9
Orígenes del arte en el mundo animal

Hubo de transcurrir mucho tiempo para que los dibujos de Georgia O’Keeffe alcanzaran el reconocimiento público y, sin embargo, los dibujos de Siri le valieron la aprobación general tan pronto como se dieron a conocer entre otros reputados artistas. «Poseen un talento especial, decisión y originalidad», comentó el famoso expresionista abstracto Willem de Kooning nada más verlos. Jerome Witkin, una autoridad en el expresionismo abstracto y profesor de arte en la Universidad de Syracuse, se mostró aún más entusiasta: «Estos dibujos poseen un gran lirismo, una belleza especial. Son tan positivos, afirmativos y tensos, con una energía tan compacta y controlada, que resulta increíble… Este dibujo es armonioso, delicado… Este dibujo revela el dominio de los signos esenciales que crean la emoción».

Witkin alabó el equilibrio entre espacios positivos y negativos conseguido por Siri, así como su forma de situar y orientar las imágenes. Con los dibujos en la mano e ignorando quién era el artista, Witkin supuso correctamente que se trataba de alguien de sexo femenino y con interés en la caligrafía asiática; ahora bien, lo que no imaginó es que Siri medía 2,4 metros de altura y pesaba cuatro toneladas, puesto que era una elefanta asiática que dibujaba sosteniendo el lápiz con la trompa.

La reacción de De Kooning al enterarse de la identidad de Siri fue comentar: «Pues es una elefanta con muchísimo talento». Lo cierto es, sin embargo, que para ser elefante, Siri no tenía unas dotes especiales. Los elefantes que viven en libertad utilizan a menudo la trompa para trazar dibujos sobre la tierra a medida que avanzan, mientras que los elefantes en cautividad muchas veces graban espontáneamente señales en el suelo valiéndose de un palo o una piedra. Los despachos de numerosos abogados y médicos están decorados con cuadros pintados por una elefanta llamada Carol, cuyas obras se vendieron hasta por quinientos dólares.

El arte es, supuestamente, el atributo humano más noble, aquello que nos distingue radicalmente de los animales, al menos en la misma medida que el lenguaje hablado, puesto que es esencialmente distinto de todo lo que puede hacer un animal. El arte se considera una creación aún más elevada que el lenguaje, por cuanto este último «simplemente» representa un avance muy sofisticado con respecto a los sistemas de comunicación de los animales, cumple la función biológica obvia de ayudarnos a sobrevivir y se ha desarrollado a partir de los sonidos que emiten otros primates. En contraste, el arte no desempeña ninguna función clara y sus orígenes se consideran un sublime misterio. Ahora bien, el arte de los paquidermos puede llevarnos a replantearnos nuestra visión del arte humano, pues aquel es, cuando menos, una actividad física similar con unos resultados que ni siquiera los expertos han conseguido distinguir de las creaciones humanas consideradas como arte. Claro está que existen grandes diferencias entre las obras de arte de Siri y las que crean los hombres, entre las cuales no es la de menor importancia que Siri no tuviera la intención de transmitir un mensaje a sus congéneres. No obstante, tampoco hay que restar importancia a sus creaciones considerándolas un simple capricho de un animal a título individual.

Este capítulo se dedicará a examinar aquellas actividades de los animales que pueden asemejarse al arte. Soy de la opinión de que las comparaciones nos ayudarán a entender las funciones que el arte humano desempeñaba originalmente. Aunque estamos acostumbrados a considerar el arte como la antítesis de la ciencia, es muy probable que exista una ciencia del arte.

Para comprender que el arte humano debe de tener precedentes animales, recordemos que tan solo han transcurrido siete millones de años desde que los humanos separaron su camino evolutivo del de nuestros parientes más próximos los chimpancés. Aunque siete millones de años parezcan una eternidad medidos a escala de la vida humana, apenas suponen un 1 por ciento de la historia de la vida compleja en la Tierra. En la actualidad, todavía compartimos el 98 por ciento de nuestro ADN con los chimpancés. Debe deducirse, por tanto, que el arte y aquellas otras características que tenemos por exclusivamente humanas son el producto de una fracción mínima de nuestro material genético y que, midiendo el tiempo con el reloj de la evolución, han surgido hace un instante.

