16
En blanco y negro

El aniversario de la fundación de un país siempre es motivo de celebración para sus habitantes, pero los australianos tenían razones muy especiales para celebrar el bicentenario de su nación en 1988. Pocos grupos de colonos se han enfrentado a tantos obstáculos como los que en 1788 arribaron con la primera flota al futuro emplazamiento de Sidney. Australia era aún térra incógnita; los colonos no sabían qué esperar ni si sobrevivirían. Una travesía de dieciocho meses y 24 000 kilómetros les separaba de su país natal. Les aguardaban dos años y medio de penalidades antes de que la flota de aprovisionamiento llegara desde Inglaterra. Muchos de los colonos eran convictos que habían sufrido los aspectos más brutales del brutal modo de vida del siglo XVXII. Sin embargo, pese a estos duros comienzos, los colonos sobrevivieron, prosperaron, se expandieron por el continente, establecieron una democracia y desarrollaron una personalidad nacional distintiva. No es de extrañar que los australianos se sintieran orgullosos al celebrar el bicentenario de la fundación de su país.

No obstante, las celebraciones se vieron empañadas por varias protestas organizadas. Los colonos de raza blanca no fueron los primeros australianos, pues Australia había sido poblada hacía unos quinientos mil años por los antepasados del pueblo al que normalmente se denomina «aborígenes australianos», aunque en Australia también se les conoce por el nombre de «negros». Durante el proceso de asentamiento de los ingleses, la mayor parte de la población autóctona murió a manos de los colonos o por otras causas, motivo que llevó a sus descendientes a organizar un movimiento de protesta con motivo del bicentenario de Australia. Las celebraciones oficiales se centraban implícitamente en la historia de cómo Australia se convirtió en un continente blanco. El comienzo de este capítulo se centrará, por el contrario, en cómo Australia dejó de ser negra y en el genocidio cometido por los valerosos colonos ingleses.

Para evitar herir susceptibilidades entre los australianos, debo aclarar que no pretendo acusar a sus antepasados de haber cometido un crimen único. La intención que me anima a estudiar el exterminio de los aborígenes es que este caso, lejos de ser único, constituye un ejemplo bien documentado de un fenómeno más frecuente de lo que suele pensarse. La primera idea que nos viene a la mente al oír la palabra «genocidio» es el exterminio consumado en los campos de concentración nazis, pero este dista de ser el genocidio a mayor escala del presente siglo. Los tasmanios y otros centenares de pueblos han sido el blanco de exitosas campañas de exterminio a menor escala, y numerosos pueblos de todo el mundo pueden correr la misma suerte en un futuro próximo. No obstante, el genocidio es un tema tan doloroso que o bien preferimos no pensar en ello, o bien nos convencemos de que la gente decente no tiene nada que ver con eso y solo los nazis son culpables de tamaña aberración. Pero esta despreocupación tiene sus consecuencias: hemos hecho muy poco por detener los numerosos episodios de este tipo ocurridos desde la Segunda Guerra Mundial y no estamos preparados para evitar los que tal vez ocurran en los próximos años. La destrucción de los recursos ambientales y nuestras tendencias genocídicas, ahora asistidas por las armas nucleares, constituyen las principales fuentes de riesgo que pueden invertir el progreso de la humanidad de la noche a la mañana.

Pese al creciente interés que tanto los psicólogos y los biólogos como los profanos muestran por el tema del genocidio, sus aspectos básicos siguen sujetos a debate. ¿Es común que los animales maten a miembros de su propia especie, o se trata de una invención humana sin precedentes entre los animales? A lo largo de la historia de la humanidad, ¿ha sido el genocidio una rara aberración o, por el contrario, un hecho común hasta el punto de que pueda situarse, junto al arte y el lenguaje, entre los rasgos distintivos de la humanidad? ¿Está aumentando su frecuencia en la actualidad, por cuanto el armamento moderno, que permite exterminar en masa apretando un simple botón, reduce nuestras inhibiciones instintivas con respecto al asesinato? ¿Por qué los numerosos casos de genocidio han atraído tan escasa atención? Los responsables de los genocidios, ¿son asesinos patológicos o personas normales que se encuentran en situaciones anormales?

Si queremos comprender el fenómeno del genocidio, debemos proceder con amplitud de miras y basarnos en una multiplicidad de fuentes: la biología, la ética y la psicología. Animados por este propósito, nuestro análisis del genocidio comenzará por explorar su historia biológica, desde nuestros ancestros animales hasta el siglo XX. Después de preguntarnos cómo los asesinos consiguen reconciliar el genocidio con sus códigos éticos, pasaremos a examinar sus efectos psicológicos en quienes lo perpetran, en las víctimas y en los simples espectadores. Pero antes de buscar respuestas para estas preguntas, convendrá comenzar por el estudio del exterminio de los tasmanios, un caso de estudio representativo de una amplia categoría de genocidios.

Tasmania es una isla montañosa de superficie similar a la de Irlanda, situada a unos 320 kilómetros de la costa sudoriental de Australia. Cuando fue descubierta por los europeos en 1642 estaba habitada por cinco mil cazadores-recolectores de una raza relacionada con la de los aborígenes de Australia; quizá fuera el pueblo contemporáneo con una tecnología más rudimentaria. Los tasmanios solo fabricaban algunos tipos simples de herramientas de piedra y madera. Al igual que los aborígenes de la Australia continental, no habían inventado la metalurgia, la agricultura, la ganadería, la cerámica ni los arcos y flechas. A diferencia dé los aborígenes del continente, tampoco poseían bumeranes, perros, redes, conocimientos de costura ni sabían hacer fuego.

Puesto que las únicas embarcaciones de los tasmanios eran balsas aptas para navegar cortas distancias, no habían tenido contacto con otros pueblos desde que la subida del nivel de los océanos separó Tasmania de Australia hace diez mil años. Confinados en su universo particular durante cientos de generaciones, los tasmanios habían sobrevivido al mayor período de aislamiento conocido en la historia humana moderna; un aislamiento tan solo comparable al que se describe en las obras de ciencia ficción. Cuando los colonos blancos de Australia pusieron fin a ese aislamiento, no había en la Tierra dos pueblos peor preparados para comprenderse mutuamente que los tasmanios y los blancos.

El trágico encuentro entre estos pueblos desató conflictos casi tan pronto como los marinos y colonos británicos arribaron a Tasmania hacia 1800. Los blancos secuestraban a los niños tasmanios para utilizarlos como mano de obra y a las mujeres para tomarlas como esposas; mutilaban y mataban a los hombres; invadían los territorios de caza de los tasmanios e intentaban expulsarlos de sus propias tierras. De tal suerte, el conflicto no tardó en centrarse en la disputa por el territorio, una de las causas más comunes de los genocidios habidos a lo largo de toda la historia de la humanidad. Como resultado de los secuestros, en 1830 la población nativa del nordeste de Tasmania se había reducido a setenta y dos hombres adultos, tres mujeres adultas y ningún niño. Un pastor mató a diecinueve tasmanios con un pedrero cargado con clavos. Otros cuatro pastores tendieron una emboscada a un grupo de nativos, mataron a treinta y despeñaron sus cuerpos por un acantilado que hoy día se conoce con el nombre de Victory Hill (colina de la Victoria).

Como es natural, los tasmanios se vengaban y con ello desencadenaban nuevos ataques de los blancos. En abril de 1828, el gobernador Arthur, decidido a detener las hostilidades, ordenó que todos los tasmanios abandonaran la zona de la isla donde se habían establecido los europeos. Con objeto de hacer cumplir esta orden, el gobierno subvencionó la creación de grupos de convictos bajo el mando de la policía, que dieron en llamarse «patrullas volantes», cuya función era perseguir y matar a los tasmanios. La entrada en vigor de la ley marcial en noviembre de 1828 autorizaba a los soldados a matar a cualquier tasmanio que fuera descubierto en territorios colonizados. Más adelante, se puso precio a la cabeza de los nativos: cinco libras británicas por adulto y dos libras por niño, si eran atrapados vivos. «Atrapar al negro», como se llamaba a esta actividad debido al color oscuro de la piel de los tasmanios, se convirtió en un negocio muy lucrativo para las patrullas privadas y públicas. En la misma época se estableció una comisión encabezada por William Broughton, archidiácono anglicano de Australia, para que recomendase una política global aplicable al trato de los nativos. Tras deliberar sobre las diversas propuestas, a saber, capturar a los nativos para venderlos como esclavos, envenenarlos en vez de capturarlos y perseguirlos con perros, la comisión decidió que el mejor método era seguir ofreciendo recompensas y recurrir a los servicios de la policía montada.

En 1830 se contrató a un famoso misionero, George Augustus Robinson, para que acorralase a los tasmanios supervivientes y los condujera a la isla de Flinders, a 48 kilómetros de distancia. Robinson creía de buena fe que estaba actuando por el bien de los tasmanios. Se le entregaron trescientas libras en concepto de adelanto y otras setecientas al terminar el trabajo. Arrastrando graves peligros y penalidades, y ayudado por una valerosa nativa llamada Truganini, Robinson logró reunir a los nativos supervivientes; en un principio, convenciéndoles de que les aguardaba un destino peor si no se rendían, y al final, a punta de fusil. Muchos de los nativos murieron durante la travesía a Flinders, pero unos doscientos llegaron a la isla; eran los últimos supervivientes de la antigua población de cinco mil habitantes.

