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Los ambivalentes beneficios de la agricultura
La ciencia ha asestado serios reveses a la autocomplacencia con que el ser humano se mira a sí mismo. La astronomía nos ha enseñado que la Tierra no es el centro del universo, sino uno más de los nueve planetas que giran alrededor de una entre millones de estrellas. De la biología hemos aprendido que los humanos no fueron creados por Dios como seres aparte, sino que, como decenas de millones de especies, son un producto de la evolución. Actualmente, la arqueología está desmontando otra de nuestras creencias sagradas, según la cual la historia humana ha sido en los últimos millones de años una historia de progreso ininterrumpido.
En concreto, descubrimientos recientes apuntan a que la adopción de la agricultura (y de la domesticación de animales), uno de los supuestos pasos decisivos hacia una vida mejor, en realidad reportó tantos inconvenientes como ventajas. La agricultura no solo comportó el aumento de la producción y el almacenamiento de alimentos, sino también la acentuación de las desigualdades sociales y sexuales, la aparición de nuevas enfermedades y el surgimiento del despotismo, la peor maldición de la historia humana moderna. Así pues, entre los hitos culturales de la humanidad examinados en la tercera parte de este libro, la agricultura, con sus efectos ambivalentes, representa un punto intermedio entre nuestros rasgos más nobles, a los que ya nos hemos referido (el arte y el lenguaje), y nuestros vicios más notorios, a los que nos referiremos más adelante (drogadicción, genocidio y destrucción del medio ambiente).
En un principio, la evidencia favorable a la teoría del progreso y contraria a esta interpretación revisionista parecerá irrefutable a estadounidenses y europeos por igual. Nuestra vida es mejor en casi todos los aspectos que la de las personas que vivieron en la Edad Media, que, a su vez, vivían mejor que los cavernícolas de la época glacial, cuya existencia, a su vez, era más fácil que la de los simios. Recomiendo a aquellas personas con tendencia al escepticismo que se limiten a hacer un recuento de las ventajas de la humanidad actual. Hoy día tenemos alimentos abundantes y variados, las mejores herramientas y bienes materiales de la historia, y disfrutamos de una vida más larga y saludable que cualquiera de las poblaciones humanas que nos han precedido. La mayoría de los humanos no pasan hambre ni sufren el acoso de los depredadores. El sudor ha dejado de ser la fuente principal de energía, puesto que la maquinaria movida por petróleo trabaja por nosotros. ¿Qué neoludita estaría dispuesto a cambiar el modo de vida actual por el de un campesino medieval, un cavernícola o un simio?
Durante la mayor parte de la historia, el modo de vida se ha basado en la caza y la recolección; nuestros antepasados se dedicaban a la caza de animales salvajes y a la recolección de plantas silvestres. Muchos antropólogos se refieren a la vida de las tribus de cazadores-recolectores con términos como «desagradable, brutal y breve». Desde esa perspectiva se argumenta que en las tribus que desconocen la agricultura y apenas almacenan alimentos, la agotadora lucha por buscar el sustento cotidiano y evitar la muerte por inanición se renueva cada día, sin conceder el menor respiro. Solo cuando terminó la última glaciación pudieron por fin los humanos liberarse de esa mísera existencia al comenzar a cultivar plantas y domesticar animales en distintas partes del mundo. La revolución agrícola se extendió y fue implantándose gradualmente en todo el mundo, hasta que solo sobrevivieron un puñado de tribus de cazadores-recolectores.
Desde la perspectiva de esta teoría dominante, que podría denominarse «progresivista», no tiene sentido preguntarse por qué casi todos nuestros ancestros cazadores-recolectores adoptaron la agricultura, ya que se parte de la premisa de que la agricultura es el método más eficaz de obtener mayores cantidades de alimentos con menor esfuerzo. El tamaño de las cosechas obtenidas en los campos cultivados supera en mucho al rendimiento natural de las plantas silvestres.
Imaginemos el día en que los cazadores salvajes, exhaustos tras una jornada de buscar bayas silvestres y cazar, vieron por primera vez un huerto rebosante de frutos y unos pastos repletos de ganado. ¿Cuántas milésimas de segundo tardarían en apreciar las ventajas de la agricultura?
