Hemos seguido el curso de nuestra historia evolutiva hasta la aparición de seres humanos con una anatomía y unas capacidades conductuales tan desarrolladas como las de la humanidad actual. Sin embargo, estos antecedentes no nos permiten entrar directamente a considerar el desarrollo de los rasgos culturales distintivos del ser humano, como son el lenguaje y el arte. Y esto es así porque tan solo nos hemos basado en el testimonio aportado por los huesos y las herramientas. Cierto es que el desarrollo de un cerebro de gran tamaño y de la postura erecta son requisitos previos del lenguaje y el arte, pero en sí mismos no son suficientes. Por sí solos, los huesos humanos no son garantía de humanidad. Antes bien, nuestro ascenso a la categoría de humanos requería cambios drásticos en nuestro ciclo vital, cambios de los que nos ocuparemos en la segunda parte de este libro.

En cualquier especie se observa lo que los biólogos denominan el «ciclo vital», término que designa una serie de características como el número de crías nacidas por camada o parto, los cuidados parentales (en su caso) que las crías reciben de la madre o el padre, las relaciones sociales entre los individuos adultos, el modo en que el macho y la hembra se seleccionan mutuamente para aparearse, la frecuencia de las relaciones sexuales, la menopausia (en su caso) y la esperanza de vida.

Aunque demos por sentado que la forma que adoptan estas características en el caso de los humanos son la norma, la realidad es que nuestro ciclo vital es extraño comparado con el del resto de los animales. Todas las características arriba mencionadas varían mucho entre las especies, pero los humanos somos excepcionales en casi todos los aspectos. Por mencionar tan solo algunos ejemplos obvios, la mayoría de los animales tienen camadas numerosas y no de un solo hijo; los machos que proporcionan cuidados parentales son la excepción, y hay muy pocas especies animales que lleguen a vivir siquiera una pequeña fracción de los setenta años que son la vida media del ser humano.

Los humanos compartimos con los simios algunos de estos rasgos excepcionales, lo que indica que, en esos casos, nos hemos limitado a conservar rasgos que ya habían adquirido nuestros ancestros simiescos. Así, por ejemplo, los simios suelen tener una sola cría en cada parto y viven varios decenios. Nada de esto puede decirse de los demás animales con los que nos hemos habituado a convivir (de especies menos próximas a la nuestra), como los gatos, los perros, las aves canoras y los peces de colores.

En otros aspectos somos muy distintos incluso de los simios. A continuación expondremos algunas diferencias obvias cuyas funciones son bien conocidas. En la especie humana, los bebés continúan dependiendo por completo de los alimentos que les proporcionan sus padres aun después de ser destetados, en tanto que los simios comienzan a alimentarse por sí mismos al dejar de mamar. Entre los humanos, la mayoría de los padres, como también las madres, se comprometen en el cuidado de su prole, lo que entre los simios solo ocurre en el caso de las madres chimpancés. Al igual que las gaviotas, pero a diferencia de los simios y de la mayoría de los demás mamíferos, los humanos vivimos en densas colonias reproductoras compuestas por parejas nominalmente monógamas, algunas de las cuales también practican las relaciones sexuales extramaritales. Todos estos rasgos son tan esenciales para la supervivencia y la educación de la descendencia humana como el hecho de poseer una gran caja ósea. Esto es así porque nuestros elaborados métodos para obtener alimentos, dependientes de la utilización de herramientas, impiden que los niños destetados sean capaces de alimentarse por sí solos. Los niños necesitan ser alimentados, educados y protegidos durante un largo período, lo que comporta una inversión mucho más onerosa que la que afrontan las madres de otros primates. Así pues, en la especie humana, los padres deseosos de que su prole sobreviva hasta la edad adulta han tomado como norma ayudar a sus compañeras en algo más que proporcionarles esperma, actividad en la que se resume la colaboración del padre orangután en la procreación.

