11
¿Por qué fumamos, bebemos y utilizamos
drogas peligrosas?
Chernobil, formaldehído en Drywall, intoxicación por plomo, contaminación, vertidos de petróleo, el caso del canal Love, asbestos, el agente naranja… Apenas pasa un mes sin que nos enteremos de que una vez más la negligencia de unos cuantos nos ha expuesto a todos al contacto con sustancias químicas tóxicas. La indignación pública, la sensación de desprotección y las exigencias de cambio cada vez son más fuertes. ¿Por qué, entonces, nos hacemos a nosotros mismos lo que no permitimos que otros nos hagan? ¿Cómo explicar la paradoja de que muchas personas consuman intencionadamente, mediante la inhalación, la ingestión u otros métodos, sustancias químicas tóxicas, tales como el alcohol, la cocaína y la nicotina y el alquitrán del tabaco? ¿Por qué este tipo de daños autoinfligidos son comunes a todas las sociedades contemporáneas, desde las tribus primitivas hasta las sociedades más desarrolladas, así como a las sociedades antiguas de las que poseemos información escrita? ¿Cómo llegó a convertirse la drogadicción en una característica distintiva y virtualmente privativa de la especie humana?
El problema no es tanto comprender por qué continuamos consumiendo sustancias tóxicas una vez que las hemos probado, algo que se explica en parte por la adicción que generan tales sustancias, sino entender qué nos impulsa a comenzar a consumirlas. En la actualidad, los efectos nocivos o letales del alcohol, la cocaína y el tabaco están más que demostrados y son de sobra conocidos por todos. Solo la existencia de poderosas compensaciones puede explicar por qué la gente consume esos venenos voluntaria e incluso ávidamente. Es como si un tipo inconsciente de programación nos impulsara a hacer algo pese a los peligros que entraña. ¿De qué tipo de programación puede tratarse?
Como es lógico, no hay que adelantar una explicación única, pues los motivos que actúan en distintas personas y sociedades son diferentes. Por ejemplo, algunas personas beben con objeto de superar sus inhibiciones o de fomentar su sociabilidad, mientras que otras lo hacen para ahogar sus penas y embotar su sensibilidad, y aún otras simplemente porque les gusta el sabor de las bebidas alcohólicas. Asimismo, es obvio que la diferencia de oportunidades para conseguir una vida satisfactoria explica en buena medida las diferencias geográficas y de clase con respecto al abuso de sustancias químicas. No es de sorprender que el alcoholismo autodestructivo sea un problema más grave en las zonas con altas tasas de desempleo de Irlanda que en el sudeste de Inglaterra, ni que la adicción a la cocaína y a la heroína se haya generalizado más en Harlem que en las áreas residenciales acomodadas de Nueva York. Podría caerse en la tentación de considerar que la drogadicción es una característica humana con causas sociales y culturales obvias para la cual no es necesario buscar precedentes entre los animales.
No obstante, ninguno de los motivos mencionados despeja la paradoja de por qué el ser humano se empeña en hacer algo a sabiendas de que le perjudicará. En este capítulo se propondrá otra explicación que sí pretende resolver dicha paradoja. La explicación propuesta podrá aplicarse tanto al daño que los humanos se infligen a sí mismos empleando sustancias químicas como a un amplio conjunto de conductas animales aparentemente autodestructivas, así como a una teoría general sobre el display (o exhibición) animal. Con este punto de vista es posible unificar un amplio abanico de fenómenos propios de nuestra cultura, desde el hábito de fumar y el alcoholismo hasta la drogadicción. Nuestra explicación podría, asimismo, ser válida para estudios interculturales, pues además de dar cuenta de determinados fenómenos del mundo occidental, puede servir para desentrañar costumbres desconcertantes de otros lugares, como por ejemplo la ingestión de queroseno por parte de los expertos en kung-fu de Indonesia. Asimismo, desviaremos nuestra atención hacia el pasado para aplicar nuestra hipótesis a la extraña costumbre de los enemas rituales de la civilización maya.
