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La segunda nube
Hasta los tiempos de nuestra generación nunca hubo fundamentos para preocuparse por las posibilidades de supervivencia de la próxima generación o por el tipo de planeta en el que les tocaría vivir. Nuestra generación es la primera que se enfrenta a estas preguntas sobre el futuro de nuestros hijos. Todos los padres dedicamos buena parte de nuestras vidas a enseñar a nuestros hijos a mantenerse y a relacionarse con otras personas, pero cada vez nos acosa más la duda de si nuestros esfuerzos no serán vanos.
Estas inquietudes están provocadas por dos nubes que se ciernen amenazadoras sobre nuestras cabezas y cuyas consecuencias serían muy similares pese a que a nuestros ojos sean muy distintas. Una es el riesgo de un holocausto nuclear, que se manifestó por primera vez en la nube radiactiva de Hiroshima. Nadie duda de la existencia de este riesgo, habida cuenta de la existencia de enormes arsenales nucleares y de las muestras de ineptitud que los políticos no han escatimado en demostrar a lo largo de toda la historia. Todos convenimos en que un holocausto nuclear sería un tremendo desastre que incluso podría aniquilar a toda la humanidad. Este riesgo está en el trasfondo de buena parte de los esfuerzos diplomáticos de nuestros días. El único punto de desacuerdo es cómo atenuarlo; por ejemplo, si el objetivo debe ser un desarme nuclear total o parcial, un equilibrio entre las potencias nucleares o la superioridad de algunas potencias sobre otras.
La otra nube que nos amenaza es el peligro de un holocausto medioambiental, una de cuyas causas potenciales y frecuentemente comentadas es la paulatina extinción de la mayoría de las especies del mundo. A diferencia del consenso suscitado por el holocausto nuclear, casi nadie se pone de acuerdo sobre la realidad del peligro de una extinción en masa ni sobre las consecuencias perniciosas que podría acarrear a la humanidad. Por ejemplo, una de las estimaciones citadas más a menudo afirma que los humanos han provocado un 1 por ciento de las extinciones de especies de aves ocurridas en el mundo en los últimos siglos. En un extremo, muchas personas responsables —economistas y líderes empresariales, por lo general, pero también algunos biólogos y numerosos profanos— creen que una pérdida del 1 por ciento es irrelevante, aun cuando haya ocurrido en realidad. De hecho, esas personas argumentan que ese 1 por ciento es una cifra inflada, que la mayoría de las especies carecen de interés para los humanos y que una extinción del 10 por ciento tampoco nos causaría el menor perjuicio. En el extremo opuesto, otras muchas personas responsables —en especial, biólogos conservacionistas y un creciente número de profanos que pertenecen a movimientos ecologistas— creen que ese 1 por ciento subestima en mucho las cifras reales y que una extinción en masa socavaría la calidad de vida de los humanos e incluso su viabilidad. Es evidente que determinar cuál de estas perspectivas se aproxima más a la realidad reviste gran interés para el futuro de nuestros hijos.
Las amenazas de un holocausto nuclear y un holocausto ecológico constituyen los dos problemas más acuciantes a los que se enfrenta la raza humana en la actualidad. Comparadas con estos dos nubarrones, nuestras habituales obsesiones con el cáncer, el sida y la dieta palidecen hasta la insignificancia, ya que no amenazan la supervivencia de la especie humana. Si los riesgos nuclear y ecológico no llegaran a materializarse, nos sobraría tiempo para resolver bagatelas como el cáncer. Si, por el contrario, no conseguimos impedir su consumación, resolver cuestiones como el cáncer no nos servirá de nada.
¿Cuántas son en realidad las especies que hemos exterminado los humanos? ¿Cuántas es probable que se extingan durante la vida de nuestros hijos? ¿Qué importancia revisten esas extinciones? ¿Acaso los reyezuelos contribuyen a aumentar el producto nacional bruto? ¿Es que desaparecer más pronto o más tarde no es el destino de todas las especies? ¿Es la alegada crisis de la extinción en masa una fantasía histérica, un riesgo real para el futuro o un fenómeno demostrado que ya está en vías de consumación?
Tres son los pasos necesarios para obtener estimaciones realistas de las cifras sobre las que se desarrolla el debate de la extinción en masa. En primer lugar, nos ocuparemos del número de especies extinguidas en la época moderna (es decir, desde 1600). En segundo término, realizaremos una estimación de las extinciones ocurridas antes de 1600.Y el tercer paso consistirá en intentar predecir el número de extinciones que se producirán durante nuestra vida, la de nuestros hijos y la de nuestros nietos. Por último, nos preguntaremos cómo pueden afectar estas extinciones a la humanidad.
