costumbre utilizar los dientes a modo de pinzas con las que coger objetos, como muchos bebés que sujetan el biberón con los dientes y corretean con las manos libres. Asimismo, es posible que masticaran las pieles de los animales hasta convertirlas en cuero, o utilizaran los dientes para hacer instrumentos de madera.
Si un neanderthal vestido de hombre de negocios o con un traje a la moda atraería la atención en una ciudad actual, en pantalones cortos o en bañador dejaría a la gente sin aliento. El hombre de Neanderthal poseía unos músculos más desarrollados, sobre todo en los hombros y el cuello, que cualquier persona actual, excepción hecha de los más entusiastas culturistas. Los huesos de las extremidades, que debían resistir la tensión de contraer esas enormes masas musculares, serían más voluminosos que los nuestros. Sus brazos y piernas tendrían un aspecto más rollizo, dado que las pantorrillas y los antebrazos eran más cortos que los nuestros. Incluso sus manos eran mucho más recias que las del hombre actual; «chocar los cinco» con un neanderthal significaría quedarse con la mano destrozada. Aunque su altura media no superaba los 162 centímetros, pesaba al menos nueve kilos más que una persona actual, y la mayor parte de ese peso extra se debía a la musculatura.
Otra de las posibles diferencias anatómicas resulta intrigante, aunque tanto su existencia real como su interpretación sean inciertas. El útero de las mujeres tal vez fuera mayor que ahora, por lo que los niños podrían crecer más antes de nacer. En tal caso, el embarazo de una neanderthal debía de durar al menos un año en lugar de nueve meses.
Además de los huesos, nuestra principal fuente de información sobre el hombre de Neanderthal son sus utensilios de piedra. Al igual que las herramientas más primitivas a las que ya se ha hecho referencia, es probable que las de los neanderthales fueran simples piedras sin montar en mangos u otras piezas, utensilios que se manejarían directamente con la mano. Esos útiles no pueden clasificarse en tipos distintos con funciones específicas y no incluyen utensilios de hueso estandarizados, ni tampoco arcos y flechas. Sin duda, algunas herramientas de piedra se utilizaban para hacer otros útiles de madera, de los que apenas han quedado vestigios. Una excepción notable es una lanza de dos metros y medio que se encontró en un yacimiento de Alemania, clavada en las costillas de un elefante de una especie extinguida hace mucho tiempo. A pesar de esa (¿afortunada?) captura, los neanderthales no debían de ser expertos en la caza mayor, a juzgar por la densidad de su población (estimada por el número de asentamientos), mucho menor que en los tiempos más recientes del hombre de Cromagnon, y por el hecho de que ni siquiera otros pueblos africanos contemporáneos de los neanderthales y anatómicamente más evolucionados se distinguían por sus habilidades cinegéticas.
El término «Neanderthal» suele asociarse de inmediato con el de «hombre de las cavernas». No obstante, si bien es cierto que la mayoría de los vestigios del hombre de Neanderthal se han encontrado en cuevas, esto solo se debe a los mecanismos de conservación: los asentamientos al aire libre se erosionan a un ritmo mucho más rápido. Personalmente he levantado cientos de campamentos, pero una sola vez acampé en una cueva, y probablemente será en ella donde los arqueólogos del futuro encontrarán intactas las latas de comida que allí dejé, lo que les inducirá a pensar erróneamente que yo era un cavernícola. Los neanderthales debieron de construir algún tipo de refugio para protegerse de las inclemencias del frío clima de la época, refugios que seguramente serían muy rústicos. Todo lo que se ha conservado de ellos son montones de piedras y postes, en comparación con los vestigios de casas mucho más elaboradas levantadas por el hombre de Cromagnon.
La lista de objetos definitorios de la modernidad de los que carecían los neanderthales sería muy larga. No dejaron tras de sí ninguna obra inequívocamente artística. Puesto que vivían en un clima frío, es de suponer que se cubrirían con algún tipo de ropaje, pero dada la falta de agujas u otros útiles de costura, aquel debía de ser muy burdo. Es obvio que tampoco poseían embarcaciones, puesto que no se han descubierto vestigios del hombre de Neanderthal en las islas mediterráneas, ni tan siquiera en el norte de África, a solo 13 kilómetros de la España neanderthal en la zona del estrecho de Gibraltar. Tampoco practicaban el intercambio comercial con tierras distantes, como lo demuestra el hecho de que sus herramientas estén confeccionadas con las piedras disponibles en un radio de pocos kilómetros a partir de sus asentamientos.
En la actualidad, nos parece natural que los pueblos que habitan zonas geográficas distintas también posean rasgos culturales diferentes. Todas las poblaciones humanas actuales se caracterizan por un estilo peculiar en lo tocante a la construcción de casas, instrumentos y objetos artísticos. Si nos enseñaran unos palillos, una botella de cerveza Guinness y una cerbatana, y nos dijeran que relacionáramos cada uno de esos objetos con China, Irlanda y Borneo, resolveríamos la cuestión sin mayores dificultades. Pero esas variaciones culturales evidentes no existían en tiempos de los neanderthales, cuyos utensilios tienen un aspecto muy semejante, provengan de Francia o de Rusia.
