Epílogo: ¿Nada aprendido y todo olvidado?

Para concluir, recopilaremos los temas tratados en esta obra trazando la trayectoria ascendente de la humanidad en los últimos tres millones de años, así como el incipiente proceso de inversión de los avances conseguidos.

Las primeras indicaciones de que nuestros antepasados llegaran a destacar entre los animales son los burdísimos utensilios de piedra que comienzan a aparecer en África hace unos dos millones y medio de años. La abundancia de utensilios indica que empezaban a desempeñar un papel significativo y habitual en el modo de vida de los humanos. En contraste, nuestros parientes más próximos, los chimpancés pigmeos y los gorilas, no emplean herramientas, en tanto que los chimpancés comunes fabrican algún utensilio rudimentario de vez en cuando, pero sin llegar a depender de ellos para su supervivencia.

No obstante, esas burdas herramientas de los humanos no supusieron un gran impulso para el éxito de nuestra especie. Durante un millón y medio de años más, la raza humana siguió confinada en los territorios africanos. Hace aproximadamente un millón de años, los humanos logramos expandirnos hacia las zonas templadas de Europa y Asia, y de ese modo nos convertimos en la especie de chimpancés que ocupaba un territorio más amplio, aunque todavía mucho menor que el poblado por los leones. Nuestras herramientas fueron mejorando a un ritmo infinitamente lento, pasando de ser extremadamente rudimentarias a ser muy rudimentarias. Hace cien mil años, los humanos, al menos los de Europa y Asia occidental —los neanderthales—, utilizaban el fuego regularmente. En otros aspectos, no obstante, continuábamos siendo una especie más entre los grandes mamíferos, pues aún no habíamos desarrollado el menor indicio de arte, agricultura o de tecnología avanzada. Se desconoce si ya habíamos desarrollado el lenguaje, la drogadicción, los extraños hábitos sexuales que hoy nos caracterizan y nuestro peculiar ciclo vital, pero dado que el hombre de Neanderthal rara vez sobrepasaba los cuarenta años, es posible que la menopausia femenina aún no existiera.

La primera evidencia incontestable de un gran salto adelante en nuestra conducta aparece súbitamente en Europa hace unos cuarenta mil años, coincidiendo con la llegada, a través de Oriente Próximo, del Homo sapiens africano de características anatómicas modernas. En ese momento, la sociedad humana incorpora elementos como el arte, la tecnología basada en herramientas especializadas, las diferencias culturales entre distintos lugares geográficos y el desarrollo de innovaciones culturales con el transcurso del tiempo. Este salto conductual sin duda debió de fraguarse fuera de Europa, y a un ritmo muy rápido, puesto que las poblaciones de Homo sapiens de características anatómicas desarrolladas que vivían en el África meridional hace cien mil años seguían siendo, a juzgar por los desechos acumulados en las cuevas donde habitaban, simples chimpancés ascendidos de categoría. Cualquiera que fuese la causa del salto adelante, solo afectó a un mínimo porcentaje de nuestra dotación genética, puesto que en la actualidad solo diferimos de los chimpancés en el 1,6 por ciento de nuestros genes y la mayor parte de esa diferencia ya se había desarrollado mucho antes del acusado cambio de la conducta humana. La conjetura que se me antoja más acertada es que el salto adelante fue desencadenado por el perfeccionamiento del lenguaje.

