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La historia de los tres chimpancés
La próxima vez que el lector visite un zoo, le encarezco que no deje de echar un vistazo a las jaulas de los simios y que realice el ejercicio mental de imaginar que esos simios han perdido la mayor parte de su pelaje y que en una jaula vecina hay algunos infortunados humanos despojados de toda vestimenta y privados de la facultad del habla, aunque normales en todos los demás aspectos. A continuación pediría al lector que intentase adivinar el porcentaje del programa genético, digamos un 10, un 50 o un 99 por ciento, que los chimpancés comparten con los humanos.
La siguiente pregunta que podría formularse el lector es por qué exhibimos enjaulados a esos simios y utilizamos a otros en experimentos médicos, cuando estas prácticas están prohibidas en el caso de los seres humanos. Supongamos que el 99,9 por ciento de los genes de los chimpancés fueran idénticos a los de los humanos y que las diferencias que nos separan de ellos se debieran únicamente a una proporción mínima de genes. ¿Seguiríamos pensando que es correcto enjaularlos y experimentar con ellos? Pensemos en las desafortunadas personas que sufren una deficiencia mental y cuya capacidad para resolver problemas, cuidarse a sí mismas, comunicarse, participar en las relaciones sociales y sentir dolor es mucho menor que la de los simios. ¿En virtud de qué lógica se prohíbe realizar experimentos con esas personas y se permite en el caso de los simios?
Podría argumentarse que basta con tener en cuenta que los simios son «animales» y los humanos son humanos; que el código ético aplicado al trato de los humanos no debe hacerse extensivo a ningún «animal», por mucho que su programa genético se parezca al nuestro y al margen de cuál sea su capacidad para las relaciones sociales o para experimentar dolor. Ese argumento, aunque arbitrario, no carece de lógica ni puede desecharse a la ligera. En caso de aceptarlo, la ampliación de los conocimientos sobre nuestros parientes ancestrales carecerá de consecuencias éticas, lo que, no obstante, no impedirá que satisfagamos la curiosidad intelectual que nos lleva a preguntarnos de dónde provenimos. Todas las sociedades humanas han sentido la profunda necesidad de descubrir sus orígenes, y cada una de ellas ha satisfecho esa necesidad narrando su propia historia de la Creación. La historia de los tres chimpancés es la historia de la Creación de nuestra época.
El lugar que ocupamos en el reino animal se definió con bastante precisión hace siglos. Es evidente que pertenecemos al grupo de los mamíferos, el cual se caracteriza por tener el cuerpo recubierto de pelo, por los cuidados dispensados a las crías y por otra serie de características. Entre los distintos grupos de mamíferos, los humanos se inscriben a todas luces en el de los primates, que es también el de los monos y los simios. Con los primates compartimos numerosos rasgos de los que carecen la mayoría de los mamíferos, como tener uñas planas en los dedos en lugar de garras, manos prensiles, el pulgar oponible a los otros cuatro dedos y un pene que pende libremente en vez de estar unido al abdomen. Ya en el siglo n, el médico griego Galeno dedujo correctamente el lugar aproximado que los humanos ocupamos en la naturaleza al diseccionar diversos animales y descubrir que el mono era «muy similar al hombre en sus vísceras, músculos, arterias, venas, nervios, así como en la forma de los huesos».
Tampoco es difícil situarnos dentro del grupo de los primates, dado que tenemos un parecido notablemente mayor con los simios (gibones, orangutanes, gorilas y chimpancés) que con los monos. Por mencionar tan solo uno de los signos más visibles, ni los humanos ni los simios tienen rabo, pero los monos sí. Es, asimismo, evidente que los gibones, de pequeño tamaño y brazos largos, son los simios más singulares, en tanto que los orangutanes, los chimpancés, los gorilas y los humanos están unidos por un parentesco más próximo que el de cualquiera de esos grupos con los gibones. Ahora bien, profundizar en la cuestión de nuestro parentesco ha demostrado ser un problema inusitadamente intrincado que ha suscitado un intenso debate científico centrado en tres preguntas:
1. ¿Cuál es el árbol genealógico detallado del parentesco entre los humanos, los simios que existen en la actualidad y los simios ancestrales ya extinguidos? O en otros términos, ¿cuál de los simios actuales es nuestro pariente más próximo?
2. ¿Hasta qué época compartimos un antepasado común con ese simio, sea cual fuere, que es en la actualidad nuestro pariente más próximo?
3. ¿Qué proporción de nuestro programa genético compartimos con nuestro pariente simiesco más próximo?
A primera vista, parecería lógico suponer que la anatomía comparativa puede ofrecernos la respuesta a la primera de estas preguntas. La apariencia física de los humanos es particularmente semejante a la de los chimpancés y los gorilas, primates de los que, por otro lado, nos diferenciamos en rasgos evidentes, como el mayor tamaño cerebral, la postura erecta y la menor cantidad de pelo, así como en otros aspectos más sutiles. Sin embargo, un análisis más profundo revela que estos factores anatómicos no son decisivos. Las opiniones de los biólogos se han dividido en función de las características anatómicas a las que conceden mayor importancia y a la forma de interpretarlas; mientras una minoría sostiene que el orangután es el simio más próximo al ser humano, y que la rama de los chimpancés y los gorilas se separó del tronco común de los simios antes que la de los humanos y los orangutanes, otros biólogos, que constituyen una mayoría, defienden la hipótesis de que los humanos tienen un parentesco más próximo con los chimpancés y los gorilas, lo que significa que los antepasados de los orangutanes habrían emprendido su propio camino evolutivo antes que aquellas especies.