Asimismo, damos por sentada la existencia del progreso cultural. Los artículos domésticos de una villa romana, de un castillo medieval y de un apartamento neoyorquino de la década de 1990 se distinguen al primer golpe de vista. En el año 2000, mis hijos mirarán atónitos la regla de cálculo que me sirvió para realizar todos mis cálculos durante los años cincuenta, y me dirán: «¿De verdad eres tan viejo, papá?». Ahora bien, los utensilios que empleaba el hombre de Neanderthal hace cien mil años apenas se diferencian de los que utilizaba hace cuarenta mil años. En resumen, los utensilios de los neanderthales no muestran variaciones temporales ni espaciales indicativas de ese sello distintivo de la humanidad que es la innovación. Tal como lo expresó un arqueólogo, los neanderthales «confeccionaban torpemente hermosas herramientas». A pesar de su gran tamaño cerebral, aún les faltaba algún ingrediente fundamental.
Llegar a la vejez, tal como se concibe en términos actuales, o a ser abuelo, debía de ser una rareza en aquellos tiempos. De los esqueletos de los neanderthales se deduce inequívocamente que podían alcanzar una edad de hasta treinta y pico o cuarenta y pocos años, pero que su límite se situaba en torno a los cuarenta y cinco.
Imaginemos cómo se resentiría la capacidad de acumular y transmitir información en una sociedad en la que no se conocía la escritura y donde la media de vida no superaba los cuarenta y cinco años.
Junto a las características infrahumanas de los neanderthales, también es necesario mencionar tres rasgos que los aproximaban a los humanos actuales. En primer lugar, prácticamente todas las cuevas bien conservadas tienen una pequeña zona ocupada por cenizas y carbón, señal de que servían a modo de chimeneas rústicas. Aunque es posible que el Hombre de Pekín ya utilizara el fuego cientos de miles de años antes, el de Neanderthal es el primer ser humano que ha dejado huellas inequívocas del empleo habitual del fuego. Asimismo, es posible que fuera el primero en adoptar la costumbre de enterrar a sus muertos; este punto, no obstante, está sujeto a debate, y la cuestión de si los enterramientos iban ligados a ideas religiosas cae en el terreno de la mera especulación. Por último, el hombre de Neanderthal fue el primero en prestar cuidados a los enfermos y a los ancianos de su especie. La mayoría de los esqueletos de neanderthales de edades avanzadas muestran signos de dolencias graves, como brazos atrofiados, huesos rotos mal soldados, dentaduras defectuosas y artritis avanzada. Los ancianos afectados por tal grado de incapacitación solo podrían sobrevivir merced a los cuidados que les dispensaran los jóvenes. Después de la larga letanía de carencias del hombre de Neanderthal, al fin descubrimos algo que nos hace sentir cierta afinidad espiritual con esas extrañas criaturas de la última glaciación, esos seres casi humanos en apariencia, pero a caballo entre la animalidad y la humanidad en espíritu.
¿Pertenecía el hombre de Neanderthal a la misma especie que los humanos actuales? La respuesta sería afirmativa si se diera el caso de que un neanderthal pudiera unirse a una mujer o a un hombre actual y procrear. Las novelas de ciencia ficción son muy dadas a imaginar esta escena. Basta con pensar en el tipo de publicidad que aparece en muchas contraportadas de los libros de ese género: «Un equipo de exploradores descubre un valle aislado en el más profundo corazón de África; un valle largamente olvidado. Allí habita una tribu increíblemente primitiva, cuyo modo de vida fue superado por nuestros ancestros de la Edad de Piedra hace miles de años. ¿Pertenecen a la misma especie que nosotros? Solo hay un modo de averiguarlo, pero ¿quién entre los intrépidos exploradores (todos ellos varones, claro está) se prestará a realizar la prueba?». En este punto suele insertarse la descripción de una de las rudas mujeres de las cavernas, que es una belleza y todo un monumento del erotismo primitivo, con objeto de otorgar credibilidad al dilema del arrojado explorador: tener o no tener relaciones sexuales con ella.
Aunque parezca increíble, algo semejante a ese experimento ocurrió en la realidad. Fue una experiencia que se repitió una y otra vez hace unos cuarenta mil años, en tiempos del gran salto adelante.
Ya se ha dicho que los neanderthales de Europa y Asia occidental no eran más que una de las, cuando menos, tres poblaciones humanas que ocupaban distintas zonas del Viejo Mundo hace unos cien mil años. Un puñado de fósiles del este de Asia basta para demostrar que los humanos de esa zona geográfica eran distintos tanto del hombre de Neanderthal como del hombre moderno, pero la escasez de restos óseos no nos permite describir con mayor detalle a esos asiáticos. Los contemporáneos de los neanderthales de los que poseemos una información más detallada son los que habitaban en África, algunos de los cuales poseían una anatomía craneana prácticamente idéntica a la del hombre moderno. ¿Debe deducirse de ello que hace cien mil años, y en el territorio africano, la humanidad al fin alcanzó el momento decisivo de su desarrollo cultural?
Sorprendentemente, la respuesta sigue siendo negativa. Los útiles de piedra de aquellos africanos de anatomía avanzada eran muy similares a los que empleaban los neanderthales de aspecto primitivo, y por ello se les ha denominado «africanos de la Edad de Piedra Media». Ese pueblo aún no poseía herramientas estandarizadas de hueso, ni tampoco arcos, flechas, redes, anzuelos u objetos artísticos; por otro lado, tampoco se daban variaciones culturales entre los utensilios de las diferentes zonas geográficas. A pesar de su evolucionada constitución física, a este pueblo africano aún le faltaba el ingrediente necesario para que pueda considerársele plenamente humano. Una vez más nos hallamos ante la paradoja de que una anatomía ósea muy evolucionada y una dotación genética presumiblemente desarrollada no fueran en sí mismas suficientes para producir una conducta evolucionada.