El punto de vista progresivista da un paso más y considera que la agricultura posibilitó el surgimiento del arte, la manifestación más elevada del espíritu humano. Dado que las cosechas pueden almacenarse y que se tarda menos en cultivar los campos que en buscar frutos silvestres, la agricultura proporcionó a la humanidad un tiempo de ocio desconocido para las tribus de cazadores-recolectores, y el tiempo de ocio es un requisito esencial para la creación y el disfrute del arte. Así pues, la construcción del Partenón y la composición de la Misa en si menor deben atribuirse en última instancia a la agricultura.
La agricultura es uno de los hitos culturales de la humanidad de orígenes más recientes, que comenzó a desarrollarse hace tan solo diez mil años. Ninguno de nuestros parientes primates practican nada que se parezca ni remotamente a la agricultura. Con objeto de buscar precedentes entre los animales, debemos acudir a las hormigas, que no solo inventaron la domesticación de las plantas, sino también de los animales.
La agricultura es practicada por un grupo de varias docenas de especies emparentadas de hormigas del Nuevo Mundo, todas las cuales cultivan determinadas especies de levaduras y hongos en huertos situados dentro de sus hormigueros. En lugar de utilizar el terreno natural, cada especie acumula un tipo de mantillo determinado; algunas plantan sus cultivos en heces de orugas, otras en carcasas de insectos y plantas en putrefacción, y aún otras (denominadas hormigas agricultoras) en hojas, flores y tallos frescos. Por ejemplo, las hormigas agricultoras cortan hojas de las plantas, las parten en trozos, las limpian de hongos y bacterias y las llevan a sus hormigueros subterráneos. Allí trituran los fragmentos vegetales y los amasan con saliva y heces para formar bolitas húmedas de consistencia pastosa, y en su interior plantan las semillas de sus especies preferidas de hongos, las cuales constituyen la principal o única fuente de alimentación de la especie. Realizando una operación análoga a la de arrancar las malas hierbas de un huerto, las hormigas se dedican continuamente a extirpar de la pasta vegetal las esporas y filamentos de las especies de hongos que crecen por generación espontánea. Cuando una hormiga reina abandona el hormiguero para fundar otra colonia, se lleva consigo algunos hongos recién plantados, tal como los colonos humanos llevan en sus viajes semillas para plantar en las nuevas tierras.
En el área de la domesticación de animales, las hormigas se dedican a acumular una materia azucarada y concentrada, denominada melaza, que segregan diversos insectos, desde los pulgones, las chinches harinosas y los cóccidos, hasta las orugas, los insectos de espina y los insectos de espuma. A cambio de la melaza, las hormigas prestan protección a su «ganado» contra los depredadores y parásitos. Algunos pulgones se han desarrollado hasta convertirse prácticamente en el equivalente del ganado del mundo de los insectos; de tal modo, carecen de estructuras defensivas, excretan melaza por el ano y poseen una anatomía anal especializada que les permite conservar las gotas en el lugar adecuado para que las hormigas puedan beberías. Las hormigas acarician a los pulgones con las antenas mientras los ordeñan, con objeto de estimular la secreción de melaza. Algunas hormigas cuidan a los pulgones durante los fríos invernales, prestándoles protección en sus hormigueros, y en primavera llevan a los de edad adecuada a las plantas que constituyen su fuente de alimento. Cuando los pulgones desarrollan alas y se dispersan en busca de un nuevo hábitat, algunos especímenes afortunados son descubiertos por las hormigas y «adoptados».