La mayoría de los biólogos partidarios de la segunda hipótesis mantienen que los gorilas y los chimpancés se parecen más entre sí que a los humanos, lo que implica que los humanos emprendieron un camino evolutivo propio antes que los gorilas y los chimpancés. Esta conclusión refleja el punto de vista lógico según el cual los chimpancés y los gorilas pueden incluirse en la categoría denominada «simios», en tanto que los humanos somos diferentes. Ahora bien, también puede pensarse que el aspecto singular de los humanos se debe a que los chimpancés y los gorilas apenas han evolucionado desde los tiempos en que compartíamos con ellos un antepasado común, en tanto que los humanos hemos experimentado unas transformaciones radicales en algunos rasgos importantes y muy visibles, como la postura erecta y el tamaño del cerebro. De ser cierta esta última hipótesis, tanto los humanos y los gorilas como los humanos y los chimpancés podrían ser las especies más próximas, aunque también cabría la posibilidad de que las tres especies ocuparan posiciones más o menos equidistantes en cuanto a su dotación genética.
Así las cosas, los anatomistas no han conseguido llegar a un consenso con respecto a la primera pregunta, es decir, a la configuración precisa de nuestro árbol genealógico. En cualquier caso, sea cual sea el árbol genealógico escogido, los estudios anatómicos no bastan por sí solos para esclarecer las preguntas segunda y tercera, es decir, en qué momento se separó el camino evolutivo de los humanos del de los simios y qué distancia genética hay entre ambas especies. No obstante, en principio parece posible que la evidencia procedente de los fósiles sirva para resolver las cuestiones del árbol genealógico y la datación, aunque no la distancia genética. Es decir, si dispusiéramos de numerosos fósiles, podríamos confiar en encontrar una serie de fósiles protohumanos y otra serie de fósiles protochimpancés cuya antigüedad fuera conocida y que convergieran en un antepasado común hace unos diez millones de años, así como restos fósiles de este ancestro común, los cuales convergerían, a su vez, con una serie de fósiles de los predecesores de los gorilas hace doce millones de años. Por desgracia, la esperanza de que el testimonio fósil pudiera iluminar estas cuestiones también se ha desvanecido, puesto que apenas se han hallado fósiles de simios africanos correspondientes al relevante período comprendido entre los últimos catorce y cinco millones de años.
La solución a las preguntas relativas a nuestro origen provino de una fuente inesperada: la biología molecular aplicada a la taxonomía de las aves. Hace unos treinta años, los biólogos moleculares comenzaron a vislumbrar la posibilidad de que los componentes químicos de las plantas y los animales hicieran las veces de «relojes» con los que medir la distancia genética y datar los momentos en que se produjeron divergencias evolutivas. La idea es la siguiente: supongamos que existe un determinado tipo de moléculas común a todas las especies y cuya estructura está genéticamente determinada en el caso de cada especie concreta. Sigamos suponiendo que esa estructura se modifica a un ritmo muy lento mediante mutaciones genéticas ocurridas en el transcurso de millones de años y que el ritmo de cambio es el mismo en todas las especies. Dos especies procedentes de un antepasado común heredarían de este la misma estructura molecular, pero, con el paso del tiempo, las mutaciones producirían cambios estructurales en las moléculas, de modo que las estructuras moleculares de las dos especies irían divergiendo gradualmente. Si supiéramos cuál es el promedio de cambios estructurales ocurridos cada millón de años, podríamos utilizar la diferencia actual entre la estructura molecular de cualquier par de especies animales relacionadas a modo de reloj y calcular el tiempo transcurrido desde que ambas especies compartieron un antecesor común.
Imaginemos, por ejemplo, que la evidencia conservada en forma de fósiles demuestra que los leones y los tigres divergieron a partir de su común antecesor hace cinco millones de años. Supongamos, asimismo, que estas dos especies solo difieren en un 1 por ciento de su estructura molecular. Si, a continuación, tomásemos a un par de especies de historia fósil desconocida y observásemos que su estructura molecular difiere en un 3 por ciento, el reloj molecular nos diría que sus vías evolutivas divergieron hace tres veces cinco millones de años, es decir, hace quince millones de años.
Aunque sobre el papel esta metodología parece muy sencilla, poner a prueba su validez ha costado grandes esfuerzos a los biólogos. Cuatro pasos previos eran necesarios para poder utilizar los relojes moleculares: en primer lugar, los científicos tenían que decidir qué molécula era más adecuada y después descubrir un método rápido de medición de los cambios de su estructura; asimismo, debían demostrar que el reloj funcionaba a un ritmo regular (es decir, que la estructura molecular realmente evoluciona al mismo ritmo en todas las especies estudiadas), y por último, establecer cuál era ese ritmo.
Hacia 1970, los biólogos moleculares ya habían resuelto los dos primeros problemas. La molécula más adecuada resultó ser el ácido desoxirribonucleico (ADN, en abreviatura), la famosa sustancia cuya estructura consiste en una doble hélice, tal como demostraron James Watson y Francis Crick, revolucionando con su descubrimiento el estudio de la genética. El ADN está compuesto por dos cadenas complementarias y de extraordinaria longitud, cada una de ellas formada por cuatro tipos de pequeñas moléculas cuya secuencia dentro de la cadena transporta toda la información genética que se transmite de padres a hijos. Un método rápido para medir los cambios en la estructura del ADN es mezclar ADN de dos especies y después calcular en cuántos grados de temperatura se reduce el punto de fusión de la mezcla de ADN (ADN híbrido) con respecto al punto de fusión del ADN puro correspondiente a una sola especie. Este método suele conocerse por el nombre de hibridación del ADN. Se ha comprobado que un punto de fusión reducido en un grado centígrado (en abreviatura, AT = 1 °C) significa que los ADN de las dos especies difieren aproximadamente en un 1 por ciento.