Asimismo, diferimos de los primates salvajes en otros aspectos más sutiles de maestro ciclo vital, cuyas funciones, no obstante, siguen siendo discernibles. Muchos humanos gozamos de una vida más larga que la mayoría de los primates en estado salvaje; incluso en las tribus de cazadores-recolectores hay algunos individuos ancianos a los que se concede gran importancia en tanto que depositarios de la experiencia. Por motivos que se explicarán más adelante, los testículos de los hombres son mucho mayores que los de los gorilas, aunque menores que los de los chimpancés. La menopausia femenina, que nos parece algo inevitable, es, como demostraremos más adelante, beneficiosa para la especie humana, pero también es un hecho casi sin precedentes entre otros mamíferos. El equivalente más próximo entre los mamíferos es el caso de unos pequeños marsupiales australianos semejantes a ratones, aunque es al macho y no a la hembra a quien afecta la menopausia. Nuestra longevidad, el tamaño de los testículos del hombre y la menopausia femenina también son prerrequisitos de la humanidad tal como la conocemos.

Ahora bien, otras características de nuestro ciclo vital difieren de las de los simios de un modo mucho más drástico que, digamos, el tamaño de los testículos, y, sin embargo, las funciones que desempeñan esas características privativas de la humanidad están sujetas a un enconado debate. Los humanos nos distinguimos en que, por lo general, practicamos el sexo en la intimidad y por puro placer, en lugar de hacerlo fundamentalmente en público y tan solo cuando la hembra tiene capacidad para concebir. Entre los simios, las hembras anuncian el momento de su ovulación, en tanto que las mujeres lo esconden hasta de sí mismas. Aunque los especialistas en anatomía han dado cuenta de la conveniencia de que los testículos del hombre tengan un tamaño moderado, aún no se ha conseguido explicar el tamaño relativamente enorme del pene masculino. Sea cual sea su explicación, todas estas características también contribuyen a definir la cualidad de humano. Resulta difícil imaginar cómo los padres y las madres podrían cooperar armoniosamente en la crianza de sus hijos si a las mujeres, tal y como sucede a algunas hembras primates, se les colorearan los genitales de un rojo vivo en el período de la ovulación, si solo fueran sexualmente receptivas en ese momento, alardearan de esa insignia roja indicativa de su receptividad y se dedicaran a mantener relaciones sexuales en público con cualquier hombre que se les pusiera al alcance.

Así pues, la sociedad humana y la crianza de los hijos no solo se sustentan en la evolución del esqueleto expuesta en la primera parte de este libro, sino también en estas características novedosas y peculiares de nuestro ciclo vital. Ahora bien, a diferencia del caso del desarrollo del esqueleto humano, no podemos precisar en qué momentos de nuestra historia evolutiva se produjeron los cambios del ciclo vital, dado que no han dejado huellas directas en forma de fósiles. En consecuencia, estos rasgos, pese a su relevancia, apenas reciben atención en los textos de paleontología. Los arqueólogos han descubierto recientemente el hioides de un hombre de Neanderthal, uno de los huesos básicos que conforman el aparato para el habla, pero aún no se ha descubierto la menor huella de un pene de aquel período. No sabemos si el Homo erectus, además de desarrollar un cerebro de gran tamaño sobre el que disponemos de abundante información, también había comenzado a desarrollar la preferencia por mantener relaciones sexuales en la intimidad. Los fósiles ni siquiera nos permiten demostrar, como en el caso del gran tamaño de nuestro cerebro, que son los ciclos vitales de los humanos, y no los de los demás primates contemporáneos, los que más difieren de nuestra condición ancestral. Así pues, debemos contentarnos con inferir esa conclusión del hecho de que nuestros ciclos vitales son excepcionales comparados no solo con los de los simios actuales, sino también con los de otros primates, lo que parece indicar que fue la especie humana la que más se transformó.

Darwin demostró a mediados del siglo XIX que la anatomía de los animales había evolucionado a través de un proceso de selección natural. En este siglo, los bioquímicos han hecho descubrimientos similares en cuanto a la evolución de la estructura química de los animales mediante la selección natural. Ahora bien, la conducta animal, en la que se incluye la biología de la reproducción y los hábitos sexuales, también ha evolucionado de ese modo. Las características del ciclo vital poseen cierta base genética y varían cuantitativamente entre los individuos de la misma especie. Por ejemplo, algunas mujeres poseen una predisposición genética a concebir gemelos, en tanto que a nadie le habrá pasado inadvertido el hecho de que la dotación genética de algunas familias es más propicia a la longevidad que la de otras. Las características del ciclo vital condicionan la transmisión efectiva de los genes puesto que influyen en nuestra capacidad para encontrar compañero, concebir, criar hijos y sobrevivir en la edad adulta. Del mismo modo que la selección natural tiende a adaptar la anatomía de un animal a su entorno ecológico y viceversa, también tiende a moldear los ciclos vitales de los animales. Aquellos individuos que dejan tras de sí una prole superviviente más numerosa promueven la influencia de sus genes tanto en los rasgos del ciclo vital como en la estructura ósea y química de la especie.