Comenzaré por explicar cómo llegué a concebir esta teoría. Cierto día me sorprendí reflexionando en cómo era posible que las empresas que fabrican sustancias químicas tóxicas para el consumo humano anuncien explícitamente en qué consisten sus productos. Una práctica comercial de ese tipo debería ser el camino más seguro para la quiebra. Y sin embargo, en tanto que hacer publicidad de la cocaína nos parece inaceptable, los anuncios del tabaco y el alcohol son tan comunes que han dejado de resultarnos chocantes. Yo solo me detuve a pensar en lo insólito del hecho después de vivir durante varios meses en la selva de Nueva Guinea, en compañía de las tribus cazadoras que allí habitan y muy lejos de cualquier tipo de publicidad.
Día tras día, mis amigos de Nueva Guinea me interrogaban sobre las costumbres occidentales, y sus reacciones de asombro ante mis explicaciones me hicieron advertir cuán absurdas eran muchas de nuestras costumbres. Después, varios meses de trabajo de campo concluyeron con una de esas bruscas transiciones posibilitadas por los sistemas de transporte modernos. El día 25 de junio todavía estaba en la selva observando a un ave del paraíso macho de colores brillantes que volaba torpemente sobre un claro, arrastrando a su zaga la cola de un metro de larga. El 26 de junio me encontraba a bordo de un reactor Boeing 747, leyendo revistas y poniéndome al día sobre las últimas maravillas de la civilización occidental.
Hojeé la primera revista, que se abrió en una página donde se veía la foto de un tipo de aspecto duro persiguiendo a caballo a un rebaño de vacas, y debajo, en grandes letras, el nombre de una marca de cigarrillos. El estadounidense que hay en mí comprendía el significado de aquella foto, pero otra parte de mí seguía en la selva, viendo la foto con una mirada ingenua. Tal vez mi reacción no parezca tan extraña al lector si este se pone en la situación de alguien que no conoce la sociedad occidental y ve por primera vez ese anuncio; en esa tesitura, el lector sin duda se preguntaría con asombro qué relación hay entre perseguir a un rebaño y fumar (o no fumar) cigarrillos.
La parte ingenua de mi personalidad, recién salida de la selva, pensó: «¡Qué estupendo anuncio antitabaco!». Es por todos sabido que fumar perjudica la capacidad para practicar deportes y provoca cáncer y muertes prematuras. Puesto que el vaquero es uno de los símbolos del hombre atlético y admirable, ese anuncio debía de ser un sugestivo elemento de una campaña organizada por los grupos contrarios al tabaco, con el que pretendían decir que quien fumara esa marca concreta de cigarrillos no podría ser un buen vaquero. ¡Qué gran acierto lanzar un mensaje así a la juventud!
Sin embargo, al momento comprendí que ese anuncio estaba patrocinado por la empresa que fabricaba esa marca de cigarrillos con objeto de que los lectores extrajeran precisamente la conclusión contraria. ¿Cómo habrían permitido que el departamento de publicidad cometiera un error de cálculo de tamaño calibre? Sin duda, el anuncio disuadiría de comenzar a fumar a cualquier persona preocupada por su fuerza física o su imagen.
Aún medio inmerso en la selva, pasé la página de la revista: ante mi vista apareció la foto de una botella de whisky colocada sobre una mesa y un hombre que presumiblemente bebía un trago del contenido de la botella; junto a él, una joven obviamente fértil le contemplaba admirada, como a punto de rendírsele. ¿Cómo es posible?, me pregunté extrañado. Todos sabemos que el alcohol entorpece las funciones sexuales, propicia la impotencia masculina, provoca la pérdida del equilibrio, ofusca el entendimiento y predispone a la cirrosis y a otras afecciones debilitantes. En las inmortales palabras que Shakespeare puso en boca del portero de Macheth: «El alcohol provoca el deseo, pero impide su ejecución». Un hombre aquejado por tantos problemas debería esforzarse por ocultarlos ante la mujer a la que pretende seducir. ¿Por qué el hombre de la fotografía alardea de sus deficiencias? ¿Acaso los fabricantes de whisky confían en que la foto de ese individuo deteriorado impulse las ventas de su producto? Más bien cabría esperar que la patrocinadora de un anuncio de tal índole fuera la Asociación de Madres contra la Conducción en Estado Ebrio, y que las empresas vendedoras de whisky intentaran evitar su publicación querellándose por difamación.