Un puñado de cuevas del sur de África, habitadas hace unos cien mil años, nos han proporcionado la primera información concreta sobre la alimentación de los humanos en aquellos tiempos remotos. La fiabilidad de estos datos radica en el hecho de que en esas cuevas se han hallado multitud de herramientas de piedra y de huesos de animales con incisiones realizadas por dichas herramientas, así como numerosos huesos humanos, mientras que apenas guardan restos de huesos de animales carnívoros como las hienas. En este caso, es indudable que fueron personas, y no hienas, las que llevaron los huesos a las cavernas. Entre los fósiles abundan los de focas y pingüinos, así como los de crustáceos y lapas. Estos son los primeros indicios de la explotación de los recursos costeros por parte de los humanos. No obstante, en las cuevas apenas hay restos de peces y aves marinas, lo que debe atribuirse a que los africanos de la Edad de Piedra Media aún no poseían los anzuelos y redes necesarios para atrapar peces y pájaros.
En las cuevas se han encontrado, asimismo, huesos de mamíferos, algunos de especies de tamaño medio, entre los que predominan los de antílopes eland. El hecho de que los huesos de eland correspondan a ejemplares de todas las edades parece indicar que, de algún modo, los cazadores conseguían capturar a rebaños completos y matar a todos sus miembros. A primera vista, la relativa abundancia de antílopes eland entre las presas resulta sorprendente, puesto que hace cien mil años el entorno de las cuevas era muy semejante al actual y hoy día el eland es una de las especies de animales grandes que menos abundan en la zona. El secreto del éxito de los cazadores de antaño se debería, a buen seguro, a que dirigir a todo un rebaño de antílopes eland no es demasiado difícil dada su mansedumbre; así pues, los cazadores lograrían de tanto en tanto despeñar a un rebaño por un acantilado, lo que explica que la distribución de edades de las presas halladas en las cuevas reprodujera la de un rebaño. En contraste, los huesos de otras presas más peligrosas, como el búfalo de El Cabo, el jabalí, el elefante y el rinoceronte revelan una situación muy distinta. En lo que respecta a los búfalos, los huesos suelen corresponder a individuos muy viejos o muy jóvenes, en tanto que los jabalíes, elefantes y rinocerontes virtualmente carecen de representación.
En consecuencia, si bien puede catalogarse a los africanos de la Edad de Piedra Media entre los cazadores de grandes presas, hay que hacerlo con reservas, ya que o bien evitaban las especies peligrosas, o bien se limitaban a capturar los animales más débiles en virtud de su temprana o avanzada edad. Este proceder refleja una sana prudencia por parte de unos cazadores que todavía portaban simples lanzas y no conocían el arco y la flecha. Aparte de beberse un cóctel de estricnina, atacar lanza en ristre a un rinoceronte adulto o a un búfalo de El Cabo es una de las formas de suicidarse más efectivas que cabe imaginar. Tampoco hay que pensar que los cazadores conseguían despeñar a todo un rebaño de antílopes eland con frecuencia, puesto que esta especie no llegó a extinguirse y siguió coexistiendo con los cazadores. Al igual que en el caso de los pueblos más primitivos y de los cazadores de la Edad de Piedra contemporánea, sospecho que las plantas y las presas pequeñas constituían la mayor parte de la dieta de los hombres de la Edad de Piedra Media, esos cazadores no tan hábiles como suele suponerse que, sin duda, eran más eficientes que los chimpancés, pero aún no habían alcanzado el grado de destreza de los bosquimanos o los pigmeos.
Entre los últimos cien mil y cincuenta mil años, aproximadamente, el panorama del mundo humano era el siguiente: el norte de Europa, Siberia, Australia, las islas de Oceanía y todo el Nuevo Mundo estaban deshabitados. En Europa y Asia occidental habitaban los neanderthales. África estaba poblada por un pueblo de anatomía cada vez más semejante a la de la humanidad actual; y en el este de Asia vivía un pueblo diferente de los neanderthales y los africanos, cuyas características desconocemos con exactitud dada la escasez de restos fosilizados. El primitivismo de los utensilios y las conductas, así como una capacidad de innovación limitada, caracterizaron, al menos en un principio, a estas tres poblaciones. El escenario estaba preparado para el gran salto adelante. ¿Cuál de las tres poblaciones humanas existentes lo llevaría a cabo?
Hace unos cuarenta mil años, en la última glaciación, se produjo un súbito progreso, del que se han conservado vestigios especialmente reveladores en Francia y España. Donde antes habitara el hombre de Neanderthal, aparece ahora un tipo humano de anatomía plenamente desarrollada, en general conocido como el hombre de Cromagnon, por el yacimiento francés donde sus huesos fueron identificados por primera vez. Si un caballero o una dama de esa especie se hubiera paseado por los Campos Elíseos vestido a la última moda, no habría destacado en modo alguno entre la multitud parisina. La importancia arqueológica de los utensilios del hombre de Cromagnon, mucho más variados en sus formas y precisos en sus funciones que cualquiera de los encontrados anteriormente, es equiparable a la de su esqueleto. Las herramientas indican que la conducta innovadora y desarrollada por fin había venido a complementar a la anatomía evolucionada.