Los estudios de la conducta animal realizados en los últimos tiempos han servido para, reducir de manera progresiva la lista de características que en el pasado se consideraban singularmente humanas, ya que la mayoría de las diferencias que nos separan de los llamados animales han resultado ser una mera cuestión de grado. Por ejemplo, en el capítulo anterior se ha explicado que los monos vervet poseen un lenguaje rudimentario. Aunque nunca nos hayamos detenido a pensar que los vampiros poseen notables cualidades equiparables a las humanas, lo cierto es que sus costumbres son altruistas (entre ellos mismos, claro está). Por lo que respecta a las características humanas menos honrosas, se ha observado que el asesinato no es una práctica desconocida entre innumerables especies animales; que el genocidio se produce entre los lobos y los chimpancés; que los patos y los orangutanes practican la violación, y que las hormigas organizan guerras e incursiones para hacerse con esclavos.

Con estos descubrimientos, son pocas las características que podemos seguir considerando atributos exclusivos del ser humano además del arte, una actividad de la que el ser humano también prescindió durante los primeros seis millones novecientos sesenta mil años del total de siete millones de años transcurridos desde que se separó de los chimpancés. Es posible que las primeras obras de arte fueran grabados en madera y pinturas corporales, pero nunca podremos saberlo dado que no se han conservado. Los primeros vestigios indicativos de la existencia del arte son restos de flores hallados en torno a esqueletos de neanderthales y marcas grabadas en huesos de animales descubiertos en sus campamentos. No obstante, es una cuestión dudosa que las marcas se hicieran intencionadamente y que las flores formaran parte de adornos. Solo con el advenimiento de la era de los cromagnones, hace unos cuarenta mil años, aparecen los primeros signos inequívocos artísticos: las famosas pinturas rupestres de Lascaux, estatuillas, collares, flautas y otros instrumentos musicales.

Si pretendemos afirmar que el arte verdadero es patrimonio exclusivo de los humanos, ¿en qué nos basaremos para distinguirlo radicalmente de algunas creaciones animales en apariencia similares, como puedan serlo los cantos de los pájaros? Por lo general, se postulan tres rasgos distintivos: el arte humano no cumple propósitos utilitarios, se crea por puro placer estético y no se transmite genéticamente, sino a través del aprendizaje. A continuación analizaremos estas premisas con mayor detalle.

En primer lugar, tal como dijo Oscar Wilde, «todo arte es absolutamente inútil». A ojos de un biólogo, el significado implícito de este aforismo es que el arte no cumple ninguna función útil en el sentido estricto de la palabra, tal como se emplea en la investigación de la conducta animal y en la biología evolutiva. Es decir, el arte humano no desempeña ninguna de las dos funciones evidentes de las conductas animales: la supervivencia y la transmisión de los genes. Aunque la mayoría de las obras de arte creadas por el hombre son a todas luces útiles en un sentido más amplio, puesto que con ellas el artista comunica algo a sus congéneres, la transmisión de los propios pensamientos a la siguiente generación no es equiparable a la transmisión de los genes. En contraste, los cantos de las aves cumplen funciones obvias: cortejar a la pareja, defender el territorio y, en consecuencia, transmitir el material genético.

Por lo que se refiere a la segunda característica distintiva atribuida al arte humano, a saber, el que su única motivación es el placer estético, partiremos de la definición de arte que ofrece cualquier diccionario: «La fabricación o creación de cosas que poseen una forma y una belleza». Aunque no podemos preguntarle a un arrendajo ni a un ruiseñor si disfrutan de la forma y la belleza de sus cantos, el hecho de que canten principalmente durante la época de apareamiento parece indicar que no es solo el placer estético lo que les mueve a cantar.

