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La guerra relámpago y el día de Acción de Gracias
en el Nuevo Mundo

Estados Unidos consagra dos fiestas nacionales, el día de Colón y el día de Acción de Gracias, a la celebración de momentos dramáticos en el «descubrimiento» del Nuevo Mundo por los europeos y, sin embargo, ninguna fiesta conmemora su primer descubrimiento por parte de los indios. Ahora bien, las excavaciones arqueológicas sugieren que, si de dramatismo se trata, aquel descubrimiento temprano superó en mucho a las aventuras de Cristóbal Colón y de los peregrinos de Plymouth. Al cabo quizá de tan solo un milenio del descubrimiento de un paso a través de los hielos árticos para cruzar lo que hoy es la frontera entre Canadá y Estados Unidos, los indios habían llegado al extremo de la Patagonia y poblado dos continentes productivos e inexplorados. El avance de los indios hacia el sur fue la expansión de mayor alcance habida en la historia del Homo sapiens. Nada remotamente semejante podrá volver a ocurrir en nuestro planeta.

La expansión hacia el sur estuvo marcada por otro drama. Cuando los cazadores indios llegaron a América, hallaron una tierra rebosante de grandes mamíferos hoy extinguidos: mamuts y mastodontes parecidos a los elefantes, perezosos de hasta tres toneladas, gliptoilontes de hasta una tonelada de peso semejantes a los armadillos, castores del tamaño de osos y tigres dientes de sable, además de leones, guepardos, camellos, caballos y otros muchos. De haber sobrevivido esas bestias, los turistas que hoy día visitan el Parque Nacional de Yellowstone podrían contemplar a mamuts y leones conviviendo con los osos y bisontes. Lo ocurrido en el encuentro entre los cazadores y las bestias sigue constituyendo una cuestión muy controvertida en el área de la arqueología y la paleontología. Según la interpretación a mi entender más plausible, el resultado fue una «guerra relámpago» en la que las bestias perecieron en poco tiempo, posiblemente en un plazo de no más de diez años en cada zona concreta. Si esta hipótesis es acertada, la extinción de los grandes mamíferos americanos habría sido la más fulminante desde que la colisión con un asteroide borró de la faz de la Tierra a los dinosaurios hace sesenta y cinco millones de años. Asimismo, habría sido la primera de una serie de guerras relámpago que empañaron la supuesta edad dorada de la inocencia medioambiental y que se han convertido en uno de los rasgos distintivos de la humanidad.

Esa dramática confrontación puso el broche a la larga epopeya en la que los humanos, expandiéndose desde su centro de origen en África, ocuparon todos los continentes habitables. Nuestros ancestros africanos se expandieron hacia Asia y Europa hace aproximadamente un millón de años, y saltaron a Australia desde Asia hace unos cincuenta mil años, mientras América se convertía en el último continente habitable no hollado por el Homo sapiens.

Desde Canadá hasta la Tierra de Fuego, los indios americanos presentan una homogeneidad física más acusada que los habitantes de cualquier otro continente, de donde se deduce que la ocupación tardía de América no les ha concedido el tiempo necesario para una mayor diversificación genética. Aun antes de que las excavaciones arqueológicas pusieran al descubierto vestigios de los primeros indios, el gran parecido de los indios actuales con los mongoles ponía de manifiesto su procedencia asiática. Las conclusiones mucho más recientes de los estudios genéticos y antropológicos han confirmado esta conclusión. Una ojeada al mapa basta para comprobar que la ruta más practicable entre Asia y América es con diferencia la que cruza el estrecho de Bering, entre Siberia y Alaska, que estuvieron unidas por una lengua de tierra (con breves interrupciones) entre los últimos veinticinco y diez mil años, aproximadamente.

No obstante, la colonización del Nuevo Mundo no solo requería la existencia de una conexión terrestre, sino también la presencia de habitantes en el extremo siberiano de esa conexión. La región ártica de Siberia, de durísimas condiciones climáticas, fue uno de los territorios que más tardaron en ser colonizados. Los pueblos que allí se establecieron provendrían de las zonas de clima frío moderado de Asia y Europa oriental, como los cazadores de la Edad de Piedra que poblaban la región que hoy es Ucrania y que construían sus casas con huesos de mamut hábilmente apilados. Sabemos que hace veinte mil años, si no antes, ya había cazadores de mamuts en la Siberia ártica, y hace unos doce mil años aparecen herramientas de piedra similares a las de esos cazadores en los yacimientos arqueológicos de Alaska.