En la década de 1970, la biología molecular y la taxonomía eran áreas de estudio separadas entre las que apenas se producía ningún intercambio de conocimientos. Uno de los pocos taxonomistas que supieron apreciar el potencial de la nueva técnica de la hibridación de ADN fue Charles Sibley, un ornitólogo que por entonces trabajaba como profesor de ornitología y director del Museo Peabody de Historia Natural de Yale. La taxonomía ornitológica es un campo que entraña grandes dificultades, debido a las fuertes restricciones impuestas por la facultad de volar de los pájaros. Por ejemplo, las soluciones estructurales adecuadas para que un ave pueda atrapar insectos al vuelo son limitadas y, en consecuencia, las aves de hábitos similares suelen tener unas características anatómicas muy semejantes, sean cuales sean sus ancestros. Así, por ejemplo, los buitres americanos tienen un aspecto y una conducta muy parecidos a los buitres del Viejo Mundo, pese a que los biólogos han llegado a la conclusión de que los primeros están emparentados con las cigüeñas y los segundos con los halcones, y que sus semejanzas han resultado de su estilo de vida común. Descontentos con las limitaciones de los métodos convencionales para el estudio del parentesco entre las aves, Sibley y Jon Ahlquist recurrieron en 1973 al reloj de ADN y llevaron a cabo la que, hasta el momento, sigue siendo la aplicación a mayor escala de los métodos de la biología molecular a la taxonomía. Sibley y Ahlquist llegaron a aplicar el reloj de ADN a unas mil setecientas especies de aves, casi la quinta parte de las existentes, y no comenzaron a publicar los resultados de sus investigaciones hasta 1980.
A pesar de su extraordinaria trascendencia, los hallazgos de Sibley y Ahlquist suscitaron en un principio una agitada controversia, simplemente porque muy pocos científicos poseían la combinación de conocimientos necesaria para comprenderlos. Enumeraré algunas de las reacciones típicas escuchadas de boca de mis amigos científicos:
«Estoy harto de oír hablar de eso. He dejado de prestar atención a cualquier cosa que escriban esos tipos» (Un anatomista).
«Sus métodos son correctos, pero ¿cómo puede interesarle a nadie algo tan aburrido como la taxonomía de las aves?» (Un biólogo molecular).
«Es interesante, pero antes de dar crédito a sus conclusiones hay que ponerlas exhaustivamente a prueba con otros métodos» (Un evolucionista).
«Sus resultados son la Verdad Revelada: no hay más remedio que creérselo» (Un especialista en genética).
En mi opinión, este último punto de vista demostrará ser el que más se aproxima a la realidad. Los principios que sirven de fundamento al reloj de ADN son incuestionables: Sibley y Ahlquist emplearon una metodología impecable, y la consistencia interna de las medidas de la distancia genética en más de dieciocho mil hibridaciones de ADN da testimonio de la validez de sus resultados.
Demostrando tener tan buen sentido como Darwin, que dio a conocer sus investigaciones sobre la evolución de los percebes antes de entrar a examinar el explosivo tema de la evolución humana, Sibley y Ahlquist consagraron al estudio de las aves toda una década de investigaciones con el reloj de ADN. Hasta 1984 no se publicaron las primeras conclusiones extraídas de la aplicación de la misma metodología al estudio del origen de la humanidad, conclusiones que pulirían en publicaciones posteriores. Su estudio se basaba en el ADN de los humanos y en el de todos nuestros parientes próximos, el chimpancé común, el chimpancé pigmeo, el gorila, el orangután, dos especies de gibones y siete especies de monos del Viejo Mundo. En la figura 1 se resumen los resultados.
Tal como lo hubiera previsto cualquier anatomista, la diferencia genética mayor, expresada en una acusada reducción del punto de fusión del ADN, es la existente entre el ADN de los monos y el ADN de los humanos y de los simios. Con esto no se ha hecho sino asignar un número a algo con lo que todo el mundo estaba de acuerdo desde que la ciencia se interesó por los simios, a saber, que los humanos y los simios tienen entre sí un parentesco más próximo que con los monos. Expresándolo en términos numéricos, los monos tienen el 93 por ciento de la estructura del ADN en común con los humanos y los simios, y difieren de ellos en un 7 por ciento.
La segunda diferencia por orden de importancia: el 5 por ciento que separa el ADN de los gibones del ADN de otros simios y de los humanos tampoco constituye sorpresa alguna. Este dato confirma la opinión generalmente aceptada de que los gibones son los simios más alejados de los humanos, y que estos tienen mayores afinidades con los gorilas, los chimpancés y los orangutanes. Estudios anatómicos recientes han demostrado que entre estos tres últimos grupos de simios, los orangutanes son los más singulares, conclusión que de nuevo concuerda con los resultados de las pruebas de ADN, que arrojan una diferencia del 3,6 por ciento entre el ADN de los orangutanes y el de los humanos, gorilas y chimpancés. La evidencia geográfica confirma que estas tres especies se separaron de los gibones y los orangutanes hace mucho tiempo, puesto que estos dos últimos grupos solo se encuentran en el sudeste de Asia, ya sea en forma de fósiles o de especímenes vivos, en tanto que los gorilas y los chimpancés actuales y los fósiles humanos más antiguos están concentrados en África.