El primer paso, consistente en calcular el número de especies que se han extinguido en los tiempos modernos, parece sencillo a primera vista. Bastará con elegir un grupo de plantas o animales, contar en un catálogo el número total de especies que incluye, tachar las que se sabe que se han extinguido desde el 1600, y sumarlas. Como grupo con el que ensayar este ejercicio, los pájaros ofrecen la ventaja de que son fáciles de ver e identificar, y de que hay verdaderas hordas de ornitólogos aficionados dedicados a esa labor. En consecuencia, sabemos más de ellos que de cualquier otro grupo de animales.
En la actualidad existen aproximadamente nueve mil especies de aves. Las especies previamente desconocidas que se descubren todos los años no son más que una o dos, por lo que puede considerarse que casi todas las aves del mundo han sido catalogadas. El principal organismo dedicado al estudio de las aves del mundo —el Consejo Internacional para la Conservación de las Aves (ICBP)— incluye ciento ocho especies, junto a numerosas subespecies, en el grupo de especies extinguidas desde el año 1600. Todas estas extinciones fueron virtualmente provocadas, de un modo u otro, por los humanos, sobre todo en los últimos tiempos. La cifra de ciento ocho especies representa aproximadamente el 1 por ciento del número total de especies de aves: nueve mil. De ahí procede el 1 por ciento mencionado anteriormente.
Antes de tomar como definitiva esta cifra, intentaremos comprender cómo se ha calculado. El ICBP decide catalogar como extinguida a una especie solo después de que se haya rastreado durante muchos años la zona donde habitaba o a donde podría haberse propagado sin conseguir encontrarla. En muchos casos, las personas dedicadas a la observación de las aves han visto cómo una población se reducía hasta solo unos cuantos individuos y qué les ocurría a cada uno de ellos. Por ejemplo, la última subespecie de aves que se extinguió en Estados Unidos fue el gorrión pardo costero, que habitaba en las marismas próximas a Titusville, Florida. A medida que su población se reducía como consecuencia de la destrucción de su hábitat, las agencias medioambientales colocaron argollas a los escasos ejemplares supervivientes para poder identificarlos individualmente. Cuando solo quedaban seis, los trasladaron a un centro con objeto de protegerlos y criarlos en cautividad. Por desgracia, ninguno sobrevivió; el último ejemplar, y con él toda la subespecie, murió el 16 de junio de 1987.
En consecuencia, no cabe duda de que el gorrión pardo costero se ha extinguido. Tampoco son dudosos los casos de otras muchas subespecies y de las ciento ocho especies de aves catalogadas como extinguidas. La lista completa de especies desaparecidas en América del Norte desde el establecimiento de los europeos es esta: el alca grande (1844), el cormorán de lentes (1852), el pato del labrador (1875), la paloma viajera (1914) y el periquito de Carolina (1918). El alca grande también existía en Europa en otros tiempos, pero no se ha registrado ninguna especie europea entre las extinguidas desde el año 1600, pese a que algunas especies hayan desaparecido de Europa y solo sobrevivan en otros continentes.
¿Qué decir de las especies de aves que no cumplen los rigurosos criterios del ICBP para que se las considere extinguidas? ¿Sabemos con certeza que todavía existen? Cuando se trata de aves de América del Norte y Europa, la respuesta es «sí» en la mayoría de los casos. Cientos de miles de fanáticos ornitólogos aficionados controlan todas la especies de aves de estos continentes año tras año. Cuantos menos ejemplares tenga una especie, más se redoblan los esfuerzos por encontrarla. Es imposible que la extinción de cualquier especie norteamericana o europea haya pasado inadvertida. En América del Norte solo existe la incertidumbre en el caso de una especie: la reinita Bachman, que fue registrado por última vez en 1977; pero el ICBP no ha perdido la esperanza debido a observaciones no confirmadas de tiempos más recientes. (El pájaro carpintero de pico de marfil también puede haberse extinguido, pero la población de América del Norte «solo» era una subespecie y en Cuba sobreviven algunos individuos de otras subespecies de este pico). Así pues, el número de especies de aves extinguidas en América del Norte desde 1600 se sitúa con seguridad entre cinco y seis. Salvo la reinita de Bachman, todas las especies pueden asignarse con certeza a una de estas dos categorías: «extinguidas» o «vivas». Del mismo modo, el número de especies de aves europeas extinguidas desde 1600 es una.
