Apéndice
A LA LUZ DE LOS NUEVOS DESCUBRIMIENTOS
¿Se sostienen las conclusiones de mi libro catorce años después de su publicación? Como es natural, desde entonces no han cesado de acumularse nuevos descubrimientos. Voy a examinar los descubrimientos realizados en cuatros áreas: el origen del ser humano, la sexualidad, el surgimiento de la civilización y el hundimiento de la civilización.
EL ORIGEN DEL SER HUMANO
La información disponible en el año 1992, basada fundamentalmente en las diferencias moleculares entre las proteínas y el ADN de los seres humanos y los de los grandes simios, parecía indicar que los antecesores de los seres humanos habían divergido de los antecesores de «otros» chimpancés en África, entre seis y ocho millones de años atrás. Toda la evidencia molecular obtenida desde 1992 ratifica esta conclusión. Y no solo eso, hoy día disponemos de datos adicionales que apuntan hacia la misma conclusión; datos basados en los descubrimientos recientes de huesos fósiles de protohumanos y protochimpancés que vivieron en una época cercana a los tiempos en que se produjo la divergencia en cuestión.
Una vez que el linaje humano se separó del linaje de los chimpancés en África, los humanos primitivos se expandieron hacia Europa y Asia hace aproximadamente dos millones de años. (Ahora sabemos que esa expansión no ocurrió hace un millón de años, la estimación que reflejé en mi libro en 1992, sino antes). Con el tiempo, esos humanos primitivos evolucionaron hacia los seres humanos modernos, que llegaron a reemplazarlos y han perdurado hasta la actualidad. ¿En qué consistió ese «gran salto adelante» y dónde se produjo? En 1992, planteaba la hipótesis de que el motor del cambio fue el desarrollo de nuestra capacidad para utilizar el lenguaje moderno, basado en la gramática, mientras que otros científicos lo atribuían más bien a las modificaciones en las conexiones neuronales; actualmente seguimos sin saber cuál de ambas respuestas es la verdadera, si es que alguna de las dos lo es.
En cuanto al lugar donde se produjo el gran salto adelante, los descubrimientos acumulados desde 1992 confirman con creciente seguridad que el lugar fue África, como argumentaba en mi libro. Un avance reciente de particular relevancia ha sido la extracción y secuenciación del ADN de neanderthales, los humanos de la época glacial, que habitaron en Europa y Asia occidental durante varios centenares de miles de años hasta hace 30 000 años, y a los que se describe convencionalmente como el prototipo de los toscos «cavernícolas». Es posible que los neanderthales no fueran tan toscos como los suelen pintar, pero en cualquier caso su ADN ha resultado ser muy distinto del de los seres humanos actuales, y no se asemeja más al de los europeos actuales que al de otros seres humanos de nuestros días. Esto parece indicar que los neanderthales de Europa no evolucionaron para convertirse en los europeos modernos, sino que fueron reemplazados por otra estirpe humana moderna de algún otro lugar (probablemente África), sin que se produjera entre ellos más que un mínimo cruzamiento o ninguno en absoluto. Por lo que respecta a la evolución de los asiáticos de la época glacial, seguimos sin saber en qué medida se cruzaron o fueron reemplazados por los humanos modernos que se expandieron desde África.
El descubrimiento reciente más asombroso sobre la evolución humana se realizó hace tan solo un año: son los huesos fósiles de humanos primitivos de tamaño minúsculo hallados en las excavaciones de la isla indonesia de Flores, situada cerca del extremo oriental de la cadena de islas que se extiende desde la península malaya hacia Australia pasando por Java y Bali. Flores es famosa entre los biólogos porque en ella habita el que es actualmente el lagarto más grande del mundo (el dragón de Komodo), y porque en otros tiempos vivió en ella una especie de elefante enano. Ahora se ha descubierto que también habitaban allí, hasta hace no mucho tiempo, seres humanos enanos de apenas noventa centímetros de altura, cuyo cerebro tenía un tamaño similar al de los chimpancés, siendo cuatro veces menor que el nuestro. Quienes han realizado este descubrimiento argumentan que estos micropigmeos estaban relacionados con el Homo erectus (el precursor humano primitivo, del que hasta ahora se había creído que fue sustituido por el Homo sapiens hace centenares de miles de años) en lugar de con el Homo sapiens (la especie humana moderna), y sobrevivieron durante decenas de miles de años después de la llegada del Homo sapiens moderno a Indonesia. Estas hipótesis son objeto de un acalorado debate; algunos científicos opinan que los fósiles tal vez correspondan sencillamente a humanos modernos que padecían un enanismo patológico y no a una especie primitiva independiente. Yo más bien considero que los fósiles demuestran la existencia de unos humanos primitivos que, como los elefantes, evolucionaron para convertirse en enanos cuando llegaron a Flores, igual que los elefantes, y después fueron exterminados rápidamente por la llegada de los humanos modernos (pese a que se afirme que coexistieron durante decenas de miles de años, lo cual dudo mucho). En cualquier caso, aún está por ver lo que nos desvelan futuros descubrimientos. Los fósiles de Flores dan testimonio de por qué es emocionante vivir en una época de grandes avances científicos.