Muchas de las herramientas continuaron siendo de piedra, con la particularidad de que ahora se fabricaban con lascas cortadas de otras piedras mayores, y gracias a ello, a igual tamaño de la piedra, la superficie de corte aumentó en un 10 por ciento. En este tiempo aparecen por primera vez los utensilios de hueso y de asta de venado, y también los inequívocamente compuestos por diversas partes atadas o pegadas, tales como las puntas de lanza unidas a una vara o las hojas de hacha con mango de madera. Los utensilios se inscriben en numerosas categorías definidas, cuyas funciones son en muchos casos evidentes; así, por ejemplo, aparecen las agujas, las leznas, los almireces con sus manos, los anzuelos, las plomadas para las redes y las cuerdas. Con las cuerdas se hacían redes o lazos, lo que explica la abundancia de huesos de zorros, comadrejas y conejos hallados en los asentamientos de los cromagnones, del mismo modo que la existencia de cuerdas, anzuelos y plomadas explica la presencia de raspas de pescado y huesos de aves en los asentamientos sudafricanos contemporáneos.
Es en esta época cuando se inventan armas sofisticadas que permiten cobrar grandes presas a distancia y con seguridad; entre ellas, arpones con lengüeta, dardos, arcos y flechas y lanzavenablos. En las cuevas de Sudáfrica ocupadas por los cromagnones se han conservado huesos de animales tan peligrosos como el búfalo de El Cabo y el jabalí, en tanto que las cuevas europeas están repletas de huesos de bisontes, alces, renos, cabras monteses y caballos. Incluso hoy día los cazadores equipados con los más potentes rifles telescópicos encuentran difícil cobrar presas de algunas de estas especies, cuya captura debió de requerir métodos de caza comunitarios muy sofisticados y basados en un conocimiento pormenorizado del comportamiento de las presas.
Diversos tipos de evidencia dan testimonio de que los pueblos de la última glaciación eran expertos en la caza mayor. Sus asentamientos son mucho más numerosos que los de los neanderthales primitivos y los africanos de la Edad de Piedra Media, lo que implica un éxito mayor a la hora de obtener alimentos. Muchas especies de animales de gran tamaño que habían sobrevivido a las eras glaciales previas se extinguieron hacia el final de la última glaciación, de lo que puede deducirse que las nuevas habilidades cinegéticas de los humanos fueron la causa de su exterminio. Entre esas probables víctimas, en las que nos detendremos en capítulos posteriores, se cuentan los mamuts de América del Norte, el rinoceronte lanudo y el ciervo gigante de Europa, el búfalo gigante del África austral, el caballo gigante de El Cabo y los canguros gigantes de Australia. Evidentemente, el momento culminante del ascenso de la humanidad ya encerraba en sí la semilla de lo que algún día puede llegar a ser la causa de nuestra caída.
Las mejoras tecnológicas permitieron a los humanos ocupar nuevos hábitats, así como multiplicarse en las zonas ya habitadas de Eurasia y África. Los humanos llegaron a Australia hace unos cincuenta mil años, lo que supone que disponían de medios de transporte marítimo lo suficientemente avanzados como para atravesar los casi 100 kilómetros que separan el este de Indonesia de Australia. La ocupación del norte de Rusia y Siberia, hace cuando menos veinte mil años, se hizo posible gracias a numerosos avances: la confección de ropas, cuya existencia queda demostrada por las agujas, las pinturas rupestres de chaquetones de piel y los ornamentos funerarios que esbozan formas de camisas y pantalones; la utilización de pieles para abrigarse, deducible de los esqueletos de zorro y lobo desprovistos de zarpas (que se cortaban al quitarle la piel al animal y se han encontrado en montones separados); la construcción de viviendas elaboradas (indicada por los cimientos, pavimentos y paredes de huesos de mamut) con complejas chimeneas, y las lamparillas de piedra en las que se quemaba grasa animal para alumbrar las largas noches árticas. La ocupación de Siberia y Alaska llevó, a su vez, a la expansión por América del Norte y del Sur hace unos once mil años.
FIGURA 3. Este mapa ilustra los estadios de la expansión de nuestros antepasados, desde que se originaron en África hasta que llegaron a poblar el mundo entero. Los números representan la estimación del número de años transcurridos hasta el presente. Futuros descubrimientos de yacimientos arqueológicos más antiguos podrán, sin duda, demostrar que algunas regiones, como Siberia o las islas Salomón, fueron colonizadas con anterioridad a las fechas aquí señaladas.
Así como los neanderthales se aprovisionaban de materias primas en el área circundante al lugar donde habitaban, los cromagnones y los demás habitantes de la Europa de la época mantenían relaciones comerciales con lugares lejanos, intercambiando no solo materias primas para la fabricación de herramientas, sino también ornamentos «inútiles». Se han hallado utensilios de piedra de gran calidad, como la obsidiana, el jaspe y el pedernal, a cientos de kilómetros de las canteras de donde se extraían esos materiales. El ámbar báltico llegaba hasta el sudeste de Europa y las conchas mediterráneas eran transportadas hasta las zonas interiores de Francia, España y Ucrania. En la Nueva Guinea prehistórica de nuestros días he tenido ocasión de observar modelos similares de intercambio comercial; allí, las conchas erizadas de pinchos utilizadas con fines decorativos se transportaban desde la costa a las zonas montañosas; las plumas del ave del paraíso seguían la ruta inversa, y la obsidiana destinada a fabricar hachas, extraída de un puñado de canteras muy apreciadas, era otro artículo importante de intercambio.