Ni que decir tiene que los humanos no heredamos de las hormigas la capacidad de domesticar plantas y animales, sino que la reinventamos. En realidad, decir que la «redesarrollamos» sería una expresión más adecuada, puesto que los primeros pasos hacia la agricultura no fueron experimentos conscientes orientados a un fin concreto. Antes bien, la domesticación surgió mediante las reacciones y adaptaciones de plantas y animales a determinadas conductas humanas, es decir, de manera espontánea y no planificada. Por ejemplo, la domesticación de animales surgió en parte de la costumbre de tener animales de compañía, y en parte de los hábitos adquiridos por algunos animales salvajes que aprendieron a beneficiarse de la proximidad de los humanos (por ejemplo, los lobos que seguían a los cazadores para hacerse con las presas heridas). De modo similar, la costumbre de recolectar plantas silvestres y tirar las semillas, «plantándolas» accidentalmente, fue uno de los primeros pasos en el desarrollo de la agricultura. El resultado inevitable fue un proceso natural de selección de aquellas especies de animales y plantas más útiles para los humanos, los cuales solo llegarían a plantearse conscientemente la necesidad de seleccionar y cuidar los especímenes elegidos con el tiempo.
A continuación retomaremos la perspectiva progresivista de la revolución agrícola. Como se ha dicho al comienzo de este capítulo, nos hemos habituado a presuponer que la transición del modo de vida de los cazadores-recolectores a la agricultura trajo consigo mejoras en la salud, la longevidad y la seguridad, y concedió a los humanos un tiempo de ocio que les permitió desarrollar el arte. No obstante, aunque esta teoría parezca estar avalada por una evidencia aplastante, lo cierto es que es muy difícil de demostrar. ¿Cómo puede demostrarse que la existencia de las personas que vivieron hace diez mil años mejoró cuando dejaron la caza en favor de la agricultura? Hasta hace poco, la arqueología solo disponía de métodos indirectos para poner a prueba esta teoría, y sus resultados, por sorprendente que parezca, no avalaban la tesis de que la adopción de la agricultura tan solo reportó ventajas a la humanidad.
Un ejemplo de ese tipo de prueba indirecta es plantear que si los beneficios de la agricultura eran tan evidentes, debería haberse expandido rápidamente a partir de su foco original. Sin embargo, las investigaciones arqueológicas demuestran que la agricultura avanzó por Europa a paso de tortuga, a un ritmo de apenas mil metros por año. Después de originarse en Oriente Próximo hacia 8000 a. C., avanzó lentamente hacia el noroeste y se introdujo en Grecia hacia 6000 a. C., y en Bretaña y Escandinavia unos dos mil quinientos años después. Semejante ritmo de avance ciertamente no puede calificarse de entusiasta. Por otro lado, en una época tan reciente como el siglo pasado, los indios de California, región que en la actualidad es el huerto de Estados Unidos, continuaban siendo cazadores-recolectores pese a que la agricultura no les era desconocida, ya que la practicaban los indios de Arizona con los que mantenían relaciones comerciales. ¿Acaso los indios californianos eran ciegos a sus propios intereses? ¿O tal vez fueron lo bastante inteligentes como para no dejarse deslumbrar por las aparentes ventajas de la agricultura y comprendieron los inconvenientes que comportaba y que pasaron inadvertidos al resto de la humanidad?
Otro método indirecto de poner a prueba la teoría progresivista es investigar si las tribus de cazadores-recolectores que han pervivido hasta el siglo XX realmente viven en peores condiciones que los pueblos agrícolas. Hasta hace pocos años podían encontrarse distintos «pueblos primitivos», como los bosquimanos del desierto de Kalahari, dispersos por varias zonas del mundo, por lo general poco adecuadas para la agricultura. La insólita realidad es que estos pueblos cazadores tenían tiempo de ocio, dormían mucho y no trabajaban más que sus vecinos agricultores. Por ejemplo, en el caso de los bosquimanos, se ha calculado que por término medio dedicaban tan solo entre doce y diecinueve horas a la semana a la recolección de alimentos. ¿Cuántos lectores de este libro pueden alardear de una semana laboral tan breve? Tal como respondió un bosquimán a la pregunta de por qué no habían emulado a las tribus vecinas que se dedicaban a la agricultura: «¿Para qué plantar cuando el mundo está lleno de nueces mongongo?».