Con respecto a la tercera característica singular del arte humano, sabemos que cada grupo humano posee un estilo artístico diferente y que la manera de crear y disfrutar de ese estilo no se hereda, sino que se aprende. Por ejemplo, es fácil distinguir las canciones típicas que hoy día se escuchan en Tokio de las de París. Ahora bien, esas diferencias estilísticas no están incorporadas a nuestros genes, como puedan estarlo las diferencias en la forma de los ojos de los parisinos y japoneses. Por otro lado, los parisinos y los japoneses pueden conocer sus respectivas formas de cantar viajando por el extranjero. En contraste, muchas especies de aves (las llamadas aves no paseriformes) heredan los conocimientos necesarios para cantar de la manera que caracteriza a su especie y para reaccionar adecuadamente ante esos cantos. Esas aves emplearán el canto adecuado para cada situación, aunque nunca lo hayan oído e incluso aunque solo hayan oído cantar a otras especies. Es como si un bebé francés adoptado por una pareja japonesa y criado en Tokio rompiera espontáneamente a cantar La Marsellesa.

Llegados a este punto, podría parecer que años luz separan el arte de los humanos del de los elefantes, unos animales con los que ni siquiera mantenemos un parentesco cercano en términos evolutivos. Parece más pertinente comparar el arte humano con las obras producidas por dos chimpancés conservados en cautividad y llamados Congo y Betsy, o por una gorila llamada Sophie, un orangután llamado Alexander y un mono llamado Pablo. Estos primates aprendieron de diversos modos a dominar el arte de pintar con pincel, lápiz, tiza o con los dedos. Congo realizó treinta dibujos en un día, aparentemente por puro placer, ya que no mostraba sus creaciones a los demás chimpancés y montó una pataleta cuando le quitaron el lápiz. En el caso de un artista humano, la prueba definitiva del éxito es conseguir que le organicen una exposición individual; Congo y Betsy tuvieron el honor de exponer sus obras en el Instituto de Arte Contemporáneo de Londres en 1957, y el año siguiente, Congo realizó una exposición individual en el Royal Festival Hall londinense. Las cosas llegaron aún más lejos, ya que ambos chimpancés vendieron casi todas las obras expuestas (a coleccionistas humanos), algo de lo que no pueden jactarse muchos artistas humanos. En otras ocasiones se han expuesto obras pintadas por simios junto a pinturas de artistas humanos, recibiendo las primeras la unánime e inocente aclamación de la crítica por su dinamismo, ritmo y sentido del equilibrio.

Tampoco sospecharon nada los psicólogos infantiles a los que presentaron dibujos realizados por los chimpancés del zoológico de Baltimore para que emitieran un diagnóstico. Los psicólogos opinaron que un dibujo de un chimpancé macho de tres años era obra de un niño de siete años de carácter agresivo y tendencias paranoides. Dos dibujos realizados por una chimpancé de un año fueron atribuidos a dos niñas de diez años, una de ellas supuestamente paranoica y con una fuerte identificación con el padre, y la otra agresiva y de tipo esquizoide. Debe decirse en honor de la intuición de los psicólogos que en todos los casos identificaron correctamente el sexo del artista y solo se equivocaron al decidir a qué especie pertenecía.

