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Solos en un universo superpoblado

La próxima vez que el lector se encuentre al aire libre una noche estrellada, lejos de las luces urbanas, le sugiero que alce la vista al cielo y se asombre ante las miríadas de estrellas que allí brillan. Si luego observa la Vía Láctea a través de unos prismáticos, advertirá cuántas estrellas estaban ocultas a su vista, y si más adelante observa una foto de la nebulosa Andrómeda captada a través de un telescopio de alta potencia, comprenderá que hay muchas más estrellas de las que pueden observarse con unos simples prismáticos.

Una vez que el lector haya asimilado la trascendencia de estos datos podrá preguntarse: ¿cómo es posible que los humanos estemos solos en el universo? ¿Cuántas civilizaciones de seres inteligentes como nosotros puede haber allí arriba, devolviéndonos la mirada? ¿Cuánto tiempo ha de transcurrir para que podamos comunicarnos con ellos, visitarles o recibir su visita?

En nuestro planeta, los humanos constituimos, a todas luces, una especie única, pues ninguna otra especie ha desarrollado el lenguaje, el arte ni la agricultura hasta un grado de complejidad remotamente equiparable al de nuestros logros. Tampoco existe ninguna especie en la que se dé la adicción a las drogas. Sin embargo, en los cuatro últimos capítulos hemos visto que todas estas características distintivas de la humanidad poseen precedentes, e incluso precursores, entre los animales. Abundando en el mismo punto, hay que tener en cuenta que la inteligencia humana surgió directamente de la inteligencia de los chimpancés, la cual es notable en comparación con la de otros animales, aunque sea muy inferior a la humana. ¿Acaso no es probable que algunas especies de otros planetas hayan desarrollado esos elementos precursores hasta un estadio semejante al del arte, la inteligencia y el lenguaje humanos?

Por desgracia, la mayoría de los rasgos que distinguen a la humanidad carecen de efectos detectables a distancias medibles en años luz. Sin la ayuda de otros métodos nunca nos sería dado descubrir si en los planetas que giran en torno a las estrellas más próximas a la nuestra hay criaturas que disfrutan del arte o son adictos a las drogas. No obstante, y por fortuna, desde nuestro planeta sí es posible detectar signos indicativos de la vida extraterrestre inteligente: las sondas espaciales y las señales de radio. Dado que los humanos estamos en camino de dominar la técnica necesaria para enviar ambos tipos de señales, es posible que otros seres inteligentes también hayan llegado al mismo grado de desarrollo. ¿Dónde están, entonces, los esperados platillos volantes?

A mi entender, esta cuestión constituye una de las incógnitas más espinosas a las que tiene que enfrentarse la ciencia. Puesto que existen miles de millones de estrellas, y dadas las capacidades que ha desarrollado nuestra propia especie, sería lógico que en la actualidad pudiéramos detectar la presencia de platillos volantes o, cuando menos, de señales de radio. Dado que la existencia de miles de millones de estrellas es incuestionable, ¿qué característica de la especie humana puede dar cuenta de la inexistencia de platillos volantes? ¿Seremos realmente una especie única no solo en la Tierra, sino en el universo? En este capítulo se argumentará que la singularidad de la especie humana puede empezar a entenderse bajo una nueva perspectiva si nos basamos en el estudio riguroso de otros seres de nuestro planeta tan singulares como nosotros.

Estas preguntas han intrigado a la humanidad desde antiguo. Hacia el año 400 a. C., el filósofo Metrodoro escribía: «Considerar que la Tierra es el único mundo poblado del espacio infinito es tan absurdo como afirmar que en un campo sembrado con mijo solo brotará una semilla». Sin embargo, hubo que esperar hasta 1960 para que los científicos realizaran el primer intento serio de dar respuesta a este interrogante, poniéndose a la escucha (sin resultados) de posibles transmisiones de radio emitidas desde dos estrellas cercanas. En 1974, los astrónomos del radiotelescopio gigante de Arecibo intentaron establecer un diálogo interestelar y para ello emitieron una poderosa señal de radio en dirección al grupo de estrellas MI3, de la constelación de Hércules. La señal informaba a los habitantes de Hércules sobre cómo eran los terrícolas, de la población de la Tierra y de la posición que ocupa nuestro planeta en el sistema solar. Dos años después, la búsqueda de vida extraterrestre fue el motor impulsor de las misiones «Viking» dirigidas a Marte, cuyos costes, alrededor de mil millones de dólares, superaron todo el presupuesto que la Fundación Nacional para la Ciencia ha dedicado desde su fundación a clasificar la vida conocida de nuestro planeta. En los últimos tiempos, el gobierno estadounidense ha decidido invertir cien millones de dólares en un proyecto orientado a detectar posibles señales de radio emitidas por seres inteligentes desde fuera del sistema solar. Asimismo, varias naves espaciales se dirigen hacia el exterior del sistema solar cargadas con grabaciones sonoras y archivos fotográficos sobre nuestra civilización, con los que se pretende informar de nuestra existencia a los seres extraterrestres que lleguen a descubrirlas.

