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¿Por qué envejecemos y morimos?

La muerte y el envejecimiento constituyen un misterio que es tema frecuente de nuestras preguntas infantiles, un misterio que negamos en la juventud y que llegamos a aceptar a regañadientes en la edad adulta. En mi época de estudiante universitario apenas me detenía a pensar en qué era eso de hacerse viejo, pero ahora, a mis cincuenta y cinco años, no puedo negar que el asunto me interesa. Hoy día, la esperanza de vida de los estadounidenses de raza blanca se sitúa en torno a los setenta y ocho años para los hombres y a los ochenta y tres para las mujeres. Solo una minoría de personas llegarán a ser centenarias. ¿Por qué es tan fácil vivir ochenta años, tan difícil vivir cien años y casi imposible llegar a los ciento veinte? ¿Por qué es inevitable que los humanos con acceso a la atención médica de mejor calidad, así como los animales que viven en cautividad, bien alimentados y protegidos contra los depredadores, envejezcan y mueran? Aunque esta es la característica más obvia de nuestro ciclo vital, las causas que la producen distan mucho de ser evidentes.

Los humanos envejecemos y morimos como cualquier otro animal, pero nuestra historia evolutiva nos ha dotado de diversas ventajas en estos aspectos. No se ha registrado ni un solo caso de un individuo de alguna especie simiesca que haya alcanzado la edad correspondiente a la esperanza de vida actual de los blancos estadounidenses, en tanto que un simio que llegue a los cincuenta años representa una rarísima excepción. Es evidente, por tanto, que los humanos envejecemos a un ritmo más lento que nuestros parientes más próximos. Es posible que esa ralentización se haya desarrollado en tiempos recientes, hacia la época del gran salto adelante, dado que pocos cromagnones llegaban a la sesentena y pocos neanderthales pasaban de los cuarenta.

El ritmo lento del envejecimiento es un factor de importancia tan crucial para el estilo de vida humano como el matrimonio, el ocultamiento de la ovulación y los demás rasgos del ciclo vital examinados en los capítulos previos. Y esto es así por cuanto nuestro estilo de vida se funda en la transmisión de la información. La cantidad de información transmisible fue aumentando a medida que se desarrollaba el lenguaje, y hasta la invención de la escritura, los ancianos fueron los depositarios de la información y la experiencia acumuladas, papel que aún siguen desempeñando en las sociedades tribales actuales. En las condiciones de vida de las tribus de cazadores-recolectores, los conocimientos de una sola persona mayor de setenta años podían significar la diferencia entre la supervivencia o la muerte por inanición de todo un clan. Así pues, la prolongación del tiempo de vida ha sido un factor importante en nuestro ascenso de la condición animal a la humana.

Sin duda, la capacidad de sobrevivir hasta edades avanzadas ha dependido, en última instancia, de los avances culturales y tecnológicos. Es más fácil defenderse de un león con una lanza que con una piedra, y aún más fácil si se va armado con un rifle de gran potencia. Sea como sea, en sí mismos los avances culturales y tecnológicos no habrían bastado para prolongar la vida humana si paralelamente no se hubiera producido una adaptación del cuerpo humano a la longevidad. Ninguno de los simios de los zoológicos ha llegado a cumplir ochenta años, pese a haber disfrutado de los últimos avances de la tecnología y la ciencia veterinaria. En este capítulo veremos cómo la biología humana se remodeló para adaptarse a la prolongación de la esperanza de vida posibilitada por los avances culturales. En particular, nos detendremos en la hipótesis de que los utensilios de los cromagnones no fueron el único factor que les permitió ser más longevos que los neanderthales. Mi opinión es que hacia la época del gran salto adelante, la biología humana debió de modificarse y adaptarse a un ritmo de envejecimiento más lento. Tal vez ese fue el momento en que surgió la menopausia, ese rasgo que acompaña al envejecimiento y cuya paradójica función es permitir que las mujeres vivan más años.

Las teorías científicas sobre el envejecimiento pueden clasificarse en dos grupos, dependiendo del interés en explicar las causas próximas o las causas últimas del fenómeno en cuestión. Con objeto de ilustrar esta diferencia, pensemos en las respuestas que pueden darse a la pregunta de por qué las mofetas huelen mal. Un químico o un biólogo molecular responderían así: «Ese fenómeno se debe a que las mofetas segregan compuestos químicos con determinadas estructuras moleculares. Debido a los principios de la mecánica cuántica, esas estructuras segregan un olor nauseabundo. Esos elementos químicos huelen mal al margen de cuál sea la función biológica de su fetidez».

Sin embargo, desde la perspectiva de la biología evolutiva, la respuesta sería la siguiente: «Ese fenómeno se debe a que las mofetas serían una presa fácil para los depredadores si no se defendieran segregando un olor fétido. La selección natural hizo que las mofetas desarrollaran la capacidad de segregar sustancias químicas malolientes, y aquellas mofetas de olor más fétido fueron las que sobrevivieron y se reprodujeron. La estructura molecular de esas sustancias químicas es una cuestión incidental; cualquier sustancia química maloliente habría servido al mismo propósito».