Aunque por lo general se cree que el hombre de Cromagnon fue el primer depositario de los rasgos más nobles de la humanidad, lo cierto es que también le caracterizaban dos rasgos que están en la raíz de nuestros problemas actuales: la proclividad a cometer asesinatos en masa y la tendencia a destruir el entorno. Aun antes de la época cromagnon, los fósiles de cráneos perforados con objetos punzantes o rotos para extraer la masa encefálica atestiguan la existencia del asesinato y el canibalismo. La brusquedad de la desaparición de los neanderthales tras la llegada de los cromagnones revela un perfeccionamiento de las técnicas aplicadas al genocidio. La eficacia de los humanos cuando se trata de destruir sus recursos básicos se pone de manifiesto en la extinción de casi todos los animales australianos de gran tamaño después de que los humanos colonizaran Australia hace cincuenta mil años, y de algunos de los grandes mamíferos de Eurasia y África tras la mejora de la tecnología aplicada a la caza. Si en otros sistemas solares las semillas de la autodestrucción también estuvieron tan ligadas al ascenso de las civilizaciones avanzadas, no es de extrañar que no hayamos recibido la visita de ningún platillo volante.

El ritmo del progreso se aceleró cuando finalizó la última glaciación, hace unos diez mil años. Los humanos ocupamos el continente americano, a la vez que se producía una extinción en masa de los grandes mamíferos de la que probablemente no fue ajena la influencia de los colonos. La agricultura surgió poco después y, al cabo de algunos milenios, los primeros textos escritos comienzan a documentar los avances de la creación tecnológica. Los textos revelan, asimismo, que la adicción a las drogas ya era un fenómeno conocido y que el genocidio se había convertido en algo rutinario y admirado. La destrucción del hábitat comenzó a socavar los cimientos de numerosas sociedades, y los primeros colonos polinesios y malgaches causaron el exterminio masivo de las especies de los territorios que habían ocupado. A partir del año 1492, la expansión mundial de las sociedades europeas alfabetizadas nos permite estudiar en detalle los avances y la caída de la humanidad.

En las últimas décadas hemos desarrollado los medios necesarios para enviar señales de radio a otras estrellas y también para hacer saltar la Tierra por los aires: Si la humanidad escapa de ese brusco final, la explotación de buena parte de la productividad del planeta, el exterminio de otras especies y los daños medioambientales no podrán seguir en la actual espiral de aceleración durante ni siquiera un siglo. Podría objetarse que al dirigir la mirada a nuestro alrededor no se observan signos inequívocos de que el clímax final de la historia de la humanidad esté próximo. En realidad, esos signos se vuelven evidentes si observamos y extrapolamos los datos observados. El hambre, la contaminación y la tecnología destructiva van en aumento, mientras que las tierras cultivables, las reservas de vida marina y otros productos naturales, y la capacidad del entorno para absorber la basura, están decreciendo. Una situación en la que un número creciente de personas con mayor poder se enfrentan por unos recursos cada vez más escasos tendrá que explotar por algún lado.

¿Qué futuro podemos predecir?

Tenemos sobrados motivos para el pesimismo. Aun cuando la humanidad pereciese de golpe, los daños que hemos infligido al entorno bastarían para garantizar su degradación durante varias décadas. Innumerables especies pertenecen a la categoría de los «muertos vivientes», por cuanto se han visto diezmadas hasta un punto en que la recuperación ya no es posible, aun cuando todavía no hayan muerto todos sus individuos. Pese a los múltiples ejemplos de comportamientos humanos autodestructivos que nos brinda el pasado, de los cuales deberíamos extraer alguna enseñanza, muchas personas, a las que no les faltan conocimientos para ser más sensatas, ponen en duda la necesidad de limitar el crecimiento de la población y continúan degradando el medio ambiente. Otros se suman al proceso destructivo movidos por el deseo egoísta de obtener beneficios o por simple ignorancia. Y muchas otras personas están demasiado inmersas en una lucha desesperada por la supervivencia como para permitirse el lujo de calibrar las consecuencias de sus actos. Todos estos hechos parecen indicar que el avance de la destrucción ha cobrado un impulso imparable y que los propios humanos nos encontramos entre los muertos vivientes, abocados a un futuro tan poco prometedor como el de los otros dos chimpancés.