LA SEXUALIDAD
Cinco capítulos de El tercer chimpancé (del capítulo 3 al capítulo 7) estaban dedicados al análisis de nuestra sexualidad y de otros rasgos de nuestro ciclo vital, que difieren bastante de los de nuestros parientes más próximos, los grandes simios, y tampoco coinciden con los de la mayoría de los mamíferos. Entre los rasgos que examiné en 1992, figuraban nuestro sistema de apareamiento más o menos monógamo o levemente polígamo, nuestra anatomía sexual, el enmascaramiento de la ovulación, el adulterio, nuestra elección de marido y mujer y de compañeros sexuales extramaritales, la selección sexual, el envejecimiento y la menopausia.
Este análisis distaba mucho de agotar el interés que suscita la cuestión del sexo y, por otra parte, en 1992 aún no se comprendían diversos rasgos de nuestra sexualidad. Por lo tanto, en 1997 dediqué a la sexualidad humana un libro completo, aunque breve, pues no llegaba a doscientas páginas. En esta obra, titulada ¿Por qué es divertido el sexo?, se examinaban bajo una nueva luz dos espinosos problemas sin resolver: el del enmascaramiento de la ovulación y el de la menopausia. Se planteaban, asimismo, otras cuestiones como la capacidad masculina para amamantar (algunos murciélagos frutícolas machos y algunos hombres segregan leche) y la función de los pechos de las mujeres, la barba de los hombres y el pene masculino de dimensiones relativamente excesivas en cuanto reclamos sexuales.
Por sí solo, el título ¿Por qué es divertido el sexo? Puede suscitar una respuesta burlona: «¡Porque sienta muy bien, so idiota! ¿Es usted un científico tan desconectado del mundo como para no saberlo?». Sé muy bien que las relaciones sexuales sientan bien; pero la verdadera incógnita es por qué los humanos somos prácticamente los únicos que hemos evolucionado de una forma que nos lleva a disfrutar del sexo en los momentos inapropiados, cuando la mujer no es fértil (es decir, cuando está embarazada, en la posmenopausia o en la larga fase no ovulatoria del ciclo mensual), mientras que los animales desarrollaron el buen sentido y la economía de tiempo y esfuerzo que les hace tener relaciones sexuales exclusivamente cuando la hembra está ovulando y tiene capacidad de ser fecundada. Esta pregunta sobre la evolución de la sexualidad humana sigue siendo difícil de responder y ha dado lugar a teorías que se contradicen entre sí. Al final de ese libro sobre el sexo de menos de doscientas páginas, me vi obligado a llegar a la conclusión de que aún no sé por qué los seres humanos practican la relaciones sexuales solo para divertirse (es decir, por qué han evolucionado para comportarse así), ni por qué el pene humano es (en relación con el tamaño del cuerpo masculino) cuatro veces mayor que el del gorila, lo cual parece un gran desperdicio de protoplasma para los varones.
Sea como sea, los lectores encontrarán muchas sorpresas fascinantes en la exploración de estas incógnitas sin resolver. No obstante, para evitar que el lector quede defraudado o nos acuse de haberle incitado a la lectura por medios fraudulentos, debo aclarar que ¿Por qué es divertido el sexo? Se centra en las cuestiones evolutivas y no proporciona una guía práctica sobre nuevas posturas para disfrutar más de las relaciones sexuales. Precisamente porque un librero incurrió en ese malentendido, un amigo mío que estaba buscando el libro en una librería de Berkeley y no lograba dar con él en la sección de ciencia, al final lo descubrió en la sección de libros eróticos, donde no tenía que estar.