La argumentación del químico explica las causas próximas, es decir, el mecanismo inmediatamente responsable del fenómeno que pretende explicarse. Por el contrario, la explicación del biólogo de la evolución acude a las causas últimas, es decir, a la función o la sucesión de hechos que ha motivado la emergencia de ese mecanismo. El químico y el biólogo se descalificarían mutuamente, tachando de «irreales» sus respectivas respuestas.

De modo similar, los estudios sobre el envejecimiento son realizados por dos grupos independientes de científicos con escasa comunicación entre sí. Un grupo pretende encontrar las causas próximas del fenómeno, en tanto que el otro busca las causas últimas. Los biólogos de la evolución intentan comprender cómo es posible que la selección natural haya permitido que se produjera un fenómeno de la índole del envejecimiento, y creen haber dado con la respuesta a esta pregunta. Por su parte, los fisiólogos investigan los mecanismos celulares subyacentes en el envejecimiento, y admiten no haberlos descubierto todavía. Ahora bien, en estas páginas se argumentará que el envejecimiento no puede comprenderse sin conjugar ambas explicaciones. En concreto, cabe confiar en que la explicación de las causas últimas (evolutivas) del envejecimiento contribuya a elucidar las causas fisiológicas (próximas) que hasta el momento han escapado a la comprensión científica.

Antes de entrar en la argumentación que pretendo proponer, quiero anticiparme a las objeciones que plantearán mis amigos fisiólogos. Estos suelen pensar que, en tanto que nuestra fisiología lleva inevitablemente al envejecimiento, toda consideración evolutiva resulta irrelevante. Por ejemplo, una de las teorías fisiológicas atribuye el envejecimiento a las progresivas dificultades del sistema inmunitario para distinguir las células propias de las células invasoras. Los fisiólogos que suscriben este punto de vista se basan en el supuesto implícito de que la selección natural no pudo producir un sistema inmunitario que no tuviera ese defecto. ¿En qué se funda ese supuesto?

Con el fin de analizar esta primera objeción, pasaremos a examinar los mecanismos biológicos de reparación, puesto que el envejecimiento podría considerarse como un mero proceso de deterioro o debilitamiento sin posibilidades de recuperación. Para aclarar este punto puede recurrirse a un símil de interés general: la reparación de los automóviles. Los coches van envejeciendo y llega el día en que solo sirven para el desguace, pero todos los propietarios de automóviles pretendemos posponer su inexorable destino gastando dinero en reparaciones. De igual modo, los humanos siempre estamos reparando nuestro organismo, desde las moléculas hasta los tejidos y los órganos, aunque sea de modo inconsciente. Nuestros mecanismos de recuperación pueden agruparse, como en el caso de los automóviles, en dos categorías: control de los daños y sustitución periódica de piezas.

Un ejemplo de los mecanismos de control de daños extraído del mundo del automóvil es la sustitución de un parachoques, que no se realiza periódicamente como el cambio de aceite del motor, sino solo en caso de que se haya deteriorado como consecuencia de un accidente. Cuando se trata del cuerpo humano, el ejemplo más evidente del control de daños es la curación de las heridas, con la que se reparan los daños producidos en la piel. Muchos animales poseen mecanismos de regeneración más espectaculares; así, por ejemplo, los lagartos, a los que les vuelven a crecer las colas amputadas; las estrellas de mar y los cangrejos, con capacidad para regenerar miembros enteros; las holoturias, que regeneran los intestinos, y los gusanos planos, a los que vuelven a crecerles las púas venenosas perdidas. Volviendo a los humanos, y en lo que respecta a las reparaciones en el plano molecular, el material genético o ADN solo se repara mediante el control de daños a través de la acción de unas enzimas que no ejercen ningún efecto sobre el ADN en buen estado y reorganizan y reparan los puntos dañados de la hélice de ADN.

El otro tipo de reparaciones, es decir, la sustitución periódica de piezas, también es harto conocida por los conductores de automóviles: el aceite, el filtro de aire y las bujías se cambian de vez en cuando sin esperar a que el coche se estropee. En el mundo biológico, la dentadura nos ofrece un ejemplo de sustitución periódica de piezas; los humanos renovamos la dentadura una vez en la vida; los elefantes cinco veces, y los tiburones la renuevan innumerables veces. En tanto que los humanos conservamos el esqueleto con el que nacemos, las langostas y otros artrópodos renuevan periódicamente sus exoesqueletos, que se descomponen y regeneran. Otro ejemplo obvio de reparaciones periódicas es el crecimiento continuo del cabello; por mucho que nos cortemos el pelo, siempre vuelve a crecer.

Asimismo, la renovación periódica es un fenómeno propio del mundo microscópico y submicroscópico. Las células del organismo humano se renuevan continuamente: las que tapizan las paredes intestinales, cada pocos días; las que recubren el interior de la vejiga, cada dos meses, y los hematíes cada cuatro. En el terreno molecular, las proteínas están sujetas a una renovación continua, cuyo ritmo es diferente para cada proteína concreta; de ese modo se evita la acumulación de moléculas en mal estado. Aunque no apreciemos diferencias al mirar a nuestro ser querido y comparar su apariencia con la que tenía en una foto tomada hace un mes, el hecho es que muchas de las moléculas de su organismo ya ño son las mismas. A pesar de que entre todos los caballos y los hombres del rey no fue posible reconstruir a Humpty-Dumpty, la naturaleza está continuamente deshaciéndonos y reconstruyéndonos.

