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La selección sexual
y el origen de las razas humanas

«¡Hombre blanco! Mire a ese tipo que está ahí en fila con esos otros dos. El tipo primero es de la isla Buka, el segundo es de la isla Makira y el tercero de Sikaiana. ¿Qué le pasa? ¿Es que no tiene ojos para mirar? Creo que esos ojos suyos están acabados».

No, maldita sea, mis ojos no estaban tan mal. Era la primera vez que visitaba las islas Salomón, en el Pacífico sudoccidental, y le dije a mi desdeñoso guía, hablando en el inglés pidgin de la zona, que veía perfectamente las diferencias entre aquellos tres hombres que estaban en fila. El primero tenía la piel negra como el betún y el pelo muy rizado, como el del segundo, que, no obstante, tenía la piel mucho más clara, y el tercero tenía el pelo liso y los ojos más rasgados. Lo único que pasaba es que aún no conocía la apariencia distintiva de los pobladores de las diferentes islas Salomón. Pero cuando hube concluido mi primer viaje por el archipiélago, ya había aprendido a identificar a los isleños fijándome en los ojos, el pelo y el color de la piel.

Las Salomón constituyen un microcosmos de la humanidad en lo que respecta a la variabilidad de los rasgos físicos. Cualquiera puede saber de qué parte del mundo procede una persona simplemente por su apariencia, en tanto que a un antropólogo experimentado le basta con ver a una persona para «situarla» en una zona concreta de un país concreto. Por ejemplo, nadie tendría problemas para identificar a primera vista a un sueco, a un nigeriano y a un japonés que estuvieran juntos. Los rasgos variables más visibles en las personas vestidas son el color de la piel, el color y la forma de los ojos y el pelo, la constitución física y (en el caso de los hombres) la cantidad de vello facial. Cuando se trata de identificar a personas desnudas hay otros signos reveladores, como el vello corporal, el tamaño, la forma y el color de los pechos y pezones femeninos, la forma de los labios vaginales y de las nalgas, y el tamaño y el ángulo que forma con el cuerpo el pene del hombre. Todos estos rasgos variables contribuyen a definir lo que se conoce como la variabilidad racial.

Desde antiguo esas diferencias geográficas entre los seres humanos han fascinado a viajeros, antropólogos, fanáticos y políticos, al igual que al resto de los mortales. Considerando que los científicos han resuelto tantas incógnitas relativas a especies sin importancia, cabría esperar que también hubieran encontrado respuesta a la primera pregunta que uno se plantea al pensar en la especie humana: «¿Por qué los habitantes de distintas zonas geográficas tienen una apariencia diferente?». Nuestra comprensión del proceso por el que los humanos llegaron a diferenciarse de los demás animales sería incompleta si no tuviéramos en cuenta el desarrollo progresivo de los rasgos que diferencian a las poblaciones humanas. Sin embargo, el tema de la variabilidad racial de los humanos es tan explosivo que Darwin evitó tocarlo en su famosa obra El origen de las especies, publicada en 1859. Todavía hoy son pocos los científicos que osan estudiar el origen de las razas por miedo a que les tachen de racistas por el mero hecho de interesarse en el tema.

Ahora bien, hay otra razón que nos impide profundizar en la comprensión de las variaciones raciales, y no es otra que las dificultades intrínsecas del problema. Doce años después de publicar la obra en la que atribuía el origen de las especies a la selección natural, Darwin publicó otro libro de ochocientas noventa y ocho páginas en el que atribuía el origen de las razas humanas a nuestras preferencias sexuales (descritas en el capítulo anterior) y descartaba la influencia de la selección natural. Pese a la maestría de la obra, muchos lectores río quedaron convencidos y hasta el día de hoy la teoría de Darwin sobre la selección sexual (pues así la denominó) sigue siendo muy controvertida. Los biólogos suelen acudir a la selección natural para explicar las diferencias visibles entre las razas humanas, en especial las relativas al color de la piel, cuya relación con la exposición al sol parece obvia. Sin embargo, los biólogos no han conseguido ponerse de acuerdo ni siquiera en por qué la selección natural llevó al desarrollo de una piel oscura en las zonas tropicales. A continuación expondré los motivos que me hacen decantarme por la teoría de la selección sexual de Darwin y pensar que la selección natural solo ha desempeñado un papel secundario en nuestros orígenes raciales. Desde mi punto de vista, las variaciones raciales visibles son en buena medida un subproducto de la remodelación del ciclo vital humano.