Página tras página, los anuncios hacían ostentación del consumo de tabaco y alcohol de alta graduación e insinuaban sus posibles beneficios. Había incluso fotos de jóvenes fumando en presencia de atractivas representantes del sexo opuesto, como dando a entender que fumar también mejoraba las oportunidades sexuales. Sin embargo, cualquier persona que no fume y que haya besado (o intentado besar) a un fumador sabe que la halitosis producida por el tabaco reduce el atractivo sexual. Paradójicamente, los anuncios apuntaban a que el tabaco no solo reporta beneficios sexuales, sino también amistades platónicas, oportunidades de negocios, vigor, salud y felicidad, cuando la conclusión directa que podía extraerse de ese tipo de publicidad era la contraria.
A medida que transcurría el día, mi yo occidental volvió a predominar en mí y poco a poco dejaron de llamarme la atención esos anuncios de efectos aparentemente desastrosos. Me concentré en el análisis de mis datos de campo y comencé a preocuparme por una paradoja muy distinta, relativa a la evolución de las aves. Sin embargo, fue esta última paradoja la que finalmente me llevó a comprender la lógica subyacente en los anuncios de cigarrillos y whisky.
La paradoja que acaparó mi atención era por qué esa ave del paraíso que había estado observando el 25 de junio habría evolucionado hasta desarrollar algo tan incómodo como una cola de un metro de larga. Otros machos de esa especie desarrollan rasgos igualmente engorrosos, como plumas que les tapan los ojos, colores brillantes y gritos fuertes con los que corren el riesgo de atraer a los halcones, así como el hábito de colgarse boca abajo. Todos estos rasgos entorpecen la supervivencia del macho y, sin embargo, también sirven como reclamos con los que seducir a las hembras. Al igual que tantos otros biólogos, me descubrí reflexionando sobre los motivos de que los machos desarrollen esos molestos rasgos a modo de atractivos sexuales y de que las hembras realmente los encuentren atractivos.
En ese punto de mi reflexión recordé un brillante artículo publicado en 1975 por el biólogo israelí Amótz Zahavi. En él proponía una nueva teoría general, que todavía es objeto de un animado debate entre los biólogos, sobre el papel que desempeñan las señales onerosas o autodestructivas en la conducta animal. Por ejemplo, Zahavi intentaba explicar cómo los rasgos que perjudican a los machos atraen a las hembras precisamente por su carácter oneroso. Comprendí que la hipótesis de Zahavi podía aplicarse a las aves del paraíso que estaba estudiando y, de pronto, se me hizo la luz y, emocionado, pensé que tal vez también sirviera para explicar la paradoja que plantea el consumo de sustancias tóxicas por parte de los humanos, así como la manera de presentarlo en la publicidad.
La teoría propuesta por Zahavi versaba sobre la comunicación animal en general. Todos los animales precisan inventar señales que puedan comprenderse fácilmente y emitirse con celeridad para transmitir mensajes a compañeros, compañeros en potencia, crías, padres, rivales y posibles depredadores. Ilustraremos este punto con el caso de una gacela que advierte que un león la persigue; a esa gacela le interesaría poder transmitir una señal que el león pudiese interpretar como: «Soy la más rápida de las gacelas. Nunca conseguirás atraparme, es mejor que te ahorres el tiempo y el esfuerzo». Aun cuando la gacela realmente sea capaz de correr más deprisa que el león, una señal que disuada al león de su empeño también le servirá a ella para ahorrarse tiempo y esfuerzos.
Ahora bien, ¿qué señal interpretará el león como un signo inequívoco de que su empeño es imposible? La gacela podría hacer una demostración de habilidad corriendo 100 metros a toda velocidad cada vez que viera a un león. Otra posibilidad es que las gacelas convinieran en una señal arbitraria comprensible para los leones; por ejemplo, arañar el suelo con la pezuña izquierda trasera podría significar: «¡Te aseguro que soy muy rápida!». Sin embargo, una señal puramente arbitraria invitaría al engaño, ya que cualquier gacela, por muy lenta que fuera, podría recurrir a ella; de tal modo, los leones advertirían que muchas gacelas estaban mintiendo al emitir la señal y aprenderían a ignorarla. Así pues, el que la señal sea verosímil interesa por igual a las gacelas y a los leones. ¿Qué tipo de señal podría convencer al león de que las gacelas están jugando limpio?