De tal modo, buena parte del organismo animal puede repararse cuando es necesario o simplemente se renueva periódicamente, pero las posibilidades de regeneración varían mucho dependiendo de la parte del cuerpo y de la especie de que se trate. La limitada capacidad de recuperación de los humanos no se debe a unos límites fisiológicos inalterables. Puesto que las estrellas de mar regeneran los miembros amputados, ¿por qué no lo hacemos los humanos? ¿Qué nos impide tener seis denticiones, como los elefantes, en lugar de una dentadura en la infancia y otra en la edad adulta? Si nuestra dentadura se regenerara cuatro veces más, evitaríamos la necesidad de repararnos la boca con empastes, coronas y dentaduras postizas a medida que nos hacemos mayores. ¿Por qué no nos protegemos contra la artritis renovando nuestras articulaciones periódicamente como lo hacen los cangrejos? ¿Por qué no prevenimos las afecciones coronarias cambiando de corazón cada cierto tiempo, al igual que los gusanos planos cambian de púas venenosas? En buena lógica, la selección natural debería favorecer al hombre o a la mujer para que en lugar de morir hacia los ochenta años a pausa de una enfermedad coronaria, continuara viviendo y teniendo hijos al menos hasta los doscientos años. ¿Por qué no tenemos la capacidad de reparar o reemplazar todos nuestros componentes orgánicos?

La respuesta está relacionada con los gastos que comporta la reparación. Una vez más puede resultar esclarecedora la analogía con los automóviles. Si la publicidad de la empresa Mercedes-Benz es cierta, sus coches están tan bien fabricados que incluso sin ningún mantenimiento, sin tan siquiera engrasarlo ni cambiarle el aceite, un Mercedes puede funcionar años y años. Claro está que al cabo de esos años el Mercedes habrá acumulado tantos desperfectos que ya no habrá modo de repararlo. Por ello, los propietarios de coches de esa marca suelen someter a sus vehículos a revisiones periódicas. Según dicen aquellos de mis amigos que tienen un Mercedes, el mantenimiento de este coche es muy caro y cada visita al taller supone un desembolso de cientos de dólares. No obstante, mis amigos dan el dinero por bien empleado, pues un Mercedes puede durar muchos años siempre que se cuide, y es mucho más económico revisar un Mercedes viejo cada cierto tiempo que cambiar de coche cada pocos años.

Así razonan los propietarios de Mercedes de Alemania y Estados Unidos. Supongamos, no obstante, que vivimos en Port Moresby, la capital de Papúa Nueva Guinea, y también la capital mundial de los accidentes de coche, donde cualquier automóvil, bien cuidado o no, está condenado a sufrir un siniestro total en el plazo de un año. Muchos automovilistas de Nueva Guinea no se toman la molestia de ocuparse del mantenimiento de sus vehículos, y en lugar de ello se dedican a ahorrar con vistas a la inevitable compra de un coche nuevo.

Por analogía, cabe decir que el monto de la inversión que un animal debería realizar en reparaciones biológicas depende de lo onerosas que sean y de la medida en que puedan contribuir a prolongar su esperanza de vida. Ahora bien, las preguntas sobre lo que debería ser nos alejan del terreno de la fisiología para adentrarnos en el de la biología evolutiva. La selección natural tiende a maximizar el ritmo de producción de hijos vivos con objeto de asegurar la descendencia. En consecuencia, la evolución puede entenderse como la estrategia de un juego del que sale vencedor aquel individuo que consigue dejar tras de si una descendencia mayor. Los razonamientos empleados en la teoría del juego pueden resultarnos provechosos para comprender cómo hemos llegado a ser lo que somos.

El problema de la duración de la vida, como el de la inversión en reparaciones biológicas, se inscribe en una problemática evolutiva más amplia y analizable mediante la teoría del juego: el misterio de cómo se fijan los límites máximos de cualquier rasgo ventajoso para la supervivencia. Además de la duración de la vida, numerosas características biológicas plantean la incógnita de por qué la selección natural no las ha dotado de mayor duración, tamaño, rapidez, o no las ha producido en mayores cantidades. Así, por ejemplo, es evidente que las personas fornidas, inteligentes y rápidas tienen ventaja sobre las débiles, torpes y lentas, y que esa ventaja era aún más importante en los tiempos en que los humanos tenían que defenderse de los leones y las hienas, es decir, durante la mayor parte de la evolución de la especie. ¿Por qué la evolución no nos ha llevado a desarrollarnos para ser más fornidos, inteligentes y rápidos?

Los problemas de la programación evolutiva son más complejos de lo que pueden parecer a primera vista por el hecho de que la selección natural actúa sobre el individuo como un todo, no sobre sus componentes aislados. Es la persona completa, y no su gran cerebro y sus rápidas piernas, la que sobrevive o perece y se reproduce. El aumento del tamaño de una parte del organismo animal puede resultar beneficioso en ciertos aspectos y pernicioso en otros. Puede ocurrir, por ejemplo, que la parte de tamaño aumentado no encaje bien con el resto del cuerpo o acapare un exceso de energía.