En primer lugar, debemos situar el problema en su contexto y comprender que la variabilidad racial no es una característica privativa de la humanidad. En la mayoría de las especies animales y vegetales distribuidas por un ámbito geográfico amplio, incluidas todas las especies superiores de simios, salvo la especie geográficamente localizada di los chimpancés pigmeos, también se producen variaciones geográficas. Las diferencias son tan acusadas en algunas especies de aves, como el gorrión coronado de blanco de América del Norte y la lavandera boyera de Eurasia, que los ornitólogos experimentados pueden identificar el lugar aproximado de origen de un espécimen observando su plumaje.

Entre los simios, la variabilidad abarca muchas de las características que varían geográficamente entre los humanos. Por ejemplo, entre las tres lazas descritas de gorilas, los de las llanuras occidentales tienen el cuerpo más pequeño y el pelaje grisáceo o marrón, mientras los gorilas de las montañas son los que tienen el pelaje más largo, y los de las llanuras del este tienen el pelaje negro, como los de las montañas. Asimismo, las razas de gibones de manos blancas se distinguen por la longitud y el color del pelaje (de distintos tonos de negro, marrón, rojizo o gris), el tamaño de los dientes y la prominencia de las mandíbulas y de los arcos superciliares. Todos los rasgos variables de estas dos especies también varían entre las poblaciones humanas.

¿Cómo se determina si diferentes poblaciones animales de distintas zonas constituyen especies diferentes o, por el contrario, pertenecen a una misma especie y son tan solo razas (o subespecies) distintas? Tal como se ha explicado anteriormente, la distinción se basa en el cruzamiento de sus individuos en circunstancias normales: si se les da la oportunidad, los miembros de una misma especie se cruzarán con normalidad, en tanto que los de especies diferentes no lo harán. (No obstante, las especies muy próximas, que no se cruzarían viviendo en libertad, como los leones y los tigres, pueden llegar a hacerlo en cautividad cuando no tienen otra alternativa). Según este criterio, todas las poblaciones humanas actuales pertenecen a la misma especie, puesto que siempre que los habitantes de distintas regiones han entrado en contacto, se ha producido cierta mezcla interracial, incluso entre pueblos de apariencia tan diferente como los bantúes y los pigmeos africanos. Entre los humanos, como en las demás especies, dos o más poblaciones pueden llegar a fundirse en una gradación de tipos interraciales, con lo que la clasificación de razas se torna una cuestión arbitraria. Aplicando el principio de la procreación híbrida, los grandes gibones siamang son una especie diferente de los gibones de menor tamaño, puesto que ambos ocupan las mismas zonas sin que se produzca ninguna hibridación entre ellos. El mismo criterio nos lleva a catalogar con bastante certeza a los hombres de Neanderthal como una especie distinta del Homo sapiens, dado que no se han descubierto esqueletos híbridos, pese a que, al parecer, los neanderthales entraron en contacto con los cromagnones.

La variabilidad racial ha caracterizado a la especie humana al menos durante varios milenios y, probablemente, desde hace mucho más tiempo. Ya hacia el año 450 a. C., el historiador griego Heródoto describió a los pigmeos de África occidental, a los negros etíopes y a una tribu rusa de ojos azules y pelo rojizo. Las pinturas antiguas, las momias egipcias y peruanas y los cuerpos preservados en pozos de limo en Europa confirman que las personas de hace varios milenios se diferenciaban por el pelo y las facciones tanto como las personas actuales. Y aún se puede retroceder más en el tiempo para situar el origen de las razas humanas, dado que los cráneos fosilizados de al menos diez mil años de antigüedad difieren de una región a otra en características semejantes a las que hoy día diferencian a las razas de esas regiones. Más controvertidos son los estudios de algunos antropólogos —refutados por otros— que informan sobre la continuidad de las características craneanas raciales durante varios milenios. Si están en lo cierto, parte de las variaciones existentes entre las razas humanas actuales podrían provenir de los tiempos previos al gran salto adelante, quizá de la época del Homo erectus.