Esta perspectiva pesimista ha sido condensada en una frase que Arthur Wichmann, explorador y catedrático holandés, escribió en 1912 en relación a otra problemática. Wichmann había dedicado diez años de su vida a escribir un monumental tratado de tres volúmenes sobre la historia de la exploración de Nueva Guinea. A lo largo de sus mil ciento noventa y ocho páginas evaluaba todas las fuentes de información sobre Nueva Guinea que pudo encontrar, desde los antiguos informes filtrados a través de Indonesia hasta las grandes expediciones del siglo XIX y comienzos del XX. La desilusión fue apoderándose de él al observar que los sucesivos exploradores cometían las mismas estupideces una y otra vez: enorgullecerse sin motivo por logros sobrevalorados, negarse a reconocer descuidos desastrosos, ignorar la experiencia de los exploradores que les habían precedido y de ese modo repetir los mismos errores, resultando todo ello en una larga historia de muertes y sufrimientos innecesarios. Al repasar esta historia, Wichmann predijo que los futuros exploradores incurrirían en los mismos errores. La amarga frase que cierra el último volumen de Wichmann es: «¡Nada aprendido y todo olvidado!».

Pese a los numerosos motivos que avalarían una visión igualmente cínica del futuro de la humanidad, mi opinión es que nuestra situación no es desesperada. Puesto que somos nosotros mismos los que hemos creado nuestros problemas, de nosotros depende resolverlos. Mientras que el lenguaje, el arte y la agricultura no son atributos realmente exclusivos de la humanidad, la capacidad de aprender de la experiencia de los miembros de nuestra especie de lugares distantes o del pasado remoto sí es un rasgo singular de la humanidad. Entre los signos esperanzadores se cuentan numerosas políticas realistas que se discuten a menudo y cuyo objetivo es evitar el desastre: limitar el crecimiento de la población humana, conservar los hábitats naturales y adoptar otras medidas para salvaguardar el entorno. Numerosos gobiernos ya han empezado a llevar a la práctica algunas de estas medidas evidentes.

Por ejemplo, la concienciación sobre los problemas ambientales es cada vez más general y los movimientos ecológicos están ganando influencia política. Ni los promotores urbanísticos ganan todas las batallas, ni tampoco prevalecen siempre los argumentos económicos miopes. La tasa de crecimiento de la población ha descendido en muchos países en las últimas décadas. Aunque el genocidio aún no es cosa del pasado, la difusión de las comunicaciones encierra un gran potencial para reducir la tradicional xenofobia y para dificultar el empeño de ver a los pueblos distantes como a seres infrahumanos distintos de nosotros. Cuando las bombas A fueron arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki yo tenía siete años, por lo que recuerdo bien la sensación del inminente riesgo de un holocausto nuclear que prevaleció durante varias décadas. Pero ahora ha transcurrido casi medio siglo sin que se haya vuelto a utilizar el armamento nuclear con fines militares. Desde el 9 de agosto de 1945, el riesgo de una catástrofe nuclear nunca había parecido tan remoto.

Mi visión personal está condicionada por las experiencias que he vivido desde 1979 como asesor del gobierno indonesio para el proyecto de creación de un sistema de reservas naturales en la Nueva Guinea indonesia (la denominada provincia de Irían Jaya). Ciertamente, Indonesia no parece un lugar prometedor para confiar en el éxito de los proyectos encaminados a preservar nuestros maltrechos hábitats naturales. Ahora bien, sí constituye un buen ejemplo de los problemas que afectan agudamente a los países tropicales del Tercer Mundo. Con más de ciento ochenta millones de habitantes, Indonesia es el quinto país más poblado del mundo, así como uno de los más pobres. La tasa de crecimiento de la población es muy elevada, y casi la mitad de los habitantes tienen menos de quince años. Algunas provincias con una densidad poblacional inusualmente elevada están exportando sus excedentes de población a otras provincias menos habitadas (como Irían Jaya). Allí no existen grandes grupos de ornitólogos aficionados, ni tampoco movimientos ecologistas indígenas de amplia base. El sistema de gobierno no es una democracia en el sentido occidental del término, y la corrupción invade todos los terrenos. Las principales fuentes de divisas del país son la explotación de los recursos petroleros y del gas natural, y la tala de las selvas vírgenes.