El mismo dilema se plantea con respecto a la selección de la pareja sexual, cuestión que hemos examinado en capítulos previos. En este caso, el problema es particularmente arduo para las hembras, ya que son ellas las que realizan una inversión mayor en la reproducción, las que más arriesgan y, por tanto, las que deben ser más exigentes. Idealmente, la hembra debería seleccionar al macho en función de la calidad de los genes que transmitirá a su descendencia. Puesto que la calidad del material genético es difícil de evaluar, las hembras deben recurrir a otros indicadores efectivos y los machos bien dotados deben tener la capacidad de mostrar sus dotes de algún modo. En la práctica, son rasgos como el plumaje, los cantos y las exhibiciones los que funcionan a modo de indicadores. ¿Por qué los machos «deciden» anunciarse con esas señales concretas? ¿Por qué las hembras confían en la sinceridad del macho y encuentran atractivos esos signos? Y, finalmente, ¿por qué son señales indicativas de la buena calidad de los genes?
Hasta aquí, el problema se ha descrito dando por supuesto que las gacelas y los machos que cortejan a una hembra pueden elegir una señal indicadora de entre una multiplicidad de alternativas, y asumiendo que el león o la hembra reflexionan para decidir si esa señal realmente pone de manifiesto la velocidad o la calidad de los genes. En la práctica, sin embargo, esas «decisiones» son el resultado de la evolución y están programadas genéticamente. Aquellas hembras que seleccionan a los machos basándose en señales que realmente denotan un buen material genético, y aquellos machos que emplean señales inequívocas de la calidad de sus genes, son los que tienden a dejar mayor descendencia; lo mismo puede decirse de los leones y las gacelas que consiguen evitar las persecuciones inútiles.
Muchas de las señales de ostentación desarrolladas por los animales resultan plantear la misma paradoja que los anuncios de tabaco, pues en lugar de revelar cualidades positivas, constituyen defectos, derroches de energía y fuentes de riesgo. Así, por ejemplo, ante la aproximación de un león, la gacela no se da a la fuga a toda velocidad, como parecería lógico, sino que emprende una lenta carrera dando saltos con las patas rígidas. ¿Cómo es que la gacela se permite esta exhibición autodestructiva, desperdiciando tiempo y energía y dándole al león la oportunidad de atraparla? Pensemos también en los machos de numerosas especies que desarrollan engorrosos ornamentos que les entorpecen los movimientos, tales como la cola del pavo real o las plumas del ave del paraíso; o en los machos de muchas otras especies que atraen a las hembras con su brillante colorido, sus sonoros cánticos o mediante sus ostentosas exhibiciones, con las que se exponen a llamar la atención de los depredadores. ¿Por qué los machos anuncian sus defectos de ese modo y las hembras se sienten atraídas ante esas demostraciones? Estas paradojas constituyen un importante misterio que aún espera ser resuelto por las investigaciones sobre la conducta de los animales.
La teoría de Zahavi ataca frontalmente esta paradoja, planteando que ese tipo de ornatos y conductas perjudiciales son indicadores válidos de que el animal es sincero al proclamar su superioridad, precisamente porque le sitúan en una posición de desventaja. Una señal que no entrañe ningún coste para el emisor se presta al engaño, puesto que cualquier animal, por torpe o lento que sea, puede permitirse transmitirla. Solo las señales que llevan aparejados un coste o un perjuicio son garantía de sinceridad. Por ejemplo, dedicarse a dar saltos al ver aproximarse a un león equivaldría a una condena a muerte en el caso de una gacela lenta, pero es una demostración de habilidad en una gacela rápida, que de ese modo alardea ante el león diciéndole: «Soy tan rápida que me escaparé de ti aun después de concederte esta ventaja». En consecuencia, el león sabe que tiene fundamentos para creer en la señal, y tanto el león como la gacela se benefician al no desperdiciar tiempo ni energía en una persecución inútil.
Del mismo modo, la teoría de Zahavi puede aplicarse al caso de los machos que se exhiben ante las hembras, pues todo macho que haya conseguido sobrevivir a pesar del lastre que supone tener una cola enorme o un trinar estridente debe de tener un material genético muy bueno en otros aspectos. Ese impedimento físico le vale para demostrar su especial habilidad para escapar de los depredadores, encontrar alimentos y resistir a las enfermedades. Cuanto mayor sea el impedimento, más dura será la prueba que ha superado. La hembra que elige a un macho de ese tipo puede compararse a la damisela de la Edad Media que elegía a su caballero después de ver cómo sus pretendientes se enfrentaban a un dragón; si un caballero manco era capaz de derrotar a un león, la dama sabía que había encontrado a un hombre superior. Y ese caballero, al alardear de su defecto, estaba demostrando su superioridad.