A continuación intentaremos dilucidar si las diferencias geográficas visibles que distinguen a las razas humanas se deben principalmente a la selección natural o a la selección sexual. En primer lugar, examinaremos los argumentos en favor de la selección natural, es decir, de la selección de los rasgos que favorecen la supervivencia. Hoy día ningún científico niega el hecho de que la selección natural es responsable de muchas de las diferencias que distinguen a las especies, como, por ejemplo, el que los leones posean zarpas con uñas afiladas y los humanos dedos prensiles. Nadie niega tampoco que la selección natural explica parte de las variaciones geográficas («variabilidad racial») en algunas especies animales. Por ejemplo, los armiños (de la especie de las comadrejas), que habitan en zonas de nieves invernales, cambian de color con las estaciones, del pardo veraniego al blanco invernal, en tanto que las comadrejas de las zonas más meridionales conservan el color pardo a lo largo de todo el año. Esa diferencia racial favorece la supervivencia, puesto que una comadreja blanca resaltaría contra un fondo pardusco y sería vulnerable a los depredadores, pero ese color le sirve de camuflaje en un paisaje cubierto de nieve.

Por similares razones, la selección natural explicará algunas de las variaciones geográficas de la especie humana. Muchos negros africanos poseen el gen de la hemoglobina falciforme, puesto que este protege contra la malaria, una enfermedad tropical muy mortífera, pero no hay ningún sueco que posea ese gen. Entre los rasgos fisiológicos geográficamente localizados y que han resultado de la selección natural pueden incluirse con seguridad los grandes pulmones de los indios andinos (que les facilitan la extracción del oxígeno del aire purísimo de las elevadas altitudes donde habitan), la compacta constitución de los esquimales (apropiada para conservar el calor), la esbeltez de los sudaneses del sur (adecuada para eliminar el calor) y los ojos rasgados de los habitantes del norte de Asia (que les protegen contra el frío y contra el reflejo de los rayos solares en la nieve). Todos los ejemplos citados son fáciles de comprender.

Ahora bien, ¿puede explicar la selección natural las diferencias raciales que primero acuden a la mente, es decir, el color de la piel, los ojos y el pelo? Si ese fuera el caso, cabría esperar que el mismo rasgo (por ejemplo, los ojos azules) se repitiera en distintas zonas del mundo que comparten un clima similar, y que los científicos llegaran a un acuerdo relativo a las ventajas reportadas por dicho rasgo.

A primera vista, el color de la piel parece el rasgo más fácil de explicar. Las pieles de los humanos cubren un espectro de colores que va desde distintas tonalidades de negro, pasando por el marrón, el cobrizo y el amarillo, hasta el rosáceo, con pecas o sin ellas. La explicación convencional del desarrollo de este rasgo a través de la selección natural es la siguiente: los habitantes de la soleada África tienen la piel oscura, como también (se supone) los habitantes de otros lugares donde calienta mucho el sol, como el sur de la India y Nueva Guinea; se dice que el color de la piel se torna más pálido a medida que uno se aleja del ecuador en ambas direcciones, hasta llegar a la Europa nórdica, donde se dan los tonos más pálidos de piel. Obviamente, las pieles oscuras se desarrollaron en aquellos pueblos que sufrían una mayor exposición a la luz solar. El mismo proceso explica por qué la piel de los blancos se oscurece bajo el sol veraniego (¡o bajo los rayos UVA de los salones de belleza!), con la diferencia de que ese bronceado es una respuesta reversible en vez de una característica genética. La función que desempeña una piel oscura en una zona muy soleada también es evidente: actuar como protección contra las quemaduras solares y el cáncer de piel. Las personas de raza blanca que pasan mucho tiempo al aire libre y bajo el sol tienden a contraer cáncer de piel en las partes del cuerpo más expuestas, es decir, la cabeza y las manos. ¿Es cierto todo esto?