La palabra mágica que emplean los biólogos de la evolución para expresar esta problemática es «optimización». La selección natural tiende a moldear cada rasgo orgánico de acuerdo con el tamaño, la velocidad o el número adecuados para maximizar las posibilidades de supervivencia y reproducción del animal, teniendo en cuenta su estructura básica. Así pues, cada rasgo concreto, en lugar de tender hacia unos valores máximos, se orienta hacia un valor óptimo intermedio, ni demasiado bajo ni demasiado elevado. De tal modo, el animal queda mejor preparado para el éxito evolutivo que si ese rasgo fuera mayor o menor.

Este razonamiento, que puede parecer excesivamente abstracto cuando hablamos del mundo animal, también es aplicable a las maquinas que forman parte de nuestro mundo cotidiano. En esencia, los principios en que se funda el diseño mecánico de las máquinas son equivalentes a los del diseño evolutivo, es decir, al desarrollo de los animales mediante el proceso de la selección natural. Consideremos, por ejemplo, el caso de la máquina de mi propiedad que es mi mayor motivo de orgullo, mi «escarabajo», un Volkswagen de 1962, el único coche que he tenido en toda mi vida. (Los aficionados a los coches recordarán que 1962 fue el año en que la Volkswagen incorporó la gran ventanilla trasera al «escarabajo»). Rodando por una autopista bien asfaltada y peraltada, y con el viento a favor, mi VW puede alcanzar los 100 kilómetros por hora, velocidad que se les antojará ridícula a los conductores de un BMW. ¿Por qué no me deshago de mi raquítico motor de cuatro cilindros y cuarenta caballos y lo sustituyo por uno como el del BMW 750 IL de mi vecino, con doce cilindros y doscientos noventa y seis caballos, y me lanzo a 190 kilómetros por hora por la autopista de San Diego?

Incluso yo, que estoy pez en todo lo que a coches se refiere, sé que esa solución no funcionaría. Para empezar, el enorme motor del BMW no encajaría en el compartimiento del motor de mi VW y necesitaría agrandarlo. En segundo lugar, el motor del BMW está diseñado para colocarlo en la parte delantera del coche, en tanto que el compartimiento del motor del VW está en la parte trasera, y eso me obligaría a cambiar la caja de cambios, las transmisiones y otros componentes. Asimismo, tendría que cambiar los amortiguadores y los fíenos, diseñados para amortiguar y frenar el avance de un coche que va a 100 kilómetros por hora, pero no a 200 kilómetros por hora. Cuando hubiese terminado de modificar mi VW para adaptarle el motor del BMW, poco sería lo que habría sobrevivido de mi «escarabajo» original, y a eso habría que sumar los grandes gastos acarreados por la transformación. De todo esto, deduzco que mi raquítico motor de cuarenta caballos es óptimo, en el sentido de que no puedo aumentar mi velocidad de crucero sin sacrificar otros rasgos funcionales de mi coche, ni tampoco sin prescindir de otros ingredientes de mi estilo de vida que requieren ciertos gastos monetarios.

En tanto que con el tiempo el mercado llega a eliminar monstruosidades mecánicas como pueda serlo un VW con un motor de un BMW, es fácil pensar en monstruosidades que han tardado mucho tiempo en ser eliminadas. Para aquellos que compartan mi afición a la marina de guerra, los cruceros de guerra británicos constituirán un buen ejemplo. Antes de la Primera Guerra Mundial, y también durante la contienda, la Armada británica armó trece buques de guerra a los que se denominó cruceros, diseñados para ser tan grandes y portar tanto armamento como los demás barcos de guerra y, a la vez, para desarrollar velocidades mucho mayores. Los cruceros, en los que se maximizó la velocidad y la fuerza armamentística, no tardaron en cautivar la imaginación de las masas y en convertirse en la sensación propagandística del momento. No obstante, si se pretende que un barco de guerra de 28 000 toneladas mantenga su peso total a la vez que se aumenta el peso de sus motores y conserva sus grandes cañones, habrá que reducir el peso de otros elementos. En el caso de los cruceros, se decidió rebajar sustancialmente el peso del blindaje y también el de los cañones menores, los compartimientos internos y las defensas antiaéreas.

Las consecuencias de este diseño de conjunto subóptimo eran inevitables. En 1916, los cruceros de Su Majestad Indefatigable, Invincible y Queen Mary volaron por los aires tan pronto como fueron alcanzados por los proyectiles alemanes en la batalla de Jutlandia. El Hood quedó totalmente destruido en 1941, ocho minutos después de entrar en batalla con el Bismarck, un barco de guerra alemán. El Repulse fue hundido por los bombarderos japoneses pocos días después del ataque japonés a Pearl Harbor, alcanzando la dudosa distinción de ser el primer gran barco de guerra destruido desde el aire en una batalla naval. Enfrentada a esta inequívoca demostración de que la suma de unos cuantos componentes óptimos no da como resultado un todo óptimo, la Armada británica dejó que su programa de construcción de grandes cruceros se extinguiera por sí mismo.