Después de atravesar Siberia y el estrecho de Bering, otra barrera separaba a los cazadores de la época glacial de sus futuros territorios de caza: un ancho casquete de hielo que hoy cubre Groenlandia y entonces se extendía de costa a costa de Canadá. Durante las glaciaciones, un estrecho pasillo de norte a sur se abría ocasionalmente a través de ese casquete de hielo, al este de las montañas Rocosas. Uno de tales pasillos se cerró hace unos veinte mil años, aunque al parecer todavía no había humanos en Alaska esperando para cruzarlo. Ahora bien, cuando el pasillo se abrió de nuevo hace unos doce mil años, los cazadores sí debían de estar preparados, pues sus inconfundibles utensilios de piedra aparecen al poco tiempo no solo en el extremo sur del pasillo, cerca de Edmonton (Alberta), sino en toda la región situada al sur de los hielos. Fue entonces cuando los cazadores toparon con los elefantes y los demás animales de gran tamaño que había en América, y dio comienzo el drama.

Los arqueólogos denominan a estos indios ancestrales «clovis», ya que sus herramientas de piedra fueron reconocidas por primera vez en una excavación cercana a la ciudad de Clovis, situada en Nuevo México, aló kilómetros de la frontera texana. No obstante, las herramientas de los clovis u otras muy similares ya se habían encontrado en los cuarenta y ocho estados contiguos de Estados Unidos y desde Edmonton hasta el norte de México. Vanee Haynes, un arqueólogo de la Universidad de Arizona, ha subrayado que esos utensilios son muy semejantes a los de los cazadores de mamuts que poblaban Europa oriental y Siberia en épocas anteriores, salvo en un caso sobresaliente: las puntas de lanza aplanadas y de dos caras estaban «acanaladas» por ambos lados, pues se les había practicado sendas hendiduras con objeto de facilitar su sujeción a la vara. No se sabe con certeza si las puntas acanaladas se montaban en lanzas arrojadizas, en dardos que se propulsaban con ayuda de un palo o en picas que se empuñaban con la mano. Sea como sea, las puntas de lanza se ensartaban en los grandes mamíferos con fuerza suficiente para penetrar en los huesos y, a veces, para partirse en dos. Los arqueólogos han desenterrado esqueletos de mamuts y bisontes con puntas de lanza clovis incrustadas en la caja torácica, entre ellos un mamut del sur de Arizona en cuyo interior se encontraron ocho puntas. A juzgar por los huesos hallados en las excavaciones de poblados clovis, los mamuts eran, con diferencia, la presa más común, aunque también cazaban bisontes, mastodontes, tapires, caballos y osos.

Entre los asombrosos descubrimientos sobre el pueblo clovis hay que destacar la rapidez de su expansión. Todos los asentamientos clovis de Estados Unidos que han sido datados con las más avanzadas técnicas de radiocarbono tan solo estuvieron ocupados durante unos siglos y tienen una antigüedad de algo más de once mil años. Incluso en el extremo meridional de la Patagonia se ha encontrado un asentamiento de unos diez mil quinientos años de antigüedad. Así pues, una vez que cruzaron el pasillo libre de hielos hasta Edmonton, a los humanos les bastó alrededor de un milenio para expandirse de costa a costa y a lo largo de todo el Nuevo Mundo.

Asimismo, resulta inaudito el rápido ritmo de transformación de la cultura clovis. Hace unos once mil años, las puntas de lanza son bruscamente sustituidas por un modelo más pequeño y refinado conocido como puntas Folsom (por el yacimiento próximo a Folsom, Nuevo México, donde se encontraron). Las puntas Folsom se encuentran muchas veces asociadas a los huesos de un bisonte de anchos cuernos, extinguido, pero nunca a los mamuts preferidos por los cazadores clovis.