Por tanto, podemos dar una respuesta exacta y certera a la pregunta de cuántas especies de aves se han extinguido en América del Norte y Europa desde 1600. Si tuviéramos la misma certidumbre con respecto a otros grupos de especies, habríamos dado el primer paso en la dilucidación del debate sobre las extinciones en masa. Por desgracia, la situación no está tan clara cuando se trata de otros grupos de plantas y animales y de otras partes del mundo, y es especialmente equívoca en los trópicos, precisamente donde habita la abrumadora mayoría de las especies. En los países tropicales hay, por lo general, pocos o ningún ornitólogo aficionado y no se controla la presencia de las aves anualmente. Muchas zonas tropicales no han sido sometidas a ningún control desde que sus características biológicas se estudiaron por primera vez hace muchos años. La situación de numerosas especies tropicales se desconoce, puesto que nadie las ha vuelto a ver ni las ha buscado desde que fueron descubiertas. Por ejemplo, entre las aves de Nueva Guinea que estudié, los pájaros melífagos de Brass solo se conocen por dieciocho ejemplares cobrados en una cacería en una laguna del río Idenburg entre el 22 de marzo y el 29 de abril de 1939. Como ningún científico ha vuelto a visitar la laguna, no sabemos cuál es la situación actual de esta especie.
En el caso de este pájaro melífago, al menos se sabe dónde podría encontrarse. Ahora bien, otras muchas especies han sido descritas a partir de especímenes recogidos por expediciones del siglo pasado que solo proporcionaban vagas indicaciones sobre el lugar donde se encontraron, como, por ejemplo, «América del Sur». ¡Cómo enfrentarse a una investigación con esa indefinida pista para emprender la búsqueda! Los cantos, la conducta y los hábitats preferidos por ese tipo de especies nos son desconocidos, por lo que no sabemos ni dónde buscarlas ni cómo identificarlas al verlas brevemente o escuchar sus cantos.
De tal suerte, la situación de numerosas especies tropicales no puede clasificarse con seguridad en la categoría de «extinguidas» ni en la de «vivas», sino simplemente en la de «desconocidas». Queda al azar decidir que alguna de estas especies acierte a llamar la atención de algún ornitólogo, se convierta en objeto de una búsqueda específica y de ese modo pueda ser reconocida como posiblemente extinguida.
Tomemos un ejemplo. Uno de mis territorios preferidos para estudiar las aves de la zona tropical del Pacífico son las islas Salomón, las cuales son, asimismo, como recordarán los estadounidenses y japoneses de cierta edad, el escenario donde se desarrollaron algunas de las batallas más encarnizadas de la Segunda Guerra Mundial. (¿Recuerdan Guadalcanal, Henderson Field, el buque PT del presidente Kennedy y el Tokio Express?). El ICBP cataloga una de las especies de aves de las Salomón, la paloma coronada de Meek, como extinguida. Sin embargo, cuando tabulé todas las observaciones recientes de las ciento sesenta y cuatro especies de aves conocidas de las islas, advertí que doce no se habían visto desde 1953. Estoy convencido de que algunas de ellas se habrán extinguido, bien porque los isleños me contaron que las habían exterminado los felinos, o bien porque en otros tiempos eran muy abundantes y llamativas.
Doce especies posiblemente extinguidas no parecen muchas entre un total de ciento sesenta y cuatro. No obstante, las Salomón han preservado su entorno mucho mejor que la mayoría de las zonas tropicales, puesto que están relativamente poco pobladas, cuentan con pocas especies de aves, no han vivido un desarrollo económico importante y poseen amplias zonas forestales. Malaisia, que constituye un ejemplo más prototípico de los trópicos, posee gran abundancia de especies y ha perdido la mayor parte de las zonas forestales de las llanuras. Las exploraciones biológicas han identificado doscientas sesenta y seis especies de peces en los ríos que recorren sus selvas, pero en una investigación de cuatro años llevada a cabo recientemente solo se lograron encontrar ciento veintidós de esas doscientas sesenta y seis especies, es decir, menos de la mitad. Las otras ciento cuarenta y cuatro especies de peces de agua dulce pueden haberse extinguido, haber disminuido notablemente o haber quedado confinadas en áreas muy restringidas. Sea como sea, han llegado a esa situación sin que nadie lo advirtiera.
Malaisia ilustra adecuadamente la situación de los trópicos en cuanto a la presión que la población humana ejerce sobre sus recursos naturales. Los peces son un buen ejemplo del resto de las especies animales, a excepción de las aves, por cuanto atraen la atención de los científicos de forma muy fragmentaria. Así pues, la estimación según la cual Malaisia ha perdido (o casi perdido) la mitad de sus peces de agua dulce revela la situación en que pueden encontrarse las plantas, los invertebrados y los vertebrados, salvo las aves, en buena parte del área tropical.
