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Los últimos primeros contactos

El 4 de agosto de 1938, una expedición de biólogos organizada por el Museo Americano de Historia Natural realizó un descubrimiento que precipitaría el final de una larga fase de la historia de la humanidad. Ese día, una avanzadilla de la tercera expedición Archbold (así llamada en honor de Richard Archbold, que la encabezaba) penetró en un territorio hasta entonces inexplorado, el Grand Valley del río Balim, una zona interior de Nueva Guinea, situada al oeste de la isla y supuestamente deshabitada. Los exploradores descubrieron con asombro que el Grand Valley estaba densamente poblado por cincuenta mil papúes que habitaban en la Edad de Piedra, una etnia de existencia hasta entonces desconocida y aislada del resto de la humanidad. A la busca de aves y mamíferos desconocidos, la expedición Archbold encontró a una sociedad humana de la que no se tenía noticia.

Para comprender la trascendencia del hallazgo de Archbold debemos entender el fenómeno de los «primeros contactos». Tal como ya se ha señalado, la mayoría de las especies animales ocupan un área geográfica restringida a una pequeña porción de la superficie terrestre. Algunas especies están diseminadas por más de un continente, como los leones y los osos pardos, pero nunca se ha dado el caso de que sus individuos se trasladen de un continente a otro. Por el contrario, cada continente, y en general cada pequeña área de un continente, posee su propia población distintiva, en contacto con sus vecinos más próximos, pero no con los miembros de la misma especie que habitan en lugares lejanos. (Las aves canoras migratorias constituyen una excepción solo aparente, pues, aunque es cierto que se trasladan de un continente a otro, sus migraciones siguen siempre el mismo rumbo, y tanto en la época reproductora veraniega como en invierno instalan sus colonias en una zona restringida que es siempre la misma).

Esta fidelidad geográfica de los animales se refleja en la variabilidad geográfica: las poblaciones de la misma especie que ocupan distintas áreas geográficas tienden a desarrollar subespecies de apariencia distinta, puesto que el cruzamiento tiene lugar fundamentalmente entre individuos de la misma población. Por ejemplo, nunca se ha avistado en la zona occidental de África a un gorila de la especie que habita en las llanuras del este de este continente, ni tampoco el caso contrario, pese a que la apariencia externa de ambas subespecies es lo bastante distinta como para que los biólogos puedan reconocer a un ejemplar procedente de otra zona.

En este aspecto, los humanos hemos sido una especie única a lo largo de casi toda nuestra historia evolutiva. Todas las poblaciones humanas, como cualquier población animal, están genéticamente adaptadas al clima y a las enfermedades del área que ocupan. Pero, en el caso de los humanos, la hibridación entre las diversas poblaciones choca con unas barreras lingüísticas y culturales mucho más fuertes que las de cualquier otra especie. En tanto que un antropólogo puede identificar con bastante precisión el lugar de origen de un individuo por su anatomía, un lingüista o un estudioso de la moda lo identificará con un margen de error mucho menor. Este hecho da testimonio del sedentarismo que ha caracterizado a las poblaciones humanas.

Aunque los humanos nos tenemos por grandes viajeros, la realidad es que a lo largo de siete millones de años la evolución de la humanidad se ha caracterizado precisamente por lo contrario. Todos los grupos humanos han vivido en la ignorancia con respecto al mundo que se extendía más allá de los territorios ocupados por su propia tribu y las tribus vecinas. Solo los cambios de la organización política y tecnológica ocurridos en los últimos milenios permitieron que algunas personas comenzaran a recorrer grandes distancias, a conocer pueblos remotos y a adquirir conocimientos de primera mano sobre lugares y pueblos que no habían visitado personalmente. Este proceso se aceleró a partir del viaje realizado por Colón en 1492, y hoy día solo un puñado de tribus de Nueva Guinea y América del Sur siguen sin entrar en contacto con los habitantes de tierras lejanas. La entrada de la expedición Archbold en el Grand Valley se recordará como una de las últimas ocasiones en que se produjo un primer contacto con una población humana numerosa. Constituye, por tanto, un hito en el proceso por el que la humanidad dejó de componerse de millares de sociedades minúsculas que, en conjunto, ocupaban solo una fracción del planeta para convertirse en la especie conquistadora y conocedora del mundo entero.