La razón por la que los cazadores Folsom sustituyeron los mamuts por los bisontes tal vez sea tan simple como el hecho de que ya no quedaran mamuts, como tampoco había ya mastodontes, camellos, caballos, perezosos terrestres gigantes ni otras decenas de especies de grandes mamíferos. En conjunto, América del Norte perdió en aquella época el inaudito porcentaje del 73 por ciento de sus grandes mamíferos, y América del Sur el 80 por ciento. Muchos paleontólogos no atribuyen la responsabilidad de este cataclismo a los cazadores clovis, puesto que no se ha conservado testimonio alguno de carnicerías en masa, sino solo algunos huesos fosilizados diseminados aquí y allá. Esos paleontólogos atribuyen las extinciones a los cambios climáticos y del hábitat ocurridos al final de las glaciaciones, hacia la época en que llegaron los cazadores clovis. Personalmente, encuentro este razonamiento desconcertante por varios motivos: cuando los glaciares retrocedieron, abriendo paso a los pastos y bosques, los hábitats adecuados para los mamíferos, lejos de disminuir, aumentaron; los grandes mamíferos americanos ya habían sobrevivido a la finalización de las glaciaciones previas sin sumirse en un abismo de extinciones en masa, y, por último, cuando los glaciares de Europa y Asia se fundieron, más o menos en la misma época, el número de extinciones fue mucho menor.

Si el cambio climático hubiera sido la causa de las extinciones, el efecto debería haber sido el opuesto entre las especies mejor preparadas para los climas cálidos que para los fríos. Sin embargo, los fósiles del Gran Cañón datados con radiocarbono indican que el perezoso terrestre Shasta y la cabra montes de Harrington, procedentes de chinas cálidos y fríos, respectivamente, se extinguieron con un par de siglos de diferencia, hace unos once mil cien años. Los perezosos fueron una especie común hasta su súbita extinción. En las bolas de excrementos bien conservadas en algunas cuevas del sudoeste de Estados Unidos, los botánicos han identificado restos de las plantas que constituían la alimentación de los últimos perezosos: té mormón y malvas, que todavía se encuentran en torno a esas cuevas en la actualidad. Es muy sospechoso que tanto los bien alimentados perezosos como las cabras del Gran Cañón desaparecieran justo después de que los cazadores clovis llegaran a Arizona. Muchos asesinos han sido condenados con pruebas menos fehacientes. Si realmente fue el clima lo que acabó con los perezosos, deberíamos reconocer a esos animales supuestamente estúpidos una inteligencia insospechada, dado que decidieron morir de golpe justo en el momento adecuado para confundir a los científicos del siglo XX y hacerles creer que los culpables fueron los cazadores clovis.

Una explicación más plausible de esta «coincidencia» la interpreta como una relación de causa y efecto. A Paul Martin, un geólogo de la Universidad de Arizona, debemos la descripción del dramático encuentro entre cazadores y elefantes como una «guerra relámpago». Según su teoría, los primeros cazadores llegados a Edmonton a través del pasillo de tierra prosperaron y se multiplicaron gracias a la abundancia de mamíferos dóciles y fáciles de cazar. Cuando los mamíferos de una zona desaparecían, los cazadores y sus hijos se desplazaban hacia otras zonas donde aún abundaba la caza, y seguían exterminando las poblaciones de mamíferos mientras avanzaban. Cuando los cazadores al fin llegaron al extremo meridional de América del Sur, la mayoría de las especies de grandes mamíferos del Nuevo Mundo habían sido exterminadas.

La teoría de Martin ha suscitado numerosas y enérgicas críticas, la mayoría de ellas centradas en cuatro puntos oscuros: ¿es posible que la banda de algunos centenares de cazadores que llegó a Edmonton se multiplicara a la velocidad necesaria para poblar un hemisferio en solo ipil años? ¿Pudieron recorrer en ese tiempo los casi 13 000 kilómetros que separan Edmonton de la Patagonia? ¿Realmente fueron los cazadores clovis los primeros pobladores del Nuevo Mundo? ¿Es posible que los cazadores de la Edad de Piedra fueran tan eficaces como para eliminar por completo a cientos de millones de grandes mamíferos sin apenas dejar testimonio fósil de sus cacerías?

