En la actualidad, nuestra especie se encuentra en la cúspide de su fuerza numérica, de su expansión geográfica, de su poder y de la extracción de productividad a la porción de la Tierra que domina. Todo esto es motivo de alegría, pero no lo es tanto que, además, estemos en camino de invertir esos avances en mucho menos tiempo del que nos costó crearlos. El poder de la humanidad se ha convertido en una amenaza para su propia existencia. No sabemos si saltaremos por los aires en cualquier momento o si nos iremos consumiendo poco a poco a causa del calentamiento de la atmósfera, la contaminación, la destrucción del hábitat, el aumento de la población, la disminución de los alimentos y el exterminio de otras especies que constituyen nuestra fuente básica de recursos. ¿Son estos peligros fenómenos nuevos, surgidos a raíz de la revolución industrial, como suele suponerse?

Es una creencia muy extendida que las especies en estado de naturaleza viven en equilibrio entre sí y con el medio ambiente. Los depredadores no exterminan a sus presas y los herbívoros no destruyen la vegetación. Según este punto de vista, los humanos somos la única especie inadaptada. De ser cierto, la naturaleza no podría enseñarnos ninguna lección.

Esta perspectiva encierra cierta dosis de verdad, en tanto que, en condiciones naturales, las especies solo se extinguen con tanta rapidez como las estamos exterminando en la actualidad en raras excepciones. Una de esas circunstancias insólitas se produjo hace sesenta y cinco millones de años, cuando, posiblemente a causa de la colisión con un asteroide, los dinosaurios desaparecieron de la Tierra. Puesto que la multiplicación evolutiva de las especies es un proceso muy lento, es obvio que las extinciones por causas naturales también deben de serlo, pues de otro modo la Tierra se habría despoblado hace mucho tiempo. Dicho de otro modo, las especies vulnerables son eliminadas a un ritmo más rápido que las mejor dotadas, y son estas las que perviven en la naturaleza.

No obstante, esta conclusión general aún deja numerosos e instructivos ejemplos de extinciones de especies provocadas por otras especies. Casi todos los casos conocidos combinan dos elementos. En primer lugar, la llegada de nuevas especies depredadoras a entornos que hasta entonces no habían ocupado, donde encuentran presas no familiarizadas con su presencia. Para el momento en que se alcanza un nuevo equilibrio ecológico, algunas de las especies de presas pueden haber sido exterminadas. En segundo lugar, los perpetradores de esos exterminios resultan ser los llamados depredadores generalistas, los cuales, en lugar de especializarse en una sola especie de presas, se alimentan indistintamente de diferentes especies. De tal suerte, aun cuando exterminen a algunas de sus presas, los predadores sobreviven al cambiar su fuente de alimentación.

Este tipo de exterminios son frecuentes cuando los humanos transfieren intencionada o accidentalmente a una especie de una parte del planeta a otra. Las ratas, los gatos, los cerdos, las hormigas e incluso las serpientes se cuentan entre las especies depredadoras que han sido trasladadas de hábitat. Por ejemplo, durante la Segunda Guerra Mundial, una serpiente arborícola autóctona de la región australiana fue accidentalmente transportada por los barcos y aviones de guerra a la isla de Guaní, del Pacífico, hasta entonces desprovista de serpientes. Este depredador ya ha exterminado o llevado al borde de la extinción a la mayoría de las especies de aves autóctonas de Guaní, que no habían tenido la oportunidad de desarrollar defensas conductuales contra las serpientes. Pese a haber eliminado virtualmente todas las aves que le sirven de presa, la serpiente no se encuentra en peligro, puesto que puede redirigir sus ataques hacia las ratas, ratones y lagartos. Otro ejemplo es el de los gatos y zorros introducidos en Australia por los humanos, que han eliminado a los pequeños marsupiales y a las ratas autóctonas del continente sin poner en peligro su supervivencia, ya que siempre pueden recurrir a los abundantes conejos y a otras presas.