EL AUGE DE LA CIVILIZACIÓN
Hasta hace trece mil años, todos los seres humanos que poblaban la Tierra eran cazadores recolectores, se alimentaban cazando animales salvajes o recogiendo plantas silvestres, para lo cual se valían de útiles de piedra, madera y hueso, vivían en bandas o tribus en las que no existían la escritura ni los políticos profesionales, y llevaban una existencia nómada o seminómada. Hoy día, casi todos los habitantes del planeta son granjeros o dependen de los granjeros, se alimentan de los cultivos y de la cría de animales domésticos, en los cuales se emplean herramientas metálicas, viven en sociedades estatales con lenguaje escrito y dirigidas por presidentes, reyes u otros líderes políticos, y están instalados en viviendas permanentes. Las diferencias acaecidas desde hace trece mil años hasta ahora constituyen lo que podría denominarse de una manera laxa «el surgimiento de la civilización». ¿Por qué «surgió» repentinamente la civilización tras siete millones de años de existencia humana? ¿Por qué surgió con mayor rapidez en unos lugares que en otros, de manera que, por ejemplo, cuando los europeos se asentaron en Australia en 1788, todos los aborígenes seguían siendo cazadores-recolectores sin cultura escrita que utilizaban herramientas de piedra, mientras que en el creciente fértil del sudoeste de Asia, la agricultura, los útiles de metal y la escritura surgieron hace unos 10 500, 7000 y 5400 años, respectivamente? ¿Por qué fueron los europeos, en lugar de los aborígenes australianos, los indígenas americanos, los africanos o los chinos, los que conquistaron la mayor parte del resto del mundo?
Estas fascinantes e importantes preguntas ocupaban los capítulos 10,14 y 15 de El tercer chimpancé. En particular, el capítulo 14, titulado «Una conquista fortuita», examinaba un ejemplo del choque de civilizaciones intercontinental: por qué los europeos conquistaron a los indígenas americanos. Mi conclusión era que la respuesta nada tenía que ver con las diferencias biológicas (es decir, de inteligencia, como dan por sentado los racistas) entre los europeos y los indígenas americanos. Por el contrario, la respuesta dependía de la mayor variedad y productividad de las plantas y animales salvajes domesticables que había en el creciente fértil de Eurasia en comparación con el Nuevo Mundo; y también con el eje este oeste de Eurasia, que facilitaba la propagación de las cosechas y el ganado por latitudes más o menos semejantes, a diferencia de lo que ocurría en América, donde el eje norte sur era un obstáculo para la difusión por zonas de latitudes diferentes.
La colisión entre Europa y América no fue más que un elemento de la historia intercontinental. En otro libro posterior, Armas, gérmenes y acero, ampliaba al mundo entero ese análisis iniciado en el capítulo 14 de El tercer chimpancé. El impulso para hacer generalizaciones a partir del caso de Europa y América me vino en un momento de inspiración. Cuando acababa de concluir El tercer chimpancé, me invitaron a dar una serie de conferencias (las conferencias Tanner) en la Universidad de Utah, en mayo de 1992. Me pareció una buena oportunidad para sumergirme (y hablar de) la historia del continente africano, que venía interesándome desde hacía mucho. En concreto, es un reto comprender la paradoja de por qué África no es hoy día el más poderoso de los continentes, sino el más pobre, teniendo en cuenta la enorme ventaja que los pueblos africanos tuvieron sobre los pueblos de los otros continentes por haber sido África la cuna de la especie humana y, posteriormente, de los seres humanos modernos.
El fin de semana anterior a la fecha en que debía impartir las conferencias, saqué un rimero de libros sobre África y me senté a leer. Al contemplar una y otra vez el mapa de África, de pronto hubo algo que me llamó poderosamente la atención: «¡Dios mío! ¡África también tiene un eje norte sur, igual que América!». Es decir, en el mapa incluido en el capítulo 14 de El tercer chimpancé, ya había comparado el eje este oeste de Eurasia con el eje norte sur de América. Pues bien, el eje de África también tiene una orientación norte sur. Lo cual supone que, igual que América, África es mucho más larga de norte a sur que de este a oeste. Este hecho desempeñó un papel clave en la historia africana, tal como lo había desempeñado en la historia de la América indígena. Los cultivos y animales domésticos de origen euroasiático que se introdujeron por el norte de África, así como los de origen autóctono de la zona del Sahel, Etiopía y el África occidental tropical, se difundieron con lentitud o no se difundieron en absoluto hacia las zonas meridionales por el eje norte sur de África. En consecuencia, las sociedades agrícolas y ganaderas se desarrollaron con mayor lentitud en el África subsahariana que en Eurasia, y no se desarrollaron en absoluto en la zona de clima mediterráneo del África meridional (a excepción de los pastores khoisan, que no poseían agricultura). Más adelante comprendí que la dificultad de difusión de las cosechas y el ganado de norte a sur también fue un factor que contribuyó a retardar la expansión de la producción de alimentos hacia el sur en el subcontinente indio, así como a impedir que la producción de alimentos se difundiera desde Nueva Guinea hacia la Australia de los aborígenes, situada más al sur.