El evidente sentido estético reflejado en el intercambio de objetos ornamentales en la última glaciación está relacionado con el logro que más nos hace admirar al hombre de Cromagnon, sus creaciones artísticas. Los ejemplos mejor conocidos son, sin duda, las pinturas rupestres de Lascaux, impresionantes representaciones polícromas de animales hoy extinguidos. No obstante, hay otras muchas obras valiosísimas, como los bajorrelieves, las gargantillas y collares, las esculturas de barro cocido, las Venus —figuras de mujeres de pechos y nalgas descomunales—, además de una gran variedad de instrumentos musicales, desde flautas hasta crótalos.
A diferencia de los neanderthales, pocos de los cuales sobrepasaban los cuarenta, los cromagnones llegaban a alcanzar los sesenta años, como lo demuestran sus esqueletos; así pues, eran muchos los que podían disfrutar de la compañía de sus nietos, hecho muy infrecuente entre los hombres de Neanderthal. En nuestros tiempos, acostumbrados como estamos a informarnos a través de la prensa y la televisión, resulta difícil imaginar la enorme importancia que tenían los ancianos, aun cuando no fueran más que uno o dos, en las sociedades sin escritura. En las aldeas de Nueva Guinea, los jóvenes me llevan una y otra vez ante el anciano del lugar cuando les hago preguntas sobre algún pájaro o fruto poco común. Así, por ejemplo, cuando en 1976 visité la isla de Rennell, del archipiélago de las Salomón, muchos isleños supieron indicarme qué frutos silvestres eran comestibles, pero solo un anciano pudo decirme a qué frutos podía acudirse en caso de emergencia para evitar la muerte por inanición; había adquirido esos conocimientos en su niñez, cuando un ciclón arrasó Rennell, hacia 1905, destruyendo los huertos y sumiendo al pueblo en la desesperación. En una sociedad sin escritura, una persona de esas características puede convertirse en la salvación de todo un pueblo. Así pues, el hecho de que la esperanza de vida del hombre de Cromagnon superara en veinte años a la del hombre de Neanderthal fue seguramente uno de los factores clave del éxito del primero. La prolongación de la vida hasta edades avanzadas se basó en la mejora de las técnicas de supervivencia, pero también en algunos cambios biológicos, uno de los cuales probablemente fue el desarrollo de la menopausia femenina.
Hasta el momento se ha descrito el gran salto adelante como si todos los avances en el terreno de la fabricación de herramientas y de la creación artística hubieran aparecido simultáneamente hace cuarenta mil años. Ahora bien, la realidad es que las diferentes innovaciones se produjeron en momentos distintos. Las cerbatanas se inventaron antes que los arpones, los arcos y las flechas, mientras que los abalorios y los collares tienen mayor antigüedad que las pinturas rupestres. De la descripción facilitada hasta el momento, también podría deducirse que en todos los lugares se produjeron los mismos cambios, lo que no es cierto. Entre los africanos, los ucranianos y los franceses de la última glaciación, solo los africanos confeccionaban abalorios a partir de huevos de avestruz, solo los ucranianos construían casas con huesos de mamut y solo los franceses pintaban rinocerontes lanudos en las paredes de las cuevas.
Estas variaciones culturales en el tiempo y el espacio representan una gran novedad con respecto a la monolítica e inalterable cultura neanderthal; de hecho, constituyen la novedad fundamental emanada del ascenso a la categoría de humanos, es decir, la propia capacidad de innovación. Pensando en términos de la mentalidad actual, para la que las innovaciones son algo natural, resulta inconcebible que los nigerianos y los letones de 1991 posean el mismo tipo de objetos, o que estos sean iguales que los de los romanos que vivieron en el año 50 a. C. Por el contrario, para los neanderthales, lo inconcebible era la capacidad de innovación.
Pese a la simpatía instintiva que despierta en nosotros el arte de los cromagnones, sus herramientas de piedra y su estilo de vida de cazadores-recolectores nos hacen difícil considerarlos como algo más que un pueblo primitivo. Las armas de piedra traen a la mente viñetas de cavernícolas que, empuñando un garrote, arrastran a una mujer hasta su cueva sin dejar de emitir gruñidos. No obstante, podremos formarnos una imagen más correcta de cómo era el hombre de Cromagnon si pensamos en las conclusiones a las que llegarían los arqueólogos del futuro al realizar excavaciones en un asentamiento de Nueva Guinea de una época tan reciente como, por ejemplo, la década de 1950. Algunos tipos sencillos de hachas de piedra serían todo lo que encontrarían los arqueólogos, puesto que prácticamente todos los demás objetos están hechos de madera y no resistirán el paso del tiempo. Las casas de varias plantas, las bellas canastas trenzadas, los tambores y flautas, las canoas carenadas y las finas esculturas polícromas están destinadas a desaparecer por completo. Tampoco quedará rastro alguno de la compleja lengua de los habitantes de Nueva Guinea, ni de sus canciones, relaciones sociales y conocimientos sobre el mundo natural.