En la isla de Flinders, Robinson se impuso la tarea de civilizar y cristianizar a los supervivientes. La aldea que fundó, en un emplazamiento ventoso y con escaso aprovisionamiento de agua, funcionaba como una cárcel. Los hijos eran separados de los padres con objeto de facilitar la labor de civilizarlos. El programa obligatorio diario incluía lectura de la Biblia, entonación de himnos e inspección de camas y platos para comprobar su limpieza. La dieta carcelaria dio origen a problemas de malnutrición, que combinados con otras enfermedades causaron la muerte a muchos nativos. Muy pocos niños pequeños sobrevivieron más de unas cuantas semanas. El gobierno redujo la partida presupuestaria dedicada a los tasmanios con la esperanza de que los nativos terminaran por extinguirse. En 1869, los únicos tasmanios supervivientes eran Truganini, otra mujer y un hombre.

William Lanner, el último hombre tasmanio. Fotografía de Wooley, colección del Tasmanian Museum and Art Gallery.

Los tres últimos tasmanios atrajeron el interés de los científicos, que los tomaron por el eslabón perdido entre los humanos y los simios. En consecuencia, cuando el último de los hombres tasmanios, un tal William Lanner, murió en 1869, dos equipos rivales de médicos, encabezados por el doctor George Stokell, de la Royal Society of Tasmania, y por el doctor W. L. Crowther, del Royal College of Surgeons, desenterraron el cuerpo de Lanner para luego devolverlo a la tumba después de apropiarse de algunas partes, las cuales serían objeto de repetidos y mutuos robos. El doctor Crowther se hizo con la cabeza, y el doctor Stokell, con las manos y los pies, y una tercera persona le cortó las orejas y la nariz a modo de recuerdo. El doctor Stokell se confeccionó una bolsa para tabaco con la piel de Lanner.

Truganini, la última mujer superviviente, aterrorizada ante la perspectiva de sufrir una mutilación post mortem similar, rogó en vano que se le diera sepultura en el mar. Tal como había temido, cuando murió, en 1876, la Royal Society desenterró su esqueleto y lo exhibió en el museo tasmanio, donde permaneció hasta 1947. Ese año, el museo, al fin, cedió a las protestas contra el mal gusto y transfirió el esqueleto de Truganini a una sala reservada para los científicos. Esto también suscitó la repulsa de muchos y, finalmente, en 1976, el año del centenario de la muerte de Truganini, su esqueleto se incineró, pese a las objeciones del museo, y sus cenizas se arrojaron al mar cumpliendo los deseos de la difunta.

Aunque la población tasmania era numéricamente escasa, su exterminio tuvo una influencia desproporcionada en la historia australiana, puesto que Tasmania fue la primera colonia australiana que resolvió el problema nativo, dándole una solución casi definitiva, que no fue otra que librarse, aparentemente, de todos los nativos. Sin embargo, algunos hijos de mujeres tasmanias y cazadores de focas blancos sobrevivieron, y sus descendientes siguen siendo motivo de oprobio para el gobierno tasmanio, que no sabe qué hacer con ellos. Muchos blancos del continente australiano envidiaban la radicalidad de la solución tasmania y pretendían emularla, aunque mejorándola a la vista de la experiencia de sus vecinos. El exterminio de los tasmanios se había desarrollado en zonas pobladas por los colonos y en el radio de acción de la prensa de las ciudades, por lo que había atraído algunos comentarios reprobatorios. En consecuencia, el exterminio de la población aborigen, mucho más numerosa, se llevó a cabo en los territorios fronterizos o aún no ocupados, lejos de los centros urbanos.

El instrumento al que recurrió el gobierno de la Australia continental para llevar a cabo esta política, inspirado en las patrullas volantes del gobierno tasmanio, fue una rama de la policía montada denominada «policía nativa», que empleaba la táctica de «acorralar y destruir» con objeto de aniquilar o expulsar a los aborígenes Una estrategia típica era rodear un campamento por la noche y lanzar un ataque por la mañana para matar a todos sus pobladores. Otro método de aniquilación muy difundido entre los colonos blancos fue la utilización de alimentos envenenados. Asimismo, era práctica común rodear a un grupo de nativos, capturarlos y conducirlos a la caree encadenados unos a otros por el cuello. El novelista británico Anthony Trollope expresó la actitud mayoritaria de la sociedad británica decimonónica al escribir: «Del hombre negro australiano podemos decir con toda certeza que debe desaparecer. Que perezca sin sufrimientos innecesarios debería ser el objetivo de todos aquellos a quienes concierne este asunto».

Truganini, la última mujer tasmania. Fotografía de Wooley, colección del Tasmanian Museum and Art Gallery.

Estas tácticas continuaron empleándose en Australia hasta bien entrado el siglo XX. En un incidente ocurrido en Alice Springs en 1928, la policía perpetró una matanza de treinta y un aborígenes. El Parlamento australiano se negó a aceptar un informe sobre la matanza, y dos aborígenes supervivientes fueron acusados de asesinato en lugar de la policía. Los grilletes para encadenar por el cuello seguían utilizándose y defendiéndose como un método humanitario en 1958, cuando el comisario general de la policía del estado de Australia Occidental explicó al Herald, de Melbourne, que los prisioneros aborígenes preferían que se les encadenase.

Los aborígenes de la Australia continental eran demasiado numerosos para que pudiera exterminárseles por completo como a los tasmanios. No obstante, desde la llegada de los colonos británicos en 1788 hasta el censo de 1921, la población aborigen había descendido de unos trescientos mil habitantes a sesenta mil.

En la actualidad, las actitudes que los australianos mantienen con respecto a su sanguinaria historia son muy variadas. Mientras que la política gubernamental y la visión de numerosos blancos se ha tornado cada vez más favorable hacia los aborígenes, otros blancos niegan toda responsabilidad en el genocidio. Por ejemplo, en 1982, una de las revistas de actualidad australianas de mayor tirada, The Bulletin, publicó una carta firmada por una tal Patricia Cobern, que negaba indignada que los colonos blancos hubieran exterminado a los tasmanios. En realidad, escribía la señora Cobern, los colonos eran amantes de la paz y personas de intachable moralidad, en tanto que los tasmanios eran traicioneros, crueles, belicosos, sucios, glotones, piojosos y estaban desfigurados por la sífilis. Para colmo de males, apenas se ocupaban de sus hijos, nunca se bañaban y poseían costumbres matrimoniales repulsivas. Su muerte fue consecuencia de sus insanas costumbres, del deseo de morir y de la falta de creencias religiosas. Fue una simple coincidencia que, después de miles de años de existencia, acertaran a extinguirse durante el conflicto con los colonos. Las únicas matanzas ocurridas fueron las perpetradas por los tasmanios contra los colonos, y no al revés. Además, los colonos se armaban en defensa propia, no estaban acostumbrados a utilizar armas y nunca mataban a más de cuarenta y un tasmanios de una tirada.

Con objeto de estudiar objetivamente el caso de los tasmanios y de los aborígenes australianos, nos detendremos a examinar tres mapas del mundo (véanse las figuras 11, 12 y 13) en los que se recogen los asesinatos en masa correspondientes a tres períodos históricos que han sido categorizados como genocidios. Estos mapas plantean una pregunta de difícil respuesta: cómo definir el genocidio. Etimológicamente, genocidio significa «asesinato de grupo», pues la raíz griega «genos» significa raza y la raíz latina «-cidio» significa matar (como en suicidio, infanticidio). Las víctimas se seleccionan en función de su pertenencia a un grupo determinado, al margen de su conducta individual. Las características definitorias del grupo pueden ser raciales (australianos blancos que matan a tasmanios negros), nacionales (asesinatos en masa de eslavos cometidos por sus compañeros de raza blanca rusos; los funcionarios polacos de Katyn en 1940), étnicas (los hutus y los tutsis, dos tribus africanas negras, que se enzarzaron en un exterminio mutuo en Ruanda y Burundi en las décadas de 1960 y 1970), religiosas (enfrentamientos de musulmanes y cristianos libaneses en décadas recientes) y políticas (genocidio cometido por los jemeres rojos entre sus compatriotas camboyanos de 1975 a 1979).

Si bien el asesinato en masa constituye la esencia del genocidio, se plantea la cuestión de cuán amplia debe ser su definición. El término «genocidio» se emplea muchas veces en un sentido tan general que termina por perder su significado y nos hace cansarnos de oírlo. Aun cuando restrinjamos su definición a los casos de asesinatos colectivos a gran escala, el concepto sigue siendo ambiguo. Como muestra de esa ambigüedad, tomemos los siguientes ejemplos:

¿Cuántos muertos debe producir una matanza para que se considere un genocidio? Esta es una cuestión absolutamente arbitraria. Los australianos mataron a cinco mil tasmanios y con ellos exterminaron a toda una raza, en tanto que los colonos americanos mataron a los veinte últimos indios susquehanna en 1763. ¿Acaso el pequeño número de víctimas descalifica estas matanzas, que produjeron el exterminio total de una raza, para ser incluidas en la categoría de genocidios?

FIGURA 11.