Las creaciones pictóricas de nuestros parientes más próximos comienzan a difuminar las diferencias entre las actividades artísticas humanas y animales. Como las pinturas humanas, las de los simios no cumplen la estricta función utilitaria de transmitir el material genético, sino que se producen por mero placer. Podría objetarse, no obstante, que estos simios artistas, como la elefanta Siri, realizaron sus obras por pura satisfacción personal, en tanto que la mayoría de los artistas humanos pretenden comunicarse con sus congéneres. Los simios ni siquiera se preocuparon de conservar sus obras para disfrutarlas, sino que las tiraron en cuanto las hubieron concluido. No obstante, no otorgaría una fuerza decisiva a esta objeción, puesto que las formas más simples del arte humano —los garabatos— tampoco se conservan, y dado que una de las mejores obras de arte que poseo es una escultura de madera tallada por un campesino de Nueva Guinea que la había arrinconado debajo de su casa. Algunas obras de arte famosas fueron creadas por artistas que no perseguían más que su satisfacción personal; así, por ejemplo, el compositor Charles Ives publicó muy pocas de sus obras, y Franz Kafka no solo no publicó sus tres grandes novelas, sino que llegó a prohibir a su albacea que lo hiciera. (Afortunadamente, el albacea no siguió las instrucciones recibidas y gracias a ello las novelas adquirieron una función comunicativa póstuma).

Ahora bien, al paralelismo entre el arte humano y el de los simios puede oponerse una objeción más seria. Las pinturas de los simios son una actividad que solo se desarrolla en cautividad y, por tanto, no natural. Podría decirse que al no ser una conducta natural, no sirve para iluminar los orígenes animales del arte. Por ello, a continuación nos ocuparemos de un comportamiento inequívocamente natural y que puede arrojar luz sobre nuestro problema: las enramadas de los tilonorrincos o jardineros, que son las estructuras más elaboradas construidas y decoradas por cualquier especie animal que no sea la humana.

Si no hubiera oído hablar de las enramadas, habría tomado la primera que vi por una creación humana, tal como lo hicieron los exploradores decimonónicos de Nueva Guinea. Había salido a pasear una mañana, dejando atrás el pueblo de Nueva Guinea donde me alojaba, un lugar de cabañas circulares, con cuidados macizos de flores, donde la gente se adornaba con cuentas y los niños llevaban arcos y flechas en miniatura a imagen y semejanza de los de sus padres; de pronto, en medio de la selva, me topé con una cabaña circular primorosamente trenzada, de dos metros y medio de diámetro y algo más de un metro de alto, con Una entrada lo bastante grande como para dejar paso a un niño, que podría sentarse en su interior. El musgo alfombraba el espacio situado delante de la cabaña que, libre de malas hierbas y desechos, estaba ocupado por cientos de objetos naturales de diversos colores, colocados allí con la obvia intención de decorar. Los adornos consistían principalmente en flores, frutos y hojas, aunque también había algunas alas de mariposa y varios hongos; los habían agrupado por colores y, por ejemplo, junto a un grupo de frutos rojos había otro de hojas rojas. El adorno de mayor tamaño era un elevado cúmulo de hongos negros situado frente a la entrada, que hacía juego con otro cúmulo de hongos anaranjados situado unos metros más allá. Todos los objetos azules estaban dentro de la cabaña, los rojos fuera, mientras que los amarillos, morados, negros y algunos verdes ocupaban diferentes lugares.

Aquella cabaña no era el espacio de juego de un grupo de niños, sino que había sido construida y decorada por un ave del tamaño de una cotorra y aspecto nada singular llamada tilonorrinco o jardinero, un miembro de una familia de dieciocho especies que habitan exclusivamente en Nueva Guinea y Australia. Son las aves machos las que levantan las enramadas con el único propósito de seducir a las hembras, que luego asumen en exclusiva la responsabilidad de construir el nido y criar a los polluelos. Los machos son polígamos, intentan aparearse con tantas hembras como pueden y no las ayudan con ninguna otra aportación que no sea el esperma. Las hembras, por lo general en grupo, recorren su territorio inspeccionando las enramadas para seleccionar aquella en la que desean aparearse. Escenas similares se desarrollan todas las noches en Sunset Strip, a unos kilómetros de Los Ángeles, donde resido.