Una dificultad con la que tropieza este razonamiento es que algunos de nuestros rasgos, como la menopausia y el envejecimiento, parecen reducir, en lugar de favorecer, nuestra producción de descendientes, por lo que no deberían haber sido consecuencia de la selección natural. Para intentar comprender este tipo de paradojas, suele resultar fructífero aplicar el concepto de «solución de compromiso». En el mundo animal nada es gratuito ni absolutamente beneficioso. Todo comporta costes a la par que beneficios, pues todo utiliza un espacio, un tiempo y una energía que podrían dedicarse a otros propósitos. Si no se razona en estos términos, cabría pensar que las mujeres tendrían una descendencia más numerosa si no sufrieran la menopausia. Sin embargo, más adelante veremos cómo la consideración de los costes latentes que comportaría eliminar la menopausia nos da la clave de por qué la evolución no nos incorporó estrategias para suprimirla. El mismo tipo de consideraciones permiten comprender cuestiones tan dolorosas como el porqué de que envejezcamos y muramos, y también si nos conviene más (incluso en el estricto sentido evolutivo) ser fieles a nuestros esposos y esposas o buscar relaciones extramaritales.

La exposición precedente parte de la premisa de que los rasgos distintivos del ciclo vital humano poseen cierta base genética. Los comentarios realizados en el capitulo 1 a propósito de las funciones de los genes en general son aplicables en este caso. Del mismo modo que la altura y la mayoría de nuestros rasgos observables no dependen de la influencia de un único gen, tampoco debe suponerse que es un único gen el que determina la menopausia o la monogamia. En realidad, es poco lo que sabemos sobre las bases genéticas de las características del ciclo vital humano, pese a que los experimentos en la cría selectiva de ratones y ovejas han ayudado a comprender el control genético del tamaño de los testículos de dichos animales. Es obvio que las influencias culturales que inciden sobre nuestra motivación para cuidar a los hijos o buscar relaciones sexuales extramaritales son enormes, y no hay motivo alguno para creer que los genes contribuyen de manera significativa a establecer las diferencias individuales que los humanos muestran con respecto a estos rasgos. Sin embargo, es muy probable que las diferencias genéticas entre los humanos y las otras dos especies de chimpancés contribuyan a crear las diferencias que se repiten consistentemente entre muchos rasgos de los ciclos vitales de todas las poblaciones humanas y los de todas las poblaciones de chimpancés. No existe ninguna sociedad humana, sean cuales fueren sus hábitos culturales, cuyos hombres posean testículos tan grandes como los de los chimpancés, ni cuyas mujeres no sufran la menopausia. Entre el 1,6 por ciento de los genes que nos diferencian de los chimpancés y cumplen alguna función, es probable que un porcentaje importante participe en la especificación de los rasgos característicos de nuestro ciclo vital.

Al examinar la peculiaridad del ciclo vital humano, comenzaremos señalando las características distintivas de la organización social humana y de nuestra anatomía, fisiología y conducta sexuales. Como ya se ha dicho, las características que nos convierten en excepciones entre los animales son, entre otras, las sociedades compuestas por parejas nominalmente monógamas, la anatomía genital y nuestra constante búsqueda de relaciones sexuales, que por lo general mantenemos en la intimidad. El tipo de vida sexual que practicamos no solo se refleja en nuestros genitales, sino también en el tamaño relativo de los cuerpos de hombres y mujeres (mucho más equiparado que en el caso de los orangutanes y gorilas de ambos sexos). Más adelante veremos cómo algunas de estas características distintivas que tan familiares nos resultan desempeñan funciones que nos resultan conocidas, mientras que las funciones de otras aún no se han conseguido desentrañar.