No es de sorprender que tanto los profanos como los biólogos consideren que detectar vida extraterrestre sería el descubrimiento científico más interesante de toda la historia. Pensemos simplemente en cómo cambiaría la imagen que tenemos de nosotros mismos si descubriéramos que en el universo hay otros seres inteligentes que han creado sociedades y lenguajes complejos, que poseen tradiciones culturales y son capaces de comunicarse con nosotros. La mayoría de las personas que creemos en la otra vida y en la existencia de una deidad que establece distinciones éticas, convenimos en que esa vida posterior a la muerte les será dada a los humanos, pero no a los escarabajos, ni siquiera a los chimpancés. Los creacionistas piensan que nuestra especie tuvo un origen independiente merced a un acto creador de la divinidad. Supongamos, sin embargo, que en otro planeta se descubre una sociedad formada por seres con siete patas, más inteligentes y éticos que los humanos y capaces de comunicarse con nosotros, pero con receptores y transmisores de radio en lugar de ojos y boca. ¿Pensaríamos que esas criaturas (y no los chimpancés) compartirán con nosotros la vida después de la vida y que también fueron creadas por la mano de Dios?

Muchos científicos han intentado calcular las probabilidades de que exista vida inteligente en el espacio. Esos cálculos han originado un nuevo campo científico denominado exobiología, la única área de la ciencia con un objeto de estudio cuya existencia aún está por demostrar. A continuación examinaremos las cifras que animan a los exobiólogos a creer en la existencia de su objeto de estudio.

Los exobiólogos calculan el número de civilizaciones técnicamente avanzadas del universo mediante una ecuación conocida como la fórmula del Green Bank, en la que se multiplica una cadena de estimaciones. Algunas de las cifras estimadas poseen un amplio margen de confianza. Puesto que hay miles de millones de galaxias, cada una de ellas con miles de millones de estrellas, los astrónomos estiman que muchas estrellas probablemente poseen uno o más planetas, y que en muchos de esos planetas puede haber un entorno adecuado para que se desarrolle la vida. A su vez, los biólogos concluyen que, dadas unas condiciones adecuadas para el desarrollo de la vida, es probable que la vida llegue a desarrollarse en algún momento. Multiplicando esas probabilidades o cifras, se extrae la conclusión de que es muy probable que existan millones y millones de planetas habitados por seres vivos.

El siguiente paso es estimar el porcentaje de planetas habitados donde hay seres inteligentes con civilizaciones técnicamente avanzadas, a las que definiremos operacionalmente como civilizaciones con capacidad para la comunicación interestelar por radio. (Definición menos exigente que la basada en la posesión de platillos volantes, puesto que nuestros propios avances técnicos indican que la comunicación interestelar por radio es un paso previo a las sondas interestelares). Dos factores indican que ese porcentaje puede ser muy elevado. En primer lugar, el hecho de que en el único planeta donde se sabe con certeza que se desarrolló la vida —es decir, en el nuestro— ha llegado a existir una civilización técnicamente avanzada. Entre nuestros avances cabe destacar el lanzamiento de sondas interplanetarias y el desarrollo de técnicas para mantener hibernados a los seres vivos, así como para crear vida a partir del ADN; todas estas técnicas son aplicables a la conservación de la vida que conocemos durante el largo tiempo necesario para realizar un viaje interestelar. Dada la celeridad del progreso tecnológico en las últimas décadas, es previsible que dentro de pocos siglos, si no antes, sea posible enviar al espacio sondas interestelares tripuladas, puesto que algunas sondas interplanetarias no tripuladas ya han emprendido el viaje hacia el exterior del sistema solar.