En resumen, la ingeniería no puede basarse en la consideración de los componentes aislados, puesto que cada componente consume un dinero, un espacio y un peso que podrían dedicarse a otros propósitos. La pregunta que deben formularse los ingenieros es qué combinación de componentes optimizará la efectividad global de la máquina. Por los mismos motivos, la evolución no puede basarse en los componentes aislados de un animal, puesto que cada estructura, cada enzima y cada partícula de ADN consume una energía y un espacio que podrían consagrarse a otros fines. Antes bien, la selección natural favorece aquella combinación de rasgos que maximiza la descendencia del animal. Tanto los ingenieros como los biólogos evolutivos deben evaluar las soluciones de compromiso necesarias para mejorar cualquier componente aislado, es decir, los costes y beneficios de las distintas alternativas.

Una dificultad obvia a la hora de aplicar el razonamiento precedente al ciclo vital humano es que este consta de muchos rasgos que, en apariencia, tienden a reducir en lugar de maximizar nuestra capacidad de producir descendencia. El envejecimiento y la muerte tan solo constituyen dos ejemplos; otros son la menopausia femenina; tener un solo hijo por parto y, en el mejor de los casos, solo un hijo por año, aproximadamente; así como que la edad fértil de la mujer dé comienzo entre los doce y los dieciséis años. ¿Acaso la selección natural no debería favorecer que la mujer entrara en la pubertad, a los cinco años, gestara un niño en tres semanas, tuviera quintillizos como norma, no sufriera la menopausia, dedicara grandes cantidades de energía biológica a la reparación de su organismo, viviera doscientos años y, en consecuencia, tuviera centenares de hijos?

Esta pregunta se basa en el falso supuesto de que la evolución puede modificar el organismo parte por parte y no toma en cuenta los costes ocultos de esas modificaciones. Por ejemplo, es evidente que el tiempo de gestación no podría reducirse a tres semanas sin que a la vez se produjeran otros cambios relacionados en el organismo de la mujer y en el del bebé. Debemos recordar que los humanos solo disponemos de una cantidad finita de energía. Incluso las personas que hacen mucho ejercicio y toman comidas muy energéticas, como puedan serlo los leñadores y los corredores que se entrenan para un maratón, metabolizan como máximo algo más de seis mil calorías al día. ¿Cómo distribuiríamos esas calorías entre la función reproductora y las reparaciones orgánicas si nuestro objetivo fuera tener el mayor número posible de hijos?

En un extremo, si concentráramos toda nuestra energía en la reproducción y no dedicáramos energía alguna a la recuperación biológica, nuestros organismos envejecerían y se desintegrarían sin siquiera darnos tiempo a criar a nuestro primer hijo. En el extremo opuesto, si dedicásemos toda la energía disponible a mantener nuestros organismos en forma, podríamos vivir una vida muy larga, pero no nos quedaría energía para el agotador proceso de tener hijos y criarlos. Así pues, la función de la selección natural es ajustar el gasto relativo de energía invertido en las reparaciones y en la reproducción con objeto de maximizar la capacidad reproductora sobre la base de la duración de la vida del animal de que se trate. La solución varia de una especie a otra en función de factores como el riesgo de muerte accidental, la biología reproductiva y los costes de los distintos tipos de reparaciones orgánicas.

Esta perspectiva puede emplearse para realizar predicciones comprobables sobre las diferencias que distinguen los mecanismos de reparación y el ritmo de envejecimiento de los animales. En 1957, el biólogo evolutivo George Williams expuso algunos hechos sorprendentes sobre el envejecimiento, hechos que solo pueden comprenderse desde una perspectiva evolutiva. A continuación examinaremos algunos de los ejemplos citados por Williams y los reformularemos en la terminología fisiológica del lenguaje de las reparaciones biológicas tomando el ritmo lento de envejecimiento como una señal del buen funcionamiento de los mecanismos de reparación.

El primer ejemplo se refiere a la edad a la que un anima adquiere la capacidad para reproducirse. Esa edad está sujeta a enormes variaciones entre las especies: pocos humanos son tan precoces como para tener hijos antes de los doce años, mientras que cualquier ratón qué se precie tendrá crías a los dos meses. Entre las especies en las que la edad fértil se presenta tarde, como es el caso de los humanos, es necesario dedicar buenas cantidades de energía a las reparaciones orgánicas con objeto de asegurar la supervivencia hasta la edad fértil. De tal suerte, es predecible que la inversión en la recuperación biológica aumente a la vez que lo hace la edad fértil.

Así por ejemplo, puesto que los humanos adquirimos la capacidad de reproducirnos mucho más tarde que los ratones, también envejecemos a un ritmo mucho más lento y, supuestamente, poseemos unos mecanismos de reparación más efectivos. Aun disponiendo de las mejores atenciones médicas y de cantidades ingentes de comida, un ratón podría considerarse afortunado si llegara a cumplir dos años en tanto que para un humano es un caso de mala suerte no llegar a los setenta y dos. La razón evolutiva de este fenómeno es que un humano que no invirtiera más energía que un ratón en la regeneración de su organismo moriría mucho antes de llegar a la pubertad. En consecuencia, la inversión en reparaciones es más rentable en el caso de los humanos que en el de los ratones.