En mi opinión, la teoría de Zahavi es aplicable a numerosos comportamientos humanos que entrañan un peligro o un coste y que se orientan a la adquisición de estatus, en general, o a lograr beneficios sexuales, en concreto. Por ejemplo, los hombres que cortejan a las mujeres cubriéndolas de regalos caros y con parejas demostraciones de riqueza están diciendo: «Tengo una fortuna con la que te mantendré a ti y a tus hijos; puedes darme crédito, ya ves cómo derrocho sin siquiera pestañear». Las personas que alardean de sus joyas, obras de arte o coches deportivos, adquieren estatus porque esas señales no pueden falsearse, ya que todo el mundo conoce sus astronómicos precios. Los indios americanos de la costa noroeste del Pacífico tenían la costumbre de elevar su estatus mediante ceremonias rituales denominadas «potlatch» en las que despilfarraban sus riquezas. En los tiempos anteriores a la medicina moderna, hacerse un tatuaje no solo era doloroso, sino también arriesgado, ya que entrañaba el riesgo de contraer una infección; así pues, las personas que se exponían a tatuarse estaban demostrando dos cualidades: la resistencia a la enfermedad y la tolerancia al dolor. En las islas Malekula del Pacífico existe una tradición arriesgadísima, que hoy día es emulada por los deportistas dedicados al puenting: los isleños hacen alarde de su hombría construyendo una torre de gran altura desde la que saltan de cabeza después de haberse atado los tobillos con cuerdas de sarmientos afianzadas en la cúspide de la torre. La longitud de la cuerda se calcula de modo que detenga la caída del fanfarrón cuando su cabeza está a escasísima distancia del suelo. El hombre que sobrevive a tal prueba demuestra que es valiente, buen constructor y buen calculador.
La teoría de Zahavi puede, asimismo, ampliarse para dar cuenta del consumo excesivo de sustancias químicas. La adolescencia y la primera juventud, edades en las que suele adquirirse el hábito de consumir drogas, son etapas de la vida en las que se dedican muchas energías a reafirmar la propia posición social. Mi hipótesis es que compartimos con los animales un instinto que nos lleva a realizar exhibiciones arriesgadas. Hace diez mil años, los humanos se «exhibían» enfrentándose a un león o al enemigo de la tribu. Hoy día recurrimos a otros métodos, tales como conducir a toda velocidad o consumir drogas peligrosas.
Las demostraciones de antaño y las de ahora transmiten, no obstante, un mismo mensaje: «Soy el más fuerte y el mejor. Aunque solo consuma drogas un par de veces, tengo que ser lo bastante fuerte para soportar la sensación calcinante y asfixiante que produce la primera calada a un cigarrillo, o para superar la primera y terrible resaca. Si consumo drogas habitualmente y sigo vivo y saludable, eso debe de significar que soy el mejor (o al menos así lo creo)». Es un mensaje dirigido a nuestros rivales, a nuestros iguales, a nuestros posibles compañeros… y a nosotros mismos. Aunque el beso de un fumador tenga un sabor desagradable, y pese a que el bebedor sea impotente en la cama, él o ella confían en impresionar a sus rivales y atraer a sus conquistas con el mensaje implícito de superioridad.
Por desgracia, ese mensaje es falso, pese a que funcione en el caso de las aves. Como tantos instintos animales compartidos por el ser humano, este se ha convertido en una mala adaptación en la sociedad moderna. El hecho de mantenerse en pie después de trasegar una botella de whisky puede indicar que se tiene un hígado fuerte, pero no implica superioridad alguna en otros aspectos. Análogamente, quien no haya contraído cáncer de pulmón después de varios años de fumar dos paquetes de tabaco al día puede pensar que está bien dotado genéticamente contra esa enfermedad, pero esa dotación genética no tiene relación alguna con la inteligencia, la habilidad para los negocios ni la capacidad de hacer felices a la esposa y a los hijos.