Esa es una de las dificultades que entraña la estimación del número de extinciones ocurridas desde 1600: la situación de esas especies nos es desconocida. Mas las complicaciones no se detienen ahí. Hasta el momento hemos intentado calcular las extinciones entre las especies descubiertas y descritas (nombradas), pero ¿podrían haberse extinguido otras especies que nunca llegaron a describirse?
La respuesta es a todas luces afirmativa, habida cuenta de que los procedimientos de muestreo indican que en el mundo actual hay casi treinta millones de especies, mientras que no han llegado a describirse ni siquiera dos millones. Dos ejemplos servirán para ilustrar la certidumbre de que algunas especies se han extinguido antes de ser descritas. El botánico Alwyn Gentry estudió las plantas de una cordillera aislada de Ecuador llamada Centinela y descubrió treinta y ocho especies que solo existían allí. Al poco tiempo se talaron los bosques de la cordillera y todas esas plantas perecieron. En la isla caribeña del Gran Caimán, el zoólogo Fred Thompson descubrió dos nuevas especies de caracoles de tierra confinadas en los bosques de una cordillera de piedra caliza, donde pocos años después se destruyeron los bosques con objeto de urbanizar.
La casualidad quiso que Gentry y Thompson estudiaran esas zonas montañosas antes de que sus bosques desaparecieran y gracias a ello disponemos de los nombres de las especies que allí se extinguieron. Ahora bien, la mayoría de las zonas tropicales donde se ponen en marcha proyectos urbanísticos no son estudiadas por los biólogos previamente. En Centinela debieron de existir caracoles de tierra y en innumerables cordilleras tropicales vivirían, sin duda, plantas y caracoles que fueron exterminados antes de que llegáramos a descubrirlos.
En pocas palabras, aunque en un principio parece que el problema de determinar el número de extinciones ocurridas en la época moderna es sencillo y que su resolución lleva a cifras moderadas —por ejemplo, cinco o seis especies de aves entre América del Norte y Europa—, basta con reflexionar un poco para descubrir dos razones que convierten las listas publicadas de especies extinguidas en crasas subestimaciones. En primer lugar, por definición, las listas publicadas solo toman en consideración las especies nombradas, aunque la gran mayoría de las especies (salvo las bien estudiadas aves) nunca han recibido un nombre. En segundo término, salvo en los casos de América del Norte y Europa y de las aves, las listas publicadas solo incluyen las escasas especies identificadas que acertaron a llamar la atención de los biólogos y cuya extinción fue de ese modo descubierta. Entre las restantes especies en situación desconocida es muy posible que sean muchas las que se han extinguido o estén al borde de la extinción, como, por ejemplo, alrededor de la mitad de los peces de agua dulce de Malasia.
Ahora pasaremos a la segunda fase de evaluación del debate sobre las extinciones en masa. Hasta ahora, nuestras estimaciones se han referido exclusivamente a las especies exterminadas desde el año 1600, cuando la clasificación científica de las especies estaba en sus orígenes. Estos exterminios han ocurrido porque la población mundial ha crecido, se ha expandido hasta zonas antes deshabitadas y ha inventado tecnologías cada vez más destructivas. ¿Son todos fenómenos nuevos surgidos súbitamente en el 1600, después de varios millones de historia de la humanidad? ¿Acaso no hubo exterminios antes de 1600?
La rotunda respuesta a estas preguntas es negativa en el primer caso y afirmativa en el segundo. Hasta hace cincuenta mil años, los humanos tan solo habitaban África y las zonas más cálidas de Europa y Asia. Entre esas fechas y el año 1600, nuestra especie protagonizó una expansión geográfica a gran escala, que nos llevó a Australia y Nueva Guinea hace unos cincuenta mil años, después a Siberia y la mayor parte de América del Norte y del Sur, y por último a las más remotas islas oceánicas hacia 2000 a. C. Asimismo, se produjo una enorme expansión numérica de la población mundial, que pasó de quizá unos cuantos millones de habitantes hace cincuenta mil años a alrededor de los quinientos millones en 1600. Por último, la capacidad destructiva de la especie humana también se multiplicó con el desarrollo de técnicas de caza más sofisticadas en los últimos cincuenta mil años, de la agricultura y de herramientas de piedra pulimentada en los últimos diez mil años y de la metalurgia en los últimos seis mil años.