¿En qué consiste ese supuesto gasto extra de energía que realizamos los humanos? A primera vista, la capacidad de recuperación biológica de los humanos no parece excepcional. Si nos amputan un brazo, no se nos regenera, ni tampoco renovamos nuestro esqueleto periódicamente, tal como lo hacen algunos invertebrados con una vida muy corta. No obstante, esas espectaculares e infrecuentes sustituciones de estructuras orgánicas completas probablemente no constituyen los capítulos principales del presupuesto que un animal invierte en reparaciones orgánicas. Antes bien, los mayores gastos corresponden al proceso invisible de renovación cotidiana de células y moléculas. Aun cuando una persona pase todo el día tumbada en la cama, necesitará ingerir unas mil seiscientas cuarenta calorías diarias si es hombre, y mil cuatrocientas treinta si es mujer, solo para conservar el organismo, y buena parte de ese metabolismo de mantenimiento se dedica al programa oculto de renovación orgánica. La conclusión que yo extraería es que la inversión de energía es mayor entre los humanos que entre los ratones debido fundamentalmente a las necesidades de regeneración, en tanto que otras funciones, como conservar el calor corporal o criar a los hijos, consumen menos energía.

En segundo lugar, analizaremos un ejemplo relativo al riesgo de sufrir daños irreparables. Hay daños biológicos potencialmente reparables y otros fatales; por ejemplo, ser devorado por un león. Cuando las probabilidades de que un león nos devore son muy altas, no tiene sentido pagar a un dentista para que emprenda un costoso trabajo de ortodoncia. Lo más lógico será dejar que los dientes se pudran y aplicarse a la tarea de tener hijos. Sin embargo, cuando el riesgo de sufrir un accidente mortal es pequeño, resulta rentable intentar prolongar la vida dedicando energía a los costosos mecanismos de reparación orientados a retardar el envejecimiento. Este es el razonamiento que explica por qué los propietarios de Mercedes de Alemania y Estados Unidos invierten en el mantenimiento de sus coches, mientras que los de Nueva Guinea no lo hacen.

Retomando la analogía con el mundo biológico, el riesgo de morir en las garras de un depredador es menor para las aves que para los mamíferos (puesto que aquellas pueden escapar volando), y menor para los galápagos que para la mayoría de los reptiles (dada la protección que les presta su concha). Así pues, la inversión en costosos mecanismos de reparación será más rentable para las aves y los galápagos que para los mamíferos sin alas y los reptiles desprovistos de concha, dado que estos últimos están abocados a morir devorados por algún depredador. Si se compara la longevidad de las distintas especies de animales de compañía, bien alimentados y protegidos de los depredadores, los pájaros viven más tiempo (es decir, envejecen más despacio) que los mamíferos de tamaño pequeño, y los galápagos tienen una vida más larga que los reptiles sin concha de un tamaño similar. Las especies de aves mejor protegidas contra los depredadores son las aves acuáticas, cómo los petreles y los albatros, que anidan en remotas islas libres de depredadores. El desahogado ritmo de sus ciclos vitales rivaliza con el de los humanos. Algunos albatros no comienzan a reproducirse hasta los diez años, y aún no se ha podido determinar cuántos años viven, puesto que las aves sobreviven a los anillos metálicos que los biólogos comenzaron a colocarles en las patas hace algunas décadas con objeto de controlar su edad. Durante los diez años necesarios para que un albatros comience a reproducirse, en una población de ratones pueden sucederse sesenta generaciones, la mayoría de las cuales habrán sucumbido en las fauces de los depredadores o por causas naturales al cabo de diez años.

Nuestro tercer ejemplo se basa en la comparación de los machos y las hembras de una misma especie. Es previsible que los mecanismos de reparación sean más rentables y el ritmo de envejecimiento más lento entre los miembros de aquel sexo donde la tasa de mortalidad por accidentes sea menor. En la mayoría de las especies, la mortalidad debida a accidentes es más elevada entre los machos que entre las hembras, lo que en parte se debe a que las peleas y demostraciones de fuerza de los machos les exponen a mayores riesgos. Este es el caso de los machos humanos actuales, y probablemente lo ha sido a lo largo de toda la historia evolutiva de nuestra especie; los hombres tienen más probabilidades de morir en guerras contra hombres de otros grupos y en peleas individuales con hombres del mismo grupo. Asimismo, en muchas especies los machos son mayores que las hembras, y esto los convierte en víctimas fáciles de la inanición en los períodos de hambruna, como lo demuestran los estudios realizados con los ciervos comunes y con los mirlos del Nuevo Mundo.

En correlación con la elevada tasa de mortalidad masculina debida a accidentes, está el hecho de que los hombres envejecen más deprisa y tienen una tasa de mortalidad por causas naturales mayor que las mujeres. Hoy día, la esperanza de vida femenina se sitúa unos seis años por encima de la masculina; parte de esta diferencia debe atribuirse a que hay más fumadores entre los hombres que entre las mujeres, pero también entre los no fumadores se da una diferencia asociada al sexo. Estas diferencias ponen de manifiesto que la evolución nos ha programado de modo que las mujeres dediquen más energía a la regeneración y los hombres más energía a la lucha. O dicho de otro modo, reparar el organismo de un hombre no resulta tan rentable como reparar el organismo de una mujer. Con esto no pretende denigrarse el papel de las luchas masculinas, las cuales sirven a un propósito evolutivo provechoso desde el punto de vista del hombre individual: conseguir esposas y asegurar recursos para sus hijos y su tribu, a expensas de otros hombres con sus respectivos hijos y tribus.