¿Cómo es posible que un pueblo como el del Grand Valley, compuesto por cincuenta mil papúes, fuera absolutamente desconocido para el resto del mundo hasta 1938? ¿Cómo pudieron los papúes vivir en la ignorancia con respecto a la existencia del resto del mundo? ¿Qué transformaciones se operan en las sociedades a raíz del primer contacto? En este capítulo se argumentará que las sociedades previas al primer contacto —sociedades que desaparecerán en el transcurso de esta generación— encierran la clave de los orígenes de la diversidad cultural humana. La especie humana, que ha conquistado el mundo entero, suma en la actualidad una población de más de cinco mil millones de habitantes, cifra astronómica comparada con los diez millones de personas que poblaban la Tierra antes de la invención de la agricultura. Ahora bien, paradójicamente, la diversidad cultural propia de las sociedades humanas ha disminuido a la vez que aumentaba el tamaño de la población.

A cualquier persona que no haya visitado Nueva Guinea le parecerá inconcebible que en esa isla pueda haber existido durante tanto tiempo un pueblo numerosísimo y desconocido para el resto del mundo. Al fin y al cabo, el Grand Valley dista tan solo 185 kilómetros tanto de la costa septentrional como de la meridional. Los europeos descubrieron Nueva Guinea en 1526; los misioneros holandeses se establecieron en la isla en 1852, y los gobiernos coloniales europeos implantaron su dominio sobre esos territorios en 1884. ¿Por qué hubieron de transcurrir cincuenta y cuatro años más para que se descubriera el Grand Valley?

La respuesta, que puede resumirse en tres palabras (terreno, alimentos y porteadores), se hace evidente para cualquiera que llega a Nueva Guinea e intenta alejarse de las rutas establecidas. Las llanuras pantanosas, la sucesión interminable de cordilleras escarpadísimas y la omnipresente selva hacen imposible avanzar a un ritmo superior a unos cuantos kilómetros al día, y eso en las condiciones más favorables. La expedición que organicé en 1983 para recorrer las montañas Kurnawa, en la que me acompañó un equipo de doce nativos, tardó dos semanas para recorrer 11 kilómetros hacia el interior de la isla. Con todo, pudimos considerarnos afortunados al compararnos con la expedición de la asociación de ornitólogos británicos que desembarcó en el litoral de Nueva Guinea el 4 de enero de 1910 y puso rumbo a las montañas nevadas que desde allí se divisaban, situadas a tan solo algunos centenares de kilómetros tierra adentro. El 12 de febrero de 1911, los ornitólogos al fin se dieron por vencidos y reemprendieron el regreso, después de haber recorrido menos de la mitad de la distancia que les separaba de los montes (72 kilómetros) en trece meses.

A los problemas planteados por el terreno se suma la imposibilidad de alimentarse de la caza a medida que se avanza, puesto que en Nueva Guinea no hay presas de gran tamaño. En las selvas de las llanuras, la base de la alimentación de los nativos es una planta de la familia de las palmeras denominada sagú, que produce una sustancia de consistencia semejante al caucho y sabor vomitivo. Sea como sea, en las zonas montañosas ni siquiera los naturales consiguen encontrar suficientes plantas silvestres para alimentarse. Así pudo comprobarlo con espanto el explorador británico Alexander Wollaston, que se encontró con una patética escena mientras recorría una senda de la jungla: treinta nativos yacían muertos en el suelo, junto a dos niños agonizantes; eran unos montañeses que habían emprendido el camino de regreso a su tierra desde las llanuras sin aprovisionarse convenientemente para el viaje.