Las hembras eligen a su compañero sexual por la calidad de la enramada que construye, por el número de adornos y su adecuación a las reglas locales, las cuales varían entre las distintas especies y poblaciones de jardineros. Algunas poblaciones prefieren los adornos azules, otras los rojos, verdes o grises, mientras que algunas construyen dos torres, un corredor entre dos paredes o una caja de cuatro paredes en lugar de una enramada. Entre algunas poblaciones de jardineros es costumbre pintar las enramadas con hojas machacadas o con grasas que ellos mismos segregan. La determinación genética no parece ser la causa de estas diferencias locales; los jardineros tardan muchos años en llegar a la edad madura, y durante ese período tienen tiempo para aprender observando a sus mayores. Los machos aprenden la manera correcta de decorar sus creaciones de acuerdo con las costumbres locales, y las hembras aprenden esas mismas normas con objeto de elegir a un macho.

En un principio, este sistema puede parecer absurdo. Al fin y al cabo, tan solo se trata de que la hembra escoja a un buen compañero, y la ganadora de este concurso evolutivo es la hembra que escoge al macho que le permite procrear más hijos vivos. ¿Qué sentido tiene que elija al macho que ha adornado su enramada con los frutos azules más vistosos?

Todos los animales, incluidos los humanos, se enfrentan a problemas análogos a la hora de seleccionar a la pareja. Pensemos en aquellas especies (incluidas la mayoría de las aves canoras de Europa y América del Norte) en las que los machos se adueñan de territorios exclusivos que compartirán con su pareja; en cada territorio hay un lugar que servirá de emplazamiento del nido y recursos alimenticios para que la hembra pueda criar a sus polluelos. En consecuencia, una de las tareas de las hembras es evaluar la calidad de los territorios de cada macho. Imaginemos, asimismo, el caso de una especie en la que el macho colabora con la hembra en la crianza y protección de las crías y donde machos y hembras cooperan en la caza; en tales circunstancias, la hembra y el macho deben evaluar sus habilidades para la crianza y la caza, así como la calidad de su relación. Si todos estos factores son difíciles de valorar, cuánto más complicada no será la elección de pareja cuando esta solo aporta su esperma y su material genético a una relación, como en el caso de los jardineros machos. ¿Cómo puede evaluarse el material genético de la futura pareja? ¿Qué tienen que ver los frutos azules con la calidad de los genes?

Los animales no disponen del tiempo necesario para procrear con todas sus posibles parejas y comparar los resultados (el número de crías supervivientes) y, por ello, deben confiar en las señales de cortejo, como los cantos y las demostraciones de habilidad rituales. En la actualidad, los estudiosos de la conducta animal mantienen un acalorado debate sobre la posibilidad de que esas señales externas funcionen a modo de indicadores indirectos de la calidad de los genes. La complejidad del problema se hace patente si pensamos en nuestras propias dificultades a la hora de seleccionar pareja y evaluar la riqueza, la capacidad para la paternidad y la calidad del material genético de nuestros posibles compañeros.

A la luz de estos hechos intentaremos dilucidar qué significa que una jardinera encuentre a un macho que ha erigido una buena enramada. En primer lugar, la hembra sabrá que el macho es fuerte, puesto que ha construido una enramada cientos de veces más pesada que su propio cuerpo y ha trasladado desde muchos metros de distancia adornos que pesan tanto como la mitad de su cuerpo. Asimismo, la enramada indica a la hembra que el macho posee las habilidades necesarias para trenzar cientos de palos para formar un cobertizo, una torre o un par de paredes. Para llevar a la práctica correctamente el complejo proyecto de construcción, el macho debe ser inteligente; debe, asimismo, tener buena vista y buena memoria para buscar en la selva los cientos de adornos requeridos. Por otro lado, el hecho de que haya sobrevivido los años necesarios para perfeccionar estas habilidades indica que el macho sabe enfrentarse a la vida. Por último, el macho que consiga llevar a buen término su proyecto debe ser un individuo dominante, ya que todos los machos dedican gran parte de su tiempo libre a estropear las obras de los otros y a robarles los materiales.