Vemos, pues, que la historia no es simplemente «un maldito hecho detrás de otro», como se quejan los pesimistas. En la historia existen algunas grandes pautas. Lo que sucede es que no es fácil detectarlas. Dependen de la síntesis de conocimientos de muchas disciplinas diferentes, incluidas la conducta animal, la arqueología, la epidemiología, la genética, la lingüística y la biología molecular. Por eso pasaron nueve años desde que bosquejé el material para el capítulo 14 de El tercer chimpancé, y cinco años desde que se publicó el libro e impartí las conferencias Tanner, hasta que estuve en condiciones de publicar Armas, gérmenes y acero, donde aplicaba mi hipótesis a todos los continentes.
EL DECLIVE DE LA CIVILIZACIÓN
Los últimos tres capítulos de El tercer chimpancé se ocupaban de los daños medioambientales provocados tanto por las sociedades del pasado como por la sociedad actual y de sus consecuencias. Tal como me sucedió con los capítulos dedicados a la sexualidad y al surgimiento de las civilizaciones, estos nuevos capítulos continuaron ocupando mis pensamientos después de 1992. Eso me llevó a ampliar mi análisis en un libro completo, Colapso. Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen, publicado en 2004.
A casi todos nos fascina el romántico misterio que envuelve a los monumentos y ciudades abandonadas de civilizaciones desaparecidas, que hoy han sido invadidos por la selva o yacen en el olvido en desiertos o regiones inhóspitas. Los descubrimientos realizados por los arqueólogos en las últimas décadas han demostrado que los daños medioambientales causados inadvertidamente por los mismos pueblos que erigieron esos monumentos y ciudades fue un factor que contribuyó en muchos casos a su hundimiento. Mi libro Colapso empezó como un relato de algunos de los antiguos casos de abandono más dramáticos: las famosas estatuas de piedra de la isla de Pascua, la isla Pitcairn antes de la llegada de los amotinados del navío británico Bounty, los rascacielos anasazi, las ciudades mayas, y las iglesias y la catedral de piedra de la Groenlandia colonizada por los noruegos.
Luego me di cuenta de que no basta con escribir un libro que trate exclusivamente de las civilizaciones que fracasaron. En otras partes del mundo —como Islandia, Japón y las tierras altas de Nueva Guinea— hubo civilizaciones que perduraron con éxito durante miles o incluso decenas de miles de años. ¿Por qué algunas sociedades logran resolver los problemas que destruyen a otras sociedades?
Así pues, buena parte de Colapso trata tanto sobre las historias de éxitos como sobre las de fracasos, y también de los motivos de que los resultados fueran diferentes. Resulta que las sociedades actuales deben afrontar todos los tipos de problemas medioambientales y de población que amenazaron a las sociedades del pasado, además de algunos problemas antropogénicos nuevos: el calentamiento global de la Tierra, los productos químicos tóxicos y la reducción de las fuentes de energía. Estos problemas tienen efectos distintos en diferentes partes del mundo moderno, como ya indiqué en el último capítulo de El tercer chimpancé y analicé de una forma más extensa en Colapso. El abanico de resultados examinados en esta última obra incluyen Ruanda y Haití, dos países del Tercer Mundo donde se han producido consecuencias catastróficas; la República Dominicana, un país tercermundista que comparte con Haití la isla de la Española y que, gracias a una política medioambiental muy distinta, ha creado una economía floreciente y sostenible; China, la nación más populosa del mundo, cuyos problemas medioambientales se convierten en problemas para el mundo entero dadas las dimensiones del país y de su economía; Montana, aparentemente el estado más impecable del país más rico del mundo, pero que tras esa fachada alberga toda la panoplia de problemas medioambientales y de población que afectan al resto del mundo, y Australia, el país del Primer Mundo con un entorno más frágil y con problemas medioambientales más graves, aunque también el país que está considerando aplicar las soluciones más drásticas a esos problemas.
En su momento dediqué El tercer chimpancé a mis hijos gemelos (que ahora tienen dieciocho años) y a su generación, con la esperanza de que pudiéramos aprender del pasado con objeto de construir para ellos un futuro mejor. Al final de las 752 páginas de Colapso, conservo un optimismo cauteloso con respecto a esta esperanza de asegurarles un futuro mejor… pero solo si optamos por hacer un esfuerzo en esa dirección.