En primer lugar, prestaremos atención a la cuestión de la tasa de crecimiento de la población. La densidad de las poblaciones actuales de cazadores-recolectores se sitúa, aun en los mejores territorios de caza, en 1,6 habitantes por kilómetro cuadrado. Así pues, una vez que todo el hemisferio occidental estuvo poblado, el número total de habitantes no debía de sobrepasar, en el mejor de los casos, los diez millones, dado que el territorio americano, eliminando Canadá y las demás zonas cubiertas por glaciares en tiempos de los clovis, tiene una superficie aproximada de 160 millones de kilómetros cuadrados. En los casos en que se ha colonizado un territorio deshabitado en la época moderna (por ejemplo, los amotinados del Bounty que llegaron a la isla de Pitcairn), la tasa anual de crecimiento de la población ha sido de hasta el 3,4 por ciento. Con esa tasa, que corresponde a cuatro hijos supervivientes por pareja y a una media de veinte años por generación, cien cazadores originarían una población de diez millones en solo trescientos cuarenta años. En consecuencia, es muy posible que los cazadores clovis se multiplicaran hasta los diez millones en un milenio.

¿Es posible que los descendientes de los pioneros de Edmonton llegaran hasta el extremo meridional de América del Sur en mil años? Medida en línea recta, esa distancia es ligeramente inferior a los 13 000 kilómetros, lo que significa que los cazadores tendrían que haber avanzado a un ritmo de 13 kilómetros por año. Esto no supone ningún esfuerzo: cualquier cazador saludable podría recorrer esa distancia en un solo día y no moverse durante los trescientos sesenta y cuatro días restantes. En muchos casos es posible identificar la cantera de la que se extrajo el tipo particular de piedra de una herramienta clovis y de ese modo hemos podido saber que algunos utensilios recorrieron distancias de hasta 322 kilómetros. Se sabe, asimismo, que algunas de las migraciones zulúes ocurridas en el África meridional del siglo pasado cubrieron 4800 kilómetros en solo cincuenta años.

¿Fueron los clovis el primer pueblo que se expandió más al sur de la capa de hielo que cubría Canadá? Esta cuestión, más compleja, es objeto de una encendida polémica entre los arqueólogos. La hipótesis que atribuye la primacía a los clovis se basa necesariamente en una evidencia de carácter negativo: en la zona del Nuevo Mundo situada al sur de los hielos que cubrían Canadá no se han hallado vestigios ni objetos inequívocamente humanos que hayan sido datados con certeza en tiempos anteriores a los clovis. Cierto es que hay decenas de yacimientos donde se ha pretendido hallar rastro de seres humanos anteriores a los clovis, pero todos o la mayoría de esos casos están lastrados por serias dudas que afectan bien a la fiabilidad del material empleado para la datación con radiocarbono, que podía estar contaminado con carbón de mayor antigüedad, bien al hecho de quilos vestigios fueran humanos, o bien a que las supuestas herramientas no fuesen en realidad simples rocas moldeadas por la propia naturaleza. Los dos casos más convincentes son el yacimiento de Rock Shelter, en Meadowcroft, Pensilvania, datado hace unos dieciséis mil años, y el de Monte Verde, en Chile, datado, como mínimo, hace trece mil años. Se dice que en Monte Verde hay muchos tipos de objetos creados por los humanos en muy buen estado de conservación, pero no será posible evaluar adecuadamente esos datos hasta que se publiquen los resultados pormenorizados de las investigaciones. Meadowcroft ha suscitado un debate todavía no resuelto sobre la fiabilidad de las dataciones con radiocarbono, sobre todo debido a que sus especies animales y vegetales son de un tipo que se cree corresponde a tiempos mucho más recientes que hace dieciséis mil años.