Los humanos constituimos el ejemplo más destacado de los predadores generalistas, por cuanto nuestra alimentación es muy variada e incluye desde caracoles y algas hasta ballenas, setas y fresas. De tal modo, si abusamos del consumo de una especie hasta llegar a extinguirla, nos basta con cambiar de fuente de alimentación. Por ello, la llegada de los humanos a zonas del planeta deshabitadas siempre ha desencadenado una oleada de extinciones. El dodo, cuyo nombre se ha convertido en sinónimo de extinción, habitaba en la isla Mauricio, la mitad de cuyas especies de aves terrestres y pacustres se extinguieron después del descubrimiento de la isla en 1507. Los dodos, en concreto, eran aves comestibles de gran tamaño, que no volaban y constituían presas fáciles para los hambrientos marinos. Las especies de aves hawaianas también murieron en masa a raíz del descubrimiento de Hawai por los polinesios hace mil quinientos años, y el mismo destino corrieron las especies de grandes mamíferos americanos cuando los indios ancestrales arribaron a esas tierras hace once mil años. La mejora de la tecnología aplicada a la caza también ha producido oleadas de extinciones en territorios ocupados por los humanos desde hacía largo tiempo. Por ejemplo, las poblaciones salvajes de órix árabes, bellos antílopes de Oriente Medio, sobrevivieron un millón de años a las cacerías de los hombres, pero sucumbieron ante los rifles de gran potencia en 1972.

La tendencia de los humanos a exterminar especies individuales de presas y luego desviar sus actividades cinegéticas hacia otras presas posee numerosos precedentes entre los animales. ¿Existe también algún antecedente de la destrucción de todos los recursos básicos de una especie, hasta el punto de producir su propia extinción? Este caso es muy poco frecuente, puesto que la densidad de las poblaciones animales está regulada por numerosos factores que tienden a limitar la tasa de natalidad y a aumentar la de mortalidad siempre que la población se vuelve demasiado numerosa en relación con su fuente de alimentos, o a producir el efecto contrario cuando la especie corre peligro de extinción. Por ejemplo, la mortalidad derivada de factores externos como los depredadores, las enfermedades, los parásitos y las hambrunas tiende a aumentar cuando se alcanza una densidad de población elevada. Los altos niveles de densidad poblacional también promueven respuestas en los propios animales, como el infanticidio, la posposición de la reproducción y el aumento de la» agresiones. Este tipo de respuestas, sumadas a la acción de los facto res externos, suelen reducir la población animal y aliviar la presión sobre sus recursos antes de que estos se agoten.

No obstante, se han dado casos en que una población animal provocado su propia extinción con sus hábitos alimentarios. La progenie de los veintinueve renos introducidos en 1944 en la isla de Si. Matthew, del mar de Bering, nos brinda un ejemplo. En 1963, los renos se habían multiplicado hasta alcanzar la cifra de seis mil. Ahora bien, la fuente de alimentación de los renos son liquenes de lento crecimiento, que en St. Matthew no tenían la ocasión de regenerar se puesto que los renos no podían emigrar a otros campos de pasto, Cuando un invierno muy duro se abatió sobre la isla en 1963-1964, todos los renos murieron de hambre, a excepción de cuarenta y una hembras y un macho estéril, quedando una población sentenciada a muerte en una isla sembrada de millares de esqueletos. En la primera década de este siglo, la introducción de conejos en la isla de Lisianski, al oeste de Hawai, produjo efectos similares. Al cabo de un decenio, los conejos se habían extinguido después de devorar todas las plantas de la isla, salvo dos dondiegos de día y una plantación de tabaco.

Estos y otros ejemplos de suicidios ecológicos semejantes tienen como protagonistas a poblaciones que de pronto se vieron libres de los factores que regulaban su densidad. Los conejos y los renos están por lo general sujetos a la amenaza de los depredadores, en tanto que los renos de las zonas continentales emplean las migraciones como válvula de seguridad, permitiendo que una zona recupere su vegetación. Pero en las islas de Lisianski y de St. Matthew no había depredadores y emigrar era imposible, por lo que los animales se reprodujeron sin control.

Al reflexionar sobre el tema se hace patente que la especie humana se ha liberado recientemente de los factores que controlaban su crecimiento. Hace mucho tiempo que eliminamos la amenaza de los depredadores; la medicina del siglo XX ha logrado reducir en buena medida la mortalidad debida a las enfermedades infecciosas; y algunas técnicas muy populares de control de la población, como el infanticidio, las guerras crónicas y la abstinencia sexual, se han vuelto socialmente inaceptables. Al ritmo de crecimiento actual, la población humana mundial se duplica cada treinta y cinco años. Cierto es que no es un ritmo de crecimiento tan rápido como el de los renos, que la isla Tierra es mayor que la isla de St. Matthew y que nuestros recursos son más elásticos que los líquenes (aunque algunos, como el petróleo, lo sean menos). Ahora bien, al margen de estas consideraciones cuantitativas, la conclusión cualitativa es la misma: ninguna población puede crecer indefinidamente.