Por desgracia, la cuestión no es tan simple. Ante todo, el cáncer de piel y las quemaduras solares tienen unos efectos debilitadores moderados y causan escasas muertes. Como agentes de la selección natural, su impacto es trivial si se compara con el de las enfermedades infecciosas infantiles. En consecuencia, se han propuesto numerosas teorías alternativas para explicar la supuesta gradación del color de la piel desde los polos hasta el ecuador.

Una de las teorías alternativas más populares es la que señala que los rayos ultravioleta favorecen la formación de vitamina D en una capa de la piel situada bajo la capa pigmentada principal. En consecuencia, puede pensarse que los pueblos de las zonas tropicales han desarrollado una piel oscura con objeto de prevenir las enfermedades renales provocadas por el exceso de vitamina D, mientras que los habitantes de Escandinavia, donde el invierno es largo y oscuro, han desarrollado una piel pálida a modo de prevención contra el raquitismo, enfermedad causada por la deficiencia de vitamina D. Con esta teoría compiten otras dos que también gozan de amplia aceptación. La primera afirma que las pieles oscuras sirven para proteger los órganos internos contra el exceso de calor provocado por los rayos infrarrojos del sol tropical; la segunda teoría postula precisamente lo contrario, es decir, que la oscuridad de la piel contribuye a la conservación del calor corporal cuando la temperatura desciende. Quien no se dé por convencido con ninguna de estas cuatro teorías, tal vez encuentre más sugerente alguna de las cuatro que resumiremos a continuación: que la piel oscura sirve como camuflaje en la selva; que las pieles pálidas son menos vulnerables a la congelación; que las pieles oscuras protegen contra el envenenamiento por berilio en los trópicos y que en las zonas tropicales las pieles pálidas provocan una deficiencia de la vitamina denominada ácido fólico.

Dada la coexistencia de al menos ocho teorías sobre las causas de que los pueblos de los climas soleados tengan la piel oscura, sería imposible afirmar que hemos llegado a descifrar este fenómeno, lo cual, sin embargo, no equivale a negar que la selección natural sea la responsable del oscurecimiento de la piel en los climas tórridos. Al fin y al cabo, ese color de piel podría ofrecer múltiples ventajas y es posible que algún día los científicos lleguen a descubrirlas. No obstante, la principal objeción contra cualquiera de las teorías basadas en la selección natural es la escasa consistencia de la asociación entre pieles oscuras y climas soleados. Los pueblos nativos de algunas zonas sin excesiva incidencia de la luz solar, como Tasmania, tenían la piel muy oscura, mientras que los habitantes de las zonas tropicales y muy soleadas del sudeste de Asia tienen la piel simplemente tostada. Ningún pueblo amerindio tiene la piel negra, ni siquiera los de las zonas tórridas del Nuevo Mundo. Cuando se tiene en cuenta la nubosidad, las zonas menos iluminadas del mundo, que reciben por término medio menos de tres horas y media de luz solar, incluyen áreas del África occidental ecuatorial, de la China meridional y de Escandinavia, respectivamente habitadas por algunos de los pueblos de piel más negra, más amarilla y más pálida que hay en el mundo. En el archipiélago de las Salomón, donde el clima es más o menos uniforme, pueblos de piel negrísima se yuxtaponen a corta distancia a otros de piel más clara. La conclusión evidente es que la luz solar no ha sido el único factor selectivo que ha influido en el color de la piel.

Ante estas objeciones, la reacción inmediata de los antropólogos es plantear otra objeción: el factor temporal. Esta argumentación pretende explicar la existencia de pueblos tropicales de piel pálida alegando que la migración de esos pueblos a los trópicos no tiene la antigüedad necesaria como para que hayan podido desarrollar pieles más oscuras. Por ejemplo, es probable que los antepasados de los amerindios llegaran al Nuevo Mundo hace tan solo once mil años, un período probablemente insuficiente para que la evolución haya producido un color de piel negro en la América tropical. Ahora bien, una vez que se invoca el factor temporal para desmontar las objeciones contra la teoría que explica el color de la piel en función del clima, también habrá que considerar el factor temporal en el caso de los pueblos que supuestamente la ratifican.