En contraste, la evidencia relativa a los clovis es incontrovertible, se encuentra en cuarenta y ocho estados y ha sido aceptada por todos los arqueólogos. La evidencia sobre los asentamientos humanos de mayor antigüedad existentes en otros continentes habitables es, asimismo, indiscutible y goza de aceptación universal. En todos los yacimientos clovis se encuentra un nivel con herramientas clovis y huesos de numerosas especies de grandes mamíferos hoy extinguidas; el nivel inmediatamente superior (es decir, más reciente) es el de las herramientas Folsom, y en él no hay huesos de ninguna especie de mamíferos extinguida, salvo el bisonte; e inmediatamente debajo del nivel clovis, los niveles que abarcan los milenios previos a la época clovis reflejan unas condiciones medioambientales benignas y rebosan de huesos de grandes mamíferos extinguidos, si bien en ellos no se ha encontrado ni un solo objeto creado por los humanos. ¿Cómo es posible que un pueblo se estableciera en el Nuevo Mundo antes que los clovis y no dejara tras de sí el habitual rastro de herramientas de piedra, chimeneas, cuevas ocupadas y algún que otro esqueleto, todos ellos objetos datables que pueden convencer a los arqueólogos? ¿Acaso pudo existir un pueblo más antiguo que no dejara ninguna huella en los asentamientos de los clovis, pese a las muy favorables condiciones que estos reunían? ¿Cómo pudieron llegar desde Alaska hasta Pensilvania y Chile sin dejar rastro de su presencia en los territorios intermedios, como si se hubieran desplazado en helicóptero? Por estos motivos, considero más plausible la hipótesis de que se ha cometido un error de datación en los yacimientos de Meadowcroft y Monte Verde. La interpretación según la cual los clovis fueron los primeros humanos que se asentaron en el Nuevo Mundo está bien fundada, a diferencia, en mi opinión, de la que postula la existencia de pobladores más antiguos.

El otro aspecto de la teoría de la guerra relámpago de Martin, sujeto a una fuerte controversia, es el supuesto exterminio de los grandes mamíferos como resultado de los excesos de los cazadores. Imaginar cómo los cazadores de la Edad de Piedra podían matar a un mamut ya es de por sí difícil, y aún lo es mucho más pensar que pudieron exterminar a todos los mamuts. Aun cuando los cazadores tuvieran la destreza necesaria para matar a un mamut, ¿por qué querrían hacerlo? ¿Dónde están los esqueletos de todas las presas cobradas?

Cuando nos colocamos debajo del esqueleto de un mamut en un museo, la posibilidad de atacar a esa bestia gigantesca y de enormes colmillos empuñando una lanza con la punta de piedra parece suicida. No obstante, los africanos y los asiáticos de nuestros días cazan elefantes con armas no más complejas, por lo general actuando en grupo y empleando emboscadas o fuegos, pero en ocasiones individualmente y con la única ayuda de una lanza o una flecha envenenada. Estos cazadores de elefantes son torpes aficionados en comparación con los cazadores de mamuts de la época clovis, herederos de una experiencia de cazar con armas de piedra que abarca centenares de milenios. Los artistas de los museos gustan de representar a los cazadores de las postrimerías de la Edad de Piedra como a salvajes desnudos que arriesgan sus vidas lanzando rocas contra un mamut enfurecido, mientras uno o dos cazadores yacen en el suelo aplastados. Es una idea absurda. Si las cacerías de mamuts hubieran producido bajas entre los humanos como norma, los exterminadores habrían sido los mamuts, y no los humanos. Una imagen más realista es la de un grupo de profesionales, vestidos con ropas de abrigo, alanceando a un mamut aterrorizado que se esconde en el estrecho cauce de un arroyo.

Debe recordarse, asimismo, que los grandes mamíferos del Nuevo Mundo probablemente no habían visto a ningún ser humano antes de la llegada de los clovis, si en realidad estos fueron los primeros colonizadores del Nuevo Mundo. Por la Antártida y las islas Galápagos, sabemos que los animales que han evolucionado lejos de la presencia humana son sumamente dóciles y confiados. Cuando estuve en los aislados montes Foja, de Nueva Guinea, donde no hay poblados humanos, descubrí que los grandes canguros arborícolas eran tan mansos que me permitían acercarme hasta escasos metros de distancia. Es probable que los grandes mamíferos del Nuevo Mundo compartieran ese grado de inocencia y fueran eliminados antes de tener tiempo para desarrollar el miedo hacia el hombre.