Así pues, nuestro actual predicamento ecológico posee precursores en el mundo animal. Al igual que muchos depredadores generalistas, los humanos exterminamos a algunas de las especies que nos sirven de sustento al colonizar nuevos entornos o mejorar nuestra capacidad de aniquilación. Tal como algunas poblaciones animales que rebasaron de pronto sus límites de crecimiento, los humanos corremos el riesgo de destruirnos a nosotros mismos al agotar nuestros recursos básicos. ¿Y qué decir de la teoría según la cual la humanidad vivió en un estado de relativo equilibrio ecológico hasta la revolución industrial y solo entonces emprendió el lamentable camino del exterminio de las especies y de la sobreexplotación del entorno? Esta fantasía rousseauniana volverá a ocuparnos en los tres siguientes capítulos de este libro.

En primer lugar, examinaremos la generalizada creencia en una antigua Edad de Oro, cuando unos supuestos nobles salvajes practicaban la ética de la conservación y vivían en armonía con la naturaleza. La realidad es que las extinciones en masa han coincidido con cada una de las expansiones del espacio vital de los humanos ocurridas en los últimos diez mil años, y posiblemente desde hace mucho más tiempo. Nuestra responsabilidad directa es obvia en el caso de las extinciones provocadas por las expansiones más recientes, cuya evidencia aún está fresca: la expansión de los europeos por todo el planeta desde 1492 y la colonización un poco más antigua de las islas de Oceanía por los nativos de la Polinesia y Madagascar. Las expansiones anteriores, en cuyo transcurso los humanos ocuparon América y Australia, también fueron acompañadas por extinciones en masa, aunque sus vestigios se han difuminado con el transcurso del tiempo y es difícil establecer sus verdaderas causas y efectos.

Pero no solo se trata de que la edad dorada esté empañada por una serie de extinciones en masa. Si bien es cierto que ninguna población humana numerosa se ha aniquilado a sí misma, ese ha sido el caso de los pobladores de algunas islas pequeñas, en tanto que mu chas grandes poblaciones han dañado sus recursos hasta el punto de provocar una catástrofe económica. Los ejemplos más claros proceden de culturas aisladas, como la civilización anasazi y la isla de Fascua. Ahora bien, los factores ambientales también impulsaron los grandes cambios de la civilización occidental, incluidos los sucesivos hundimientos de la hegemonía de Oriente Medio, de los griegos y de los romanos. La conclusión es que el autodestructivo abuso del entorno, lejos de ser una invención moderna, ha representado uno de los impulsos básicos de la historia humana.

A continuación repasaremos los casos más destacados, espectaculares y controvertidos de las «extinciones en masa de la edad dorada». La mayoría de los grandes mamíferos de dos continentes, América del Norte y América del Sur, se extinguieron hace unos once mil años, coincidiendo con los primeros signos inequívocos de ocupación humana de América por los antecesores de los amerindios. Esa fue la mayor ampliación del territorio humano ocurrida desde que el Homo erectus salió de África para colonizar Europa y Asia hace un millón de años. La coincidencia temporal entre los primeros americanos y los últimos grandes mamíferos americanos, la falta de extinciones en masa en otros lugares del mundo hacia las mismas fechas, y las pruebas de que algunas de las bestias extinguidas eran presas habituales de los humanos, han dado origen a la denominada hipótesis de «la guerra relámpago en el Nuevo Mundo». De acuerdo con esta interpretación, la primera oleada de cazadores que se expandió desde Canadá hasta la Patagonia encontró animales de gran tamaño que veían a los humanos por primera vez y los exterminó a medida que avanzaba. Aunque los detractores de esta teoría son al menos tan numerosos como sus defensores, también intentaremos comprender este debate.

Por último, trataremos de realizar una estimación aproximada del número de especies que los humanos han llevado a la extinción. Comenzaremos con las cifras mejor establecidas: las correspondientes a aquellas especies cuya extinción se produjo en tiempos modernos y está bien documentada, y en las que la búsqueda de supervivientes ha sido lo bastante exhaustiva como para demostrar que no existen. A continuación expondremos las estimaciones relativas a tres casos más inciertos: las especies modernas que no han sido avistadas desde hace tiempo y que pueden haberse extinguido sin que nadie lo advirtiera; las especies modernas que no fueron «descubiertas» ni nombradas, y las especies que los humanos exterminaron antes de que surgiera la ciencia moderna. Estos datos nos ayudarán a comprender los principales mecanismos de exterminio empleados por el hombre y el número de especies que probablemente exterminaremos durante el tiempo de vida de mis hijos si seguimos procediendo al ritmo actual.