Uno de los pilares de la teoría del clima es la piel pálida de los escandinavos, habitantes del frío, oscuro y brumoso norte. Sin embargo, los escandinavos se establecieron en Escandinavia hace menos tiempo que los amerindios en la Amazonia. Hasta hace unos nueve mil años, Escandinavia estaba cubierta por una capa de hielo, donde difícilmente podría haber sobrevivido ningún pueblo, ya fuera de piel clara u oscura. Los escandinavos actuales alcanzaron esas latitudes hace unos cuatro mil o cinco mil años, en el curso de la expansión de los agricultores de Oriente Próximo y de los pueblos de lengua indoeuropea del sur de Rusia. Solo cabe concluir que o bien los escandinavos adquirieron el color de su piel hace mucho tiempo, en otra zona climática, o que la adquirieron en Escandinavia, en menos de la mitad del tiempo que los indios han pasado en la Amazonia sin llegar a tener la piel oscura.

El único pueblo del que se sabe con certeza que ha habitado en la misma zona durante los últimos diez mil años son los ahora desaparecidos nativos de Tasmania. Tasmania, situada al sur de Australia, en la misma latitud templada que Chicago y Vladivostok, estuvo conectada con Australia hasta que la subida del nivel del mar la convirtió en una isla hace diez mil años. Los nativos de la Tasmania contemporánea no poseían barcos capaces de cubrir más que unas cuantas millas de navegación, de lo que se deduce que los tasmanios descendían de los colonos que llegaron a esas tierras cuando aún estaban unidas a Australia y permanecieron en ellas ininterrumpidamente hasta ser exterminados por los colonos británicos del siglo XIX. Ningún otro pueblo tuvo tanto tiempo para adaptar el color de su piel al clima de la zona, en este caso de temperatura templada, y, sin embargo, los tasmanios tenían la piel oscura, el color supuestamente adecuado para vivir en el ecuador.

Si la hipótesis de que el color de la piel depende de la selección natural no parece muy fundada, el intento de explicar con esta teoría las variaciones del color del pelo y los ojos carece de todo fundamento. No hay correlaciones consistentes de estos factores con el clima, ni tan siquiera teorías con un grado mínimo de validez que expliquen las supuestas ventajas aportadas por cada color. El pelo rubio es común en Escandinavia, de clima frío y húmedo y escasa luz solar, y también entre los aborígenes que habitan en la zona calurosa, seca y soleada del centro de Australia. ¿Qué tienen en común ambas zonas? ¿Cómo es posible que el color rubio del pelo facilite la supervivencia de los suecos a la vez que la de los aborígenes? Los ojos azules son comunes en Escandinavia, y se ha argumentado que facilitan la visión de lejos cuando la luz es neblinosa y débil. Ahora bien, ese argumento es una mera especulación que no ha sido demostrada; mis amigos de las montañas de Nueva Guinea, donde la luz es aún más neblinosa y débil, ven muy bien con sus ojos oscuros.

Los rasgos raciales para los que parece más disparatado buscar una explicación basada en la selección natural son las diferencias de los genitales y los caracteres sexuales secundarios. ¿Acaso los pechos hemisféricos están adaptados a la lluvia tropical y los pechos cónicos a la niebla invernal, o tal vez ocurre lo contrario? ¿Acaso los protuberantes labios menores de las bosquimanas les protegen contra los leones, o tal vez reducen su pérdida de agua en el desierto de Kalahari? Nadie pensará que los hombres de pecho velludo pueden pasearse tranquilamente desnudos de cintura para arriba en las latitudes árticas. Si alguien lo cree así, también debería explicar por qué las mujeres no tienen el pecho cubierto de vello, puesto que también ellas tienen que protegerse del frío.

La consideración de este tipo de hechos llevó a Darwin a renunciar a la posibilidad de atribuir la variabilidad racial humana a la selección natural, tal como él la concebía. Finalmente, Darwin desistió del intento con una sucinta afirmación: «Ni una sola de las diferencias externas entre las razas humanas cumplen una función directa ni específica». Así pues, Darwin desarrolló una teoría que le pareció más válida y, con objeto de distinguirla de la selección natural, la denominó teoría de la «selección sexual», a la que consagró todo un libro para explicarla.