Así pues, la construcción de enramadas resulta ser una buena prueba global de la calidad de los genes del macho. Es como si una mujer sometiera a sus pretendientes a una serie de pruebas: levantamiento de pesos, costura, musculatura, pruebas de visión y concurso de boxeo, y finalmente se acostara con el vencedor. Si nos comparamos con los jardineros, nuestros esfuerzos para identificar a una pareja bien dotada genéticamente resultan patéticos. Los humanos nos fijamos en trivialidades externas como las facciones y la longitud de los lóbulos de las orejas, el atractivo sexual y la calidad del coche que se posee, es decir, en rasgos que no nos dicen nada de la calidad del material genético. Pensemos en cuántos sufrimientos emanan del triste descubrimiento de que las mujeres hermosas y atractivas y los hombres apuestos y con coches deslumbrantes son inútiles en los demás aspectos. No es de sorprender que el destino de tantos matrimonios sea el divorcio, puesto que una y otra vez se descubre demasiado tarde que se ha hecho una elección errónea basándose en criterios inconsistentes.

¿Cómo han evolucionado los jardineros para llegar a utilizar el arte con tal destreza y con un propósito de tanta importancia? Entre la mayoría de las especies de aves, los machos cortejan a las hembras exhibiendo su plumaje, cantando, con demostraciones de habilidad y con ofrendas alimenticias, es decir, mediante señales vagamente indicativas de la calidad de sus genes. Los machos de dos grupos de aves del paraíso de Nueva Guinea emplean un método más sofisticado: despejan un tramo de selva, como los jardineros, con objeto de dar mayor realce a sus demostraciones de habilidad y a la exhibición de su exótico plumaje. Los machos de uno de estos grupos van aún más lejos y decoran el área con objetos útiles para una hembra que está criando a su nidada: trozos de piel de serpiente para forrar el nido, trozos de tiza o heces de mamíferos que aportan minerales a su alimentación y frutos con los que reforzar las calorías de su dieta. Por último, los jardineros han aprendido que los objetos que emplean como adornos, aunque inútiles en sí mismos, tienen la utilidad de demostrar la calidad de los genes del artífice de la decoración cuando son difíciles de adquirir o conservar.

Esta idea es fácilmente trasladable al terreno humano. Pensemos, por ejemplo, en los anuncios que muestran a un apuesto galán regalando un anillo de diamantes a una joven de apariencia fértil: Un anillo de diamantes no es comestible, pero toda mujer sabe que ese regalo simboliza los recursos manejados por su pretendiente (los recursos que podrá dedicar a ella y a sus hijos) mucho mejor que una caja de bombones. Los bombones, aunque aportan muchas calorías, se consumen enseguida y son un regalo que cualquier patán puede permitirse; por el contrario, el hombre que puede comprar un imperecedero anillo de diamantes demuestra que es capaz de mantener a una mujer y a sus hijos, y que su material genético (determinante de la inteligencia, la persistencia, la energía, etcétera) le ha otorgado las cualidades necesarias para amasar una fortuna y conservarla.

Del mismo modo, en el curso de la evolución, las jardineras han dejado de prestar atención a los ornamentos que forman parte del cuerpo del macho para concentrarse en los objetos que crea. La selección sexual, que en la mayoría de las especies ha hecho que machos y hembras desarrollaran distintos ornatos corporales, ha llevado a los jardineros a desarrollar la capacidad de crear adornos independientes de su cuerpo. En este aspecto, los jardineros se parecen bastante a los humanos; tampoco nosotros intentamos atraer a nuestra futura pareja (al menos en un principio) mostrando la belleza de nuestros cuerpos desnudos, sino que nos cubrimos con prendas bonitas, nos rociamos con perfumes, nos pintamos y empolvamos, y realzamos nuestra belleza con adornos, desde joyas hasta coches deportivos. Si he de dar crédito a mis amigos amantes de los coches deportivos, el paralelismo entre los jardineros y los humanos es aún mayor, pues según me dicen aquellos, los jóvenes con menos atractivos personales son los que suelen adornarse a sí mismos con coches más llamativos.