¿Deben ser instancias gubernamentales las que cometan el genocidio, o también cuentan los actos realizados en la esfera privada? El sociólogo Irving Horowitz clasificó estos últimos como «asesinatos» y definió el genocidio como «la destrucción estructural y sistemática de personas inocentes por parte del aparato burocrático del Estado». Sin embargo, los asesinatos «puramente» gubernamentales (las purgas de Stalin contra sus oponentes políticos) y los asesinatos «puramente» privados (empresas constructoras brasileñas que contratan a asesinos profesionales para acabar con los indios) son extremos de un continuo cúmulo de posibilidades. Los indios americanos fueron exterminados por la acción conjunta de los ciudadanos y el ejército de Estados Unidos, mientras que los ibos de la Nigeria septentrional murieron a manos de la chusma y de los soldados. En 1835, la tribu maorí Te Āti Awa, de Nueva Zelanda, llevó a efecto con éxito un arriesgado plan consistente en robar un barco, cargarlo con provisiones, invadir las islas Chatham, matar a sus trescientos ocupantes (otro grupo polinesio denominado moriori), esclavizar a los supervivientes y, de ese modo, adueñarse de las islas. De acuerdo con la definición de Horowitz, esta y otras campañas de exterminio perfectamente organizadas por un grupo tribal no constituirían genocidios, puesto que las tribus carecen de un aparato burocrático estatal.

Cuando se producen muertes en masa debido a medidas despiadadas, pero no específicamente diseñadas para matar, ¿hay que hablar de genocidio? Entre los genocidios bien planeados, se cuentan el de los tasmanios, obra de los australianos; el de los armenios, cometido por los turcos durante la Primera Guerra Mundial, y muy especialmente los llevados a cabo por los nacionalsocialistas durante la Segunda Guerra Mundial. En el extremo opuesto, se encuentra el caso de los indios del sudeste de Estados Unidos, los choctaw, los cherokee y los creek, que fueron obligados a desplazarse al oeste del río Mississippi en la década de 1830; el presidente Andrew Jackson no pretendía que los indios perecieran por el camino, pero tampoco arbitró las medidas necesarias para evitarlo. De tal suerte, muchísimos indios, desprovistos casi por completo de alimentos y ropas, no sobrevivieron a las forzadas caminatas en pleno invierno.

FIGURA 12.

La cándida afirmación de que el genocidio requiere que exista intencionalidad se planteó cuando el gobierno paraguayo fue acusado de complicidad en la desaparición de los indios guayaquíes, que habían sido esclavizados, torturados, privados de alimentos y medicinas y eliminados en masa. El ministro de Defensa de Paraguay se limitó a replicar que no se había dado un intento consciente de destruir a los guayaquíes: «Aunque hay víctimas y culpables, falta el tercer elemento necesario para establecer el delito de genocidio, es decir, la “intención”. Por tanto, puesto que no existe intención, no se puede hablar de “genocidio”». El representante permanente de Brasil en la ONU rebatió con argumentos semejantes los cargos de genocidio de los indios de la Amazonia imputados a su gobierno: «… no se dio la malicia o motivación especial necesaria para caracterizar la presencia del genocidio. Los delitos en cuestión fueron cometidos exclusivamente por razones económicas, habiendo actuado sus perpetradores con el único fin de tomar posesión de las tierras de sus víctimas».

Algunos asesinatos en masa, como los de los judíos y los gitanos cometidos por los nazis, no fueron provocados: la matanza no fue una venganza contra delitos previamente cometidos por las víctimas. En muchos otros casos, sin embargo, el asesinato en masa es la culminación de una cadena de agresiones mutuas. Cuando una provocación desencadena una venganza brutal y desproporcionada, ¿dónde trazar la línea divisoria entre la «mera» represalia y el genocidio? En mayo de 1945, en la ciudad argelina de Sétif, las celebraciones del final dría Segunda Guerra Mundial degeneraron en una revuelta racial en la que los argelinos mataron a ciento tres franceses. La brutal represalia francesa consistió en destruir cuarenta y cuatro pueblos mediante ataques aéreos, bombardear las ciudades costeras con un crucero, organizar matanzas mediante comandos de civiles y desplegar al ejército para asesinar a la población indiscriminadamente. El número de argelinos muertos ascendió a mil quinientos según los franceses y a cincuenta mil según los argelinos. La interpretación del suceso difiere tanto de una versión a otra como la cifra de caídos: para los franceses, se trató de la sofocación de una revuelta; para los argelinos, de una matanza genocídica.

FIGURA 13

La clasificación de los genocidios en función de sus motivaciones resulta ser tan complicada como su definición. Aunque es posible que diversos motivos operen simultáneamente, conviene dividirlos en cuatro categorías. En las dos primeras se da un conflicto leal de intereses por el territorio o el poder, esté o no disfrazado tras una cobertura ideológica. En las otras categorías, el conflicto es mínimo y los motivos son casi puramente ideológicos o psicológicos.

El motivo más común del genocidio tal vez sea resultado de la situación en que un pueblo militarmente poderoso intenta ocupar el territorio de otro pueblo más débil y este opone resistencia. Entre los innumerables casos de este tipo, no solo hay que mencionar el exterminio de los tasmanios y de los aborígenes australianos perpetrado por los australianos de raza blanca, sino también la matanza de amerindios realizada por los americanos blancos, la de los indios araucanos a manos de los argentinos y la de los bosquimanos y los hotentotes a manos de los colonos bóers de Sudáfrica.

Otro rasgo común es que, tras una prolongada lucha de poderes en una sociedad pluralista, uno de los grupos intente imponer una solución definitiva eliminando al grupo rival. Algunos ejemplos de este tipo en los que han estado implicados dos grupos étnicos distintos son las matanzas de tutsis cometidas por los hutus en Ruanda en 1962-1963 y las de hutus perpetradas por los tutsis en Burundi en 1972-1973; el genocidio de los serbios yugoslavos cometido por sus compatriotas croatas durante la Segunda Guerra Mundial, y el de los croatas cometido por los serbios al término de la guerra, así como el exterminio de los árabes de Zanzíbar por parte de la población negra en 1964. No obstante, los asesinados y los asesinos pueden pertenecer al mismo grupo étnico y diferir tan solo en sus ideas políticas. Ese fue el caso del genocidio a mayor escala del que se tiene noticia, con una cifra estimada de víctimas que asciende a los veinte millones en la década de 1929 a 1939 y a sesenta y seis millones entre 1917 y 1959; nos referimos a las purgas cometidas por el gobierno de la Unión Soviética contra los oponentes políticos que formaban parte de su propia ciudadanía. Otros crímenes políticos en masa, que no se acercan a la marca establecida por los soviéticos, son la purga realizada por los jemeres rojos entre varios millones de compatriotas camboyanos en la década de 1970 y la matanza de cientos de miles de comunistas indonesios entre 1965 y 1967.

En los dos casos recién descritos puede considerarse que el motivo del genocidio fue que los asesinos veían a sus víctimas como un obstáculo significativo para el control del territorio y el poder. En el extremo opuesto deben situarse las matanzas de minorías que se utilizan como chivos expiatorios y a las que los asesinos atribuyen la culpa de sus frustraciones. Los judíos sirvieron como chivos expiatorios de la peste bubónica en el siglo XIV, cuando fueron perseguidos por los cristianos; a comienzos del siglo XX sufrieron una nueva persecución en Rusia, donde se les utilizó como chivos expiatorios de los problemas políticos del país; después de la Primera Guerra Mundial, los ucranianos realizaron matanzas de judíos con la excusa de la amenaza bolchevique, y los nazis se ensañaron con este pueblo durante la Segunda Guerra Mundial atribuyéndoles la culpa de la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial. Cuando el Séptimo de Caballería de Estados Unidos exterminó a varios cientos de indios sioux en Wounded Knee en 1890, los soldados estaban tomándose una venganza tardía por el mortífero contraataque de los sioux contra el Séptimo de Caballería del general Custer en la batalla de Little Big Hora, ocurrida catorce años antes. En 1943-1944, en el peor momento de la invasión nacionalsocialista de Rusia, Stalin ordenó el asesinato o la deportación de seis minorías étnicas que sirvieron de chivos expiatorios: los balkaros, los chechenos, los tártaros de Crimea, los ingushes, los kalmykos y los karachis.

Las persecuciones raciales y religiosas constituyen el cuarto tipo de motivos de los genocidios. Aunque no pretendo comprender la mentalidad nazi, es posible que el motivo que les llevó a exterminar a los gitanos fuera «puramente» racial, en tanto que en el caso de los judíos se habrían unido los motivos religiosos y raciales con la necesidad de encontrar un chivo expiatorio. La lista de persecuciones religiosas es casi interminable. Incluye la matanza de todos los musulmanes y judíos que habitaban en Jerusalén cuando esta ciudad final mente cayó en manos de los caballeros de la primera cruzada en 1099, y la matanza de franceses protestantes cometida por los católicos el día de San Bartolomé de 1572. Como es lógico, los motivos raciales y religiosos se han sumado en muchos casos a las luchas por el territorio o el poder, o a la necesidad de buscar un chivo expiatorio para desencadenar los genocidios.

Aun cuando no se llegue a un acuerdo definitivo sobre la definición ni los motivos del genocidio, se adopte el punto de vista que se adopte, siempre se encuentran múltiples casos de genocidio. Veamos ahora a cuándo se remontan los orígenes del genocidio en nuestra historia como especie y aun antes.