FIGURA 1. Para estudiar la genealogía de cualquier par de primates superiores de nuestros tiempos deben seguirse las líneas que parten de su nombre hasta el punto negro que las conecta. Los números de la izquierda indican el porcentaje de ADN en que difieren, y los de la derecha son una estimación de los millones de años transcurridos desde el momento en que compartieron un ancestro común. Por ejemplo, el chimpancé común y el chimpancé pigmeo difieren en alrededor de un 0,7 por ciento de su ADN y separaron sus líneas evolutivas hace unos tres millones de años; los humanos diferimos en un 1,6 por ciento de nuestro ADN de ambas especies de chimpancés y nos separamos de nuestro ancestro común hace unos siete millones de años; los gorilas difieren en aproximadamente un 2,3 por ciento de su ADN de los humanos y los chimpancés, y se separaron hace unos diez millones de años del ancestro común que luego compartiríamos los humanos con las dos especies de chimpancés.
Los resultados relativos a las semejanzas tampoco resultan insólitos: los ADN más similares son los de los chimpancés comunes y los chimpancés pigmeos, idénticos en un 99,3 por ciento y diferentes en solo un 0,7 por ciento. Estas dos especies de chimpancés tienen una apariencia tan semejante que hasta 1929 los anatomistas ni siquiera se preocuparon de darles nombres diferentes. Los chimpancés que habitan en la zona ecuatorial del centro del Zaire recibieron el nombre de «chimpancés pigmeos» porque tienen un tamaño ligeramente menor (así como una constitución menos recia y unas patas más largas) que los «chimpancés comunes», que pueblan la franja de África situada al norte del ecuador. Ahora bien, los descubrimientos sobre la conducta de los chimpancés realizados en los últimos años han puesto de manifiesto que esas modestas diferencias anatómicas encubren considerables diferencias en el campo de la biología reproductiva. Tal como los humanos, y a diferencia de los chimpancés comunes, los chimpancés pigmeos adoptan una amplia gama de posturas para la copulación, incluida la postura cara a cara; la iniciativa para la copulación no es una prerrogativa exclusiva de los machos, que la comparten con las hembras; las hembras son sexualmente receptivas durante casi todo el mes, y no solo durante un breve período a mediados de mes; y, por último, existen fuertes vínculos entre las hembras y entre machos y hembras, y no solo entre los machos. Evidentemente, la pequeña diferencia genética (de un 0,7 por ciento) que separa a los chimpancés pigmeos de los comunes tiene consecuencias importantes en la fisiología y los roles sexuales. El tema de las diferencias genéticas mínimas que poseen consecuencias notables volverá a tocarse en este capítulo y en el siguiente a propósito del caso de los humanos y los chimpancés.
En todos los ejemplos analizados hasta el momento, la evidencia anatómica relativa al parentesco era de por sí bastante convincente, y los resultados de los estudios realizados con ADN se han limitado a confirmar las conclusiones previas de los anatomistas. Ahora bien, los estudios basados en el ADN han conseguido resolver un problema insoluble para la anatomía, el de la relación entre humanos, gorilas y chimpancés. Tal como se ve en la figura 1, los humanos difieren de los chimpancés comunes y de los pigmeos en aproximadamente un 1,6 por ciento del ADN y comparten con ellos el 98,4 por ciento del ADN. Las diferencias entre los humanos y los chimpancés, por un lado, y los gorilas, por otro, es algo mayor, en torno al 2,3 por ciento.
En este punto haremos una pausa con objeto de asimilar la trascendencia de estas cifras.
El gorila debió de separarse de nuestro árbol genealógico un poco antes de que los humanos y los chimpancés emprendieran vías evolutivas independientes. Los chimpancés, y no los gorilas, son nuestros parientes más próximos, o dicho de otro modo, el pariente más próximo del chimpancé no es el gorila, sino el ser humano. La taxonomía convencional ha reforzado nuestras tendencias antropocéntricas al afirmar que existía una dicotomía fundamental entre el poderoso ser humano, que se alza en solitario en la cima de la evolución, y los demás simios, seres inferiores sumidos en el abismo de la bestialidad. Es posible, sin embargo, que en el futuro los taxonomistas vean la realidad desde el punto de vista de los chimpancés, reconociendo que existe una dicotomía no muy acusada entre unos simios ligeramente más evolucionados (los tres chimpancés, incluido el «chimpancé humano») y otros algo menos evolucionados (gorilas, orangutanes y gibones). La distinción tradicional entre «simios» (definidos como chimpancés, gorilas, etcétera) y humanos responde a una falsa interpretación de los hechos.
La distancia genética (1,6 por ciento) que separa a los humanos de los chimpancés pigmeos y comunes apenas duplica la que separa a los chimpancés pigmeos de los comunes (0,7 por ciento), es menor que la que se da entre dos especies de gibones (2,2 por ciento) y entre dos especies de aves de América del Norte tan próximas como las oropéndolas de ojos rojos y las de ojos blancos (2,9 por ciento). Así, por ejemplo, la hemoglobina principal de la sangre humana, es decir, la proteína portadora de oxígeno que confiere a la sangre su característico color rojo, es idéntica en las doscientas ochenta y siete unidades que la componen a la hemoglobina de los chimpancés. En este aspecto, como en la mayoría, los humanos no somos sino la tercera especie de los chimpancés, y todo lo que pueda decirse al respecto de los chimpancés comunes y pigmeos es extensible a los humanos. Todos los rasgos visibles importantes que nos distinguen de los demás chimpancés —postura erecta, gran tamaño cerebral, facultad del habla, escaso vello corporal y vidas sexuales peculiares— están necesariamente determinados por un escaso 1,6 por ciento de nuestro programa genético.