Ahora bien, esta primera argumentación sobre la probabilidad de que muchos seres vivos de otros planetas hayan desarrollado civilizaciones técnicamente avanzadas no es muy convincente. Los graves fallos que la lastran son, en terminología estadística, el mínimo tamaño de la muestra (¿cómo extraer generalizaciones a partir de un solo caso?) y el fuerte sesgo en la selección (se ha seleccionado precisamente ese caso porque de él surgió nuestra civilización técnicamente desarrollada).

El segundo argumento, mejor fundado que el anterior, es que la vida en la Tierra se caracteriza por lo que los biólogos denominan la evolución convergente. Esto significa que el análisis de cualquier nicho ecológico o adaptación pone de manifiesto que la evolución ha llevado a numerosas especies a converger en la explotación de ese nicho o en la adquisición de esa adaptación. Un ejemplo obvio es el hecho de que las aves, los murciélagos, los pterodáctilos y los insectos desarrollasen la capacidad para volar por caminos evolutivos independientes. Otro caso llamativo es el desarrollo de los ojos, realizado independientemente por muchas especies animales, o el de mecanismos con los que electrocutar a las presas. En las últimas dos décadas, los bioquímicos han reconocido casos de evolución convergente en el nivel molecular, como el desarrollo independiente de tipos similares de enzimas cuya función es descomponer las proteínas. La evolución convergente es un rasgo común en las áreas de la anatomía, la fisiología, la bioquímica y la conducta, hasta el punto de que cuando los biólogos observan que dos especies son semejantes en algún aspecto, empiezan por preguntarse si esa similitud será el resultado de un pasado común o de la convergencia evolutiva.

La aparente ubicuidad de la evolución convergente no tiene por qué sorprendernos si pensamos en que millones de especies se han desarrollado bajo la influencia de las mismas fuerzas durante millones de años; en consecuencia, es lógico que hayan llegado a las mismas soluciones adaptativas en numerosas ocasiones. Sabemos que la convergencia ha sido notable entre las especies que pueblan la Tierra, y por el mismo razonamiento cabe esperar que también se haya producido entre las especies terrícolas y las de otros planetas. Así pues, aunque la comunicación por radio sea un fenómeno que solo ha surgido una vez en la historia de la Tierra, la lógica de la evolución convergente hace prever que también existe en otros planetas. Tal como lo expresa la Enciclopedia Británica, «cuesta imaginar que la vida se haya desarrollado en otro planeta sin avanzar hacia la inteligencia».

Ahora bien, esta conclusión nos lleva a replantearnos la incógnita mencionada anteriormente. Si muchas o la mayoría de las estrellas tienen sistemas planetarios en los que hay al menos un planeta que reúne las condiciones adecuadas para la vida; si la vida tiende a desarrollarse allí donde existen las condiciones apropiadas para ello, y si alrededor del 1 por ciento de los planetas poblados por seres vivos han desarrollado una civilización técnicamente avanzada, hay que concluir que en nuestra propia galaxia debe de haber alrededor de un millón de planetas con civilizaciones avanzadas. No obstante, considerando que solo algunas decenas de años luz separan la Tierra de varios centenares de estrellas, algunas (o la mayoría) de las cuales tendrán planetas como el nuestro donde es de suponer que se ha desarrollado la vida, ¿dónde están los esperados platillos volantes? ¿Dónde los seres inteligentes que deberían visitarnos o, al menos, enviarnos señales de radio? La realidad es que nos rodea un silencio ensordecedor.

Parece inevitable pensar que los astrónomos han errado en sus cálculos. Ciertamente, la astronomía se mueve en terreno seguro cuando estima el número de sistemas planetarios existentes, así como la proporción de planetas con un medio probablemente adecuado para el desarrollo de la vida. Puesto que todas estas estimaciones son plausibles, el problema radicará probablemente en la hipótesis basada en la evolución convergente de que una proporción significativa de seres vivos tiende a desarrollar civilizaciones técnicamente avanzadas. A continuación examinaremos con mayor detalle la supuesta inevitabilidad de la evolución convergente.