La idea básica en la que se funda esta teoría es sencilla. Darwin advirtió que aunque muchas de las características de los animales no parecían contribuir a la supervivencia, sí desempeñaban una función evidente a la hora de aparearse, ya fuera atrayendo a un individuo del sexo opuesto o intimidando a un rival del mismo sexo. Algunos de los ejemplos mejor conocidos son las colas de los pavos reales, las melenas de los leones y las nalgas vivamente coloreadas de rojo de las mandriles en celo. El macho especialmente dotado para atraer a las hembras o para intimidar a sus rivales dejara más descendencia, promoviendo así la transmisión de sus genes y rasgos; en consecuencia, se trata de una selección sexual y no de una selección natural. La misma argumentación es aplicable al caso de los rasgos de las hembras.

Para que la selección sexual funcione, la evolución debe producir dos cambios simultáneos: los individuos de un sexo deben desarrollar un rasgo determinado, a la vez que los del otro sexo desarrollan la atracción hacia ese rasgo. Las mandriles no podrían permitirse tener las nalgas coloreadas de rojo si su visión repugnase a los machos hasta el punto de volverles impotentes. No obstante, la selección sexual puede llevar al desarrollo de un rasgo arbitrario siempre que este atraiga al otro sexo y que no sea demasiado perjudicial para la supervivencia. De hecho, muchos rasgos procedentes de la selección sexual parecen ser arbitrarios. Un viajero del espacio exterior que nunca hubiera visto a los humanos no podría predecir que son los hombres, y no las mujeres, los que tienen barba, que esta crece en la cara y no encima del ombligo, o que las mujeres no tienen las nalgas rojas y azules.

Un impecable experimento realizado por el biólogo sueco Malte Andersson con las viudas de cola larga de África demostró que la selección sexual puede funcionar. Durante la época de apareamiento, la cola del macho de esta especie de aves crece hasta una longitud de 51 centímetros, mientras que la de la hembra tan solo mide 7,6 centímetros. Algunos machos son polígamos y llegan a reunir a su alrededor a seis hembras, a expensas de otros machos que se quedan sin compañera. Los biólogos supusieron que las largas colas de los machos funcionaban como una señal arbitraria con la que atraer a las hembras. Por tanto, el experimento de Andersson consistió en recortar las colas de nueve machos hasta una longitud de 15 centímetros. A continuación pegó los recortes de cola a otros machos, que de ese modo pasaron a tener una cola de 76 centímetros, y después aguardó para ver dónde construían sus nidos las hembras. El resultado fue que los machos con colas artificialmente prolongadas atraían, por término medio, al cuádruple de hembras que los machos con las colas recortadas.

Nuestra reacción inmediata ante el experimento de Andersson puede ser: ¡esos pájaros son estúpidos! ¡A quién le cabe en la cabeza que una hembra escoja al que será el padre de su prole simplemente porque tiene la cola más larga que otros machos! Sin embargo, antes tic entregarnos a nuestros sentimientos de superioridad, deberíamos reconsiderar lo que se ha expuesto en el capítulo anterior acerca de la manera en que los humanos seleccionamos a nuestra pareja. ¿Acaso nuestros criterios se basan en signos indicativos de la superioridad genética? ¿No hay hombres y mujeres que otorgan una importancia desproporcionada al tamaño o la forma de determinadas partes del cuerpo, las cuales, en realidad, no son más que señales arbitrarias para la selección sexual? ¿Por qué la evolución nos ha llevado a prestar atención a la belleza de los rostros, una característica sin la menor utilidad en la lucha por la supervivencia?

Entre los animales, algunos de los rasgos sometidos a variaciones raciales son el resultado de la selección sexual. Por ejemplo, la melena de los leones varía en longitud y color. De igual modo, los ánsares nivales tienen dos tonalidades, una azulada, más común en la zona occidental del Ártico, y otra blanca, que abunda más en la zona oriental también del Ártico. Las aves de cada una de las tonalidades prefieren aparearse con otras del mismo color. ¿Es posible que entre los humanos la forma del pecho y el color de la piel también sean el resultado de preferencias sexuales que varían arbitrariamente de una zona a otra?