En todas las zonas del mundo estudiadas por los paleontólogos que han sido ocupadas por los humanos en los últimos cincuenta mil años, se han encontrado huellas de extinciones prehistóricas en masa que más o menos coincidieron con la llegada de los primeros humanos. En los dos capítulos anteriores se han descrito las extinciones que tuvieron lugar en Madagascar, Nueva Zelanda, Polinesia, Australia, el Caribe, América de Norte y del Sur y las islas mediterráneas. Desde que descubrieron estas oleadas de extinciones prehistóricas asociadas a la llegada de los humanos, los científicos vienen debatiendo si los humanos fueron su causa o si su llegada coincidió con la época en que los animales sucumbían a fuertes cambios climáticos. En el caso de las islas polinésicas, no pueden seguir albergándose dudas razonables sobre el hecho que, de un modo u otro, fue la llegada de los polinesios la que provocó la oleada de extinciones. Las extinciones de aves y la llegada de los polinesios ocurrieron en un lapso de unos cuantos siglos durante los cuales no se produjeron variaciones climáticas notables, y en los hornos de los polinesios se han hallado miles de huesos de moas. La coincidencia temporal es, asimismo, convincente en el caso de Madagascar. Pero las causas de las extinciones más antiguas, y sobre todo las de Australia y América, aún están sujetas a debate.
Tal como se ha argumentado en el capítulo anterior, la aplastante evidencia relativa a América indica inequívocamente que los hu manos también desempeñaron un papel crucial en las extinciones prehistóricas que tuvieron lugar allí. Siempre que los humanos han colonizado una zona del planeta anteriormente despoblada se han producido oleadas de extinciones, algo que no ocurría simultáneamente en otras zonas del mundo sometidas a los mismos cambios climáticos y que tampoco había ocurrido antes en esa zona pese a que se hubieran dado modificaciones del clima similares.
Por este motivo pongo en duda que el clima fuera la causa. Cualquiera que haya visitado la Antártida o las Galápagos habrá podido comprobar la mansedumbre de sus animales, no habituados a la presencia humana hasta hace poco. Los fotógrafos aún pueden acercarse a esos animales inocentes tal como en su día lo hacían los cazadores. Mi hipótesis es que los primeros cazadores de cualquier otra zona del mundo se acercarían sin problemas a los mansos mamuts y moas, mientras que las ratas que llegaron con ellos darían buena cuenta de los inocentes pájaros de Hawai y otras islas.
Pero no solo las especies de zonas no habitadas por los humanos fueron exterminadas con la llegada de los cazadores prehistóricos. En el transcurso de los últimos veinte mil años también han tenido lugar extinciones en zonas pobladas por los humanos desde tiempos remotos; en Eurasia perecieron el rinoceronte lanudo, el mamut y el ciervo gigante («alce irlandés»), y en África, el búfalo gigante, el alcelaphus gigante y el caballo gigante, y es posible que estas grandes bestias fueran aniquiladas cuando los cazadores prehistóricos que las perseguían desde hacía largo tiempo mejoraron sus armas. Los grandes mamíferos de Eurasia y África ya estaban habituados a los humanos, pero desaparecieron por los dos mismos motivos que el oso pardo de California y los osos, lobos y castores de Gran Bretaña que han sucumbido en tiempos recientes, después de haber sufrido cacerías durante milenios. Esos motivos son el aumento de la población humana y la mejora del armamento.
¿Es posible estimar, cuando menos, cuántas especies cayeron en esas extinciones prehistóricas? Nadie ha intentado nunca calcular el número de plantas, invertebrados y lagartos exterminados como consecuencia de la destrucción de los hábitats prehistóricos. Ahora bien, en prácticamente todas las islas oceánicas exploradas por los paleontólogos se han descubierto restos de especies de aves extinguidas recientemente. Mediante la extrapolación de esas conclusiones a las islas que todavía no han sido exploradas, puede calcularse que alrededor de dos mil especies de aves —una quinta parte de las aves existentes hace algunos milenios— se extinguieron en tiempos prehistóricos, estimación que no abarca las aves extinguidas en los continentes. Por lo que se refiere a los géneros de grandes mamíferos, alrededor del 73, el 80 y el 86 por ciento, respectivamente, se extinguieron en América del Norte, América del Sur y Australia en los tiempos en que esas tierras fueron colonizadas por los humanos o en épocas posteriores.
La última fase de la evaluación del debate sobre las extinciones en masa consiste en predecir el futuro. ¿Hemos superado el momento álgido de la oleada de extinciones o aún quedan más por venir? Dos son los métodos para abordar este tema.
Un método sencillo es razonar que las especies extinguidas de mañana serán algunas de las especies que hoy están en peligro. ¿Cuántas de las especies existentes poseen poblaciones peligrosamente diezmadas? El ICBP estima que al menos mil seiscientas sesenta y seis especies de aves están en peligro o al borde de la extinción, es decir, casi el 20 por ciento de las aves supervivientes del mundo. Esta cifra no hace justicia a la realidad debido al criterio empleado por el ICBP tanto en este caso como en el de las especies de aves extinguidas al que ya se ha aludido. Ambas cifras se basan exclusivamente en las especies que han despertado el interés de los científicos y no en un estudio de la situación en que se hallan todas las especies de aves.