Un buen ejemplo es el modo de vida de los picos o pájaros carpinteros, cuyos beneficios materiales son mucho más obvios que los que reportan los avances técnicos. La explotación del «nicho de los pájaros carpinteros» se basa en el hábito de practicar agujeros en madera viva con objeto de alimentarse de la savia y los organismos que allí se alojan, insectos que viven debajo de la corteza o en túneles excavados en la madera. De este modo, los pájaros carpinteros se aseguran una fuente de alimentación a lo largo de todo el año, así como un excelente habitáculo, ya que un agujero perforado en un árbol proporciona protección contra el viento, la lluvia, los depredadores y las fluctuaciones climáticas. Otras especies de aves recurren a la solución más simple de anidar en árboles en descomposición, con la notable desventaja de que los árboles muertos escasean mucho más que los vivos.

Así pues, si consideramos lógico que las comunicaciones por radio se hayan desarrollado en numerosos planetas como resultado de la evolución convergente, aún sería mucho más lógico esperar que muchas especies hubieran evolucionado para poder explotar el nicho de los pájaros carpinteros. Estos han tenido un notable éxito adaptativo: constituyen casi doscientas especies, muchas de ellas comunes; tienen dimensiones muy variadas, pudiendo ser tan pequeños como los reyezuelos y tan grandes como los cuervos, y han poblado casi todo el mundo, a excepción de algunas remotas islas de difícil acceso.

¿Entraña muchas dificultades evolucionar para poder explotar el modo de vida de un pájaro carpintero? Dos consideraciones sugieren que la respuesta es negativa. Los picos no constituyen, como los mamíferos ovíparos, un grupo singular de orígenes antiquísimos y sin parientes próximos. Los ornitólogos coincidieron hace ya mucho tiempo en considerarlos parientes próximos de los guiamieles, los tucanes y los barbudos, aves a las que se asemejan en todo, salvo en adaptaciones para perforar la madera. Estas son de muy diversos tipos —aunque ninguna tan extraordinaria como la capacidad de construir radios—, pero todas pueden considerarse como ampliaciones de las adaptaciones de otras aves. Las adaptaciones de los pájaros carpinteros se clasifican en cuatro categorías.

En primer lugar, la categoría más destacada incluye las adaptaciones orientadas a perforar la madera viva. Entre ellas se cuentan el pico en forma de escoplo, las plumas que protegen los orificios nasales contra el serrín, la dureza del cráneo, los fuertes músculos de la cabeza y el pescuezo y la articulación que une la base del pico y la parte frontal del cráneo, que cumple la función de amortiguar los golpes. Los antecedentes de todos estos rasgos se encuentran en otras aves con mucho menor esfuerzo que los posibles precedentes de la construcción de radios entre los chimpancés. Numerosas aves, como los loros, perforan agujeros en la madera muerta a picotazos o a mordiscos. Dentro de la familia de los picos puede establecerse una escala de habilidad para perforar: desde los torcecuellos, que no practican agujeros en la madera, pasando por los numerosos picos que perforan maderas blandas, hasta los especialistas en horadar maderas duras, como los picos chupadores de savia.

Otra categoría incluye las adaptaciones que permiten afianzarse al tronco en posición vertical; entre ellas se incluyen la rígida cola que hace las veces de puntal, los fuertes músculos que mueven la cola, las patas cortas y las garras inferiores largas y curvadas. La evolución de estos rasgos es aún más fácilmente discernible que la de las adaptaciones para perforar la madera. Dentro de la familia de los pájaros carpinteros hay aves como los torcecuellos que no poseen colas rígidas que sirvan de puntales, mientras que algunas aves de otras familias, como los loros pigmeos y los trepadores, sí poseen colas rígidas para afianzarse en los árboles.

La tercera adaptación es una lengua extremadamente larga y extensible, en algunos tan larga como la lengua de los humanos. Una vez que el pico ha abierto un agujero en el sistema de túneles perforados por los insectos que viven en la madera, utiliza la lengua para atrapar a los insectos sin necesidad de seguir perforando nuevos agujeros para cada rama del sistema. Este rasgo anatómico cuenta con numerosos precedentes entre otros animales, incluidas las lenguas de las ranas, los osos hormigueros y los oricteropos, que también les sirven para atrapar insectos.