Tras haber escrito ochocientas noventa y ocho páginas sobre el tema, Darwin se convenció a sí mismo de que la respuesta a esta pregunta era un rotundo «sí». Darwin advirtió que prestamos una atención desmesurada a los senos, el pelo, los ojos y el color de la piel cuando seleccionamos a nuestra pareja o a un compañero sexual. Asimismo, advirtió que los pueblos de distintas zonas del mundo definen la belleza de los senos, el pelo, los ojos y la piel en función de lo que les resulta familiar. En consecuencia, los fiyianos, los hotentotes y los suecos que se crían en su lugar de origen aprenden unos criterios estéticos arbitrarios; la población de una zona concreta tiende a reproducirse manteniendo esos criterios, dado que los individuos que se desvían demasiado de la norma tropiezan con serias dificultades a la hora de encontrar pareja.

Darwin falleció antes de que su teoría pudiera comprobarse con estudios rigurosos sobre cómo se selecciona a la pareja en la realidad. Ahora bien, en las últimas décadas han proliferado los estudios de ese tipo, cuyos resultados han sido resumidos en el capítulo anterior. Hemos visto que las personas tienden a casarse con individuos que se les parecen en casi todas las características concebibles, incluido el color del pelo, los ojos y la piel. La explicación que propongo a ése aparente narcisismo es que el desarrollo de los criterios estéticos se funda en la fijación en aquellos que nos rodean en la infancia, en especial los padres y los hermanos, así como otras personas con las que se trata muy a menudo. Ahora bien, nuestros padres y hermanos resultan ser las personas con las que tenemos mayor parecido físico, dado que compartimos sus genes. En consecuencia, la persona que sea rubia, de ojos azules y piel pálida, y se haya criado en una familia de rubios con ojos azules y piel pálida, buscará como compañero a alguien de las mismas características, en las que cifrará su imagen la hermosura.

Con objeto de comprobar la validez de la teoría de la fijación aplicada a la selección de la pareja habría que recurrir a experimentos como enviar a bebés suecos a Nueva Guinea para que se criaran allí con padres adoptivos, o pintar de negro indeleble a algunos padres suecos. Posteriormente, transcurridos veinte años, podría estudiarse si esos bebés, ya convertidos en adultos, prefieren a los habitantes de Suecia o a los de Nueva Guinea como compañeros sexuales. Por desgracia, una vez más, la búsqueda de la verdad sobre los humanos naufraga en los problemas prácticos. Sin embargo, con los animales sí es posible realizar experimentos rigurosos de esa índole.

Tomemos, por ejemplo, el caso de los ánsares nivales de tonalidades azules y blancas. ¿Es heredada o aprendida la preferencia que esos gansos demuestran por los de su mismo tono cuando viven en libertad? Un grupo de biólogos canadienses llevó a cabo el experimento de incubar artificialmente varios huevos de ganso y después colocar a las crías en un nido de «padres adoptivos». Cuando las crías se hicieron mayores, escogieron aparearse con gansos del mismo color que sus padres adoptivos. Por su parte, los gansos que se criaban en una gran bandada de gansos blancos y azules no mostraban preferencias por uno u otro color al llegar a la edad adulta. Por último, los biólogos tiñeron de rosa a algunos de los padres y descubrieron que sus crías desarrollaban la preferencia por los gansos teñidos de rosa. De tal modo, quedó demostrado que los gansos no heredan la preferencia por el color de su pareja, sino que la aprenden mediante un proceso de fijación en sus progenitores (o en sus hermanos o compañeros de juegos).

¿Cómo puede explicarse desde esta perspectiva la evolución de las diferencias que distinguen a los pueblos de distintas zonas geográficas? Los rasgos orgánicos internos e inapreciables a la vista fueron moldeados por la selección natural, con resultados como, por ejemplo, que los africanos de la zona tropical desarrollaran una defensa contra la malaria en el gen de la hemoglobina falciforme y los suecos no la desarrollaran. Muchos rasgos externos y visibles fueron asimismo moldeados por la selección natural. Ahora bien, tanto en el caso de los humanos como en el de los animales, la selección sexual tuvo una influencia decisiva en la determinación de los rasgos externos en los que se basa la elección del compañero sexual.