Claro está que encontrar alimentos es solo una parte del trabajosa que después los alimentos deben procesarse mediante la digestión, proceso que puede consumir cantidades ingentes de tiempo cuando uno se alimenta de nueces mongongo. En consecuencia, sería un error adoptar la postura opuesta a la perspectiva progresivista y pensar que las tribus de cazadores-recolectores llevaban una existencia regalada, tal como la han descrito algunos antropólogos. Sin embargo, también sería un error pensar que su trabajo era mucho más duro que el de los agricultores. Comparados con los médicos y abogados que conozco, o con el tendero que servía a mis abuelos a comienzos de siglo, los cazadores-recolectores disponían de más tiempo de ocio.
En tanto que la dieta de los pueblos agrícolas se basa en alimentos ricos en hidratos de carbono, como el arroz y las patatas, la dieta de las tribus de cazadores-recolectores que han sobrevivido hasta nuestros días combina las plantas y los animales de tal modo que es más rica en proteínas y más equilibrada. La dieta diaria típica de un bosquimán le aporta dos mil ciento cuarenta calorías y 93 gramos de proteínas, unas cantidades muy superiores a las recomendadas por la medicina moderna para personas poco corpulentas, como los bosquimanos y que, como ellos, desarrollan una gran actividad física. Los cazadores-recolectores son personas saludables, que apenas padecen enfermedades, disfrutan de una dieta variada y no sufren las hambrunas periódicas que afectan a los agricultores cuando escasean las cosechas. Para los bosquimanos, que se alimentan de ochenta y cinco plantas diferentes, sería casi inconcebible morir de hambre, tal como les ocurrió a alrededor de un millón de granjeros irlandeses y a sus familias durante la década de 1840, cuando una plaga destruyó las cosechas de patatas, que eran la base de su alimentación.
Vemos, por tanto, que la existencia de las tribus de cazadores-recolectores, al menos de las que han sobrevivido hasta nuestros días, no es «desagradable, brutal y breve», pese a que los agricultores las hayan confinado a las peores tierras del mundo. Los pueblos cazadores del pasado, que todavía ocupaban tierras fértiles, difícilmente pudieron vivir peor que los actuales. Sin embargo, las sociedades cazadoras de los tiempos modernos han sufrido la influencia de las sociedades agrícolas durante varios milenios y por ello no pueden ilustrarnos sobre las condiciones en que vivían los cazadores antes de la revolución agrícola. Lo que realmente pretende la perspectiva progresivista de la agricultura no es otra cosa que explicarnos algo que ocurrió en un pasado remoto: la mejora de las condiciones de vida de los pueblos de todo el mundo cuando la agricultura sustituyó a la caza. Los arqueólogos pueden datar el momento en que se produjo ese cambio diferenciando los vestigios de plantas silvestres y animales salvajes de los de las plantas y animales domesticados que se han conservado en los vertederos prehistóricos. Pero ¿cómo puede deducirse el estado de salud de las poblaciones prehistóricas que dejaron esos desechos y, de tal modo, comprobar directamente los supuestos beneficios de la agricultura?
En los últimos años se ha hecho posible responder a esta pregunta mediante los estudios de una ciencia en ciernes, la «paleopatología», la cual se dedica a buscar signos de enfermedades (la ciencia de la patología) en los vestigios de pueblos antiguos (de la raíz griega paleo, «antiguo», como en paleontología). En ciertos casos afortunados, los paleopatólogos disponen de un material de estudio casi tan abundante como el de un patólogo. Así sucedió, por ejemplo, en el caso de unas momias bien conservadas que se descubrieron en el desierto de Chile, cuyo estado clínico en el momento de la muerte pudo determinarse mediante una autopsia, como si se tratase de personas que acabaran de morir en un hospital moderno. Asimismo, se han conservado en buen estado las heces de algunos indios que habitaban en cuevas del estado de Nevada, de modo que los análisis pueden revelar la presencia de lombrices y otros parásitos.