Por último, los pájaros carpinteros poseen una piel muy dura, merced a la cual resisten tanto las picaduras de los insectos como la tensión creada al golpear la madera y la que generan sus fuertes músculos. Los taxidermistas, conocedores de la distinta dureza de la piel de las aves, se quejan cuando se les encarga disecar a una paloma, tuya piel, fina como el papel, casi se rompe con mirarla, y, sin embargo, se frotan las manos con placer cuando tienen que disecar a un pájaro carpintero, a un halcón o a un loro.

Así pues, aunque los pájaros carpinteros posean numerosas adaptaciones útiles para perforar la madera, por lo general se trata de rasgos que también poseen otros animales como resultado de la evolución convergente; el cráneo sí es una característica única de los pájaros carpinteros, pero incluso en este caso es posible hallar precedentes en otras especies. Así pues, cabría esperar que todo el conjunto de rasgos adaptados a la perforación de la madera se hubiera desarrollado en repetidas ocasiones, de modo que hoy día deberían de existir numerosos grupos de animales grandes con capacidad para perforar la madera con objeto de buscar alimentos o construirse un habitáculo. Sin embargo, todos los pájaros carpinteros de la actualidad mantienen entre sí un parentesco más próximo que con cualquier otra especie. Por otro lado, en las masas de tierra alejadas adonde nunca llegaron los pájaros carpinteros, como Australia, Nueva Guinea y Nueva Zelanda, no evolucionó ningún ser que pudiera explotar las espléndidas oportunidades que ofrece este modo de vida; aunque en esos lugares sí hay algunas especies autóctonas de aves y mamíferos que horadan la madera o la corteza muerta, ninguna perfora la madera viva, ni puede compararse con los pájaros carpinteros. Si en el curso de la historia evolutiva no hubiera llegado a producirse el momento en que surgieron los pájaros carpinteros, ya fuera en América o en el Viejo Mundo, un nicho ecológico de gran valor habría quedado vacío en toda la Tierra.

Me he detenido a examinar con cierta prolijidad el caso de los pájaros carpinteros con objeto de demostrar que la convergencia no es un proceso universal y que las buenas oportunidades que ofrece la naturaleza no siempre se aprovechan. Podría haber ilustrado este punto con otros muchos ejemplos, igualmente flagrantes. La manera más fácil de sobrevivir que los animales tienen a su alcance es alimentarse de plantas, las cuales están en buena parte compuestas por celulosa. No obstante, ningún animal superior ha desarrollado una enzima con la que digerir la celulosa. Los herbívoros que digieren esta sustancia, como las vacas, lo hacen gracias a los parásitos que se alojan en sus intestinos. Por citar otro ejemplo al que se ha hecho alusión en un capítulo previo, pese a que el cultivo de plantas parece ofrecer obvias ventajas a los animales, antes de que los humanos crearan la agricultura hace diez mil años, los únicos animales que explotaban esta posibilidad eran las hormigas agricultoras y algunos otros insectos que cultivan hongos o domestican «ganado» de pulgones.

Vemos, pues, la dificultad que entraña el desarrollo de adaptaciones tan útiles como puedan serlo la capacidad para perforar la madera, digerir celulosa o cultivar los propios alimentos. Así pues, no hay por qué esperar que otros seres hayan desarrollado la capacidad de fabricar radios, objetos que, al fin y al cabo, no desempeñan ninguna función indispensable. ¿Será la transmisión de señales de radio el resultado de un golpe de suerte y un fenómeno que posiblemente no se ha desarrollado en ningún otro planeta?

Pensemos en lo que podría enseñarnos la biología sobre la inevitabilidad del desarrollo de aparatos de radio en la Tierra. Si la fabricación de radios fuera equiparable a la perforación de la madera, algunas especies quizá habrían desarrollado la capacidad para fabricarlas parcial o incorrectamente, en tanto que una sola especie habría logrado el producto acabado. Podría haberse descubierto, por ejemplo, que los pavos construían transmisores, pero no receptores, mientras que los canguros fabricaban receptores y no transmisores. El registro fósil nos mostraría tal vez que durante los últimos quinientos millones de años decenas de animales hoy extinguidos habían experimentado con las técnicas metalúrgicas y con circuitos electrónicos de creciente complejidad hasta llegar a desarrollar los tostadores eléctricos en el Triásico, las trampas para ratones accionadas por pilas en el Oligoceno y, por último, los aparatos de radio en el Holoceno. Asimismo, habría fósiles de transmisores de cinco vatios construidos por los trilobites, transmisores de doscientos vatios entre los huesos de los últimos dinosaurios y transmisores de quinientos vatios de los tigres dientes de sable, y, finalmente, los humanos habrían logrado aumentar la potencia de las emisiones hasta permitir la transmisión de ondas al espacio.