Si las distancias genéticas entre las especies se acumulasen a un ritmo constante, funcionarían como un reloj de alta precisión. Para convertir la distancia genética en tiempo absoluto transcurrido desde el momento en que se compartió un antepasado común solo sería necesario realizar un cálculo basado en dos especies de las que se conociera tanto su distancia genética como el momento en que divergieron, este último datado a partir de los restos fósiles independientes de ambas especies. De hecho, en el caso de los primates superiores, dos estimaciones independientes permiten esclarecer esta cuestión. Por un lado, el testimonio fósil indica que la divergencia entre los monos y los simios se produjo entre los últimos veinticinco y treinta millones de años, y las pruebas de ADN revelan que esas especies difieren en un 7,3 por ciento de su dotación genética. Por otro lado, la vía evolutiva de los orangutanes se separó de las de los chimpancés y los gorilas entre los últimos doce y dieciséis millones de años, y hoy día esas especies difieren en un 3,6 por ciento de su ADN. Al comparar estos dos ejemplos, se observa que la duplicación del tiempo evolutivo —el salto de entre doce y dieciséis millones de años a entre veinticinco y treinta millones de años— comporta una duplicación de la distancia genética (del 3,6 al 7,3 por ciento del ADN). Debe concluirse, en consecuencia, que el reloj de ADN ha funcionado con bastante precisión entre los primates superiores.
Con esta metodología, Sibley y Ahlquist llegaron a establecer la escala temporal correspondiente a la evolución de la especie humana. Puesto que la distancia genética entre humanos y chimpancés (1,6 por ciento) equivale aproximadamente a la mitad de la distancia genética entre orangutanes y chimpancés (3,6 por ciento), los humanos debemos de haber recorrido una vía evolutiva independiente durante aproximadamente la mitad de los doce a dieciséis millones de años de que dispusieron los orangutanes para acumular sus diferencias genéticas con respecto a los chimpancés. Es decir, los humanos y los «otros chimpancés» emprendieron caminos evolutivos independientes entre hace unos seis y ocho millones de años. Prosiguiendo con el mismo razonamiento, los gorilas se separaron del antecesor común de las tres especies de chimpancés hace unos nueve millones de años, en tanto que las líneas evolutivas de los chimpancés pigmeos y los chimpancés comunes divergieron hace unos tres millones de años. Sin embargo, cuando en 1954 inicié mis estudios universitarios de antropología física, los libros de texto prescritos afirmaban que los humanos habían divergido de los simios entre los últimos quince y treinta millones de años. Vemos, por tanto, que el reloj genético apoya una conclusión muy controvertida, la misma que se extrae utilizando otros relojes moleculares basados en las secuencias de aminoácidos de las proteínas, en el ADN mitocondrial y en el pseudogén de las globinas de ADN. Todas estas mediciones coinciden en señalar que los humanos han tenido una historia muy breve como especie independiente de los demás simios, mucho más breve de lo que solía suponer la paleontología.
¿Qué nos dicen estos resultados sobre la posición ocupada por los humanos en el reino animal? Los biólogos clasifican a los seres vivos en categorías jerárquicas, cada una de las cuales incluye seres más afines que la anterior: subespecie, especie, género, familia, súperfamilia, orden, clase y phylum. La Enciclopedia Británica, como todos los textos de biología que ocupan mis estantes, afirma que los humanos y los simios pertenecen al mismo orden, el de los primates, así como a la misma súperfamilia, denominada Hominoidea, pero a familias diferentes, la de los Hominidae y la de los Pongidae, respectivamente. La decisión de si las investigaciones de Sibley y Ahlquist alteran o no esta clasificación dependerá de la concepción de la taxonomía que se adopte. Los taxonomistas convencionales agrupan a las especies en categorías superiores, basándose en criterios en cierto modo subjetivos sobre la importancia de las diferencias que las separan. Esos taxonomistas sitúan a los humanos en una familia independiente atendiendo a sus rasgos funcionales distintivos, como el gran tamaño cerebral y la bipedación, y una clasificación de esa índole no se verá afectada por las medidas de la distancia genética.
No obstante, otra escuela taxonómica, denominada cladística, argumenta que la clasificación debería fundarse en criterios objetivos y uniformes, como la distancia genética y los momentos de divergencia de las líneas evolutivas. Todos los taxonomistas coinciden hoy día en que las oropéndolas de ojos rojos y de ojos blancos pertenecen al género Víreo, y en que las distintas especies de gibones son del género Hylobates. Ahora bien, los miembros de estos pares de especies están más alejados entre sí en términos genéticos que los humanos y los chimpancés, y, por otro lado, sus líneas evolutivas divergieron hace más tiempo. Así pues, atendiendo a este criterio, los humanos no constituyen una familia separada, ni siquiera un género aparte, sino que pertenecen al mismo género que los chimpancés comunes y pigmeos. Dado que el género Homo, el de los humanos, se definió antes que el de Pan, acuñado para los «otros» chimpancés, Homo tiene prioridad según las reglas de la nomenclatura zoológica. Debemos concluir, por tanto, que en la actualidad coexisten en la Tiérra tres especies del género Homo: el Homo troglodytes o chimpancé común; el Homo paniscus o chimpancé enano, y el tercer chimpancé, que es el Homo sapiens o chimpancé humano. Puesto que los gorilas no son muy distintos de las otras especies, casi podría considerárseles con igual fundamento la cuarta especie del género Homo.
Pero incluso los taxonomistas partidarios de la cladística son antropocéntricos, por lo que incluir a humanos y chimpancés en un mismo género, sin duda supondría para ellos un amargo trance. No obstante, es indudable que cuando quiera que los chimpancés aprendan cladística, o el día en que los taxonomistas del espacio exterior visiten la Tierra para hacer el inventario de sus habitantes, no se pararán en mientes a la hora de adoptar la nueva clasificación.
¿Cuáles son los genes concretos que diferencian a los humanos de los chimpancés? Antes de entrar a considerar esta cuestión, será preciso que comprendamos cómo funciona el ADN, nuestro material genético.