Por lo general, no obstante, los únicos vestigios humanos que pueden investigar los paleopatólogos son esqueletos, de los cuales extraen deducciones bastante precisas sobre su salud. En primer lugar, el esqueleto sirve para identificar el sexo, la altura y la edad aproximada de la persona en el momento de su muerte. De tal suerte, cuando se dispone de un número suficiente de esqueletos, es posible elaborar tablas de mortalidad semejantes a las que emplean las compañías aseguradoras para calcular la esperanza de vida y el riesgo de muerte a cualquier edad. Asimismo, los paleopatólogos pueden calcular los índices de crecimiento midiendo los huesos de las personas de diferentes edades, examinar la dentadura en busca de caries (signos de una dieta rica en hidratos de carbono) y defectos en el esmalte (señales de una nutrición deficiente en la infancia) y reconocer las marcas dejadas en los huesos por numerosas enfermedades, tales como la anemia, la tuberculosis, la lepra y la osteoartritis.
Un ejemplo claro de las deducciones obtenidas a través del análisis de los esqueletos es la evolución de la altura media de las personas. En la actualidad, no faltan ejemplos que ilustren cómo la mejora de la nutrición en la infancia redunda en un aumento de la altura en la edad adulta; por ejemplo, cuando visitamos un castillo medieval nos vemos obligados a inclinarnos para atravesar las puertas, que fueron construidas para una población mal alimentada y de menor altura. Los paleopatólogos han descubierto casos semejantes y asombrosos estudiando esqueletos hallados en Grecia y Turquía. La altura media de los cazadores-recolectores de esa región era, a finales de la época glacial, de casi 1,80 metros en el caso de los hombres y de casi 1,70 metros en el de las mujeres. Con la adopción de la agricultura se produjo una caída en picado de la altura, que hacia el año 4000 a. C. llegó hasta la baja cota de 1,60 metros para los hombres y 1,52 metros para las mujeres. Al llegar la época clásica, la altura comenzaba a aumentar lentamente, pero los griegos y turcos de la actualidad todavía no han recuperado la altura inedia de sus saludables ancestros cazadores-recolectores.
Otro ejemplo de las investigaciones realizadas por los paleopatólogos son los estudios de miles de esqueletos de indios americanos extraídos de los túmulos funerarios situados en los valles de los ríos Illinois y Ohio. El maíz, que empezó a cultivarse en América Central hace miles de años, se convirtió en la base de la agricultura intensiva practicada en esos valles hacia el año 1000. Hasta entonces, los indios de las tribus cazadoras-recolectoras tenían esqueletos «tan saludables que en cierto modo es desalentador trabajar con ellos», tal como se quejó un paleopatólogo. Con la introducción del cultivo del maíz, los esqueletos de los indios se tornaron interesantes materia de investigación. El número medio de caries de un adulto pasó de poco más de una a casi siete, en tanto que las cifras correspondientes a la pérdida de dientes y los abscesos ascendían vertiginosamente. Los defectos del esmalte de las dentaduras de leche de los niños indican que las mujeres sufrían serios problemas de malnutrición. Los casos de anemia se cuadruplicaron; la tuberculosis se estableció como epidemia; la mitad de la población padecía sífilis y erupciones cutáneas, y dos tercios de la población sufrían osteoartritis y otras enfermedades degenerativas. Las tasas de mortalidad correspondientes a todos los grupos de edad aumentaron, hasta el punto de que solo el 1 por ciento de la población sobrevivía más allá de los cincuenta años, en tanto que en la época dorada preagrícola ese mismo porcentaje era del 5 por ciento. Casi una quinta parte de la población total moría durante los cuatro primeros años de vida, probablemente debido a que los niños destetados sucumbían por causa de la malnutrición y las enfermedades infecciosas. Así pues, el cultivo del maíz, generalmente considerado como uno de los grandes progresos del Nuevo Mundo, fue en realidad un desastre para la salud pública. Del estudio de esqueletos hallados en otras zonas del mundo se desprenden conclusiones semejantes sobre la transición del modo de vida del cazador al agrícola.
Al menos tres tipos de razones contribuyen a explicar por qué la agricultura revirtió en detrimento de la salud. En primer lugar, los cazadores-recolectores disfrutaban de una dieta variada y con aportaciones adecuadas de proteínas, vitaminas y minerales, en tanto que la base de la alimentación de los agricultores eran plantas feculentas. En efecto, la agricultura favoreció una dieta más rica en calorías, pero menos nutritiva. Hoy día, tres cultivos ricos en hidratos de carbono —el trigo, el arroz y el maíz— aportan más del 50 por ciento de las calorías consumidas por la especie humana.