El otro método de predecir el futuro es analizar los mecanismos mediante los cuales exterminamos a las especies. El ritmo de las extinciones provocadas por los humanos probablemente seguirá acelerándose hasta que la población humana y la tecnología detengan su crecimiento, si bien en ninguno de ambos casos hay signos que permitan predecir un estancamiento. La población mundial que se ha multiplicado por diez al pasar de quinientos millones en 1600 a más de cinco mil millones en la actualidad, sigue creciendo con una tasa anual de casi el 2 por ciento, y todos los días salen a la luz nuevos avances tecnológicos con los que transformar la Tierra y a sus habitantes. Los mecanismos a través de los cuales la creciente población extermina a las especies son básicamente cuatro: excesiva explotación cinegética, introducción de especies, destrucción del hábitat y efectos de onda expansiva. A continuación veremos si estos mecanismos se han estancado.
Los excesos cinegéticos —cazar a los animales sin darles tiempo a reproducirse— han sido el mecanismo fundamental del exterminio de los grandes animales, desde el mamut hasta el oso pardo de California. (Este último aparece en la bandera de California, el estado donde habitaba, pero muchos de mis paisanos no recuerdan que hace ya mucho que exterminamos al símbolo de nuestro estado). ¿Hemos exterminado a todos los grandes animales a los que podíamos exterminar? Evidentemente, no. Cuando el alarmante descenso de las poblaciones de ballenas llevó a que se prohibiera su caza con propósitos comerciales, Japón anunció su decisión de triplicar las capturas de ballenas «por motivos científicos». Todos hemos visto fotografías sobre la matanza acelerada de elefantes y rinocerontes africanos con objeto de despojarles de los colmillos de marfil y de los cuernos. Al actual ritmo de cambio no solo los elefantes y los rinocerontes, sino la mayoría de los grandes mamíferos de África y el sudeste de Asia se habrán extinguido fuera de las reservas y los zoológicos dentro de una o dos décadas.
El segundo mecanismo de exterminio es la introducción intencionada o accidental de determinadas especies en zonas del mundo donde antes no existían. Algunos ejemplos conocidos de especies introducidas que hoy están firmemente establecidas en Estados Unidos son las ratas de Noruega, los estorninos europeos, los gorgojos del algodón y los hongos que producen la graciosis del olmo holandés y la tinta de los castaños. Europa también ha adquirido especies que fueron introducidas en su día, como la erróneamente denominada rata de Noruega (que es originaria de Asia y no de Noruega). Las especies trasladadas de una región a otra suelen exterminar a algunas de las especies autóctonas, ya mediante la caza o a través del contagio de enfermedades. Las víctimas carecen de defensas, puesto que evolucionaron sin tener contacto con esas plagas. Los castaños americanos han sido prácticamente exterminados por un hongo asiático contra el cual los castaños de Asia han desarrollado defensas. Del mismo modo, las cabras y las ratas han exterminado numerosas plantas y aves en las islas oceánicas.
¿Hemos propagado por el mundo todas las plagas que podían propagarse? Evidentemente, no; hay muchas islas sin cabras ni ratas de Noruega, así como numerosos insectos y enfermedades cuya entrada pretende evitarse en muchos países mediante cuarentenas. El Departamento de Agricultura de Estados Unidos se ha embarcado en grandes —aunque, al parecer, infructuosos— gastos con objeto de prevenir la entrada de las abejas asesinas y de las moscas mediterráneas de la fruta. De hecho, lo que quizá se convierta en la mayor extinción provocada por la introducción de un depredador en tiempos modernos acaba de comenzar en el lago Victoria, en África, donde habitan cientos de extrañas especies de peces que no se dan en ningún otro lugar del mundo. Un gran pez depredador, llamado perca del Nilo, que fue introducido intencionadamente en un equivocado intento de renovar la cría de peces, está acabando con las singulares especies del lago.
La destrucción del hábitat es el tercer medio con el que los humanos exterminamos a otras especies. La mayoría de las especies solo están adaptadas a un tipo determinado de hábitat: los carriceros políglotas solo habitan en las marismas, y la dendroica de los pinos habita en los bosques de pinos. Si se desecan las marismas o se talan los bosques, se eliminan todas las especies dependientes de esos hábitats con tanta eficacia como si se disparase contra cada uno de sus individuos. Por ejemplo, cuando se talaron todas las selvas de la isla de Cebú, en Filipinas, nueve de las diez especies únicas de la isla se extinguieron.