¿Es cierto, como se afirma a menudo, que el hombre es un caso único entre los animales por matar a sus congéneres? Por ejemplo, el eminente biólogo Konrad Lorenz mantiene en su libro Sobre la agresión que los instintos agresivos de los animales están controlados por inhibiciones instintivas contra el asesinato. Pero en la historia de la humanidad este equilibrio supuestamente desapareció como consecuencia de la invención de las armas: nuestras inhibiciones hereditarias dejaron de ser lo bastante poderosas como para refrenar la nueva capacidad de aniquilación. Esta visión del hombre como único asesino e inadaptado de la evolución ha sido aceptada por Arthur Koestler y otros muchos autores de gran popularidad.

En realidad, los estudios realizados en las décadas recientes han puesto de manifiesto la existencia del asesinato en muchas especies animales, aunque ciertamente no en todas. Matar a los individuos o a los clanes vecinos resulta beneficioso para un animal cuando le permite apoderarse de su territorio, sus alimentos y sus hembras. No obstante, las agresiones también implican riesgos para el atacante. Muchas especies animales carecen de los medios necesarios para matar a sus congéneres, y entre aquellas que sí los poseen, algunas evitan utilizarlos. Aunque hacer un análisis de costes y beneficios del asesinato pueda repugnar a nuestra sensibilidad, dicho análisis contribuye a esclarecer por qué el asesinato parece caracterizar solo a algunas de las especies animales.

En las especies no sociales, los asesinatos son necesariamente actos de un individuo contra otro. Ahora bien, en las especies sociales carnívoras, como los leones, los lobos, las hienas y las hormigas, el asesinato puede adoptar la forma de una serie de ataques coordinados que los miembros de un clan lanzan contra los del clan vecino, es decir, de asesinatos en masa o «guerras». La guerra se desarrolla de distintas formas en las diferentes especies. Los machos pueden perdonar la vida a las hembras del clan vecino y tomarlas como compañeras, matar a las crías y poner en fuga (langures) o incluso matar (leones) a los machos; en otros casos (lobos) se mata a machos y hembras sin excepción. Como ejemplo, he aquí un pasaje de la batalla entre dos clanes de hienas del cráter del Ngorongoro, en Tanzania, tal como la relata Hans Kruuk:

«Alrededor de una docena de hienas de Scratching Rock […] atraparon a uno de los machos mungi y le molieron a dentelladas, especialmente en el vientre, las zarpas y las orejas. La víctima estaba completamente cubierta por sus atacantes, que se dedicaron a maltratarla durante unos diez minutos […]. El macho mungi quedó literalmente destrozado, y cuando más tarde estudié las heridas más de cerca, descubrí que le habían arrancado a mordiscos las orejas, así como las zarpas y los testículos; estaba paralizado por una herida en la espina dorsal, tenía grandes desgarrones en las patas traseras y el vientre y hemorragias subcutáneas en todo el cuerpo».

Especial interés para la comprensión de los orígenes de nuestras tendencias genocídicas reviste la conducta de dos de nuestros tres parientes más próximos, los gorilas y los chimpancés comunes. Hace un par de décadas, cualquier biólogo habría partido de la premisa de que nuestra habilidad para manejar armas y trazar planes de grupo nos convertía en una especie mucho más sanguinaria que los simios, si es que estos tenían siquiera tendencias asesinas. Sin embargo, recientes descubrimientos sobre el comportamiento de los simios han revelado que un gorila o un chimpancé común tienen al menos tantas probabilidades de convertirse en asesinos como cualquier ser humano. Entre los gorilas, por ejemplo, los machos se pelean entre sí por la posesión de los harenes de hembras y el vencedor puede matar a las crías del perdedor y también a este. Este tipo de peleas suponen un factor importante en la mortalidad de los gorilas machos, ya sean adultos o crías. Por término medio, la madre gorila pierde al menos una cría a manos de un macho infanticida en el curso de su vida. A la inversa, el 38 por ciento de las muertes de crías se deben a infanticidios.

Resulta especialmente instructivo, por bien documentado, el caso del exterminio de uno de los clanes de chimpancés comunes estudiados por Jane Goodall, perpetrado entre 1974 y 1977 por un clan rival. A finales de 1973, los dos clanes estaban bastante igualados: el clan de Kasakela, que habitaba al norte, contaba con ocho machos adultos y ocupaba un área de 15 kilómetros cuadrados; y el clan de Kahama, al sur, tenía entre sus miembros a seis machos adultos y ocupaba 10 kilómetros cuadrados. El primer incidente fatal tuvo lugar en enero de 1974, cuando los seis machos adultos, un macho adolescente y una hembra adulta de Kasakela se separaron de los miembros jóvenes del clan, se desplazaron hacia el sur, comenzaron a moverse con sigilo y rapidez al oír voces de chimpancés desde esa dirección, y al fin sorprendieron a un macho de Kahama al que Goodall había bautizado con el nombre de Godi. Uno de los machos de Kasakela derribó a Godi, que había emprendido la huida, se sentó sobre su cabeza y le sujetó las patas mientras los otros dedicaban diez minutos a pegarle y morderle. Por último, uno de los atacantes lanzó, una roca de gran tamaño contra Godi y allí le dejaron. Aunque consiguió levantarse, Godi estaba gravemente herido, tenía señales de dentelladas y sangraba. Nunca se le volvió a ver y se supone que murió como consecuencia de la paliza.

El mes siguiente, tres machos y una hembra de Kasakela volvieron a dirigirse hacia el sur y atacaron a un macho de Kahama llamado De, que ya estaba debilitado por un ataque o enfermedad previos. Los atacantes tiraron a De de un árbol, le pisotearon, le mordieron y golpearon y le arrancaron la piel a tiras. La hembra en celo de Kahama que estaba con De fue obligada a dirigirse al norte con los atacantes. Dos meses después, se vio a De con vida, aunque maltrecho, con la espina dorsal y la pelvis protuberando bajo la piel, varias uñas y parte de un dedo de un pie arrancados y el escroto reducido a una quinta parte del tamaño normal. Nunca se le volvió a ver.

En febrero de 1975, cinco machos adultos y un adolescente de Kasakela persiguieron y atacaron a Goliat, un macho viejo de Kahama. Durante dieciocho minutos estuvieron golpeándole, mordiéndole y dándole patadas, pisoteándole, levantándole y lanzándole contra el suelo, arrastrándole y retorciéndole una pata. Concluido el ataque, Goliat no consiguió levantarse; fue la última vez que se le vio.

Mientras que hasta aquí los ataques iban dirigidos contra machos de Kahama, en septiembre de 1975 la hembra de Kahama Madam Bee resultó herida de muerte después de haber sufrido al menos cuatro ataques no mortales en el curso del año anterior. La agresión fue llevada a cabo por cuatro machos adultos de Kasakela, a la vista de otro macho adolescente y cuatro hembras (incluida la hija secuestrada de Madam Bee). Los atacantes golpearon, abofetearon y arrastraron por el suelo a Madam Bee, la pisotearon y saltaron sobre ella, la arrojaron al suelo, la recogieron y la volvieron a golpear contra la tierra, y como remate la despeñaron por la colina. Madam Bee murió cinco días después.

En mayo de 1977, cinco machos de Kasakela mataron al macho de Kahama llamado Charlie, aunque en este caso no se observaron los detalles de la lucha. En noviembre de 1977, seis machos de Kasakela atraparon al macho de Kahama Sniff y lo vapulearon y molieron a golpes y lo arrastraron por las patas traseras, rompiéndole la izquierda. Al día siguiente se le vio con vida, pero después desapareció.

De los chimpancés supervivientes de Kahama, dos machos y dos hembras adultas desaparecieron por causas desconocidas, en tanto que dos hembras jóvenes se pasaron al clan de Kasakela, el cual procedió a ocupar el antiguo territorio de Kahama. No obstante, en 1979, un clan de chimpancés que habitaba un poco más al sur comenzó a usurpar el territorio del clan de Kasakela, lo que puede explicar la desaparición y las heridas sufridas por varios miembros de este último. En el único estudio de campo de los chimpancés comunes que, además del de Goodall, ha cubierto un período de tiempo largo, se han observado asaltos intergrupales semejantes, algo que no se ha detectado en ningún estudio a largo plazo de los chimpancés pigmeos.

Al juzgar a los sanguinarios chimpancés comunes con el criterio aplicado a los asesinos humanos, es difícil no asombrarse de su ineficacia. Aun cuando grupos de tres a seis atacantes agredieron a una sola víctima, anulando su capacidad de defensa y prolongando la agresión entre diez y veinte minutos, la victima seguía con vida al final del ataque en todos los casos. No obstante, los agresores sí conseguían inmovilizar a la víctima y, a menudo, provocarle la muerte. La pauta de la agresión era que, en un primer momento, la víctima se doblara sobre sí misma y tal vez intentara protegerse la cabeza, para más adelante renunciar a todo intento defensivo y que la agresión se prolongase aun cuando la víctima cesara de moverse. En este aspecto, los ataques intergrupales difieren de los enfrentamientos menos encarnizados que se producen con frecuencia dentro de un clan. La ineficacia de los chimpancés como asesinos se debe a que carecen de armas, aunque no deja de ser sorprendente que no hayan aprendido a matar por estrangulamiento, método que entraría dentro de sus posibilidades.