Es posible que una gran parte del ADN de los humanos, cuya función es desconocida, sea un «desecho molecular», es decir, moléculas de ADN que se han duplicado o han perdido las funciones que desempeñaban antes y que la selección natural no ha eliminado del cuerpo porque carecen de efectos nocivos. Entre las funciones conocidas del resto del ADN, las principales están asociadas con las largas cadenas de aminoácidos denominadas proteínas. Algunas proteínas componen una parte mayoritaria de nuestra estructura corporal (como la queratina del pelo y el colágeno de los tejidos conjuntivos), en tanto que otras proteínas denominadas enzimas sintetizan o descomponen la mayoría de las demás moléculas que forman nuestro organismo. Las secuencias formadas por las pequeñas moléculas que componen el ADN (nucleótidos) determinan la secuencia de aminoácidos de las proteínas del organismo. Otras partes del ADN desempeñan la función de regular la síntesis de las proteínas.
Entre los rasgos observables de los humanos, los más sencillos de comprender desde el punto de vista genético son los derivados de una única proteína o de un único gen. Por ejemplo, la proteína que transporta el oxígeno de la sangre, que, como ya se ha dicho, se denomina hemoglobina, está compuesta por dos cadenas de aminoácidos, cada una de ellas determinada por una única porción de ADN (por un único «gen»). Esos dos genes carecen de otros efectos observables que no sean la especificación de la estructura de la hemoglobina, proteína que solo se encuentra en los glóbulos rojos de la sangre, y a la inversa, la estructura de la hemoglobina está totalmente especificada por esos genes. Los alimentos que ingerimos y el ejercicio que realizamos pueden condicionar la cantidad de hemoglobina que tenemos en la sangre, pero no los pormenores de su estructura.
La situación que acabamos de describir es la más sencilla, pero también existen genes que ejercen una influencia en muchos rasgos observables. Por ejemplo, la afección genética letal, denominada enfermedad de Tay-Sachs, comporta muchas anomalías tanto conductuales como anatómicas: excesiva secreción salival, rigidez corporal, piel amarillenta y desarrollo anormal de la cabeza, entre otros síntomas. En este caso, sabemos que todos los efectos observables resultan de los cambios ocurridos en una única enzima determinada por el gen de Tay-Sachs, pero desconocemos de qué manera exacta se operan esos cambios. Dado que la enzima en cuestión forma parte de muchos tejidos corporales y actúa descomponiendo uno de los elementos más comunes de las células, las alteraciones que la afectan poseen consecuencias generalizadas y, en última instancia, mortales. A la inversa, hay rasgos (como la altura en la edad adulta) que sufren la influencia simultánea de numerosos genes y de diversos factores ambientales (por ejemplo, la nutrición durante la infancia).
Los científicos han llegado a comprender con precisión la función de numerosos genes que actúan sobre proteínas individuales conocidas, pero no así la función desempeñada por los genes que contribuyen a especificar rasgos que tienen una pluralidad de fuentes, como es el caso de la mayor parte de los comportamientos. Sería absurdo pensar que algunos signos distintivos de la humanidad, como el arte, el lenguaje y la agresión, dependen de la influencia de un único gen. Las diferencias conductuales entre los individuos humanos están sujetas a importantes influencias ambientales y su posible condicionamiento genético es una cuestión muy debatida. Ahora bien, es probable que los comportamientos que difieren consistentemente entre los chimpancés y los humanos estén genéticamente determinados, aunque aún no se han podido identificar los genes de los que dependen esas diferencias. Por ejemplo, la facultad del habla, característica de los humanos de la que carecen los chimpancés, depende a buen seguro de los genes que determinan la anatomía del aparato vocal y de las conexiones cerebrales. Un psicólogo adoptó a un pequeño chimpancé de la edad de su hija y los crió juntos, pero el chimpancé siguió pareciendo un chimpancé y no aprendió a hablar ni a andar erguido. Por el contrario, el que un ser humano llegue a hablar con fluidez el inglés o el coreano no depende en absoluto de sus genes, sino del medio lingüístico donde transcurre su niñez, y así ha quedado demostrado en el aprendizaje lingüístico de los niños coreanos adoptados por padres de lengua inglesa.
Con estos datos en mente, ¿qué puede decirse con respecto al 1,6 por ciento de ADN que distingue a los humanos de los chimpancés? Sabemos que los genes que especifican la hemoglobina principal son idénticos en ambas especies y que otros genes muestran diferencias mínimas. En las nueve cadenas de proteínas de los humanos y los chimpancés comunes estudiadas hasta la fecha, de un total de mil doscientos setenta y un aminoácidos, tan solo cinco son diferentes: la mioglobina, un aminoácido que se encuentra en una de las proteínas de los músculos; otro que forma parte de la cadena delta, una cadena poco importante de la hemoglobina, y tres aminoácidos incluidos en la enzima denominada anhidrasa carbónica. Ahora bien, aún no se ha descubierto qué elementos del ADN son responsables de las diferencias funcionalmente significativas entre humanos y chimpancés que examinaremos en los capítulos 2 al 7: tamaño cerebral, anatomía de la pelvis, del aparato vocal y de los genitales, cantidad de vello corporal, ciclo menstrual de la hembra, menopausia y otros rasgos. Los cinco aminoácidos diferentes detectados hasta la fecha no son los responsables de estas diferencias cruciales. Por el momento, tan solo puede afirmarse con certeza que buena parte de nuestro ADN está constituido por meros desechos, como ya se ha comprobado en parte de ese 1,6 por ciento que nos distingue de los chimpancés, y que el factor determinante de todas las diferencias funcionalmente significativas debe de ser una pequeña fracción aún no identificada de ese 1,6 por ciento de ADN.