El último ejemplo de cómo algunos aspectos sorprendentes del envejecimiento solo se tornan comprensibles aplicando una perspectiva evolutiva es el rasgo característicamente humano de que las personas sobrevivan a su edad fértil y, en especial, a la menopausia femenina. Dado que el objetivo básico del proceso evolutivo es la transmisión genética entre generaciones, sobrevivir cuando se agota la capacidad reproductora es una rara excepción en otras especies. La naturaleza programa la muerte de tal modo que coincida con el final de la etapa fértil, puesto que a partir de entonces la regeneración del organismo no produce ningún beneficio evolutivo. El que las mujeres estén programadas para vivir varias décadas después de la menopausia, y los hombres para alcanzar edades en las que, por lo general, ya no se dedican a procrear, es una excepción que requiere ser explicada.

No obstante, la explicación se hace evidente al reflexionar unos minutos. La intensa fase de cuidados parentales se ha prolongado inusitadamente en la especie humana hasta casi dos décadas. Incluso los ancianos con hijos adultos desempeñan un papel clave en la supervivencia no ya de su prole, sino de toda la tribu; sobre todo en los tiempos previos a la invención de la escritura, ellos eran los depositarios y transmisores de los conocimientos esenciales. Por todo esto, la naturaleza nos ha programado de modo que el resto de nuestro organismo se conserve en un estado de mantenimiento aceptable aun después de que el sistema reproductor femenino sea imposible de reparar.

En cualquier caso, seguimos sin saber por qué la selección natural programó la menopausia femenina, un fenómeno que, al igual que el envejecimiento, no puede darse por explicado afirmando que resulta inevitable desde el punto de vista fisiológico. La mayoría de los mamíferos, incluidos los varones humanos y los chimpancés y gorilas de ambos sexos, experimentan un paulatino deterioro de su fertilidad hasta llegar a perderla, mientras que las mujeres dejan de ser fértiles abruptamente. ¿Por que se desarrolló esa peculiar característica humana, en apariencia contraproducente? ¿No sería más lógico que la selección natural hubiera favorecido a las mujeres que conservaban su fertilidad hasta el final del camino?

Es probable que la menopausia femenina resultara de otras dos características distintivamente humanas: el excepcional riesgo que el parto entraña para la madre y el peligro que la muerte de la madre supone para sus hijos. Recordemos el enorme tamaño relativo de los recién nacidos con respecto a sus madres, es decir, el que madres de 45 kilos den a luz niños de tres kilos, mientras que los gorilas apenas llegan a pesar dos kilos al nacer de una madre de 90 kilos. La consecuencia es que dar a luz es peligroso para las mujeres. Antes del desarrollo de la obstetricia moderna, la muerte en el parto era un hecho frecuente entre las mujeres, pese a que es prácticamente desconocido entre las gorilas y chimpancés. Como ejemplo diremos que el estudio de cuatrocientas una monas rhesus preñadas registró una sola muerte por parto.

A continuación, pensemos en la acusada dependencia de los niños con respecto a sus padres y, en especial, a su madre. A diferencia de los simios, los niños se desarrollan lentamente y son incapaces de alimentarse incluso después del destete, y ello supone que la muerte de una mujer de una tribu de cazadores-recolectores que tuviera hijos pequeños acarrearía un alto riesgo de que estos también murieran. En aquel entonces, las madres de varios hijos se jugaban la vida de su prole cada vez que daban a luz. Dado que la inversión realizada en la piole aumentaba con la edad de los hijos, y que el riesgo de morir en el parto también aumentaba con la edad de la madre, las probabilidades de ganar el juego iban empeorando a medida que la madre se hacía mayor. Cuando se tienen tres hijos saludables y todavía dependientes, ¿por qué arriesgarse a tener un cuarto hijo?

El empeoramiento progresivo de las probabilidades de supervivencia probablemente dio lugar, mediante la selección natural, a la menopausia con objeto de proteger la inversión previa de la madre en su prole. No obstante, los hombres no corrieron la misma suerte, dado que el parto no entraña riesgo alguno para este. Al igual que el envejecimiento, la menopausia ilustra las ventajas de aplicar un enfoque evolutivo a algunos rasgos del ciclo vital humano que de otro modo parecen incomprensibles. Cabe incluso especular que la menopausia surgió en los últimos cuarenta mil años, cuando los cromagnones y otros humanos anatómicamente desarrollados alcanzaron una media de vida de sesenta y más años. Los neanderthales y otros humanos primitivos solían morir antes de llegar a los cuarenta, por lo que la menopausia no habría reportado ninguna ventaja a las mujeres de esas especies de haberse presentado a la misma edad que en la actual Femina sapiens.

Por todo lo expuesto, debe concluirse que el hecho de que los humanos actuales gocen de una vida más prolongada que los simios no se debe exclusivamente a las adaptaciones culturales, como puedan serlo los utensilios para adquirir comida y defenderse de los depredadores; se funda, asimismo, en dos adaptaciones biológicas, la menopausia y el aumento de las inversiones en mecanismos de reparación. Ya se produjeran precisamente en el momento del gran salto adelante o con posterioridad, esas adaptaciones biológicas se cuentan entre los cambios de la historia de la vida que permitieron el ascenso del tercer chimpancé a la categoría de humano.