En comparación con los humanos, no solo son ineficaces cada uno de los asesinatos individuales cometidos por los chimpancés, sino también todo el proceso de genocidio. Desde el primer asesinato de un miembro del clan de Kahama, pasaron tres años y diez meses hasta que el clan se deshizo, y durante ese tiempo nunca se asesinó a más de un chimpancé en cada ocasión. En contraste, los colonos australianos consiguieron eliminar a toda una tribu de aborígenes con un solo ataque sorpresa lanzado al amanecer. En parte, esta ineficacia sigue siendo el reflejo de la falta de armas de los chimpancés. Puesto que todos los chimpancés están desarmados, los asesinatos solo pueden tener éxito cuando los agresores se imponen a la víctima por su fuerza numérica, mientras que los colonos australianos tenían la ventaja de enfrentarse con armas a aborígenes desarmados y de ese modo podían eliminar a numerosos enemigos en el curso de un solo ataque. Por otro lado, los chimpancés que cometen genocidios son muy inferiores a los humanos en su capacidad intelectual y, en consecuencia, en su planificación estratégica. Al parecer, los chimpancés no son capaces de planear un ataque nocturno ni de coordinar una emboscada dividiendo sus fuerzas de asalto.

No obstante, los chimpancés sí ponen de manifiesto una planificación simple e intencionada en sus agresiones. Los asesinatos de los miembros del clan de Kahama resultaron de las incursiones rápidas, cautelosas y discretas de los miembros del clan de Kasakela en el territorio de Kahama, donde trepaban a los árboles y aguardaban a la escucha durante períodos de casi una hora, hasta que detectaban la presencia de un chimpancé de Kahama y se lanzaban sobre él. Los chimpancés también comparten con los humanos las tendencias xenófobas no tienen problemas para reconocer como extraños a los miembros de otros clanes y les deparan un trato muy distinto del establecido entre los miembros de su propio clan.

En resumen, de todos los sellos distintivos de la humanidad —arte, lenguaje hablado, drogadicción y otros—, el que posee precursores más dilectos en el mundo animal es el genocidio. Los chimpancés comunes llevan a cabo asesinatos planificados, exterminan a los clanes vecinos, se enzarzan en guerras de conquista territorial y secuestran a las jóvenes hembras núbiles. Si a los chimpancés se les proporcionaran lanzas con las correspondientes instrucciones de uso, sus asesinatos sin duda adquirirían una eficacia próxima a la de los humanos. La conducta de los chimpancés indica que uno de los motivos fundamentales de que la humanidad adoptara su característico modo de vida grupal fue la necesidad de defenderse de otros grupos humanos, sobre todo una vez que la humanidad inventó las armas y adquirió la capacidad cerebral necesaria para desarrollar estrategias de ataque. Si esta argumentación es correcta, es posible que el tradicional énfasis concedido por los antropólogos al «hombre cazador» como fuerza impulsora de la evolución humana resulte ser válido, con la diferencia de que fuimos los propios humanos los que desempeñamos el papel de presa a la vez que el de depredador.

Liliana Carmen Pereyra Azzarri (de veintiún años), caso 195 de los desaparecidos en Argentina cuyo rastro han seguido las organizaciones que luchan por los derechos humanos. Liliana fue secuestrada en 1972, cuando estaba embarazada de cinco meses. Conducida a un centro de tortura (la Escuela de Mecánica de la Armada, ESMA) y mantenida con vida hasta que dio a luz a un niño en febrero de 1978, poco después fue asesinada mediante un disparo en la cabeza. Sus restos, encontrados en el cementerio de Mar del Plata junto a los cuerpos de otros desaparecidos, fueron identificados en 1985. La búsqueda de su hijo ha resultado infructuosa, pero es probable que fuera adoptado por una pareja de militares. El caso de Liliana ilustra el concepto de honor que con tanta frecuencia invocó la antigua Junta argentina para justificar sus actuaciones. Deseo expresar mi agradecimiento a las abuelas de la Plaza de Mayo, que me dieron su autorización para reproducir la fotografía de Liliana.

Así pues, los dos modelos de genocidio más comunes entre los humanos poseen precedentes animales: asesinar tanto a los hombres como a las mujeres encaja en el modelo correspondiente a los chimpancés comunes y a los lobos, mientras que matar a los hombres y perdonar la vida a las mujeres es la misma conducta que practican los gorilas y los leones. Con todo, un procedimiento sin precedentes, ni siquiera entre los animales, fue el que adoptó el ejército argentino entre 1976 y 1983, período en que eliminó a más de diez mil oponentes políticos y a sus familias, los llamados desaparecidos. Entre las víctimas se contaban hombres, mujeres no embarazadas y niños de hasta tres o cuatro años, que a menudo eran torturados antes de morir. Ahora bien, los soldados argentinos realizaron una contribución única a la conducta animal con su forma de tratar a las mujeres embarazadas que arrestaban, consistente en mantenerlas con vida hasta que dieran a luz y solo entonces ejecutarlas de un tiro en la cabeza, de modo que alguna pareja de militares sin hijos pudiera adoptar al recién nacido.

Aunque la propensión de la humanidad al asesinato no sea un caso único entre los animales, ¿es posible que esas tendencias sean, no obstante, un fruto patológico de la civilización moderna? Los autores contemporáneos, horrorizados ante la destrucción de las sociedades «primitivas» por las sociedades «avanzadas», tienden a idealizar a los nobles salvajes, supuestamente amantes de la paz, que pueden cometer asesinatos aislados pero desconocen lo que es una matanza. Erich Fromm creía que la guerra en las sociedades de cazadores-recolectores era «característicamente poco sangrienta». Ciertamente, algunos pueblos preliterarios (pigmeos, esquimales) parecen ser menos guerreros que otros (naturales de Nueva Guinea, indios de las Grandes Llanuras y de la Amazonia). Incluso los pueblos inclinados a guerrear, se dice, practican la guerra de un modo ritual y la detienen cuando apenas han muerto unos cuantos adversarios. Sin embargo, estas idealizadas teorías no encajan con mi conocimiento de primera mano de los montañeses de Nueva Guinea, a los que se cita a menudo como ejemplo de pueblo que practica una guerra limitada o ritualizada. Aunque la mayoría de los enfrentamientos ocurridos en Nueva Guinea consisten en escaramuzas que producen pocas muertes o ninguna, hay ocasiones en que las tribus perpetran verdaderas matanzas entre sus vecinos. Como tantos otros pueblos, los nativos de Nueva Guinea han intentado expulsar o aniquilar a sus vecinos cuando hacerlo les parecía ventajoso, como medida de seguridad o cuestión de supervivencia.

Al analizar las primeras civilizaciones con escritura, las pruebas documentales atestiguan la frecuencia del genocidio. Las guerras entre griegos y troyanos, entre romanos y cartagineses y entre asirios y babilonios o persas siempre concluían del mismo modo: ya fuera con la matanza de los vencidos, sin hacer concesiones a las mujeres, ya con el aniquilamiento de los hombres y la esclavización de las mujeres. Todos conocemos el relato bíblico sobre cómo las murallas de Jericó se derrumbaron ante el sonido de las trompetas de Josué; lo que no suele citarse con tanta frecuencia son las secuelas: Josué obedeció las órdenes del Señor e hizo matar a los habitantes de Jericó, así como a los de Ai, Makkedah, Libnah, Hebrón, Debir y otras muchas ciudades. Este proceder era tan común que el Libro de Josué tan solo dedica una frase a cada matanza, como si dijera: Claro que mataron a todos los habitantes, ¿qué otra cosa podría esperarse? El único relato que requiere mayor elaboración es el de la matanza cometida en Jericó, donde Josué hizo algo realmente inusual: perdonar la vida de una familia que había ayudado a sus emisarios.

Episodios similares abundan en las crónicas de las guerras de las cruzadas, de los isleños del Pacífico y de muchos otros grupos. No pretendo decir, como es obvio, que las grandes victorias guerreras siempre han concluido con la matanza de los vencidos, fuera cual fuese su sexo. Ahora bien, ese resultado o alguna versión atenuada, como el asesinato de los hombres y la esclavización de las mujeres, se ha producido con suficiente frecuencia como para que lo consideremos algo más que una rara aberración de la naturaleza humana. Desde 1950 han tenido lugar casi veinte casos de genocidio, incluidos dos con un número declarado de víctimas superior al millón (Bangladesh, en 1971, y Camboya, a finales de la década de 1970), y cuatro con más de cien mil víctimas (Sudán e Indonesia en la década de 1960; Burundi y Uganda en la de 1970). (Véase el mapa en la página 389).

Es evidente que el genocidio ha formado parte de la herencia humana y prehumana durante millones de años. A la luz de esta larga historia, ¿qué decir de la impresión de que los genocidios del siglo XX son casos únicos? No puede dudarse que Stalin y Hider establecieron nuevas marcas con respecto al número de víctimas, pero ello solo se debió a que poseían tres ventajas sobre los asesinos de siglos anteriores: mayor densidad de población de los pueblos exterminados, mejores comunicaciones para acorralar a las víctimas y una tecnología más desarrollada aplicada al asesinato en masa. Otro ejemplo de cómo la tecnología puede facilitar el genocidio nos lo proporcionan los isleños de Roviana Lagoon, en el archipiélago de las islas Salomón, al sudoeste del Pacífico, que eran famosos por realizar incursiones guerreras y cortar la cabeza a los vencidos, hasta que llegaron a despoblar las islas vecinas. Sin embargo, tal como me explicaron mis amigos de Roviana, esas correrías no alcanzaron su momento álgido hasta que las hachas de acero llegaron a las islas Salomón en el siglo XIX. Decapitar a un hombre con un hacha de piedra no es tarea sencilla; además, la hoja se mella con facilidad y afilarla es un proceso tedioso.