Dentro de esa pequeña fracción de ADN exclusiva de los humanos, algunas diferencias tendrán consecuencias orgánicas más importantes que otras. Para empezar, la mayoría de los aminoácidos de las proteínas pueden ser especificados por al menos dos secuencias alternativas de nucleótidos del ADN. Por ello, la transformación de una de esas secuencias en su secuencia alternativa es una mutación «silenciosa», por cuanto no produce cambios en las secuencias de aminoácidos de las proteínas. Incluso cuando la transformación de un nucleótido desencadena la sustitución de un aminoácido por otro, es posible que el nuevo aminoácido posea unas propiedades químicas muy similares o esté localizado en partes de la proteína relativamente inservibles.
No obstante, algunos componentes de las proteínas son cruciales para el funcionamiento de estas. La sustitución de un aminoácido por otro químicamente distinto en uno de esos componentes tiene muchas probabilidades de producir efectos detectables. Así, por ejemplo, la anemia falciforme, una enfermedad en muchos casos mortal, se deriva de un cambio en la solubilidad de la hemoglobina provocado por la transformación de uno solo de los doscientos ochenta y siete aminoácidos que componen la hemoglobina y que resulta, a su vez, de la transformación de solo uno de los tres nucleótidos que especifican dicho aminoácido. Aunque el cambio sea mínimo, comporta la sustitución de un aminoácido con carga negativa por otro neutro, lo que altera la carga eléctrica total de la molécula de hemoglobina.
Como ya se ha dicho, no sabemos en qué genes o nucleótidos radican las claves de las diferencias entre humanos y chimpancés, pero sí se conocen numerosos ejemplos en los que un único gen o un grupo reducido de genes producen efectos importantes. Acabamos de referirnos a las notorias diferencias que distinguen a los afectados por la enfermedad de Tay-Sachs de las personas sanas, diferencias que ejemplifican cómo la alteración de una sola enzima puede afectar a los individuos de una misma especie. En lo tocante a las diferencias entre especies emparentadas, los cíclidos del lago Victoria, en África, constituyen un buen ejemplo. Los cíclidos son peces muy cotizados en los acuarios, de los que unas doscientas especies habitan exclusivamente en el lago Victoria, habiendo evolucionado a partir de un único antepasado común en el transcurso de unos doscientos mil años. Esas doscientas especies difieren en sus hábitos alimentarios tanto como los tigres y las vacas. Algunos cíclidos se nutren de algas, otros capturan peces, otros trituran caracoles de diversos modos, y aún otros se alimentan de plancton, insectos, partículas prendidas en las escamas de otros peces, o bien se especializan en devorar los embriones de otros peces, arrebatándoselos a sus madres. A pesar de estas diferencias, los distintos tipos de cíclidos del lago Victoria solo se distinguen por término medio en alrededor del 0,4 por ciento del ADN estudiado. Así pues, las mutaciones necesarias para transformar a un pez capaz de triturar caracoles en un asesino de bebés fueron menores que las requeridas para que el ser humano surgiera del simio.
¿Tienen los descubrimientos sobre la distancia genética entre humanos y chimpancés implicaciones de mayor alcance que las meras cuestiones técnicas de la nomenclatura taxonómica? Probablemente, las implicaciones fundamentales son las que conciernen a nuestro modo de situar a los humanos y a los simios en el universo. Los nombres no son meros detalles técnicos, sino que expresan y crean actitudes. (Si el lector desea convencerse de esto, le sugerimos que esta misma noche realice el ensayo de saludar a su pareja llamándola «cariño» o «asquerosa basura» sin cambiar el tono de voz ni la expresión). Los últimos descubrimientos no indican qué idea deberíamos formarnos sobre los humanos y los simios; ahora bien, tal como ocurrió con El origen de las especies de Darwin, probablemente influirán en la idea que ya nos hemos formado, aunque tengan que pasar muchos años para que reajustemos nuestras actitudes. Mencionaremos tan solo un ejemplo de una de las áreas controvertidas que pueden verse afectadas: la utilización de los simios.
En la actualidad, establecemos una división radical entre los animales, incluidos los simios, y los humanos, división que sirve de guía a nuestro código ético y a nuestras acciones. Así, por ejemplo, como ya se ha señalado al comienzo del capítulo, consideramos normal exhibir a simios enjaulados en los zoológicos, aunque nos parece inaceptable hacer lo mismo con los humanos. Cabe preguntarse cómo reaccionará el público cuando en el rótulo de la jaula de los chimpancés se lea a modo de identificación Homo troglodytes. Sin embargo, de no ser por la empatia que la contemplación de los simios enjaulados suscita en muchos visitantes de los zoológicos, los esfuerzos conservacionistas para proteger a los simios salvajes seguramente recibirían menor apoyo económico.
Asimismo, se ha señalado anteriormente que consideramos aceptable someter a los simios, pero no a los humanos, a experimentos letales con fines médicos. Los simios resultan útiles precisamente por su gran similitud genética con los humanos: se les pueden inocular muchas de las enfermedades que nos afectan y sus reacciones orgánicas serán similares a las nuestras. Por ello, los experimentos con simios constituyen un medio mucho más adecuado para proyectar mejoras en los tratamientos médicos que los experimentos con cualquier otro animal.
Esta elección ética plantea un problema aún más espinoso que el de enjaular a los simios en los zoológicos. Al fin y al cabo, millones de delincuentes están encerrados en condiciones peores que las de los zoológicos, pero no existe un equivalente socialmente aceptado de la investigación médica con animales en el caso de los humanos, aun cuando realizar experimentos letales con seres humanos proporcionaría a los científicos una información mucho más valiosa que la derivada de la investigación con los chimpancés. A pesar de ello, los experimentos con seres humanos realizados por los médicos de los campos de concentración nazis son generalmente considerados como la más abominable de las aberraciones del nacionalsocialismo. ¿Por qué, entonces, no supone ningún problema darles el mismo trato a los chimpancés?