La escasez de plantas comestibles en la selva obliga a los exploradores a llevar sus propias raciones cuando se adentran en áreas deshabitadas, o incluso en zonas pobladas, por cuanto no pueden confiar en la capacidad de los nativos para proveerles de alimentos. Un porteador puede llevar una carga de unos 40 kilos, es decir, el equivalente a la comida necesaria para alimentarse durante un par de semanas. Así pues, hasta que la utilización de aviones posibilitó el suministro por vía aérea, todas las expediciones que emprendían marchas de más de siete días internándose en Nueva Guinea (catorce días de ida y vuelta) tenían que construir puestos de aprovisionamiento tierra adentro y depender de equipos de porteadores que iban y venían entre los distintos puestos. El plan típico de una expedición podía ser el siguiente: cincuenta porteadores emprendían el camino desde la costa cargando raciones para alimentar a una persona durante setecientos días, depositaban doscientas raciones a una distancia de cinco días tierra adentro, y regresaban a la costa, invirtiendo cinco días en el camino de vuelta y consumiendo en ese tiempo las setecientas raciones restantes (suficientes para mantener a cincuenta hombres durante diez días). A continuación, quince porteadores se dirigían hacia el primer depósito de alimentos, recogían las doscientas raciones allí almacenadas, depositaban cincuenta de ellas a cinco días de marcha tierra adentro y regresaban al primer depósito, que entretanto había sido reaprovisionado, consumiendo por el camino las ciento cincuenta raciones restantes. Y así sucesivamente.

Antes de que el Grand Valley fuera descubierto por Archbold, la expedición Kremer fue la que más se aproximó a ese lugar, en 1921-1922; en esa expedición se emplearon ochocientos porteadores, se consumieron doscientas toneladas de comida y se invirtieron diez meses para que cuatro exploradores se adentraran en la isla hasta rebasar el Grand Valley. Kremer tuvo la mala fortuna de trazar su ruta a unos kilómetros al oeste del valle, y ni siquiera llegó a pensar que pudiera existir, dado que quedaba oculto tras la selva y varias cordilleras montañosas.

El interior de Nueva Guinea no solo presentaba enormes dificultades de acceso, sino que no parecía entrañar interés alguno para los misioneros ni los gobiernos coloniales, ya que se consideraba como un territorio prácticamente deshabitado. Los exploradores europeos que desembarcaban en el litoral o en las orillas de los ríos descubrieron que en las llanuras habitaban numerosas tribus, cuya alimentación se basaba en el sagú y en la pesca, pero apenas encontraron habitantes en las abruptas montañas. La espina dorsal de la isla es la Cordillera Central, cuyas vertientes encaradas a la costa septentrional y meridional son muy escarpadas, lo que hizo suponer que entre ambas no había sino elevados picos; desde la costa nada indicaba que entre las montañas se abrían valles escondidos y adecuado1, para la agricultura.

En lo que se refiere a la zona oriental de Nueva Guinea, esto mito se desmoronó la noche del 26 de mayo de 1930, cuando dos mineros australianos, Michael Leahy y Michael Dwyer, que habían cruzado la cordillera de Bismarck en busca de oro, dirigieron la vista hacia el valle que se abría a sus pies y vieron con alarma cómo brillaban incontables puntos luminosos, hogueras encendidas por los miles de habitantes del lugar. En lo que respecta a la zona occidental de la isla, el mito se deshizo el 23 de junio de 1938, fecha en que tuvo lugar el segundo vuelo de reconocimiento de la expedición Archbold. Tras varias horas de sobrevolar una región selvática sin apenas huellas del hombre, Archbold no podía dar crédito a sus ojos cuando avistó un enorme valle que parecía Holanda, un espacio abierto, dividido en campos perfilados por canales de irrigación y, entre ellos, varias aldeas desperdigadas. Aún hubieron de transcurrir seis semanas para que Archbold pudiese establecer campamentos a orillas del lago y el río más cercanos y adecuados para que aterrizara su hidroavión, y para que las patrullas de esos campamentos consiguieran llegar al Grand Valley y establecieran contacto con sus habitantes.

¿Por qué no se tuvo noticia de la existencia del Grand Valley hasta 1938? ¿Por qué sus habitantes, ahora denominados dani, tampoco sabían nada sobre el mundo exterior?