Un análisis del ciclo vital humano que pretenda ser sincero no puede limitarse a señalar que somos nominalmente monógamos y dejar así las cosas. Es obvio que la búsqueda de relaciones sexuales extramaritales está muy influenciada por la educación que recibe cada individuo y por las normas de la sociedad en que vive. Pero esas influencias culturales no bastan para explicar el hecho de que tanto la institución del matrimonio como la práctica de las relaciones sexuales extramaritales se hayan observado en todas las sociedades humanas, y que, sin embargo, el sexo extramarital sea algo desconocido entre los gibones, pese a que el «matrimonio» forme parte de su modo de vida (es decir, las relaciones duraderas de pareja macho-hembra orientadas a la crianza de la prole), y que la cuestión del sexo extramarital ni siquiera pueda plantearse en el caso de los chimpancés, dado que entre ellos no existe el vínculo «matrimonial». Así pues, un análisis adecuado de la especificidad del ciclo vital humano debe explicar la peculiar combinación del matrimonio con las relaciones sexuales extramaritales. Como veremos, hay precedentes entre los animales que pueden ayudarnos a comprender el sentido que esta combinación tiene desde el punto de vista evolutivo; las diferencias habituales en la actitud de hombres y mujeres con respecto a las relaciones sexuales extramaritales son muy semejantes a las de los gansos machos y hembras.

A continuación prestaremos atención a otro rasgo distintivo del ciclo vital humano, la manera en que seleccionamos a nuestros compañeros sexuales, con propósitos matrimoniales o de otro tipo. Tal cuestión apenas se plantea en los grupos de mandriles, donde la selección es mínima, dado que todos los machos intentan aparearse con cualquier hembra que esté en celo. Por su parte, los chimpancés a conceden mayor importancia a la elección de la pareja, pero son mucho menos selectivos y más semejantes a los mandriles en su promiscuidad que los humanos. La selección del compañero es una decisión de consecuencias decisivas en el ciclo vital humano, puesto que las parejas casadas comparten las responsabilidades parentales a la vez que el compromiso sexual. El hecho de que el cuidado de los niños exija una inversión parental tan fuerte y prolongada es precisamente el motivo de que debamos elegir a nuestro coinversor con mucho mayor cuidado que un mandril. No obstante, en la conducta animal también existen precedentes de nuestra manera de elegir a los compañeros sexuales, no entre los primates, pero sí entre las ratas y los pájaros.

Los criterios aplicados a la selección de la pareja tienen una influencia relevante en la controvertida cuestión de la diversidad racial de los humanos. Los seres humanos naturales de diferentes partes del mundo poseen apariencias externas visiblemente diferentes, al igual que los gorilas, los orangutanes y la mayoría de las demás especies animales que ocupan un ámbito geográfico suficientemente amplio. Parte de las variaciones geográficas de nuestra apariencia reflejan a todas luces la adaptación al clima local realizada en virtud de la selección natural, del mismo modo que a las comadrejas que habitan en zonas de nieves invernales les crece una capa de pelaje blanco en invierno para facilitarles el camuflaje y la supervivencia. Sin embargo, en este libro argumentaremos que la variabilidad geográfica de nuestros rasgos externos surgió principalmente de la selección sexual, como resultado de los procedimientos que empleamos para escoger pareja.

Para concluir esta exposición sobre nuestro ciclo vital, plantearemos la pregunta de por qué nuestras vidas deben llegar a un final. El envejecimiento es otro de los rasgos de nuestro ciclo vital al que estamos tan habituados que lo damos por hecho; sabemos que tenemos que envejecer y, algún día, morir. Lo mismo puede decirse de todos los individuos de todas las especies animales, aunque el ritmo de envejecimiento varía mucho de una especie a otra. Comparados con el resto de los animales, los humanos poseemos una vida relativamente larga, que aún se hizo más larga en los tiempos en que el hombre de Cromagnon reemplazó al de Neanderthal. La longevidad ha sido un factor importante en el proceso de hominización, pues ha permitido la transmisión efectiva de las habilidades aprendidas de una generación a otra. Pero incluso los humanos envejecemos. ¿Por qué es inevitable el envejecimiento si estamos tan bien dotados para la regeneración biológica?

En este aspecto, más que en ningún otro de los tratados en este libro, se hace patente la importancia de pensar en términos de «soluciones de compromiso» evolutivas. Considerando que la ventaja de no envejecer sería tener una descendencia más numerosa, vemos que, paradójicamente, eso no nos compensaría el esfuerzo de realizar una inversión mayor en los mecanismos de regeneración necesarios para vivir más tiempo. El concepto de solución de compromiso también despeja la incógnita de la menopausia, ese tope a la capacidad reproductora que, paradójicamente, ha sido programado por la selección natural para permitir a las mujeres tener más hijos que lleguen a sobrevivir.