En segundo lugar, la dependencia de una o pocas cosechas comportaba un aumento del riesgo de hambrunas; la que diezmó a los cultivadores de patatas de Irlanda es uno más entre los múltiples ejemplos que existen.
Por último, la mayoría de los parásitos y enfermedades infecciosas que hay en la actualidad se convirtieron en un problema solo después de la transición a la agricultura. Estos elementos mortíferos solo pueden persistir en las sociedades sedentarias, con alta densidad de población y-deficiencias alimentarias, donde las personas se transmiten continuamente los gérmenes entre sí y se contagian con sus propios desechos. La bacteria del cólera, por ejemplo, no sobrevive mucho tiempo fuera del organismo humano y se transmite de una víctima a otra a través del agua potable contaminada con heces de personas infectadas. El sarampión desaparece en las poblaciones pequeñas una vez que la mayoría de los enfermos potenciales han sido inmunizados y solo puede perdurar indefinidamente en las poblaciones de varios cientos de miles de habitantes. Así pues, en los grupos dispersos de cazadores que cambiaban con frecuencia de asentamiento era imposible que se declarase una epidemia duradera. La tuberculosis, la lepra y el cólera se establecieron como epidemias con la agricultura, mientras que la viruela, la peste bubónica y el sarampión se desarrollaron en los últimos milenios, a medida que surgían ciudades densamente pobladas.
Junto a la malnutrición, las hambrunas y las enfermedades epidémicas, la agricultura tuvo otra consecuencia funesta para la humanidad: la división en clases de la sociedad. Las tribus cazadoras-recolectoras apenas almacenaban provisiones y no disponían de fuentes permanentes de alimentación, como puedan serlo los huertos o los rebaños de vacas, sino que vivían al día, recolectando plantas y cazando animales. A excepción de los niños, los enfermos y los ancianos, todos colaboraban en la búsqueda de comida. En tales condiciones es imposible que nadie se erija en rey, que haya profesionales especializados y que surja una clase de parásitos sociales que viva a costa del trabajo de los demás.
Por el contrario, en una población agrícola sí es posible que surjan diferencias entre las masas malnutridas y una élite saludable y ociosa. Los esqueletos hallados en las tumbas griegas de Micenas, que datan aproximadamente de 1500 a. C., indican que la clase alta de la sociedad disfrutaba de una dieta mejor que la gente común, dado que los esqueletos de los privilegiados miden entre 5 y 7,5 centímetros más y poseen una dentadura mejor (por término medio, una en vez de seis caries o dientes caídos). Entre las momias halladas en los cementerios chilenos, de unos mil años de antigüedad, las correspondientes a la élite no solo se distinguen por los ornamentos y los pasadores de pelo de oro, sino también porque les corresponde un porcentaje de lesiones óseas derivadas de enfermedades infecciosas cuatro veces menor que el correspondiente a la gente común.
Estos signos indicativos de diferencias de salud en las comunidades agrícolas del pasado reaparecen a escala global en el mundo moderno. El argumento de que, por término medio, la humanidad disfrutaba de una existencia mejor en los tiempos de las tribus de cazadores-recolectores parecerá absurdo a la mayoría de los lectores de Estados Unidos y Europa, puesto que la mayor parte de la población de las sociedades industriales actuales goza de mejor salud que los cazadores-recolectores de antaño. Sin embargo, los europeos y estadounidenses del mundo actual constituyen una élite cuyo bienestar se funda en la importación de petróleo y otras materias primas producidas por países donde predomina la población agrícola y los estándares de salud son más bajos. Si tuviéramos que elegir entre ser un estadounidense de clase media, un cazador bosquimán y un campesino etíope, la primera opción sería sin duda la que nos reportaría un modo de vida más saludable, pero quizá la última fuera la peor desde el punto de vista de la salud.