La razón del aislamiento de los dani radica, en parte, en los mismos problemas logísticos a los que hubo de enfrentarse la expedición Kremer. No obstante, esos problemas son mínimos en otras zonas del mundo con un terreno más benigno y abundante en animales y plantas silvestres, por lo que no sirven para explicar por qué hubo un tiempo en que todas las sociedades humanas vivían en relativo aislamiento. Llegados a este punto, debemos recordar que la concepción del mundo que tenemos en la actualidad y que tan natural nos parecen aún no se había impuesto en Nueva Guinea a comienzos de este ligio, ni en ningún lugar del planeta hace diez mil años.

En la actualidad, toda la Tierra está dividida en estados políticos cuyos ciudadanos gozan, en mayor o menor grado, de libertad para viajar dentro de las fronteras de su país y para desplazarse a otros estados. Cualquiera que disponga de tiempo y de dinero, y tenga el deseo de hacerlo, puede visitar prácticamente cualquier país del mundo, a excepción de algunos núcleos de resistencia xenófoba, Como pueda serlo Corea del Norte. En consecuencia, las personas y las mercancías se han difundido por todo el planeta, y hoy día productos como la Coca-Cola se encuentran en todos los continentes. Recuerdo, no sin cierta vergüenza, la primera visita que realicé, en 1976, a una isla del Pacífico llamada Rennell. Su remota posición geográfica, los empinados arrecifes que la circundan y su accidentado paisaje coralífero han contribuido a que la cultura polinesia de Kennell se mantuviera casi inalterada hasta hace poco tiempo. Al amanecer me interné en la isla, recorriendo una selva libre de todo vestigio humano. Cuando a última hora de la tarde, al fin oí la voz de una mujer y divisé una pequeña cabaña, en mi imaginación empezaron a entretejerse fantasías sobre la hermosa e ingenua doncella polinesia, ataviada con una faldilla de hierbas, que me estaría esperando en ese remoto rincón de la remota isla. Descubrir que la mujer en cuestión era fondona y estaba con su marido fue un golpe bastante duro, pero lo que supuso una terrible humillación para mi autoimagen de intrépido explorador fue la camiseta de la Universidad de Wísconsin con que se cubría la dama en cuestión.

Por el contrario, salvo en los últimos diez mil años de historia, la humanidad se ha visto anclada al lugar donde nacía y la difusión de los productos que fabricaba era muy limitada. Cada pueblo o tribu constituía una unidad política que vivía en un constante vaivén de guerras, treguas, alianzas e intercambios comerciales con los grupos vecinos. De tal suerte, los montañeses de Nueva Guinea pasaban su vida en un radio de 15 kilómetros a partir de su lugar de nacimiento. De vez en cuando, realizaban furtivas incursiones en los territorios vecinos en tiempos de guerra, o visitas en tiempos de paz, pero en ningún caso disponían de los medios necesarios para viajar más allá de los territorios limítrofes. La idea de tolerar la presencia de forasteros sin relación con la tribu era tan inconcebible como la posibilidad de que apareciera un forastero de esas características.

El legado de esa mentalidad cerrada ha perdurado en muchas regiones del mundo hasta nuestros días. Siempre que emprendo una expedición ornitológica por territorios de Nueva Guinea me preocupo de detenerme en los poblados por los que paso con el fin de solicitar permiso para estudiar las aves en su territorio. En dos ocasiones en que remonté un río sin haber tomado esa precaución previa (o tomándola en la aldea equivocada), a mi regreso encontré el río bloqueado por canoas repletas de nativos que me arrojaban piedras, furiosos porque había violado su territorio. En la época en que vivía en la zona oeste de Nueva Guinea entre los elopi, planeé cruzar el territorio de la tribu vecina, los fayu, para ir a una montaña cercana; los elopi me explicaron con la mayor naturalidad que si intentaba hacerlo, los fayu me matarían. Desde su punto de vista, nada era más lógico y natural que los fayu asesinaran a cualquiera que se introdujese en sus territorios; ¿quién podía ser tan estúpido como para admitir que los forasteros entraran en su territorio? Quien cayera en ese error se expondría a que los forasteros les arrebataran sus presas, molestaran a sus mujeres, introdujeran enfermedades y reconocieran el terreno con objeto de organizar una batida.