Por todos estos motivos, no puede esperarse que la conservación de las especies y los hábitats constituya una prioridad nacional. Debo reconocer que cuando visité Irían Jaya por primera vez, sentí un fuerte escepticismo con respecto a la efectividad de cualquier programa conservacionista, pero, afortunadamente, mi cinismo al estilo Wichmann demostró no estar fundado. Gracias al liderazgo de un núcleo de indonesios convencidos de la importancia del conservacionismo, Irían Jaya posee hoy día un incipiente sistema de reservas naturales que abarca el 20 por ciento de los territorios de la provincia. Y esas reservas no existen únicamente sobre el papel. A medida que mi trabajo avanzaba, tuve la grata sorpresa de comprobar que se habían abandonado algunas serrerías porque entraban en conflicto con las reservas naturales; que los guardas de los parques eran eficaces, y que algunos proyectos de desarrollo empresarial habían sido prohibidos. Todas estas medidas no fueron adoptadas por puro idealismo, sino como resultado de una percepción analítica y correcta de los intereses del país. Si Indonesia puede hacerlo, también está al alcance de otros países con obstáculos semejantes para el conservacionismo, y con mayor razón de los países más ricos con movimientos ecologistas de bases más amplias.

No es necesario inventar nuevas tecnologías para resolver nuestros problemas; basta con que más gobiernos adopten las medidas, pertinentes que otros países ya están llevando a la práctica. Tampoco es cierto que el ciudadano medio se vea impotente ante esta problemática. Las organizaciones ciudadanas han contribuido a mejorar la situación de muchas especies en peligro de extinción; es el caso, entre otros muchos ejemplos, de la caza comercial de ballenas, de la importación de chimpancés que vivían en libertad y de la caza de grandes felinos con objeto de confeccionar abrigos de pieles. De hecho, en este campo las donaciones más modestas realizadas por el ciudadano medio pueden tener un gran impacto dada la exigüidad de los presupuestos de las organizaciones conservacionistas. Por ejemplo, el presupuesto conjunto de todos los proyectos de conservación de los primates financiados por el Fondo Mundial para la Naturaleza solo asciende a unos cuantos cientos de miles de dólares. Mil dólares más abren la posibilidad de poner en marcha otro proyecto para proteger a algún mono, simio o lémur en peligro, que, de otro modo, sería ignorado.

Aun sabiendo que nos enfrentamos a graves problemas dé pronóstico incierto, albergo un cauteloso optimismo. Incluso la frase cínica con la que Wichmann concluía su obra demostró estar equivocada: desde los tiempos de Wichmann, los exploradores de Nueva Guinea han aprendido del pasado y han evitado cometer los desastrosos errores de sus predecesores. Las memorias del estadista Otto von Bismarck nos proporcionan un lema más adecuado para el futuro. Al reflexionar sobre el mundo que le rodeaba cuando su larga vida tocaba a su fin, Bismarck también encontraba motivos para el cinismo. Con un intelecto despierto y después de haber trabajado en el centro de la política europea durante decenios, Bismarck había presenciado una larga historia de errores repetidos e innecesarios tan deplorables como los que salpicaron la historia de las primeras exploraciones de Nueva Guinea. Sin embargo, Bismarck aún pensaba que merecía la pena escribir sus memorias, extraer lecciones de la historia y dedicar su obra «a [mis] hijos y nietos por la comprensión del pasado y como guía para el futuro».

Animado por el mismo espíritu, quiero dedicar este libro a mis dos hijos pequeños y a su generación. Si aprendemos de la historia pasada que aquí se ha analizado, nuestro futuro aún podrá ser mejor que el de los otros dos chimpancés.