En el caso de los humanos, esos rasgos son básicamente la piel, los ojos, el pelo, los senos y los genitales. En las diferentes zonas del mundo, estas características físicas se desarrollaron paralelamente a la fijación de las preferencias estéticas, hasta llegar a distintos resultados finales y en cierto modo arbitrarios. El hecho de que determinadas poblaciones humanas hayan desarrollado un color de ojos y de pelo concreto puede ser, en parte, el resultado accidental de lo que los biólogos denominan el «efecto fundador». Es decir, cuando unos cuantos individuos colonizan una tierra inhabitada y sus descendientes se multiplican para poblarla, los genes del reducido grupo de fundadores puede continuar siendo el dominante a lo largo de muchas generaciones. Del mismo modo que algunas aves del paraíso terminaron teniendo plumas amarillas y otras plumas negras, también algunas poblaciones humanas han desarrollado el pelo rubio y otras el pelo negro, unas los ojos azules y otras los verdes, unas los pezones anaranjados y otras los marrones.

Esta teoría no pretende descartar la influencia del clima en el color de la piel. Debe reconocerse que, en general, los pueblos tropicales tienden a tener la piel más oscura que los pueblos que habitan en zonas templadas, aunque también haya numerosas excepciones, el color de la piel probablemente se debe a la selección natural, aunque todavía no se haya descubierto el mecanismo exacto del proceso. Sin embargo, esto no obsta para que la selección sexual haya operado con suficiente fuerza como para desajustar notablemente la correlación entre el color de la piel y la exposición al sol.

Si el lector aún contempla con escepticismo la posibilidad de que los rasgos y preferencias estéticas se desarrollen a la par hasta llegar a puntos finales diferentes y arbitrarios, le propongo que piense en cómo cambian las modas en la actualidad. Cuando yo era un colegial, a comienzos de la década de 1950, las mujeres consideraban guapos a los hombres con el pelo muy corto y la cara bien afeitada. Desde entonces, hemos presenciado un largo desfile de modas masculinas, incluidas las de llevar barba, el pelo largo, pendientes, el pelo teñido de violeta y los cortes de estilo mohicano. El hombre que se hubiera atrevido a exhibir cualquiera de esas modas en la década de 1950, habría suscitado el rotundo rechazo femenino y no se habría apuntado ni un éxito con las mujeres. Estos cambios no se deben a que el pelo corto estuviera mejor adaptado a las condiciones atmosféricas reinantes en época de Stalin, ni a que los cortes de estilo mohicano y el pelo violeta posean un valor de supervivencia mayor en la era posterior a Chérnobil. La realidad es que la apariencia de los hombres se ha modificado al tiempo que los gustos de las mujeres, y que esos cambios, que no requerían mutaciones genéticas, se han producido a un ritmo mucho más rápido que las modificaciones evolutivas del color de la piel. O bien las mujeres llegaron a apreciar el pelo corto porque así lo llevaban los hombres que más les gustaban, o bien los hombres adoptaron ese corte de pelo porque era el que agradaba a las mujeres que les gustaban, o ambos factores confluyeron. Lo mismo cabe decir de la apariencia de las mujeres y los gustos de los hombres.

Desde una perspectiva zoológica, la variabilidad geográfica de los rasgos humanos visibles que ha derivado de la selección sexual resulta asombrosa. En este capítulo se ha argumentado que buena parte de esas variaciones son un subproducto de un rasgo distintivo del ciclo vital humano, a saber, el criterio selectivo que los humanos emplean al escoger a sus cónyuges y parejas sexuales. No tengo noticia de ninguna especie animal salvaje en la que el color de los ojos varíe entre el verde, el azul, el gris, el marrón y el negro de una población a otra, ni donde el color de la piel cambie de una zona geográfica a otra entre el rosa pálido y el negro, o donde el pelo pueda ser rojo, amarillo, marrón, negro, gris o blanco. Los colores con los que puede adornarnos la selección sexual tal vez no tengan otros limites que los impuestos por el tiempo evolutivo transcurrido. Personalmente, me atrevería a predecir que si la humanidad sobrevive otros veinte mil años, las mujeres llegarán a desarrollar naturalmente tonos verdes de cabello y ojos rojos y los hombres consideraran que las mujeres con esos rasgos son las más atractivas.