Es cierto que los animales con breves períodos de vida y de apareamiento precisan desarrollar señales indicadoras que actúen con rapidez, puesto que los compañeros potenciales no tienen tiempo suficiente para evaluar en profundidad sus cualidades. Ahora bien, los humanos disponemos de una vida larga que nos permite entablar relaciones amorosas y laborales duraderas y dedicar tiempo a evaluar la capacidad de nuestros compañeros, y por ello no necesitamos basarnos en indicadores superficiales y equívocos. La drogadicción es el clásico ejemplo de un instinto que en otro tiempo fue útil —como señal de la situación de desventaja de su poseedor— y que se ha vuelto perjudicial. Es a ese antiguo instinto al que apelan los fabricantes de cigarrillos y whisky con sus ingeniosos y obscenos anuncios. Si se legalizara el consumo de cocaína, los magnates de la droga no tardarían en patrocinar anuncios que apelaran a ese mismo instinto. No es difícil imaginar cómo sería un anuncio de ese tipo: el vaquero a caballo, o el hombre encantador junto a la atractiva doncella, y encima un paquete de polvo blanco agradablemente presentado.
A continuación pondremos a prueba esta teoría saltando de la sociedad occidental industrializada a otras partes del mundo. La drogadicción no se originó a partir de la revolución industrial. El tabaco es originario de América, donde lo cultivaban los indios; las bebidas alcohólicas autóctonas están generalizadas en todo el planeta, mientras que la cocaína y el opio llegaron a Occidente desde otras sociedades. El código jurídico de mayor antigüedad que se ha conservado, el del rey babilonio Hammurabi (1792-1750 a. C.), ya incluía una sección que regulaba el funcionamiento de los locales donde se servían bebidas alcohólicas. Así pues, la teoría aquí propuesta debe de ser aplicable a otras sociedades, si es que es válida. Con objeto de ilustrar su potencial explicativo en estudios interculturales se hará referencia a una costumbre que tal vez el lector desconozca: la ingestión de queroseno por parte de los expertos en kung-fu.
Personalmente, tuve noticia de esa costumbre mientras trabajaba en Indonesia con Ardy Irwanto, un joven biólogo y una persona maravillosa. Entre Ardy y yo se desarrolló una relación cálida y de admiración, por lo que nos preocupábamos de nuestro mutuo bienestar. En cierta ocasión en que nos adentrábamos en una zona conflictiva del país y yo expresé la preocupación de que pudiéramos toparnos con gentes peligrosas, Ardy me tranquilizó con estas palabras: «No te preocupes, Jared. Tengo el nivel ocho de kung-fu». Me explicó que practicaba esa arte marcial oriental y que había alcanzado un grado de dominio avanzado que le permitía derrotar a ocho rivales a la vez.
A modo de demostración, Ardy me mostró una cicatriz que le recorría la espalda, el recuerdo de una lucha con ocho rufianes. Uno de ellos le había atacado con una navaja, pero Ardy se las arregló para romperles los brazos a dos, el cráneo a un tercero, y conseguir que los demás se dieran a la fuga. Así pues, me aseguró que no tenía nada que temer en su compañía.
Una noche, Ardy se dirigió, vaso en mano, hacia el lugar del campamento donde guardábamos los bidones: uno azul para el agua y otro rojo para el queroseno que alimentaba nuestra lamparilla de gas. Entonces vi con horror cómo Ardy llenaba el vaso en el bidón rojo y se lo llevaba a los labios. Me vino a la memoria el terrible momento en que, durante una expedición de montañismo, eché un trago de queroseno por error y me pasé el resto de la noche vomitando. Quise detener a Ardy con un grito, pero él alzó la mano y me dijo tranquilamente: «No te preocupes, Jared, tengo el nivel ocho de kung-fu».
Ardy me explicó que el kung-fu le dotaba de una fuerza especial, y que los maestros de kung-fu ponen a prueba su resistencia bebiéndose un vaso de queroseno una vez al mes. Esa costumbre haría enfermar a una persona más débil; por ejemplo, a mí no debía ni cruzárseme por la cabeza la idea de ponerme a prueba de ese modo. Pero a Ardy no le hacía ningún daño gracias al kung-fu. Esa noche se retiró tranquilamente a su tienda con el vaso de queroseno y a la mañana siguiente se levantó tan feliz y saludable como siempre.