Cuando se trata de la destrucción del hábitat, lo peor aún está por venir, puesto que la entusiasta destrucción de las selvas trópica les, la mayor reserva de especies del mundo, no ha hecho sino comenzar. La riqueza biológica de las selvas es legendaria; por ejemplo, más de mil quinientas especies de escarabajos viven en una sola especie de árboles de las selvas de Panamá. Las selvas tropicales cubren solo el 6 por ciento de la superficie terrestre, pero albergan a la mitad de las especies del mundo. Todas las zonas selváticas cuentan con numerosísimas especies únicas. Por mencionar tan solo algunos destrozos ocurridos en selvas excepcionalmente ricas, citaré la tala de la selva brasileña de la costa atlántica y la de la zona selvática de las llanuras de Malaisia, que casi se han completado, así como los casos de Borneo y Filipinas, donde las talas afectarán a la mayor parte de su territorio durante las dos próximas décadas. A mediados del siglo XXI, es probable que no queden otras zonas selváticas que las de algunas regiones del Zaire y la cuenca amazónica.
Todas las especies dependen de las demás a la hora de alimentarse y de crear su hábitat. Así pues, las especies están conectadas entre sí como las filas de fichas de un dominó que forman un dibujo, y del mismo modo que derribar una de las fichas produce la caída de otras muchas, así el exterminio de una especie puede llevar a la pérdida de otras, lo cual, a su vez, posiblemente desencadene nuevas extinciones. Este mecanismo de las extinciones, el cuarto de nuestra lista, puede ser descrito como un efecto de onda expansiva. La naturaleza está compuesta por tal número de especies, conectadas entre sí de modos tan complejos, que es prácticamente imposible prever adonde puede conducir el efecto de onda expansiva de la extinción de una especie concreta.
Por ejemplo, hace cincuenta años nadie previo que la extinción de los grandes depredadores (jaguares, pumas y águilas harpías) de la isla panameña de Barro Colorado llevaría a la extinción de los pequeños atrapamoscas o tiranos y a la transformación generalizada drías especies de árboles que componen la selva. Sin embargo, así fue porque los grandes predadores se alimentaban de los predadores de tamaño mediano, como los pecaríes, los monos y los coatimundis, así como de los granívoros como el agutí y las pacas. Con la desaparición de los grandes depredadores sobrevino una explosión demográfica en las poblaciones depredadoras de tamaño mediano, que se alimentaban de los atrapamoscas y sus huevos. Los granívoros de tamaño mediano también se multiplicaron en abundancia, y dado que se alimentaban de las semillas grandes de los árboles que caían al suelo, impidieron la propagación de esas especies y fomentaron la difusión de otras especies rivales de árboles con semillas menores. El cambio en la composición de los bosques produjo, a su vez, un crecimiento desmedido de las poblaciones de ratones y ratas que se alimentan de semillas pequeñas y, en consecuencia, de los halcones, búhos y ocelotes que se alimentan de esos pequeños roedores. De tal modo, la extinción de tres especies poco comunes de grandes depredadores desencadenó una onda expansiva de cambios en toda la comunidad vegetal y animal, incluida la extinción de otras muchas especies.
Es probable que a través de estos cuatro mecanismos —sobreexplotación cinegética, introducción de especies, destrucción del hábitat y efectos de onda expansiva— más de la mitad de las especies existentes se hayan extinguido o estén en peligro de extinción a mediados del siglo próximo, cuando los niños nacidos este año lleguen a los sesenta años. Como tantos padres de hoy día, a menudo me pregunto cómo describiré a mis hijos gemelos el mundo en el que crecí y que ellos no verán. Cuando sean lo bastante mayores para acompañarme en mis viajes por Nueva Guinea, una de las reservas biológicas principales del mundo en la que he trabajado durante los últimos veinticinco años, la mayoría de las montañas de la zona oriental de la isla habrán sido deforestadas.
Cuando sumamos las extinciones ya provocadas a las que estamos a punto de causar, se hace evidente que la oleada de extinciones actual está sobrepasando los efectos de aquella colisión con un asteroide que hizo desaparecer a los dinosaurios. Los mamíferos, las plantas y numerosas especies diversas sobrevivieron a esa colisión prácticamente indemnes, en tanto que la oleada actual está afectando a toda la naturaleza, desde las sanguijuelas y los lirios hasta los leones. Por tanto, no debe pensarse que la alegada crisis de extinciones no es ni una fantasía histérica ni una mera amenaza para el futuro. Lo cierto es que es un fenómeno que se ha visto sometido a un proceso de aceleración en los últimos cincuenta mil años y que alcanzará los momentos de su culminación durante el tiempo de vida de nuestros hijos.