Otra cuestión mucho más controvertida es si la tecnología también facilita el genocidio desde el punto de vista psicológico, tal como lo ha argumentado Konrad Lorenz. La argumentación de Lorenz es la siguiente: a medida que los humanos evolucionaban a partir de los simios, su fuente de alimentación cada vez dependía más de la aniquilación de otros animales. Ahora bien, con el tiempo, las sociedades fueron aumentando de tamaño y era esencial que el creciente número de individuos cooperase entre sí. Esas sociedades no habrían podido mantenerse si no hubieran desarrollado fuertes mecanismos inhibitorios del asesinato. Como a lo largo de la mayor parte de la historia evolutiva de la humanidad, las armas solo han sido efectivas a corta distancia; bastaba con que esos mecanismos inhibí torios impidieran asesinar a un congénere viéndole cara a cara. El armamento moderno, sin embargo, que se acciona con solo pulsar un botón, ha hecho posible que se superen esas inhibiciones al permitir asesinar sin siquiera ver la cara de las víctimas. De tal suerte, la tecnología creó los requisitos psicológicos para los asépticos genocidios cometidos en Auschwitz y Treblinka, en Hiroshima y Dresde.

Personalmente, no sabría decir si en realidad este factor psicológico ha contribuido de manera significativa a facilitar el genocidio en tiempos modernos. La incidencia del genocidio en épocas pasadas parece al menos tan elevada como la actual, pese a que las consideraciones prácticas limitasen el número de víctimas. Si queremos comprender el genocidio con mayor profundidad, será necesario dejar de lado las fechas y las cifras y analizar la ética del asesinato.

Es evidente que el impulso hacia el asesinato está frenado por la ética en la mayoría de los casos. La pregunta que debemos formularnos es por qué en algunas ocasiones rompe esos diques de contención.

En nuestros días, pese a que sigamos dividiendo a la humanidad en «nosotros» y «ellos», sabemos que hay miles de tipos de «ellos», diferentes entre sí y de nosotros en lo tocante al lenguaje, la apariencia y los hábitos. No merece la pena detenerse a explicar este hecho de todos conocido a través de los libros y la televisión, y en muchos casos a través de la experiencia directa adquirida en los viajes. Es difícil pensar con la mentalidad que ha prevalecido durante la mayor parte de la historia de la humanidad y que ya se ha descrito en el capítulo 13. Al igual que los chimpancés, los gorilas y los carnívoros sociales, los humanos vivíamos en clanes territoriales. El mundo conocido era mucho menor y más simple que el actual: solo existían unos cuantos tipos conocidos de «ellos», los vecinos más próximos.

Por ejemplo, hasta hace poco, las tribus de Nueva Guinea mantenían un modelo cambiante de guerras y alianzas con las tribus vecinas. Una persona podía adentrarse en el valle contiguo para realizar una visita amistosa, aunque nunca totalmente desprovista de peligro, o en una incursión guerrera, pero las posibilidades de atravesar una sucesión de valles en son de paz eran muy remotas. Las imperiosas normas sobre la manera de tratar a los miembros del propio grupo no se aplicaban al trato de los otros grupos, esas tribus vecinas de las que apenas se tenían vagas noticias. En mis recorridos por los valles de Nueva Guinea, personas que practicaban el canibalismo y hacía tan solo una década que habían salido de la Edad de Piedra tenían por costumbre prevenirme contra las costumbres increíblemente primitivas, viles y bárbaras de las gentes a las que encontraría en el valle contiguo. Incluso las bandas de gángsteres del Chicago del siglo XX adoptaron la política de contratar a pistoleros de otras ciudades con el fin de que el asesino pudiera sentir que estaba matando a uno de los «suyos» y no a uno de los «nuestros».

Las obras literarias de la Grecia clásica revelan una prolongación de ese territorialismo tribal. Aunque el mundo conocido era mayor y más diverso, los griegos establecían una barrera que los separaba del resto de los pueblos, a los que consideraban bárbaros. El vocablo «bárbaro» se deriva del barbaroi griego, que simplemente significa extranjeros. Los egipcios y los persas habían alcanzado un grado de civilización semejante al de los griegos, que, no obstante, los calificaban de barbaroi. El ideal de conducta no consistía en la igualdad de trato, sino en favorecer a los amigos y castigar a los enemigos. Para ensalzar a su admirado jefe político Ciro, el escritor ateniense Jenofonte relata cómo Ciro siempre correspondía con creces a las buenas acciones de sus amigos y cómo se vengaba de las malas artes de sus enemigos con redoblada severidad (por ejemplo, arrancándoles los ojos o cortándoles las manos).

Del mismo modo que los clanes de hienas de Mungi y de Scratching Rocks, los humanos han aplicado un criterio dual a su conducta: fuertes inhibiciones para matar a uno de los «nuestros» y luz verde para matar a uno de los «suyos» siempre que no resulte peligroso. Amparándose en esta dicotomía, heredada del instinto animal o propia del código ético humano, el genocidio ha resultado acepta ble. Todavía hoy, todos continuamos adquiriendo en la infancia unos criterios arbitrariamente dicotómicos sobre quién merece nuestro respeto y quién nuestras burlas. Recuerdo una escena ocurrida en el aeropuerto de Goroka, en las montañas de Nueva Guinea: mis ayudantes de campo tudawhe, vestidos con camisas desgarradas y descalzos, formaban un grupo desmañado al que se acercó un hombre blanco, mal afeitado y sucio, con un sombrero arrugado calado hasta los ojos y fuerte acento australiano. Aun antes de que el blanco comenzara a burlarse de los tudawhe, espetándoles frases como «estúpidos negros, no seréis capaces de gobernar este país ni durante un siglo», yo ya había empezado a pensar para mí: «Estúpido aussic palurdo, ¿por qué no se largará a su país a cuidar a sus malditas ovejas?». Ahí se hizo patente un modelo para el genocidio: yo me burlaba del australiano, que, a su vez, se mofaba de los tudawhe, basándonos ambos en unas características colectivas percibidas al primer golpe de vista.

Con el tiempo, la tradicional forma dicotómica de concebir el mundo se ha dejado de considerar una base sólida para el código ético, a la par que surgía una tendencia encaminada a defender, al minos de palabra, un código ético universal, es decir, a estipular unas normas equitativas para tratar a todos los pueblos. El genocidio entra directamente en conflicto con una moral de tales características.

No obstante, pese a este conflicto ético, los perpetradores de muchos genocidios de los tiempos modernos se han enorgullecido abiertamente de sus logros. Cuando el general Julio Argentino Roca, de Argentina, abrió las pampas a los colonos blancos después de exterminar despiadadamente a los indios araucanos, la nación argentina, regocijada y agradecida, le eligió presidente en 1880. ¿Cómo es camotean el conflicto entre sus acciones y el código ético universal los culpables de los genocidios de nuestros tiempos? Para hacerlo, recurren a tres tipos de justificaciones, que básicamente son variaciones del mismo tema psicológico: «La culpa es de la víctima».

En primer lugar, la mayoría de los defensores del código ético universal consideran que la defensa propia está justificada. Esta racionalización resulta convenientemente elástica, puesto que siempre es posible provocar a los «otros» para que incurran en algún tipo de comportamiento que justifique un acto de defensa propia. Por ejemplo, los tasmanios brindaron a los colonizadores australianos una excusa para el genocidio al asesinar a un total estimado de ciento ochenta y tres colonos a lo largo de treinta y cuatro años, después de haber sido provocados por una interminable serie de mutilaciones, secuestros, violaciones y asesinatos. Incluso Hitler alegó actuar en defensa propia al desencadenar la Segunda Guerra Mundial, tomándose la molestia de montar un falso ataque de los polacos contra un puesto fronterizo alemán.

Declararse en posesión de la «verdadera» religión, raza o ideología política, o alegar que uno representa el progreso y el estadio más desarrollado de la civilización, es otra justificación tradicional de cualquier agresión, incluido el genocidio, contra los que están equivocados o son inferiores. En 1962, en mi época de estudiante en Munich, un nazi impenitente insistía en explicarme como la cosa más natural que los alemanes se vieron obligados a invadir Rusia porque el pueblo ruso se había convertido al comunismo. Mis quince ayudantes de campo de las montañas Fakfak de Nueva Guinea apenas se diferenciaban a mis ojos, pero con el tiempo comenzaron a explicarme quiénes eran musulmanes y quiénes cristianos, y por qué los primeros (o los últimos) pertenecían a una categoría humana irremediablemente inferior. Existe una jerarquía casi universal del desprecio, según la cual los pueblos con escritura y conocimientos metalúrgicos avanzados (por ejemplo, los colonizadores de África) menosprecian a los pueblos ganaderos (por ejemplo, los tutsis, los hotentotes), que a su vez desprecian a los agricultores (por ejemplo, los hutus), que, por su parte, miran por encima del hombro a los nómadas y a los cazadores-recolectores (por ejemplo, los pigmeos y los bosquimanos).