No obstante, me niego a creer que el queroseno no hiciera daño a Ardy. ¡Ojalá hubiera empleado otro método menos perjudicial para poner periódicamente a prueba su preparación! Ahora bien, para él y los demás practicantes de kung-fu, beber queroseno servía para demostrar su fortaleza y su maestría, ya que solo una persona muy robusta es capaz de superar una prueba de tal índole. Así pues, la ingestión de queroseno ilustra la teoría que explica el consumo de drogas como un modo de demostrar la superioridad situándose en una posición de desventaja, aunque sea un ejemplo tan revulsivo para el común de los mortales como fumar y beber alcohol lo eran para Ardy.
Concluiremos con un último ejemplo generalizando esta teoría para aplicarla al pasado; en concreto, a la civilización de los indios mayas, que floreció en América Central hace unos mil o dos mil años. La capacidad de los mayas para crear una sociedad avanzada en el medio hostil de la selva tropical siempre ha fascinado a los arqueólogos. Hoy día se han llegado a comprender en cierta medida muchos logros de la civilización maya, como el calendario, la escritura, los conocimientos astronómicos y las prácticas agrícolas. Sin embargo, uno de los hallazgos más comunes de los yacimientos mayas mantuvo en jaque a los arqueólogos durante mucho tiempo.
Se trata de unos tubos finos de función desconocida, cuya utilidad al fin se descubrió al encontrar unas vasijas pintadas con escenas en las que se mostraba cómo esos tubos se empleaban para administrar enemas intoxicantes. Las vasijas muestran a un personaje a todas luces de alta posición, un sacerdote o un príncipe, a quien se le está administrando un enema en presencia de otras personas. El tubo está conectado a una bolsa que contiene un líquido espumoso semejante a la cerveza; de las ceremonias celebradas por otros grupos de indios cabe deducir que ese líquido contenía alcohol o sustancias alucinógenas, o era una mezcla de ambos. Muchas tribus indias de América Central y del Sur celebraban ceremonias similares en los tiempos de su primer contacto con los exploradores europeos, y algunas han conservado la costumbre hasta nuestros días. Entre las sustancias administradas de tal modo se incluyen el alcohol (fabricado mediante la fermentación de savia de pita o de una corteza de árbol), el tabaco, el peyote, determinados derivados del LSD y alucinógenos extraídos de hongos. El enema ritual cumple una función similar al consumo oral de sustancias intoxicantes practicado en la actualidad, pero hay cuatro motivos que lo convierten en un indicador más efectivo y válido de la fortaleza de una persona.
En primer lugar, beber puede ser un vicio solitario que, en tal caso, no sirve como signo de estatus. Sin embargo, administrarse un enema sin ayuda es muy complicado y, por tanto, esta práctica favorece la asociación con otras personas y crea la ocasión para el lucimiento. En segundo lugar, los efectos intoxicantes del alcohol se potencian al administrarse con un enema, puesto que el alcohol va directamente al intestino y a la sangre, sin mezclarse previamente con alimentos en el estómago; así pues, el enema exige una resistencia mayor. En tercer lugar, las drogas ingeridas por vía oral pasan del intestino delgado al hígado, donde muchas pierden su toxicidad antes de llegar al cerebro y a otros órganos sensibles. Sin embargo, las drogas administradas con un enema son absorbidas directamente por el recto sin pasar por el hígado. Por último, las náuseas pueden limitar la ingestión de líquidos, pero no la administración de un enema. En consecuencia, el enema demuestra ser un método demostrativo de superioridad más convincente que la ingestión de whisky. Es una idea de la que tal vez podrían sacar provecho las empresas publicitarias que estén buscando clientes entre las grandes destilerías.