¿Pudieron los cazadores clovis matar a los mamuts a un ritmo tan rápido como para exterminarlos? Partamos de nuevo de la premisa de que la densidad de población de los humanos, y también la de los mamuts (en contraste con la de los elefantes del África actual), era de 1,6 habitantes por kilómetro cuadrado, y que un cuarto de la población clovis eran cazadores adultos de sexo masculino, cada uno de los cuales mataba un mamut cada dos meses. Esto significa que todos los años morían seis mamuts por cada 6,5 kilómetros cuadrados, lo que supone que los mamuts deberían duplicar su población en menos de un año para no desaparecer. Ahora bien, los elefantes actuales se reproducen a un ritmo lento, y necesitan unos veinte años para duplicar su población, en tanto que son pocas las especies de grandes mamíferos que se reproducen al ritmo necesario para duplicar su número en menos de tres años. Así pues, es verosímil que los cazadores clovis exterminaran a los grandes mamíferos de una zona en pocos años y luego se trasladaran a otro lugar. Los arqueólogos que intentan documentar esas matanzas están buscando una aguja en un pajar: los huesos correspondientes a los mamuts sacrificados en unos cuantos años entre los huesos de los mamuts que perecieron por causas naturales a lo largo de cientos de miles de años. No es de extrañar que apenas hayan aparecido restos de mamuts con puntas de lanza clovis entre las costillas.

¿Por qué un cazador clovis querría cazar a un mamut cada dos meses, cuando un mamut de 2270 kilos proporciona a una familia de cuatro miembros 4,5 kilos de carne por persona y día durante dos meses? Consumir 4,5 kilos de carne al día parece pura glotonería, pero lo cierto es que se aproxima bastante a la ración diaria de carne consumida en la frontera de Estados Unidos en el siglo pasado. Eso, suponiendo que los cazadores clovis dieran cuenta de toda la carne del mamut. Sin embargo, para conservar la carne durante dos meses habría que secarla, ¿y quién se tomaría la molestia de secar una tonelada de carne teniendo la posibilidad de cazar otro mamut y comer carne fresca? Tal como Vanee Haynes ha señalado, los mamuts de la época clovis solo fueron despiezados parcialmente, lo que indica una utilización selectiva y derrochadora de la carne por parte de un pueblo que vivía en un territorio abundante en caza. Es probable que algunas de las cacerías no estuvieran orientadas a conseguir carne, sino marfil o pieles, o simplemente a exhibir las cualidades de los varones cazadores. En época moderna, las ballenas y las focas se han cazado para aprovechar el aceite y las pieles, y se ha dejado que la carne se pudriera. En las aldeas pescadoras de Nueva Guinea he visto a menudo grandes tiburones muertos a los que solo les habían cortado las aletas con objeto de preparar una deliciosa sopa de aleta de tiburón.

Todos conocemos demasiado bien las guerras relámpago en las que los cazadores europeos de los tiempos modernos han llevado al bisonte, a la ballena, a la foca y a otras muchas especies al borde de la extinción. Los descubrimientos arqueológicos no ha mucho realizados en numerosas islas oceánicas han puesto de manifiesto que esas guerras relámpago eran lo habitual cuando los primeros cazadores alcanzaban una tierra poblada por animales que desconocían a los humanos. Dado que la confrontación entre los humanos y los grandes animales que los desconocían siempre ha dado lugar a grandes extinciones, ¿por qué no tendría que haber ocurrido lo mismo cuando los cazadores clovis llegaron al inexplorado Nuevo Mundo?

Este final, sin embargo, no sería lo que previeron los primeros cazadores llegados a Edmonton. Tras dejar los superpoblados y sobreexplotados territorios de Alaska y recorrer el pasillo libre de hielo, esos cazadores vivirían un momento sobrecogedor al emerger en un paisaje recorrido por manadas de mansos mamuts, camellos y otros animales. Frente a ellos, las grandes llanuras se extendían hasta el horizonte. Al comenzar a explorarlas, no tardarían en advertir (a diferencia de Cristóbal Colón y los peregrinos de Plymouth) que estaban adentrándose en territorios donde no había humanos y que eran los primeros en llegar a esas fértiles tierras. Aquellos peregrinos de Edmonton también tenían motivos para celebrar el día de Acción de Gracias.