Por último, nuestros códigos éticos establecen una diferencia entre los animales y los humanos. Por ello, la comparación de las víctimas de un genocidio con los animales es otra de las racionalizaciones del genocidio habitualmente utilizadas en tiempos modernos. Los nazis tenían a los judíos por piojos infrahumanos; los colonos franceses de Argelia denominaban a los musulmanes del país ratons (ratas); los paraguayos «civilizados» llamaban ratas rabiosas a los cazadores-recolectores de la etnia aché; los bóers calificaban a los africanos de bobejaan (mandriles), y los nigerianos educados del norte del país veían a los ibos como sabandijas infrahumanas. El idioma inglés abunda en nombres de animales utilizados como términos peyorativos: cerdo, mono, perra, perro sarnoso, buey, rata, marrano.

Los colonizadores-australianos recurrieron a los tres tipos de racionalizaciones éticas con objeto de justificar el exterminio de los tasmanios. Ahora bien, para mí mismo, como para mis compatriotas estadounidenses, será más fácil comprender el proceso racionalizador si nos centramos en un caso que nos han enseñado a racionalizar desde la niñez: el exterminio no del todo completo de los indios americanos. El conjunto de actitudes que absorbemos desde la infancia es más o menos el siguiente:

Para empezar, no hablamos mucho de la tragedia india; muchísimo menos, por ejemplo, que de los genocidios ocurridos en Euro pa durante la Segunda Guerra Mundial. Por el contrario, consideramos que la gran tragedia de nuestro país fue la guerra de Secesión. Ahora bien, cuando nos detenemos a pensar en el conflicto entre blancos e indios, lo situamos en un pasado distante y lo describimos con una terminología militar: la guerra de Pequod, la batalla de Greal Swamp, la batalla de Wounded Knee, la conquista del Oeste, etcétera. Los indios, según nuestro punto de vista, eran belicosos y violen tos incluso con otras tribus indias, maestros de las emboscadas y de la traición. Eran famosos por su bestialidad, en particular por las costumbres típicamente indias de torturar a los prisioneros y arrancar el cuero cabelludo a los enemigos. La población india era escasa en términos numéricos y su modo de vida nómada se basaba en la caza, sobre todo en la del bisonte. La estimación tradicional de la población india de Estados Unidos en 1492 la sitúa en un millón de habitantes. Esta cifra es tan trivial comparada con la actual población estadounidense de doscientos cincuenta millones, que la inevitabilidad de que los blancos ocuparan un territorio prácticamente despoblado se hace evidente. Muchos indios murieron de viruela y otras enfermedades. Este fue el conjunto de actitudes que guiaron la política india de los presidentes y líderes estadounidenses más admirados, desde George Washington en adelante (véanse las citas de «Política india de algunos estadounidenses famosos», páginas 415-416).

Sin embargo, estas racionalizaciones se apoyan en una transformación de los hechos históricos. La utilización de la jerga militar implica la existencia de una guerra declarada y librada por combatientes adultos y de sexo masculino. La realidad es, no obstante, que la táctica de los blancos consistía en lanzar ataques sorpresa (a menudo organizados por grupos de civiles) contra poblados o campamentos indios y matar indiscriminadamente a sus habitantes. Durante el primer siglo de colonización, los gobiernos estadounidenses pagaban recompensas a asesinos semiprofesionales de indios por los cueros cabelludos que cobraran. Las sociedades europeas contemporáneas eran al menos tan belicosas y violentas como las sociedades indias, si consideramos la frecuencia con que se producían rebeliones, enfrentamientos de clase, actos de violencia legal contra los delincuentes, desmanes provocados por el alcohol y situaciones de guerra total, en las que se destruían los alimentos y las propiedades. La tortura había alcanzado un alto grado de refinamiento en Europa: pensemos en los destripamientos y descuartizamientos, en las hogueras y en el polio de tortura. Aunque la estimación numérica de la población india norteamericana de la época previa al contacto es una cuestión muy controvertida, estimaciones recientes y plausibles sitúan la cilla en torno a los dieciocho millones de habitantes, una población que no fue igualada por los colonos blancos hasta aproximadamente 1840. Aunque algunos indios de América del Norte eran cazadores seminómadas que no practicaban la agricultura, la mayoría vivían en poblados agrícolas. Es posible que las enfermedades fueran la principal causa de la mortalidad entre los indios, pero no hay que olvidar que algunas eran transmitidas intencionadamente por los blancos y que siempre quedaban numerosos supervivientes a los que aniquilar con métodos más directos. El último indio «salvaje» de Estados Unidos murió en fecha tan reciente como 1916 (un indio yahi llamado Ishi) y en 1923 seguían publicándose autobiografías francas e impenitentes de los asesinos blancos de su tribu.

En resumen, los estadounidenses han creado una versión romántica del conflicto entre blancos e indios, pintándolo como una serie de batallas entre jinetes adultos en las que la caballería y los vaqueros se enfrentaban a feroces cazadores de bisontes capaces de oponer una fuerte resistencia. Sin embargo, el conflicto quedaría descrito en términos más reales si se dijera que un pueblo de agricultores civiles exterminó a otro pueblo de características semejantes. Los estadounidenses recordamos con ultraje nuestras propias pérdidas en El Álamo (unos doscientos muertos), en el buque de guerra Maine (doscientos sesenta muertos) y en Pearl Harbor (unos dos mil doscientos muertos), así como los incidentes que galvanizaron nuestra intervención en la revolución mexicana, en la guerra contra España y en la Segunda Guerra Mundial, respectivamente. Con todo, las cifras de los muertos causados por estos hechos son insignificantes en comparación con las pérdidas que infligimos a los indios y que hemos olvidado. Un ejercicio de introspección nos demuestra que, como tantos otros pueblos contemporáneos, hemos reconciliado el genocidio con el código ético universal al reescribir nuestra gran tragedia nacional. La solución fue alegar que actuábamos en defensa propia y en virtud del principio de superioridad, así como equiparar a las víctimas a animales salvajes.

La reescritura de la historia de Estados Unidos emana del aspecto del genocidio que posee mayor importancia práctica a la hora de prevenirlo: sus efectos psicológicos en los asesinos, en las víctimas y en terceras partes no implicadas. El fenómeno más intrigante es el efecto, o más bien la aparente falta de efecto, del genocidio en terceras personas. A primera vista, parece que nada puede suscitar tanto horror en la opinión pública como el aniquilamiento intencionado y brutal de una colectividad. Pero, en la realidad, los genocidios casi nunca despiertan interés en otros países, y aún más raramente son interrumpidos por una intervención extranjera. ¿Quiénes de nosotros seguimos con interés la matanza de árabes cometida en Zanzíbar en 1964 o el exterminio de los indios aché llevado a cabo en Paraguay en la década de 1970?

Contrastemos nuestra impasibilidad ante estos y otros genocidios de las últimas décadas con la fuerte reacción desencadenada por los dos únicos casos de genocidio cometidos en tiempos actuales que han dejado una fuerte impronta en nuestra memoria: el de los nazis contra los judíos y el de los turcos contra los armenios (este último mucho menos recordado). Estos casos difieren en tres aspectos cruciales de los genocidios a los que no prestamos atención: las víctimas eran de raza blanca y, por tanto, los demás blancos nos identificamos con ellos; los responsables eran nuestros enemigos de guerra, a los que nos animaban a odiar como personificaciones del mal (especialmente a los nazis); y en ambos casos han quedado supervivientes que viven en Estados Unidos y hacen lo posible para que su tragedia no caiga en el olvido. Así pues, es necesario que concurran unas circunstancias especiales para que los genocidios capten la atención de terceras partes.

La extraña pasividad de los no implicados queda ilustrada en el proceder de los gobiernos, cuyas acciones reflejan la psicología humana colectiva. Aunque las Naciones Unidas adoptaron en 1948 una Convención sobre el Genocidio por la que se declaraba que era un delito, lo cierto es que la ONU nunca ha tomado medidas serias para prevenirlo, detenerlo o castigarlo, pese a las protestas presentadas ante sus organismos por los genocidios perpetrados en Bangladesh, Burundi, Camboya, Paraguay y Uganda. Ante la protesta presentada en el momento álgido del régimen de terror implantado por Idi Amin en Uganda, la reacción del secretario general de la ONU fue solicitar al propio Amin que abriera una investigación. Estados Unidos ni siquiera se cuenta entre los países que ratificaron la Convención sobre el Genocidio de la ONU.

Ishi, el último superviviente indio de la tribu de los yahi en el norte de California. Esta fotografía lo muestra al borde de la inanición y atemorizado el 29 de agosto de 1911, el día de su aparición, tras permanecer oculto durante cuarenta y un años en un remoto cañón. Entre 1853 y 1870, la mayoría de los miembros de su tribu fueron aniquilados por los colonos blancos. En 1870, dieciséis supervivientes de la masacre se refugiaron en las laderas del monte Lassen, donde vivieron como cazadores-recolectores. En noviembre de 1908, cuando solo quedaban cuatro de ellos, unos topógrafos descubrieron su campamento y les arrebataron sus herramientas, sus ropas y las provisiones que guardaban para el invierno. A raíz de aquel encuentro murieron tres yahi (la madre y la hermana de Ishi y un anciano). Ishi vivió solo durante tres años, hasta que, incapaz de resistir, emprendió el camino hacia la civilización de los blancos con el temor de ser linchado. En realidad permaneció en el museo de la Universidad de California en San Francisco y murió de tuberculosis en 1916. La fotografía pertenece a los archivos del Museo de Arqueología Robert Lowie, Universidad de California, Berkeley.