Para concluir, daremos marcha atrás con objeto de resumir la teoría sobre la drogadicción propuesta en este capítulo. Aunque las prácticas autodestructivas basadas en el consumo de sustancias químicas tal vez sean privativas de los humanos, encajan en un modelo de conductas animales comunes y, en consecuencia, es posible encontrar innumerables precedentes entre los animales que las preconizan. Todos los animales se han visto en la necesidad de desarrollar señales con las que comunicarse mensajes con eficacia y celeridad. Ahora bien, esas señales se habrían prestado al engaño si hubieran sido susceptibles de ser adquiridas o aprendidas por cualquier individuo; para ser válida y verosímil, una señal debe garantizar la sinceridad del animal que la emite implicando un coste, un riesgo o un problema que solo un individuo superior es capaz de afrontar. A esta luz se tornan comprensibles muchas señales emitidas por los animales que a primera vista parecen contraproducentes, como por ejemplo los saltos con patas rígidas de las gacelas o los engorrosos adornos anatómicos y las arriesgadas exhibiciones de los machos que cortejan a las hembras.
En mi opinión, esta perspectiva contribuye a explicar la aparición no solo del arte, sino también de la drogadicción. Ambos factores son rasgos distintivos de la humanidad presentes en casi todas las sociedades humanas, y ambos requieren ser explicados, puesto que en una primera aproximación no es fácil discernir cómo contribuyen a la supervivencia de la especie a través del proceso de selección natural o cómo nos ayudan a encontrar pareja mediante los mecanismos de la selección sexual. Anteriormente se ha argumentado que, en muchas ocasiones, el arte actúa como un indicador válido de la superioridad personal o social de un individuo, puesto que requiere habilidad para ser creado y estatus o riqueza para ser adquirido. Ahora bien, aquellos individuos a quienes sus congéneres atribuyen un rango superior poseen mayores facilidades de acceso a los beneficios materiales y sexuales. A esta argumentación ha de añadirse que los humanos no solo recurren al arte para adquirir estatus, sino también a otras exhibiciones onerosas y, en algunos casos (saltar de cabeza desde altas torres, conducir a toda velocidad o intoxicarse con sustancias químicas), increíblemente arriesgadas. Las exhibiciones onerosas son un modo de alardear del estatus y la riqueza, en tanto que las peligrosas sirven para demostrar la superioridad del individuo capaz de enfrentarse al peligro.
No es mi intención argumentar que esta perspectiva explica el arte o la drogadicción en todos sus aspectos. Como ya se ha dicho antes en relación al arte, hay conductas complejas que adquieren una vida propia y llegan a separarse de su propósito original (si es que servían a un único propósito), y otras que desempeñan múltiples funciones desde sus orígenes. Así como en la actualidad el arte no es un simple método de alarde, sino que muchas veces responde a una mera motivación lúdica, el abuso de las sustancias químicas tampoco es únicamente un método de demostrar la superioridad; sino que sirve para desinhibirse, ahogar las penas o simplemente disfrutar de un buen trago.
Tampoco pretendo negar, ni siquiera desde una perspectiva evolutiva, las diferencias básicas entre el abuso de sustancias químicas practicado por los humanos y sus precedentes animales. Los saltos de las gacelas, las largas colas de las aves y todos los precedentes animales aquí descritos implican costes, pero a la vez son comportamientos que persisten porque los beneficios que producen superan a sus costes. Una gacela que se dedica a saltar pierde tiempo para escapar del león, pero el objetivo, que no es otro que evitar la persecución, merece la pena. Las largas colas de algunas aves macho les dificultan la búsqueda de comida y la huida ante los depredadores, si bien esas desventajas para la supervivencia impuestas por la selección natural quedan sobradamente compensadas por las ventajas sexuales ganadas mediante la selección sexual. El resultado neto es fomentar la transmisión de los genes aumentando la descendencia del individuo. Así pues, estos rasgos de los animales, que en apariencia son autodestructivos, resultan ser ventajosos.
Ahora bien, en el caso del consumo excesivo de sustancias químicas, los costes superan a los beneficios. Los drogadictos y los alcohólicos no solo acortan su vida, sino que pierden muchos atractivos ante su posible pareja, así como la capacidad de criar a sus hijos. Estos rasgos no perduran porque sus ventajas ocultas superen a sus costes, sino básicamente porque constituyen una adicción. Son, en conjunto, comportamientos autodestructivos que no reportan ventajas. Una gacela se expone a cometer un error de cálculo y dedicar demasiado tiempo a exhibirse saltando ante un león, pero la adicción a la excitación que le produce saltar nunca la lleva a un acto suicida. En este aspecto, el abuso de las sustancias químicas es un rasgo autodestructivo que se alejó de sus precedentes animales para convertirse en un rasgo distintivo y privativo de la humanidad.