El material cultural de Nueva Guinea ha sido hasta hace poco «primitivo» (es decir, de la Edad de Piedra) debido a motivos históricos, pero los habitantes de la isla son humanos plenamente desarrollados. Hoy día, los hijos de los que fueran humanos de la Edad de Piedra pilotan aviones, manejan ordenadores y gobiernan un Estado moderno. Si pudiéramos retroceder cuarenta mil años en la máquina del tiempo, sospecho que descubriríamos que los cromagnones también eran un pueblo avanzado, capaz de aprender a pilotar un avión a reacción. Si sus herramientas eran de piedra y hueso es porque aún no se habían inventado otro tipo de útiles; solo les faltó la oportunidad de aprender.
Tradicionalmente se ha argumentado que el hombre de Cromagnon surgió en Europa a partir de la evolución del hombre de Neanderthal, hipótesis que con el paso del tiempo ha ido perdiendo verosimilitud. Los últimos esqueletos de neanderthales, de algo menos de cuarenta mil años de antigüedad, siguen siendo hombres de Neanderthal «plenamente desarrollados», en tanto que los primeros cromagnones que aparecen en la Europa de la misma época ya eran seres humanos con características anatómicas como las de la humanidad actual. Dado que en África y Oriente Próximo ya existían pueblos anatómicamente avanzados decenas de miles de años antes, parece mucho más probable que los cromagnones europeos provengan de la expansión de esos pueblos y no de la evolución dentro del propio continente europeo.
¿Qué ocurrió cuando, en el curso de su avance, los invasores cromagnones se encontraron con los neanderthales? Solo hay un hecho comprobado, y es que al cabo de poco tiempo los neanderthales habían desaparecido. La deducción ineludible parece ser que la llegada del hombre de Cromagnon causó de algún modo la extinción del hombre de Neanderthal. Sin embargo, muchos arqueólogos refutan esta conclusión y alegan que la extinción del hombre de Neanderthal fue motivada por cambios ambientales. Así, por ejemplo, la decimoquinta edición de la Enciclopedia Británica concluye la entrada sobre el hombre de Neanderthal con la frase: «La desaparición de los hombres de Neanderthal, aunque todavía no puede datarse con exactitud, se debió probablemente a que eran criaturas de un período interglacial incapaces de sobrellevar los rigores de otra glaciación». La realidad es, sin embargo, que los neanderthales florecieron durante la última glaciación y desaparecieron cuando habían transcurrido treinta mil años de esta y quedaban otros tantos para que terminara.
Mi propia hipótesis es que los sucesos acaecidos en Europa en tiempos del gran salto adelante fueron similares a los que han ocurrido una y otra vez en el mundo moderno siempre que un pueblo numeroso y con una tecnología avanzada ha invadido los territorios de otro pueblo en minoría numérica y con una tecnología menos desarrollada. Por ejemplo, cuando los colonizadores europeos invadieron América del Norte, la mayoría de los amerindios perecieron a causa de las epidemias que llevaron consigo los europeos; los supervivientes fueron en su mayor parte asesinados o expulsados de sus tierras; algunos adoptaron la tecnología europea (caballos y armas de fuego) y resistieron durante algún tiempo; y muchos de los supervivientes restantes fueron desplazados hacia las tierras despreciadas por los colonos o se casaron con europeos. El desplazamiento de los aborígenes australianos por parte de los colonos europeos, y el de las poblaciones san del sur de África (bosquimanos) por parte de los pueblos de la Edad de Hierro de lengua bantú, se atuvieron a modelos semejantes.
Por analogía, cabe suponer que las enfermedades, asesinatos y desplazamientos provocados por los hombres de Cromagnon exterminaron a los neanderthales. Si sucedió así, la transición del hombre de Cromagnon al de Neanderthal sería un presagio de épocas futuras en las que los descendientes de los vencedores comenzaron a pelear entre sí. Puede parecer paradójico que los cromagnones se impusieran sobre un pueblo de mayor fortaleza, mas la paradoja se desvanece cuando consideramos que las armas fueron el factor decisivo de la victoria. Tampoco en la actualidad son los gorilas los que amenazan con exterminar a los humanos en el centro de África, sino viceversa. Los pueblos de constitución muy musculosa tienen grandes necesidades alimenticias y, por tanto, no se encuentran en situación ventajosa ante otro pueblo de constitución más débil, pero con un ingenio más desarrollado y herramientas que les facilitan el trabajo.
Al igual que los indios americanos de las grandes llanuras, es probable que algunos neanderthales se adaptaran a las costumbres de los cromagnones y les opusieran resistencia durante algún tiempo. Esa es la única explicación plausible que acierto a encontrar para la intrigante cultura chatelperroniense que coexistió en Europa occidental con la típica cultura cromagnon (denominada auriñaciense) durante un breve período. Los utensilios de piedra chatelperronienses combinan las características típicas de los del hombre de Neanderthal y los del hombre de Cromagnon, pero en esa cultura apenas existen los útiles de hueso ni los objetos artísticos que caracterizan a la cultura auriñaciense. La identidad del pueblo que dio lugar a la cultura chatelperroniense estuvo sujeta a debate entre los arqueólogos hasta que se exhumó un esqueleto junto a objetos típicamente chatelperronienses en el yacimiento de Saint-Césaire, en Francia, y ese esqueleto resultó ser de un hombre de Neanderthal. Este dato parece confirmar la hipótesis de que algunos neanderthales adoptaron las herramientas de los cromagnones y consiguieron resistir más tiempo que sus congéneres.