Pero nada de eso ha ocurrido. Ni entre los vestigios fosilizados, ni entre los animales vivos —ni siquiera entre nuestros parientes más próximos, los chimpancés comunes y pigmeos—, se encuentran ni los más remotos precedentes de los aparatos de radio. Por otro lado, resulta instructivo estudiar la evolución de esta técnica entre los humanos. Ni los australopitecos, ni el Homo sapiens primitivo desarrollaron las radios, y hace tan solo ciento cincuenta años el Homo sapiens actual no había llegado a concebir las ideas que harían posible la fabricación de radios. Los primeros experimentos prácticos se iniciaron hacia 1888; aún no ha transcurrido un siglo desde el día en que Marconi fabricó el primer transmisor capaz de emitir a una distancia de kilómetro y medio, y todavía no nos dedicamos a emitir señales de radio dirigidas a otros planetas, pese a que ya se haya realizado un intento en este sentido (en Arecibo, en 1974).

Anteriormente se ha dicho que, a primera vista, la existencia de aparatos de radio en el único planeta que conocemos parece indicar una alta probabilidad de que también existan en otros planetas. No obstante, de un análisis pormenorizado de la historia de la Tierra se desprende precisamente la conclusión opuesta: la fabricación de aparatos de radio tenía escasísimas probabilidades de llegar a desarrollarse en nuestro planeta. Solo una entre los miles de millones de especies que han existido en la Tierra ha demostrado algún interés en tales aparatos, y solo lo ha hecho cuando ya habían transcurrido el 99,99 por ciento de los siete millones de años que ha durado su historia. Un visitante del espacio exterior que hubiera visitado nuestro planeta hace solo mil ochocientos años habría desestimado la posibilidad de que en la Tierra llegaran a construirse radios algún día.

Podría objetarse que estoy restringiendo demasiado el campo a buscar precursores de las radios como tales, pues bastaría con buscar dos requisitos necesarios para la fabricación de radios: la inteligencia y la habilidad técnica. Pero tampoco en este campo encontramos una situación más favorable. Basándonos en nuestra historia evolutiva más reciente, asumimos arrogantemente que la inteligencia y la habilidad constituyen los mejores medios de dominar el mundo y son el resultado de una evolución inevitable. Recordemos, a este respecto, la frase de la Enciclopedia Británica citada anteriormente: «Cuesta imaginar que la vida se haya desarrollado en otro planeta sin avanzar hacia la inteligencia». En realidad, la historia de la Tierra nos lleva a la conclusión opuesta, pues son escasísimos los animales que han desarrollado el menor interés en la inteligencia o la habilidad. Ninguno ha llegado a un punto de desarrollo ni remotamente parecido al de los humanos, y aquellas especies que han avanzado en la adquisición de uno de ambos rasgos, como los inteligentes delfines y las hábiles arañas, no han desarrollado el otro en absoluto; las únicas especies, aparte de la humana, que han avanzado ligeramente en la adquisición de ambos rasgos son los chimpancés comunes y los chimpancés pigmeos, y no puede decirse que hayan tenido un gran éxito adaptativo. Las especies de la Tierra mejor adaptadas son, en realidad, los estúpidos y torpes escarabajos y las ratas, que encontraron vías más adecuadas para implantar su dominación.