Aunque la mayoría de los pueblos de antaño mantenían relaciones comerciales con sus vecinos, también había muchas tribus que se creían los únicos humanos sobre la Tierra. Tal vez las columnas de humo que se elevaban en el horizonte o alguna canoa vacía a la deriva por el río podía indicarles la presencia de otros seres humanos; pero, aun así, aventurarse fuera de su territorio para buscar a esos congéneres, que quizá vivieran a pocos kilómetros de distancia, equivalía a a un acto suicida. Tal como lo expresó un natural de Nueva Guinea, recordando cómo vivían antes de que los primeros blancos llegaran a su poblado en 1930: «No habíamos visto ningún lugar lejano. Solo conocíamos esta cara de las montañas. Y pensábamos que éramos el único pueblo del mundo».

Ese aislamiento generó una gran diversidad genética. Cada valle de Nueva Guinea poseía no solo una cultura y una lengua propias, sino también sus propias anomalías genéticas y sus enfermedades peculiares. El primer valle donde trabajé estaba habitado por la etnia foré, famosa para la ciencia por una afección que le es exclusiva; se trata de la enfermedad de la risa, o «kuru», que causa más de la mitad de las muertes, afecta sobre todo a las mujeres y explica por qué en algunos poblados el número de hombres triplica al de mujeres. En Karimui, a 95 kilómetros al oeste de la zona habitada por los foré, el kuru es una enfermedad desconocida, pero en cambio se registra la mayor incidencia de lepra del mundo. Otras tribus se caracterizan por fenómenos igualmente peculiares, como una alta proporción de sordomudos o de varones pseudohermafroditas desprovistos de pene, por el envejecimiento prematuro o el retraso de la pubertad.

En nuestros días podemos imaginar cómo son las zonas del planeta que no hemos visitado a través del cine, la televisión o de lo que cuentan los libros. Existen diccionarios bilingües de inglés y las principales lenguas del mundo, y aun en los pueblos donde se hablan lenguas minoritarias suele haber algún individuo que chapurrea alguna de las lenguas más habladas del mundo. Así, por ejemplo, los misioneros lingüistas han estudiado cientos de lenguas autóctonas de Nueva Guinea y América del Sur en las últimas décadas, y yo mismo he tenido ocasión de comprobar que en cualquier aldea de Nueva Guinea, por muy remota que sea, siempre hay algún habitante que habla el indonesio o el neomelanesio. En consecuencia, las barreras lingüísticas han dejado de ser un impedimento para el trasvase de información y prácticamente todas las aldeas del mundo han recibido información más o menos directa sobre el resto del mundo y han ofrecido información de primera mano sobre su propia existencia.

Por el contrario, los pueblos de la época previa al contacto no poseían medios para imaginarse el mundo exterior ni para recibir de él noticias directas. La información llegaba a través de una larga cadena de lenguas, con las consiguientes pérdidas de veracidad en cada eslabón; algo comparable a lo que ocurre en ese juego infantil llamado «teléfono», en el que los niños se sientan en corro y se van transmitiendo un mensaje al oído, hasta que el mensaje llega, totalmente deformado, a quien lo emitió al principio. De tal modo, los montañeses de Nueva Guinea no se habían formado idea alguna sobre el océano, situado a solo 150 kilómetros de sus aldeas, y nada sabían de los hombres blancos que llevaban varios siglos recorriendo el litoral de su isla. Cuando por fin conocieron a los hombres blancos e intentaron explicarse por qué llevaban pantalones y cinturones, una de las hipótesis propuestas fue que esas ropas les servían para esconder sus enormes penes, que se enrollaban alrededor de la cintura. Había, asimismo, dani convencidos de que una tribu vecina se alimentaba de hierba y tenía las manos unidas a la espalda.