A la par que originaba las primeras divisiones de clase conocidas en la historia de la humanidad, la agricultura contribuyó a exacerbar la desigualdad sexual preexistente. Con el advenimiento de la agricultura, las mujeres se convirtieron muchas veces en bestias de carga, empezaron a tener más embarazos (véase más adelante) y, en consecuencia, su salud se resintió. Así, por ejemplo, el examen de las momias chilenas del año 1000 revela que la incidencia de la osteoartritis y de las lesiones óseas derivadas de enfermedades infecciosas es mayor entre las mujeres que entre los hombres. En los poblados campesinos de la Nueva Guinea actual es común ver a mujeres acarreando enormes cargas de vegetales o madera mientras los hombres caminan a su lado con las manos vacías. En cierta ocasión, ofrecí una suma de dinero a los campesinos que me ayudaran a transportar una serie de provisiones desde una pista de aterrizaje hasta mi campamento de la montaña, y varios hombres, mujeres y niños se presentaron voluntarios. Colgué el objeto más pesado, un saco de arroz de 50 kilos, de una vara, y encargué su transporte a cuatro hombres. Todos echaron a andar antes que yo, y cuando llegué a su altura descubrí que los hombres se habían hecho con las cargas más ligeras y que una mujer menuda, que a todas luces pesaba menos que el saco de arroz, era quien lo llevaba a la espalda, sujeto a la cabeza con una cuerda.
Por lo que se refiere a la hipótesis de que la agricultura colocó los cimientos de la creación artística al proporcionar tiempo de ocio a la humanidad, hay que decir que los pueblos cazadores-recolectores de la actualidad disfrutan por término medio de al menos tanto tiempo de ocio como las poblaciones agrícolas. Hay que reconocer que en las sociedades industriales y agrícolas algunas personas disponen de más tiempo de ocio que los cazadores-recolectores, a expensas de otras muchas que las mantienen y que disponen de mucho menos tiempo libre. Es cierto que la agricultura hizo posible mantener a artesanos y artistas dedicados en exclusiva a su oficio, sin los cuales no podrían haberse llevado a cabo proyectos artísticos de la envergadura de la Capilla Sixtina y la catedral de Colonia. No obstante, me parece erróneo considerar que el tiempo de ocio es el factor clave para explicar las diferencias artísticas entre las sociedades humanas. Ciertamente, no es la falta de tiempo lo que hoy día nos impide sobrepasar la belleza del Partenón. Aunque los avances tecnológicos postagrícolas permitieron desarrollar nuevas formas artísticas y facilitaron la conservación del arte, un pueblo de cazadores-recolectores (los cromagnones) se dedicaba hace ya quince mil años a crear pinturas y esculturas de gran calidad, aunque no puedan rivalizar en tamaño con la catedral de Colonia; y en nuestros días, otros pueblos de cazadores-recolectores, como los esquimales y los indios americanos de la costa noroeste del Pacífico, han seguido creando objetos artísticos de gran calidad. Por otro lado, al pensar en los especialistas a los que la sociedad pudo mantener gracias a la agricultura, no solo hay que mencionar a Miguel Ángel y a Shakespeare, sino también a los ejércitos de asesinos profesionales.
El advenimiento de la agricultura reportó ventajas a una élite, pero empeoró el modo de vida de la mayoría. Así pues, en lugar de argumentar, en consonancia con la perspectiva progresivista, que fueron las grandes ventajas de la agricultura las que determinaron su adopción por la humanidad, un cínico podría preguntarse cómo los humanos cayeron en la trampa de la agricultura.