Aún queda por examinar la última variable de la fórmula del Green Bank que se emplea para estimar el numero de civilizaciones con capacidad de emitir señales de radio interestelares. Nos referimos al tiempo de existencia de una civilización. La inteligencia y la habilidad necesarias para fabricar radios tienen otras muchas aplicaciones, cuyos resultados han constituido las señas distintivas de la humanidad desde mucho antes de que existieran los aparatos de radio, así, por ejemplo, las máquinas para el exterminio masivo de nuestros congéneres y los medios necesarios para destruir el entorno. Los humanos hemos desarrollado estas capacidades hasta el punto de que nuestras creaciones van devorándonos poco a poco, aunque es probable que el proceso gradual de destrucción tenga un final brusco. Media docena de países poseen en la actualidad los medios técnicos necesarios para acabar con la humanidad en un instante, y otros muchos países han emprendido la loca carrera por conseguirlos. La sabiduría que ha caracterizado a los líderes políticos de los países poseedores de bombas atómicas y que hoy caracteriza a los líderes de los países que no tardarán en ser potencias nucleares no es una buena garantía de que los aparatos de radio puedan seguir existiendo en la Tierra durante mucho tiempo.

Si el desarrollo de los aparatos de radio fue el resultado de un golpe de suerte, aún lo fue más el hecho de que la capacidad de fabricar radios se desarrollara antes que la tecnología necesaria para autodestruirnos lenta o bruscamente. Así pues, la historia de la Tierra no solo revela la improbabilidad de que existan otras civilizaciones con una tecnología adecuada para la comunicación interestelar, sino también que las civilizaciones, de ese tipo tienden a tener una historia breve. Es probable que las civilizaciones técnicamente avanzadas surgidas en otros planetas invirtieran su historia de progreso de la noche a la mañana, tal como ahora puede ocurrirle a la humanidad.

Esto, no obstante, debe considerarse una circunstancia afortunada. Nunca ha dejado de extrañarme que los astrónomos, entusiasmados con sus caros proyectos orientados a detectar vida extraterrestre, no se hayan detenido a considerar seriamente una cuestión que llama a la reflexión: ¿qué ocurriría si encontráramos a otros seres o si ellos nos encontraran a nosotros? Los astrónomos presuponen tácitamente que los humanos y los monstruíllos verdes se saludarían con la mayor cortesía y se enfrascarían en apasionantes conversaciones. Pero también en este punto resulta esclarecedora la historia de la Tierra. Los humanos ya hemos descubierto a dos especies con una inteligencia muy desarrollada, aunque con una tecnología menos avanzada que la nuestra: los chimpancés comunes y pigmeos. ¿Cuál fue nuestra reacción ante tal descubrimiento? ¿Acaso nos sentamos tranquilamente para intentar comunicarnos con ellos? Ni que decir tiene que no fue así, muy al contrario, nos dedicamos a matarlos, diseccionarlos, cortarles las manos para exhibirlas como trofeos, encerrarlos en jaulas, inyectarles el virus del sida para ver cómo reaccionaban y, en general, a destruir sus hábitats y a ellos mismos. Era la reacción predecible, ya que, en el transcurso de la historia humana, los exploradores que descubrían a pueblos menos desarrollados técnicamente se entregaban a la labor de asesinarlos, diezmar sus poblaciones con nuevas enfermedades y destruir u ocupar su hábitat.

Cualquier civilización extraterrestre que descubriera la existencia de los humanos seguramente nos trataría del mismo modo. Pensemos de nuevo en los astrónomos que enviaron señales de radio al espacio desde Arecibo, describiendo la posición de la Tierra y a sus habitantes. Tamaña locura solo es comparable a la insensatez del último emperador inca, Atahualpa, que describió a los invasores españoles ávidos de oro las riquezas de su capital y les proporcionó guías para acompañarles en su viaje. Si realmente existen civilizaciones avanzadas a una distancia desde la que puedan captar nuestras señales de radio, lo más prudente será que apaguemos nuestros transmisores e intentemos evitar que nos detecten; de otro modo, nos exponemos a la catástrofe.

Por fortuna, en el espacio exterior reina un silencio ensordecedor. Nadie pone en duda la existencia de miles de millones de galaxias con miles de millones de estrellas, donde sin duda habrá alguna civilización con transmisores de radio, pero no deben de ser muchas, ni tampoco tendrán una vida muy larga. Es improbable que haya civilizaciones como la nuestra en toda la galaxia, y ciertamente no hay ninguna a una distancia de centenares de años luz. Lo que los pájaros carpinteros nos han enseñado es que no debemos esperar ver un platillo volante. En la práctica, somos una especie única y solitaria en un universo superpoblado. ¡Demos gracias por ello!