Las claves de cuándo, por qué y cómo los humanos dejamos de ser simplemente una especie más entre los grandes mamíferos provienen de tres tipos de evidencia. La primera parte de este volumen está dedicada al análisis de los huesos fosilizados y los vestigios de antiguas herramientas, es decir, a los datos tradicionalmente estudiados por la arqueología, así como a otro tipo más novedoso de evidencia que procede de los estudios de biología molecular.
Para abordar esta problemática podríamos comenzar por investigar la magnitud de las diferencias genéticas que nos separan de los chimpancés, cuestión que formularemos en los siguientes términos: ¿qué porcentaje de nuestros genes difiere del de los chimpancés: un 10, un 50 o un 99 por ciento? Recurrir a la simple observación del aspecto externo de los humanos y los chimpancés o al recuento de sus rasgos visibles sería inútil, puesto que las mutaciones genéticas pueden tanto carecer de efectos visibles como desencadenar cambios externos generalizados. Basta con considerar, por ejemplo, que las diferencias visibles entre algunas razas caninas, como los grandes daneses y los pequineses, son mucho mayores que las que distinguen a los humanos de los chimpancés. A pesar de ello, todas las razas caninas pueden cruzarse entre sí, como, de hecho, lo hacen si se presenta la oportunidad (siempre que el acto sea mecánicamente posible), lo que demuestra que pertenecen a la misma especie. Al ver a un gran danés y a un pequinés, un observador desinformado pensaría que las diferencias genéticas entres ambos son mucho mayores que las existentes entre chimpancés y humanos, cuando lo cierto es que las diferencias de tamaño, proporciones y pelaje que distinguen a las razas caninas dependen de un número de genes relativamente pequeño, cuyas consecuencias son insignificantes desde el punto de vista de la biología reproductiva.
¿Cómo podemos entonces estimar la distancia genética que nos separa de los chimpancés? Los avances de la biología molecular realizados en los últimos años han permitido, al fin, responder a esta pregunta, y la respuesta, además de resultar intelectualmente asombrosa, puede tener implicaciones éticas en el trato que dispensamos a los chimpancés. Los estudios de biología molecular han demostrado que las diferencias genéticas entre los humanos y los chimpancés, aunque importantes comparadas con aquellas que separan a las distintas poblaciones humanas o razas caninas, son insignificantes en comparación con las diferencias existentes entre otros muchos pares de especies emparentadas. Es evidente, por tanto, que las mutaciones ocurridas en una pequeña proporción del programa genético de los chimpancés ha tenido consecuencias enormes en la conducta humana. Por otro lado, los científicos han logrado establecer una relación entre la distancia genética y el tiempo transcurrido y dar de ese modo una respuesta aproximada a la pregunta de en qué momento los humanos y los chimpancés divergieron de su antepasado común, momento que se sitúa hace unos siete millones de años.
Ahora bien, aunque los resultados de los estudios de biología molecular ofrezcan medidas generales relativas a la distancia genética y al tiempo transcurrido, no aportan ninguna información sobre cuáles son las diferencias específicas que distinguen a los humanos de los chimpancés, ni sobre cuándo aparecieron tales diferencias. Así pues, para seguir avanzando tendremos que acudir a los restos de huesos y herramientas de los seres que ocuparon estadios intermedios entre nuestro antepasado simiesco y los humanos. La evolución de los huesos constituye el tradicional objeto de estudio de la antropología física. En esta área revisten especial importancia el aumento del tamaño del cerebro, las modificaciones del esqueleto asociadas a la adopción de la postura erecta, así como la disminución del espesor del cráneo, del tamaño de los dientes y de los músculos mandibulares.
El crecimiento del cerebro fue a todas luces un requisito previo al desarrollo del lenguaje y de la capacidad de innovación de los humanos. En consecuencia, cabría esperar que los estudios paleontológicos revelaran un paralelismo muy acusado entre el aumento del tamaño del cerebro y el grado de sofisticación de las herramientas. Sin embargo, se ha comprobado que ambos fenómenos apenas están interrelacionados, y esto constituye uno de los mayores enigmas de la evolución humana. Una vez que el cerebro humano se hubo expandido hasta alcanzar unas dimensiones muy próximas a las actuales, los utensilios de piedra continuaron siendo muy toscos durante cientos de miles de años. Hace tan solo cuarenta mil años, el hombre de Neanderthal poseía un cerebro mayor que el de los seres humanos de la actualidad y, sin embargo, sus herramientas no revelan signos de capacidad de innovación ni el menor talante artístico. El hombre de Neanderthal era simplemente una especie más entre los grandes mamíferos. Incluso después de que otras poblaciones humanas hubieran adquirido prácticamente la anatomía ósea de la humanidad actual, sus herramientas continuaron siendo tan poco imaginativas como las de los neanderthales durante decenas de miles de años.
Estas paradojas vienen a corroborar la conclusión derivada de la evidencia que aporta la biología molecular. Dentro de ese modesto porcentaje de diferencias genéticas que nos separan de los chimpancés, debe de haber un porcentaje aún menor que no es responsable de la modificación de nuestros huesos, sino del desarrollo de los atributos característicos de la condición humana, es decir, la capacidad de innovación, el arte y la fabricación de herramientas complejas. Por lo menos en Europa, dichos atributos aparecieron inesperadamente en el lapso de tiempo en que el hombre de Cromagnon reemplazó al de Neanderthal, época en que el ser humano, al fin, dejó de ser una especie más entre los grandes mamíferos. Al final de la primera parte avanzaremos algunas especulaciones sobre cuáles fueron los cambios que desencadenaron nuestro súbito ascenso a la condición humana.