Ahora bien, aún queda por despejar la duda de cuáles fueron los resultados de los experimentos de cruzamiento de razas que se plantean en las novelas de ciencia ficción. ¿Hubo invasores cromagnones que se unieron a mujeres neanderthales? No se han descubierto esqueletos que puedan considerarse justificadamente híbridos de Neanderthal y Cromagnon. Si la conducta de los neanderthales era relativamente rudimentaria y su anatomía tan peculiar como cabe sospechar, habría pocos cromagnones dispuestos a unirse a ellos. El caso es comparable al de los humanos y los chimpancés, especies que han coexistido hasta la actualidad sin que se tenga noticia de que hayan mantenido ningún intercambio sexual. Aunque las diferencias que separaban a los hombres de Neanderthal de los hombres de Cromagnon no eran tan acusadas, sin duda bastarían para ser motivo de mutuo rechazo. Por otro lado, si el aparato reproductor de las neanderthales prolongaba los embarazos hasta los doce meses, es improbable que un feto híbrido pudiera sobrevivir en su seno. Yo me inclinaría a aceptar las conclusiones que se desprenden de la evidencia negativa, es decir, que la hibridación, de haber ocurrido, fue un hecho infrecuente, y pondría en duda que los pueblos actuales de linaje europeo lleven en sí genes neanderthales.
Con esto damos por cerrado el tema del gran salto adelante en Europa occidental. En el este de Europa, la sustitución de los neanderthales por un pueblo más evolucionado había tenido lugar en épocas anteriores, y en Oriente Próximo todavía antes; la ocupación de esta última zona parece haber fluctuado entre los neanderthales y los humanos más evolucionados durante los últimos noventa y sesenta mil años. La lentitud de la transición en Oriente Próximo, en comparación con la celeridad del caso de Europa occidental, sugiere que el pueblo anatómicamente evolucionado que ocupaba esa zona hace más de sesenta mil años aún no había desarrollado los comportamientos avanzados que, eventualmente, le llevarían a desplazar a los neanderthales.
El hipotético panorama trazado hasta ahora nos presenta a un pueblo de anatomía plenamente desarrollada que surgió en África hace más de cien mil años y que, en un principio, fabricó utensilios similares a los de los neanderthales y no se impuso sobre estos. Hace unos sesenta mil años, una mágica transformación de la conducta vino a unirse a la anatomía desarrollada. En virtud de ese cambio (en el que nos detendremos más adelante), surgió un pueblo plenamente evolucionado y con capacidad de innovación que se expandió hacia el oeste desde Oriente Próximo, ocupó Europa y reemplazó a los neanderthales en poco tiempo. Es de suponer que se expandió, asimismo, hacia el este, por los territorios de Asia e Indonesia, donde también habría sustituido a otros pueblos primitivos de los que apenas disponemos datos. Algunos antropólogos sostienen que los cráneos de los pueblos asiáticos e indonesios primitivos muestran rasgos reconocibles en los asiáticos y en los aborígenes australianos de la actualidad. En tal caso, es posible que el pueblo invasor no exterminara por completo a los asiáticos, como a los neanderthales, sino que se mezclara con ellos.
Desde hace dos millones de años, varios linajes humanos coexistieron hasta el momento en que uno de ellos se impuso sobre los demás. Investigaciones recientes indican que en el transcurso de los últimos sesenta mil años ha ocurrido algo semejante, y que todos los humanos actuales descendemos del ser humano que salió victorioso de la contienda. ¿Cuál fue el ingrediente cuya adquisición permitió a nuestro antecesor imponerse sobre los demás seres humanos?
La identificación del ingrediente que impulsó el gran salto adelante plantea un enigma arqueológico para el que no se ha acertado a dar una respuesta que merezca la aceptación general. Los esqueletos fosilizados no nos dicen nada al respecto. Puede que se tratara de una mutación que afectase exclusivamente a un 0,1 por ciento de nuestro ADN. ¿Qué minúsculo cambio genético pudo tener consecuencias de tan gran trascendencia?
Al igual que otros científicos que han especulado sobre esta cuestión, me inclino a pensar que el cambio fue el desarrollo de las bases anatómicas del lenguaje hablado complejo. Los chimpancés, los gorilas e incluso los monos tienen capacidad para la comunicación simbólica no dependiente de la palabra hablada. Tanto a los chimpancés como a los gorilas se les ha podido enseñar a comunicarse mediante un lenguaje de signos, y se ha demostrado que los chimpancés pueden aprender a comunicarse utilizando las teclas de una gran consola conectada a un ordenador. Así pues, algunos individuos de las especies simiescas han adquirido «vocabularios» compuestos por cientos de símbolos. Los científicos debaten hasta qué punto cabe equiparar ese tipo de comunicación al lenguaje humano, aunque es indudable que se trata de una forma de comunicación simbólica, dado que cada signo o tecla simboliza algo externo.
Además de signos y teclados de ordenador, los primates pueden utilizar sonidos a modo de símbolos. Los monos vervet han desarrollado naturalmente un tipo de comunicación simbólica basada en gruñidos, algunos de los cuales, ligeramente distintos entre sí, significan «leopardo», «águila» y «serpiente». Una chimpancé de un mes llamada Viki, que fue adoptada por un psicólogo y su mujer y criada como la hija de la pareja, aprendió a «decir» cuatro palabras: «papa», «mama», «cup» (taza en inglés) y «up» (arriba en inglés), no perfectamente articuladas, pero sí reconocibles. Dado que los simios poseen capacidad para comunicarse con un lenguaje simbólico formado por sonidos, ¿por qué no han continuado desarrollando de forma espontánea lenguajes propios más complejos?