La respuesta se resume en el refrán «Más vale pájaro en mano que ciento volando». La agricultura proporciona sustento a una población mucho mayor que el que proporciona la caza, independientemente de que mejore o no la alimentación individual. La densidad de población típica de los pueblos cazadores-recolectores es, como máximo, de 0,62 habitantes por 1000 metros cuadrados, cifra que se multiplica al menos por diez en el caso de las poblaciones agrícolas. En parte, esto se debe a que una hectárea de terreno cultivado con plantas comestibles produce muchas más toneladas de comida, y alimenta a más bocas, que una hectárea de bosque con plantas silvestres comestibles diseminadas aquí y allá. Por otra parte, el motivo es que los pueblos nómadas de cazadores-recolectores deben controlar la natalidad mediante el infanticidio y otros métodos, de modo que cada pareja no tenga más de un hijo cada cuatro años, y la madre pueda transportarlo de un lugar a otro hasta que es capaz de seguir por su propio pie a los adultos. Ese problema no se plantea en las poblaciones sedentarias que viven de la agricultura, donde las mujeres pueden tener hijos cada dos años. El hecho indudable de que la agricultura produce más toneladas de comida por hectárea es quizá el mayor obstáculo a la hora de desprendernos de la idea tradicional de que la agricultura solo reportó ventajas a la humanidad, pues nos hace olvidar que también produjo un aumento de las bocas que había que alimentar, y que la salud y la calidad de vida dependen de la cantidad de comida disponible por persona.
Cuando la densidad de población de las tribus de cazadores-recolectores comenzó a aumentar con lentitud hacia finales de la última glaciación, aquellas tuvieron que «elegir», consciente o inconscientemente, entre orientarse hacia la agricultura con el fin de poder alimentar a más personas o bien limitar de algún modo el crecimiento de la población. Algunas tribus, incapaces de predecir los problemas que acarrearía la agricultura, optaron por la primera solución, atraídas por la abundancia temporal que les proporcionó el cultivo de los campos antes de que la población creciera hasta ponerse al nivel del aumento de la producción de alimentos. Esos grupos comenzaron a crecer a un ritmo más rápido y, con el tiempo, expulsaron de sus tierras o exterminaron a aquellos que habían decidido seguir con el modo de vida de siempre, ya que diez campesinos mal alimentados pueden más que un cazador saludable. No todos los cazadores-recolectores renunciaron a su modo de vida, pero los que tuvieron el buen sentido de no hacerlo fueron expulsados de las mejores tierras. Los cazadores-recolectores de nuestros tiempos están diseminados por zonas por lo general inservibles para la agricultura, como el Ártico y los desiertos.
En este punto viene al caso recordar las críticas más comunes contra la arqueología, según las cuales es una ciencia prescindible, que se ocupa del pasado remoto y no aporta conocimientos relevan tes para los tiempos actuales. Los arqueólogos que han estudiado los orígenes de la agricultura han reconstruido el período en el que se adoptó una de las decisiones de mayor trascendencia de la historia humana. Obligados a elegir entre limitar el crecimiento de la población o intentar aumentar la producción de alimentos, los humanos optamos por esta última solución, que con el tiempo nos enfrentó a problemas tan graves como las hambrunas, la guerra y la tiranía. En la actualidad nos enfrentamos a un dilema semejante, con la diferencia de que ahora podemos aprender de nuestro pasado.
Los cazadores-recolectores practicaban el modo de vida que más duración y mejores resultados ha tenido en la historia de nuestra especie. Hoy día continuamos inmersos en la problemática que trajo consigo la agricultura y no hay indicios que nos permitan prever si conseguiremos resolverla. Supongamos por un momento que un arqueólogo del espacio exterior visitara nuestro planeta e intentase explicar la historia de la humanidad a sus congéneres. Ese arqueólogo podría ilustrar las conclusiones de sus estudios con un reloj de veinticuatro horas en el que cada hora representara cien mil años de tiempo real. Suponiendo que la historia de la humanidad hubiera comenzado a medianoche, y que ahora mismo estuviéramos a punto de completar un día, la agricultura se habría adoptado hacia las 23.54 h. En retrospectiva, la decisión es irrevocable y no tiene sentido pensar en dar marcha atrás. No obstante, a medida que nos aproximamos a nuestra segunda medianoche, debemos plantearnos si los terribles problemas que hoy afligen a los pueblos agrícolas de África se extenderán hasta afectar a toda la humanidad, o si, por el contrario, seremos capaces de sacar provecho de esas grandes ventajas que prometía traer consigo la agricultura y que por el momento no han llegado a cumplirse sino de modo ambivalente.