Las exploraciones que han establecido los primeros contactos han tenido unos efectos traumáticos difícilmente concebibles para quienes vivimos en el mundo moderno. Los montañeses «descubiertos» por Michael Leahy en los años treinta, al ser entrevistados cincuenta años después, revelaron que aún recordaban a la perfección dónde se encontraban y qué estaban haciendo en el momento de aquel primer contacto. Para los ciudadanos de Estados Unidos y de la Europa moderna, el ejemplo más semejante puede ser el recuerdo de uno o dos acontecimientos políticos relevantes ocurridos durante nuestra vida. La mayoría de los estadounidenses de mi edad recordamos el 7 de diciembre de 1941, cuando oímos que los japoneses habían atacado Pearl Harbor y supimos que aquella noticia tendría efectos duraderos en nuestra vida. No obstante, ni siquiera las consecuencias sociales del ataque a Pearl Harbor y de la subsecuente guerra pueden compararse con el impacto de la expedición de primer contacto en las tribus montañesas de Nueva Guinea, cuyo mundo cambió para siempre el día en que llegaron a su tierra aquellos extranjeros.

Las expediciones revolucionaron la cultura material de los montañeses al introducir las hachas metálicas y las cerillas, cuya superioridad sobre las hachas de piedra y los parahúsos para hacer fuego no tardó en ponerse de manifiesto. Los misioneros y administradores gubernamentales que llegaron después de los expedicionarios suprimieron numerosas tradiciones culturales muy arraigadas, como el canibalismo, la poliginia, la homosexualidad y la guerra, en tanto que otras tradiciones eran espontáneamente desechadas por las propias tribus, que preferían adoptar las costumbres de los recién llegados. No obstante, hubo otra revolución de efectos aún más perturbadores: la transformación de la visión del mundo de los montañeses al descubrir que no eran los únicos seres humanos existentes ni su modo de vida el único posible.

La obra de Bob Connolly y Robin Anderson titulada First Contad ofrece un emotivo relato del momento del primer contacto en Lis montañas del este del país, tal como lo recordaban los ahora ancianos montañeses y los blancos que vivieron esa experiencia en su niñez o en su juventud en la década de 1930. Los aterrorizados montañeses tomaron a los blancos por fantasmas que tornaban del otro mundo, hasta que desenterraron y examinaron sus heces, y enviaron a empavorecidas jóvenes a mantener relaciones sexuales con los invasores, y de ese modo descubrieron que los blancos defecaban y eran tan hombres como ellos. Leahy escribió en sus diarios que los montañeses olían mal, mientras que a los montañeses les parecía que los blancos despedían un olor extraño y pavoroso. La obsesión de Leahy con el oro era tan incomprensible para los nativos como lo era para los blancos el concepto de riqueza de los isleños y la moneda que utilizaban (conchas espinosas). Pero la historia de aquel primer contacto aún no ha sido relatada por escrito por sus protagonistas, los dani y los expedicionarios que se encontraron en 1938 y que han sobrevivido hasta nuestros días.

Al comienzo de este capítulo se ha dicho que la entrada de la expedición Archbold en el Grand Valley no solo fue un momento decisivo para los dani, sino también para la historia de la humanidad. En otros tiempos, todos los grupos humanos vivían en relativo aislamiento, a la espera del primer contacto, mientras en la actualidad los grupos aislados constituyen una minoría. ¿Qué implicaciones tiene este cambio? La respuesta puede inferirse de la comparación de aquellas zonas del mundo que dejaron de estar aisladas hace mucho tiempo con las zonas donde el aislamiento ha perdurado hasta nuestros días. Otra fuente de información son las rápidas transformaciones acaecidas después de los primeros contactos históricamente documentados. Estas comparaciones indican que el contacto entre pueblos alejados eliminó gradualmente la mayor parte de la diversidad cultural que había surgido a lo largo de milenios de aislamiento.