El motivo parece radicar en la estructura de la laringe, la lengua y los músculos relacionados, es decir, de los elementos anatómicos que permiten al ser humano controlar magistralmente los sonidos hablados. Al igual que un reloj suizo, cuyos componentes deben estar bien diseñados para que funcione, el tracto vocal humano depende del funcionamiento preciso de muchos músculos y estructuras. Se cree que los chimpancés son físicamente incapaces de pronunciar varias de las vocales más comunes del lenguaje humano. Si los humanos tampoco pudiéramos pronunciar más que unas cuantas consonantes y vocales, nuestro vocabulario se reduciría enormemente. A modo de ejemplo puede tomarse este mismo párrafo y convertir todas las vocales en «a» o «i», todas las consonantes en «d», «m» y «s», y después releerlo e intentar comprenderlo.
Parece plausible, por tanto, que el ingrediente que faltaba a los seres protohumanos fuera la transformación del tracto vocal con objeto de facilitar el control de los sonidos emitidos y ampliar las posibilidades de emisión, la cual daría lugar a sutiles modificaciones musculares que no tienen por qué detectarse en los cráneos fosilizados.
Es fácil comprender que la mínima transformación anatómica que resulte en una mejora de la facultad del habla tendrá como consecuencia un cambio conductual de gran trascendencia. Gracias al lenguaje, bastan unos segundos para transmitir la siguiente información: «Pasado el cuarto árbol, gira a la derecha en ángulo recto y lleva al antílope macho hacia esa roca rojiza, allí le clavaré la lanza», un mensaje que sería imposible de comunicar sin recurrir al lenguaje. Dos protohumanos desprovistos de lenguaje no podrían enfrascarse en una discusión sobre cómo introducir mejoras en una herramienta o sobre el posible significado de una pintura rupestre. Sin lenguaje, incluso un protohumano de gran inventiva tendría dificultades para diseñar mejoras aplicables a una herramienta.
No se pretende sugerir con esto que el gran salto adelante comenzó tan pronto como surgieron las mutaciones que alteraron la anatomía de la lengua y la laringe. Una vez que se hubo desarrollado la constitución anatómica adecuada, aún tuvieron que transcurrir varios milenios para que la estructura del lenguaje se perfeccionara y adquiriese su forma actual al desarrollar los conceptos de ordenación de las palabras, conjugación de los verbos y declinación de las palabras y ampliar el vocabulario. En el capítulo 8 nos detendremos en los hipotéticos estadios de perfeccionamiento del lenguaje. Ahora bien, si el requisito previo de la hominización era la modificación del tracto vocal humano para permitir un mejor control de la emisión de sonidos, una vez que ese cambio se produjo, la capacidad de innovación surgiría posteriormente de forma natural. Fue la palabra hablada la que otorgó la libertad al ser humano.
En mi opinión, esta interpretación explica la inexistencia de fósiles de híbridos de hombres de Neanderthal y de Cromagnon. La facultad del habla es un factor fundamental en las relaciones entre hombres y mujeres y entre padres e hijos. Si los sordos y los mudos se adaptan al funcionamiento de la cultura es gracias a que aprenden medios de comunicación alternativos basados en un lenguaje hablado preexistente. Ahora bien, si el lenguaje de los neanderthales era muy rudimentario o inexistente, no es de extrañar que los cromagnones no se sintieran inclinados a escogerles como pareja.
Se ha argumentado que hace cuarenta mil años la humanidad ya había desarrollado una anatomía, una conducta y un lenguaje tan avanzados como los actuales, y que el hombre de Cromagnon estaba capacitado para aprender a pilotar un avión a reacción. Si esto es así, ¿por qué medió tanto tiempo entre el gran salto adelante y la invención de la escritura o la construcción del Partenón? La respuesta puede ser similar a la explicación de por qué los romanos, siendo como eran grandes ingenieros, no fabricaron bombas atómicas. Desde la época romana hubieron de transcurrir dos mil años de avances técnicos, como la pólvora y el cálculo matemático, la teoría atómica y el aislamiento del uranio, para que se llegara al punto en que pudo fabricarse la bomba A. De igual modo, la construcción del Partenón y la invención de la escritura se hicieron posibles tras decenas de milenios de desarrollo acumulativo a partir de la aparición del hombre de Cromagnon, desarrollo que comportó avances como el arco y la flecha, la cerámica y la domesticación de las plantas y animales, entre otros muchos.
Hasta el momento del gran salto adelante, la cultura humana avanzó a paso de tortuga durante millones de años. Fue el ritmo lento de la evolución genética el que determinó el lento avance de la cultura. Después del «salto», el desarrollo cultural dejó de depender de los cambios genéticos. La cultura ha evolucionado muchísimo más en los últimos cuarenta mil años que en los millones de años previos de la historia de la humanidad, pese a la insignificancia de las transformaciones anatómicas ocurridas en este tiempo. Si un habitante del espacio exterior hubiera venido a la Tierra en la época del hombre de Neanderthal, habría pensado que la especie humana no destacaba entre las demás. En el mejor de los casos, ese extraterrestre habría mencionado a los humanos, junto a los castores, los tilonorrincos y las hormigas soldado, como ejemplos de especies de hábitos curiosos. ¿Habría previsto ese visitante el cambio que no tardaría en convertir a los humanos en la primera especie de la historia de la Tierra con capacidad para destruir todo vestigio de vida?