Para concluir, volveremos a examinar, a la luz de lo expuesto sobre los jardineros, los tres criterios que supuestamente sirven para diferenciar el arte humano de las creaciones de los animales. Aplicando el tercer criterio no se detecta diferencia alguna, ya que los estilos decorativos de los jardineros son aprendidos y no heredados, al igual que los estilos artísticos de los humanos. El segundo criterio, es decir, el de la creación por puro placer estético, nos plantea una cuestión irresoluble. No podemos preguntarles a los jardineros si sus creaciones artísticas les reportan placer, y sospecho que muchos artistas humanos se limitan a adoptar una pose culturalmente sancionada cuando afirman que su arte es para ellos un gran motivo de placer. Así pues, debemos limitarnos a analizar el primer criterio, es decir, la afirmación de Oscar Wilde según la cual el arte es inútil, en términos estrictamente biológicos. Esta afirmación es a todas luces errónea en el caso de los jardineros, dado que sus enramadas cumplen una función sexual. Ahora bien, también es absurdo seguir pretendiendo que el arte de los humanos no desempeña ninguna función biológica, puesto que el arte nos ayuda a sobrevivir y a transmitir nuestros genes de diversos modos.

En primer lugar, pensemos en los numerosos casos en que el arte reporta beneficios sexuales directos a su poseedor. El dicho que reza que un hombre que pretende seducir a una mujer comienza por enseñarle sus grabados es algo más que un chiste. La vida real nos demuestra que el baile, la música y la poesía son preludios habituales del sexo.

El segundo aspecto a considerar, mucho más importante que el primero, es que el arte aporta beneficios indirectos a su poseedor. Los objetos artísticos son signos de estatus y, tanto en las sociedades humanas como en las animales, el estatus es un factor clave a la hora de adquirir alimentos, tierras y compañeros sexuales. A los jardineros debe reconocérseles el mérito de haber descubierto el principio de que los ornamentos independientes del cuerpo son símbolos de estatus más flexibles que los adornos que forman parte del cuerpo, pero somos los humanos los que hemos sacado mayor partido de dicho principio. Los cromagnones decoraban sus cuerpos con brazaletes, colgantes y pinturas; los campesinos de la Nueva Guinea actual se adornan con conchas, pieles y plumas de aves del paraíso. Además de los ornamentos corporales, tanto los cromagnones como los campesinos de Nueva Guinea crean otros objetos artísticos (esculturas y pinturas) de gran calidad. Las obras de arte de Nueva Guinea son símbolos de riqueza y excelencia, puesto que las aves del paraíso son difíciles de cazar, las esculturas solo pueden realizarse si se tiene talento, y ambos objetos alcanzan precios elevados en el mercado. Estas señales de distinción son esenciales para el sexo marital, puesto que en Nueva Guinea hay que pagar una dote por la novia, y parte de la dote se paga con objetos de arte. En todo el mundo, el arte suele considerarse un símbolo de talento, de riqueza o de ambas cosas.

En un mundo donde el arte está al servicio del sexo, solo hay que dar un paso más para que algunos artistas puedan convertir sus creaciones en comida. Sociedades enteras sobreviven creando objetos artísticos con los que comercian para obtener alimentos. Por ejemplo, los habitantes de las islas Siassi, un archipiélago de islotes con escaso terreno cultivable, se especializaron en fabricar hermosos cuencos que intercambiaban por comida producida por otras tribus donde esos cuencos eran muy apreciados y se empleaban para pagar las dotes.

En el mundo moderno se observa aún con mayor claridad el funcionamiento del mismo principio. En otros tiempos, el estatus se demostraba con adornos corporales confeccionados a base de plumas y con ornamentos de conchas gigantescas para las cabañas, y hoy día utilizamos los diamantes y los cuadros de Picasso con el mismo propósito. Mientras que los habitantes de las islas Siassi vendían un cuenco por el equivalente de veinte dólares, Richard Strauss se construyó una mansión con las ganancias que le reportó su ópera Salomé y ganó una fortuna con El caballero de la rosa. La noticia de que una obra de arte ha alcanzado un precio de decenas de millones de dólares en una subasta cada vez sorprende menos, como el hecho de que se roben obras de arte famosas. Para decirlo en pocas palabras, precisamente porque es una señal de la calidad de los genes y de la abundancia de los recursos poseídos, el arte puede intercambiarse por genes y recursos.