Para concluir, examinaremos dos argumentaciones que aceptan la realidad de la crisis de extinciones, a la vez que le restan importancia. En primer lugar, la idea de que las extinciones son, al fin y al cabo, un proceso natural, de lo que se desprende que no hay que sobrevalorar sus riesgos.
Para rebatir la primera idea basta con decir que la tasa actual de extinciones provocadas por el hombre es muy superior a la tasa natural. Si la estimación que considera que la mitad del total mundial de treinta millones de especies se extinguirán durante el próximo siglo es correcta, las especies están extinguiéndose a un ritmo de unas ciento cincuenta mil por año, o diecisiete por hora. Las nueve mil especies de aves del mundo están extinguiéndose como mínimo a un ritmo de dos por año. Ahora bien, en condiciones naturales, ese ritmo era inferior a una especie por siglo, lo que indica que se ha multiplicado al menos por doscientas. Restar importancia a la crisis de las extinciones fundándose en que la extinción es un proceso natural equivale a desdeñar el genocidio alegando que la muerte es el destino natural de todos los humanos.
La segunda argumentación es muy simple y puede resumirse en la pregunta: ¿qué más da? Nuestros hijos son los que nos preocupan, y no los escarabajos ni los caracoles; ¿a quién le importa que lleguen a extinguirse diez millones de especies de escarabajos? La respuesta también es muy sencilla. La existencia de los humanos, como la de todas las especies, depende de las demás especies. Algunos ejemplos obvios son que otras especies producen el oxígeno que respiramos, absorben el anhídrido carbónico que exhalamos, descomponen nuestros desechos, nos sirven de alimento, mantienen la fertilidad de la tierra y nos proporcionan madera y papel.
¿No podríamos dedicarnos a la conservación de las especies que nos son útiles y dejar que las demás se extinguieran? Ciertamente no, puesto que las especies que necesitamos dependen a su vez de otras especies. Tal como los atrapamoscas de Panamá no podían anticipar su dependencia de los jaguares, tampoco nosotros podemos prever de qué fichas del dominó ecológico podemos prescindir, dada la complejidad de sus relaciones. Reto a cualquiera a que responda estas tres preguntas: ¿cuáles son las diez especies de árboles que producen la mayor parte de la pulpa de papel que se procesa en el mundo? ¿Cuáles son las diez especies de aves que destruyen la mayoría de los insectos dañinos para esas diez especies de árboles, las diez especies de insectos que polinizan la mayoría de sus flores y las diez especies animales de las que depende básicamente la difusión de sus semillas? ¿De qué especies dependen, a su vez, esas diez especies de aves, insectos y animales? El lector se habría enfrentado a tres preguntas irresolubles si fuera el presidente de una empresa papelera y tuviera que resolver el dilema de prescindir de algunas especies de árboles.
A la hora de evaluar un proyecto urbanístico que reportaría un millón de dólares y que tal vez exterminara a unas cuantas especies, siempre resulta tentador favorecer la ganancia segura sobre la incertidumbre del riesgo. Pensemos en una analogía. Imaginemos que alguien nos ofrece un millón de dólares a cambio del privilegio de extirparnos sin dolor 57 gramos de nuestra valiosa carne. Esos gramos no representan más que la milésima parte del peso del cuerpo, por lo que nos quedaríamos con el 99,9 por ciento de nuestro cuerpo, lo que no es una cantidad desdeñable. La cuestión no plantearía mayores problemas si esos 57 gramos fueran de grasa y los extirpara un experto cirujano. Pero ¿qué ocurriría si el cirujano extirpase la parte del cuerpo que le resultara más accesible, sin saber si era o no esencial? El resultado podría ser que nos quedáramos sin uretra. Si planeáramos vender la mayor parte de nuestro cuerpo, tal como hoy estamos planeando vender la mayor parte de nuestros hábitats naturales, es indudable que en algún momento nos quedaríamos sin uretra.
A modo de conclusión, situaremos la cuestión en perspectiva comparando las dos nubes amenazadoras que se ciernen sobre nuestro futuro y a las que hemos aludido al comienzo del capítulo. Un holocausto nuclear tendría a todas luces consecuencias desastrosas, pero ni está ocurriendo en la actualidad ni es seguro que ocurra en el futuro. Un holocausto medioambiental tendría, asimismo, terribles efectos, pero la diferencia es que ya está a medio consumar. Comenzó hace decenios de miles de años y hoy día está provocando mayores estragos que nunca, de hecho está acelerándose, y alcanzará su clímax dentro de unos cien años si no lo controlamos. La única incertidumbre que queda es si el desastre resultante se abatirá sobre nuestros hijos o sobre nuestros nietos, y si nos decidiremos a adoptar desde ahora mismo las numerosas y obvias medidas que pueden contrarrestar sus efectos.