La última conclusión que deseo extraer del enfoque evolutivo del envejecimiento es que socava los fundamentos de la perspectiva que viene dominando la investigación fisiológica de este fenómeno desde hace largo tiempo. En la bibliografía gerontológica destaca la obsesión por la búsqueda de la causa del envejecimiento; preferentemente, una única causa o, en su defecto, un número reducido de causas fundamentales. Durante mi vida profesional como biólogo, los cambios hormonales, el deterioro del sistema inmunitario y la degeneración neuronal han aspirado al título de la causa, sin que hasta la fecha se haya aportado ninguna prueba decisiva en apoyo de cualquiera de estos factores. No obstante, la perspectiva evolutiva indica que esa búsqueda de la causa nunca alcanzará el éxito. No hay que pensar que debe haber un único mecanismo fisiológico, ni tampoco un número reducido de mecanismos que determinen el envejecimiento. Antes bien, la selección natural debe actuar para ajustar el ritmo de envejecimiento de todos los sistemas fisiológicos de modo que el proceso de envejecer comporta innumerables cambios simultáneos.

A continuación expondremos la base de esta predicción. Concentrarse en el mantenimiento de un componente orgánico carecería de sentido si los demás componentes se deterioran a un ritmo más rápido. Y a la inversa, tampoco tendría sentido permitir que algunos sistemas se deteriorasen mucho antes que los demás, puesto que el coste de reparar ese número limitado de sistemas produce un gran rendimiento en términos de la prolongación de la esperanza de vida. La selección natural no comete errores de tal calibre. Retomando la analogía automovilística, puede decirse que el propietario de un Mercedes no debería instalar unos rodamientos baratos en su coche cuando no escatima a la hora de gastar dinero en otras piezas, pues con el desembolso extra de unos cuantos dólares puede duplicar la vida de su caro automóvil. No obstante, tampoco tendría sentido afrontar el gasto de instalar unos rodamientos de diamante que siguieran en perfecto estado cuando el resto del coche estuviera desintegrándose. Así pues, la estrategia óptima para el propietario de un Mercedes, y también para los humanos, es reparar los componentes del coche o de nuestro organismo al ritmo adecuado para que todo el conjunto se deteriore sin remedio al mismo tiempo.

En mi opinión, esta triste previsión está bien fundada, y la idea evolutiva de la destrucción total y simultánea describe el destino de nuestros cuerpos más acertadamente que esa causa única del envejecimiento que los fisiólogos llevan tanto tiempo intentando descubrir. Los signos del envejecimiento son fácilmente detectables allá donde se mire. Por mi parte, soy consciente del desgaste de mi dentadura, de un considerable descenso en mi fuerza muscular y de pérdidas significativas en la audición, la vista, el olfato y el gusto. Por lo que se refiere a los cinco sentidos, las mujeres siempre los tienen más desarrollados que los hombres de la misma edad, sean cuales sean los grupos de edad que se comparen. En mi futuro está inscrita esa letanía de sobra conocida: debilitamiento del corazón, endurecimiento de las arterias, aumento de la fragilidad ósea, descenso de los índices de filtración de los riñones, debilitamiento del sistema inmunitario y pérdida de la memoria, aunque la lista podría prolongarse casi indefinidamente. La evolución parece haber organizado las cosas del modo necesario para que todos nuestros sistemas se deterioren y para que nuestras inversiones en reparaciones se ajusten al valor de nuestro organismo.

Desde un punto de vista práctico, esta conclusión es decepcionante. Si hubiera una causa dominante del envejecimiento, siempre cabría la posibilidad de eliminarla y encontrar la fuente de la eterna juventud. En los tiempos en que el envejecimiento se atribuía principalmente a causas hormonales, esta idea inspiró algunos intentos de rejuvenecer milagrosamente a ancianos mediante inyecciones hormonales o implantes de gónadas jóvenes. Un ensayo de este tipo es el argumento del relato «La aventura del hombre trepador», de sir Arthur Conan Doyle; el protagonista del relato es el anciano profesor Presbury, que, enamorado de una mujer joven, se lanza a un desesperado intento de rejuvenecerse a sí mismo, y termina encaramándose en una enredadera por las noches como si fuera un mono. El gran Sherlock Holmes descubre el motivo de tan peculiar conducta: el profesor había intentado rejuvenecer inyectándose suero extraído de los monos llamados langures.

De haber tenido la oportunidad, yo mismo habría advertido al profesor Presbury que su miope obsesión con las causas próximas le llevaría por el mal camino. Si el profesor hubiera pensado en términos de las causas últimas o evolutivas del envejecimiento, habría comprendido que la selección natural no podía permitir que nos deteriorásemos a través de un único mecanismo con una curación única. Quizá todo haya sido para bien. A Sherlock Holmes le preocupaba profundamente la posibilidad de que alguna vez se descubriera el elixir de la juventud: «Eso entraña un peligro, un peligro muy real para la humanidad. Considera, Watson, que los materialistas, los sensuales, los mundanos, todos ellos prolongarían sus inútiles vidas… Sería la supervivencia de los peor dotados. ¿En qué suerte de letrina no acabaría convertido nuestro pobre mundo?».

Holmes se tranquilizaría al saber que sus preocupaciones no tienen visos de hacerse realidad.