Con objeto de ilustrar este punto analizaremos el ejemplo manifiesto de la diversidad artística. En la Nueva Guinea de antaño, la escultura, la música y la danza variaban notablemente de un pueblo a otro. Algunos pueblos situados a lo largo del río Sepik y en la zona pantanosa de Asmat creaban tallas de madera cuya calidad las ha he cho famosas en todo el mundo. Con el tiempo, no obstante, se ha ido convenciendo u obligando a los isleños a abandonar sus tradiciones artísticas. En 1965 visite una pequeña tribu de 578 habitan tes que vivía en relativo aislamiento en la región de Bomai, y des cubrí que el misionero que dirigía la única tienda del lugar había manipulado a los naturales para que quemaran todas sus obras de arte. Varios siglos de desarrollo cultural singular (de «artilugios paga nos», en palabras del misionero) fueron destruidos en una sola mañana. En 1964, al recorrer por primera vez las remotas aldeas de Nueva Guinea, escuché música de tambores y canciones tradicionales; cuando regresé en la década de 1980, escuché música rock, guitarras e instrumentos mecánicos de percusión. Cualquiera que haya contemplado las tallas asmat en el Metropolitan Museum de Nueva York o escuchado la música ritual de ritmo vertiginoso de un dúo de tambores de madera, comprenderá las catastróficas dimensiones de la tragedia que supone la desaparición del arte autóctono después del primer contacto.

Los primeros contactos también han provocado enormes pérdidas lingüísticas. Por ejemplo, en la Europa actual tan solo existen unas cincuenta lenguas, la mayoría de ellas pertenecientes a la familia indoeuropea. En contraste, en Nueva Guinea, con una superficie diez veces menor que la de Europa y una población que no alcanza ni el 1 por ciento de la población europea, hay unas mil lenguas, muchas de las cuales no están relacionadas con ninguna otra lengua existente en la isla ni en ningún otro lugar. Por término medio, cada lengua cuenta con algunos miles de hablantes que habitan una zona de un radio de 16 kilómetros. Al recorrer los 96 kilómetros que separan Okapa de Karimui, a través de las cordilleras orientales de Nueva Guinea, atravesé seis áreas lingüísticas diferentes, comenzando con la foré (una lengua con posposiciones como el finés) y terminando con la tudawhe (una lengua con tonos alternativos y vocales nasalizadas, como el chino).

Nueva Guinea muestra a los lingüistas cómo era el mundo cuando cada tribu aislada poseía su propia lengua, antes de que la agricultura permitiera a unos cuantos grupos expandirse y propagar su lengua por amplias regiones. La expansión indoeuropea, que hizo desaparecer todas las lenguas previamente existentes en Europa occidental, salvo el vascuence, comenzó hace tan solo seis mil años. La expansión bantú, ocurrida en los últimos milenios, terminó con la mayoría de las lenguas del África tropical y subsahariana, y la expansión austronesiana tuvo efectos similares en Indonesia y las Filipinas. En el Nuevo Mundo, centenares de lenguas amerindias se han extinguido en los últimos siglos.

Pero ¿acaso no es una bendición que se reduzca el número de lenguas y, de tal modo, se facilite la comunicación entre los pueblos del mundo? Tal vez sea así, pero no hay que olvidar el aspecto negativo de las perdidas lingüísticas. Las lenguas se distinguen por su estructura y su vocabulario, por el modo en que expresan las causas de los fenómenos, los sentimientos y las responsabilidades personales y, en consecuencia, por la manera en que moldean nuestros pensamientos. No puede decirse que una lengua sea «la mejor» en todos los aspectos, sino que distintas lenguas se adecúan mejor a diferentes propósitos. Por ejemplo, quizá no es una simple casualidad que Platón y Aristóteles escribiesen en griego y Kant en alemán. Las partículas gramaticales de estos dos idiomas, así como la facilidad con que permiten formar palabras compuestas, pueden haber contribuido a convertidos en los idiomas fundamentales de la filosofía occidental. Otro ejemplo, conocido para todos aquellos que hemos estudiado latín, es que las lenguas acusadamente flexivas (es decir, aquellas en las que las terminaciones de las palabras bastan para indicar la estructura de la frase) permiten alterar el orden de las palabras para expresar matices que son inexpresables en inglés. En inglés, el orden de las palabras es la base de la estructura de las frases y, en consecuencia, apenas admite variantes. Aunque el inglés se haya convertido en la lingua franca de las relaciones internacionales, no significa que sea la lengua más idónea para la diplomacia.