Hasta ahora solo nos hemos ocupado de los beneficios que el arte reporta a los individuos. Ahora bien, el arte también contribuye a definir a los grupos humanos. Los humanos siempre han formado grupos que compiten entre sí y cuya supervivencia es esencial para la transmisión individual de los genes. Buena parte de la historia de la humanidad puede resumirse en los esfuerzos de unos grupos por diezmar, esclavizar o expulsar de su territorio a otros grupos. Los vencedores se apropian de las tierras de los vencidos, y a veces de sus mujeres, privando a estos de la oportunidad de perpetuar sus genes. Ahora bien, la cohesión grupal, un factor fundamental para la supervivencia del grupo, depende de la cultura distintiva del grupo, en especial de la lengua, la religión y el arte (incluidos los relatos y las danzas). Tener un material genético mejor que el de la mayoría de los miembros de la tribu no reporta ningún beneficio si toda la tribu resulta aniquilada por sus enemigos.

Llegados a este punto, muchos lectores estarán sin duda pensando que me he excedido en la defensa de la utilidad del arte. ¿Acaso no se puede disfrutar simplemente del arte, sin convertirlo en signo de estatus o de sexo? ¿No hay muchos artistas que permanecen célibes? ¿Acaso no hay medios de seducción más sencillos que tomar clases de piano durante diez años? ¿No es la satisfacción personal uno de los móviles (o el móvil) fundamentales de la creación artística, como en el caso de Siri y Congo?

La respuesta es afirmativa en todos los casos. La expansión de los comportamientos más allá de su función original es un rasgo típico de todas las especies cuya eficacia a la hora de alimentarse les proporciona mucho tiempo de ocio, es decir, de las especies que han conseguido controlar los problemas de la supervivencia. Los jardineros y las aves del paraíso disponen de mucho tiempo de ocio porque son aves de gran tamaño que apenas encuentran rivales que les dificulten hacerse con los frutos silvestres de los que se alimentan. Los humanos disponemos de mucho tiempo de ocio porque utilizamos herramientas para conseguir nuestros alimentos. Los animales con tiempo libre a su disposición pueden dedicarlo a crear señales de distinción que les hagan destacar entre sus congéneres. Con el tiempo, esas conductas llegan a desempeñar otras funciones, tales como transmitir información (tal vez una de las funciones de las pinturas rupestres de los animales que cazaban los cromagnones), aliviar el aburrimiento (un verdadero problema para los monos y elefantes en cautividad), canalizar la energía neurótica (que constituye un problema tanto para los humanos como para los animales que no viven en libertad) o simplemente proporcionar placer. Afirmar que el arte es útil no equivale a negar que proporciona placer. De hecho, si no estuviéramos programados para disfrutar del arte, este no podría cumplir la mayoría de sus funciones útiles.

Quizá ahora estemos preparados para responder a la pregunta de por qué el arte, tal como lo conocemos, es característico del ser humano y de ningún otro animal. Si los chimpancés de los zoológicos pintan, ¿por qué no pintan los chimpancés que viven en libertad? Una respuesta plausible es que los chimpancés en libertad deben dedicar todo su tiempo a los problemas de encontrar comida, sobrevivir y defenderse de los grupos de chimpancés rivales. Si los chimpancés salvajes tuvieran más tiempo libre y los medios de fabricar pintura, sin duda se dedicarían a pintar. La prueba de que esta teoría es cierta es que ha ocurrido en la realidad: los humanos seguimos siendo chimpancés en un 98 por ciento de nuestros genes.