La línea divisoria que indique dónde matar se convierte en asesinato y dónde comer se torna canibalismo debe trazarse en algún punto de la escala biológica que asciende desde las bacterias hasta los humanos. Para la mayoría de las personas, esa línea es la que separa a los humanos de las demás especies. Ahora bien, hay una respetable minoría de vegetarianos que se niegan a comer a cualquier otro animal, aunque no a comer vegetales, así como una minoría cada vez más influyente que milita en los movimientos en defensa de los animales y se opone a la experimentación con animales, al menos con determinadas especies. Estos movimientos centran su lucha en la experimentación con gatos, perros y primates, en menor medida en los experimentos con ratones, y, por lo general, no se pronuncian sobre la utilización de insectos y bacterias.
Un código ético que marca una distinción absolutamente arbitraria entre los humanos y las demás especies no tiene otros fundamentos que el mero egoísmo. Sin embargo, utilizando criterios de diferenciación como la inteligencia, las relaciones sociales y la capacidad de sentir dolor, se hace difícil defender una división radical entre todos los humanos y todos los animales; más bien, parece adecuado aplicar distintas restricciones éticas a la investigación con diferentes especies. Defender que las especies animales más próximas a la humana deben gozar de derechos especiales tal vez no sea sino otra manifestación de nuestro implacable egoísmo, que reemerge bajo un disfraz distinto. Con todo, siempre cabe argumentar con objetividad, basándose en las consideraciones arriba mencionadas (inteligencia, relaciones sociales, etcétera), que los chimpancés y los gorilas tienen derecho a un trato ético preferente en comparación con los insectos y las bacterias. Y si entre las especies actualmente empleadas en la investigación médica hay alguna para la que sea justificable aplicar una prohibición incondicional, esa especie es, sin lugar a dudas, la de los chimpancés.
Al dilema ético planteado por la experimentación con animales viene a sumarse, en el caso de los chimpancés, el problema de que son una especie en peligro de extinción. Así pues, la investigación médica no solo mata a ejemplares individuales, sino que está amenazando la existencia de toda una especie. Con esto no se pretende decir que la única amenaza que pende sobre las poblaciones salvajes de chimpancés sean los experimentos médicos, pues hay que tener en cuenta la influencia de la destrucción del hábitat y las capturas para los zoológicos. Basta, sin embargo, con que los requerimientos impuestos por la investigación constituyan una amenaza importante. Asimismo, otras consideraciones ahondan en el dilema ético; por ejemplo, el hecho de que durante el proceso de capturar a un chimpancé vivo (por lo general, un animal joven que va a lomos de su madre) y transportarlo hasta el laboratorio suelan morir varios chimpancés; el que los científicos del área de la medicina hayan desempeñado un papel insignificante en la lucha por la protección de las poblaciones salvajes de chimpancés, pese a que sean sus propios intereses los que están en juego; y, por último, el hecho de que con frecuencia se enjaule en condiciones crueles a los chimpancés destinados a la experimentación. El primer chimpancé utilizado para experimentos que tuve ocasión de ver había sido inoculado con un virus letal de acción muy lenta; estaba encerrado en el interior del edificio del Instituto Nacional de Sanidad de Estados Unidos, en una pequeña jaula sin ningún objeto para jugar, y allí habrían de transcurrir los varios años de vida que le quedaban por delante.
Para eludir el problema que supone diezmar las poblaciones salvajes de chimpancés, siempre es posible criar en cautividad a los individuos destinados a servir como sujetos experimentales. Pero esta solución no resuelve el dilema básico, como tampoco en el siglo pasado se hizo aceptable la esclavitud cuando se decidió esclavizar a los hijos de los negros nacidos en Estados Unidos después de que se aboliera el comercio de esclavos africanos. ¿Por qué es correcto experimentar con el Homo troglodytes y no con el Homo sapiens? Y a la inversa, ¿cómo explicar a los padres, cuyos hijos corren el riesgo de morir a consecuencia de enfermedades sobre las que se está experimentando con chimpancés criados en cautividad, que sus hijos son menos importantes que los chimpancés? En última instancia, la responsabilidad de realizar esta dolorosa elección recae en el conjunto de la ciudadanía y no exclusivamente en los científicos. Solo cabe asegurar que nuestra concepción de los humanos y los simios será un factor crucial a la hora de adoptar esa decisión.
Por último, del cambio en nuestras actitudes hacia los simios puede depender su supervivencia en el medio natural. Hoy día, las poblaciones de simios están particularmente amenazadas por la destrucción de las selvas tropicales de África y Asia, y por las capturas y matanzas legales e ilegales. Si las tendencias actuales persisten, para el tiempo en que los niños nacidos este año tengan edad de ingresar en la universidad, el gorila de las montañas, el orangután, el gibón crestado, el gibón de Kloss y posiblemente otros simios tan solo vivirán en los zoológicos. Sermonear a los gobiernos de Uganda, el Zaire o Indonesia sobre su obligación moral de proteger a los simios salvajes no es suficiente. Estos países apenas tienen recursos, y la creación y el mantenimiento de parques nacionales requiere grandes inversiones. Si los humanos, en calidad de tercera especie de los chimpancés, decidimos que merece la pena salvar a las otras dos especies, seremos los habitantes de los países ricos los que tendremos que correr con la mayoría de los gastos que comporta ese proyecto. Desde el punto de vista de los simios, el efecto principal de las enseñanzas que haya podido aportarnos la historia de los tres chimpancés será nuestra buena disposición para sufragar esos gastos.