La variedad de las tradiciones culturales de Nueva Guinea también eclipsa a la de cualquier región de dimensiones similares del mundo moderno, puesto que el aislamiento en que vivían las tribus isleñas les permitía llevar a cabo experimentos sociales que otros pueblos habrían considerado inaceptables. Las prácticas de canibalismo y automutilación variaban de una tribu a otra. En la época del primer contacto, la costumbre de vestirse era desconocida para algunas tribus, mientras que otras se cubrían los genitales y observaban el más estricto recato sexual, y aún otras (incluidos los dani del Grand Valley) realzaban su pene y sus testículos con diversos artilugios. Las costumbres relativas a la educación de los hijos variaban desde la mayor permisividad (reflejada, por ejemplo, en la costumbre foré de permitir a los bebés agarrar objetos calientes y quemarse), pasando por la costumbre de castigar a los niños baham frotándoles la cara con ortigas, con tan extrema represión que se traducía en una alta tasa de suicidios infantiles entre los kukukuku. La bisexualidad estaba institucionalizada entre los hombres barua, que convivían con los adolescentes en grandes casas comunales a la vez que mantenían un hogar para su mujer, sus hijas y sus hijos pequeños. Por su parte, los tudawhes vivían en casas de dos plantas en las que las mujeres, los niños y las muchachas solteras ocupaban la planta de abajo, mientras que los hombres y los muchachos solteros se alojaban en la de arriba, a la que se accedía por una escala desde el exterior.

El empobrecimiento de la diversidad cultural que caracteriza al mundo moderno no sería motivo de preocupación si tan solo implicara la desaparición de tradiciones como la automutilación o el suicidio infantil. Ahora bien, hay que tener en cuenta que las tradiciones culturales que se han impuesto en el mundo se seleccionaron en virtud del éxito económico y militar de las sociedades que las practicaban, cualidades que no garantizan necesariamente el fomento de la felicidad ni de la supervivencia a largo plazo de la humanidad. Aunque el consumismo y la explotación del entorno puedan resultar beneficiosos en la actualidad, quizá se vuelvan contra nosotros en el futuro. Entre los rasgos de la sociedad estadounidense que todo el mundo conviene en considerar como grandes defectos puede citarse la manera de tratar a los ancianos, las algaradas adolescentes, el huso de los medicamentos psicotrópicos y la enorme desigualdad norial. En Nueva Guinea hay —o había antes del primer contacto— numerosas sociedades que han encontrado soluciones mejores para ludas estas áreas problemáticas.

Es de lamentar que los modelos alternativos de organización social estén desapareciendo a pasos agigantados, y que la época en que los humanos podían realizar experimentos aislados con nuevos modelos haya pasado a la historia. Puede afirmarse con total certidumbre que ya no quedan por descubrir poblaciones aisladas tan numerosas Como la que encontró la expedición de Archbold en agosto de 1938. Cuando estuve trabajando en el río Rouffaer de Nueva Guinea, en 1979, una misión establecida en la zona acababa de descubrir a una Iribú nómada de cuatrocientos miembros, que informaron de la existencia de otra tribu a cinco días de viaje río arriba. Asimismo, continúan descubriéndose pequeñas tribus en zonas remotas de Perú y brasil. No obstante, cabe esperar que el último primer contacto se produzca en el transcurso de la última década del siglo XX y con ello finalicen los experimentos aislados de organización social.

Aunque el último primer contacto no marque el final de la diversidad cultural humana, algo que ni siquiera la televisión y los viajes han conseguido eliminar, sin duda supondrá una drástica reducción de las diferencias culturales y comportará una pérdida que, por los motivos ya mencionados, habremos de lamentar. Por otro lado, sin embargo, la xenofobia solo podía tolerarse en los tiempos en que nuestros medios de exterminio eran demasiado limitados para acarrear la destrucción de toda la especie humana. Cuando pienso en los factores que podrán impedir que el armamento nuclear se combine con nuestra propensión al genocidio para batir la marca de destrucción establecida en la primera mitad de este siglo, el acelerado proceso de homogeneización cultural se me antoja una de las principales fuentes de esperanza. La pérdida de la diversidad cultural tal vez sea el precio que hay que pagar por la supervivencia.