¿Se debe esta insólita impasibilidad a que no sabíamos nada sobre los genocidios que estaban ocurriendo ni podíamos averiguar nada al respecto? La respuesta es un rotundo no: numerosos genocidios de las décadas de 1960 y 1970 tuvieron gran repercusión en su momento, incluidos los de Bangladesh, Brasil, Burundi, Camboya, Timor Oriental, Guinea Ecuatorial, Indonesia, Líbano, Paraguay, Ruanda, Sudán, Uganda y Zanzíbar. (Las víctimas superaron el millón en Bangladesh y en Camboya). Por ejemplo, en 1968, el gobierno brasileño archivó las acusaciones contra ciento treinta y cuatro di los setecientos funcionarios del Servicio de Protección India por los desmanes cometidos contra las tribus indias de la Amazonia. Entre los cargos pormenorizados en el informe Figueiredo, de cinco mil ciento quince páginas, que fue realizado por el fiscal general de Brasil y presentado en una conferencia de prensa por el ministro del Interior, se enumeraban los siguientes: empleo de dinamita, metralletas y azúcar mezclada con arsénico para eliminar a los indios, propagación intencionada de la viruela, la gripe, la tuberculosis y el sarampión; secuestros de niños indios para utilizarlos como esclavos, y contratación de asesinos profesionales por parte de las empresas constructoras. La prensa estadounidense y británica se hizo eco del informe Figueiredo, sin que por ello hubiera ninguna reacción considerable.

Cabría concluir que a la mayoría de las personas no les importan las injusticias cometidas contra otros o piensan que no es asunto suyo. Sin duda, esto forma parte de la explicación, pero hay más.

Muchas personas toman partido apasionadamente contra algunas injusticias, como el régimen de apartheid sudafricano; ¿por qué no lo hacen cuando se trata del genocidio? Esta pregunta fue acusadoramente lanzada a la Organización de Estados Africanos por los hutus de Burundi, donde los tutsis asesinaron entre ochenta mil y doscientos mil miembros de su etnia en 1972: «El apartheid tutsi se ha implantado con mayor brutalidad que el apartheid de Vorster, más inhumanamente que el colonialismo portugués. Salvo el movimiento nacionalsocialista de Hitler, no tiene parangón en la historia del mundo. Y los pueblos de África se quedan callados. Los jefes de Estado africanos reciben a su ejecutor, Micombero [el presidente de Burundi, de la etnia tutsi], y le estrechan la mano en un saludo fraternal. Señores jefes de Estado: si desean ayudar a los pueblos africanos de Namibia, Zimbabwe, Angola, Mozambique y Guinea-Bissau a liberarse de sus opresores blancos, no tienen derecho a permitir que los africanos asesinen a otros africanos… ¿Están esperando a que todo el grupo étnico hutu de Burundi sea exterminado antes de alzar sus voces?».

Con objeto de comprender la impasibilidad de las partes no implicadas, debemos analizar la reacción de las víctimas supervivientes. Los psiquiatras que han estudiado a los testigos de algún genocidio, como los supervivientes de Auschwitz, describen su reacción como un «entumecimiento psicológico». La mayoría de nosotros hemos experimentado el intenso y duradero dolor que produce la muerte natural de amigos o parientes queridos aunque no la presenciemos. Es prácticamente imposible imaginar cómo la intensidad de ese dolor se multiplica cuando alguien se ve obligado a observar de cerca el salvaje asesinato de muchos amigos y familiares queridos. El sistema de creencias de los supervivientes, que prohibía una brutalidad de tal índole, queda implícitamente destrozado, y aquellos se consideran seres despreciables, pues de otro modo no se explican por qué han sido elegidos para un destino tan cruel; además, el hecho de haber sobrevivido a los compañeros despierta un sentimiento de culpa. El dolor psicológico agudo entumece del mismo modo que el dolor físico: es la única manera de sobrevivir y no perder la razón. Personalmente, he tenido la ocasión de contemplar estos efectos en un pariente que estuvo internado dos años en Auschwitz y que durante las siguientes décadas era prácticamente incapaz de llorar.

En lo tocante a la reacción de los asesinos, aquellos cuyo código ético establece una distinción entre «nosotros» y «ellos» pueden llegar a sentirse orgullosos, pero aquellos educados con un código ético universal quizá compartan la sensación de entumecimiento de las víctimas, exacerbada en su caso por el sentimiento de culpa. Cientos de miles de estadounidenses que combatieron en Vietnam han sufrido ese entumecimiento. Incluso los descendientes de los perpetradores de los genocidios —libres de toda responsabilidad individual— pueden ser acosados por un sentimiento colectivo de culpa, el cual sería la imagen especular de, la estigmatización colectiva de las víctimas que define el genocidio. Con objeto de atenuar el sentimiento y asesinos que lo experimentan directamente. Pero también puede dejar profundas cicatrices en aquellos que lo conocen a través de fuentes indirectas, como los hijos de los supervivientes de Auschwitz o los psicoterapeutas que tratan a los veteranos de Vietnam. Los terapeutas, que han recibido una formación profesional encaminada a prepararles para escuchar las peores miserias humanas, a menudo no soportan el relato de los revulsivos recuerdos de las personas que han estado implicadas en un genocidio. Si los profesionales a los que se paga para escuchar no lo soportan, ¿quién puede culpar a los profanos por negarse a prestar oídos?

Veamos cuál fue la reacción de Robert Jay Lifton, un psiquiatra estadounidense con amplia experiencia con supervivientes de situaciones extremas, al entrevistar a los supervivientes del lanzamiento de la bomba A sobre Hiroshima: «… así, en lugar de tratar con el “problema de la bomba atómica”, me vi enfrentado a los brutales pormenores de la experiencia real de los seres humanos que estaban sentados frente a mí. Descubrí que cuando concluía una de esas primeras entrevistas, me quedaba profundamente conmocionado y emocionalmente desgastado. Pero muy pronto, al cabo de unos días, de hecho, advertí un cambio en mis reacciones. Estaba escuchando descripciones de los mismos horrores, pero ya no me producían un efecto tan fuerte. Esta experiencia fue una inolvidable demostración de la “desconexión psíquica” que, según veremos, caracteriza todos los aspectos de la exposición a la bomba atómica…».

¿Qué genocidios podemos esperar del Homo sapiens en el futuro? Sobran razones para el pesimismo. El mundo abunda en zonas problemáticas que parecen terreno abonado para el genocidio: Sudáfrica, Irlanda del Norte, Yugoslavia, Sri Lanka, Nueva Caledonia y Oriente Medio, por mencionar tan solo algunas. Los gobiernos totalitarios partidarios del genocidio parecen irrefrenables. El armamento moderno permite aniquilar a un número inigualado de víctimas, asesinar sin necesidad de quitarse la chaqueta y la corbata, e incluso efectuar un genocidio universal de la raza humana.

Al mismo tiempo, creo vislumbrar razones para un moderado optimismo que nos permita esperar un futuro menos sangriento que el pasado. Hay muchos países donde conviven gentes de diferentes razas, religiones y grupos étnicos, con distintos grados de justicia, social, pero, al menos, sin caer en el asesinato; por ejemplo, Suiza, Bélgica, Papúa Nueva Guinea, Fiyi e incluso el Estados Unidos postIshi. Algunos genocidios se han conseguido detener, reducir o prevenir en virtud de los esfuerzos o de la reacción anticipada de terceras partes. Incluso el exterminio de los judíos a manos de los nacionalsocialistas, el caso de genocidio que consideramos más eficaz e implacable, se desbarató en Dinamarca, Bulgaria y en todos los países ocupados donde el líder religioso de la confesión dominante denunció públicamente la deportación de los judíos antes o al poco tiempo de que comenzara. Otro signo esperanzador es que la facilidad para viajar, la televisión y la fotografía nos permiten ver a otros pueblos que habitan a miles de kilómetros de distancia y comprobar que son como nosotros. Por mucho que reneguemos de la tecnología del siglo XX, es innegable que la engañosa barrera entre «nosotros» y «ellos» es la que posibilita que se cometan genocidios. En tan to que el genocidio se consideraba socialmente aceptable, e incluso admirable, en el mundo previo a los primeros contactos, la moderna difusión de la cultura internacional y del conocimiento de los pueblos distantes está destruyendo las bases que lo justifican.

Ahora bien, el riesgo del genocidio no desaparecerá en tanto nos neguemos a comprenderlo y nos engañemos pensando que solo algunos locos pervertidos pueden caer en ese delito. Nadie niega que es difícil no insensibilizarse al leer sobre este tema. Es difícil imaginar cómo nosotros mismos, u otras personas agradables y normales que conocemos, podríamos llegar a asesinar a personas indefensas mirándolas cara a cara. Personalmente, casi llegué a comprenderlo cuando un viejo amigo me relató una matanza genocídica en la que participó en el bando de los asesinos:

Kariniga es un afable tudawhe que trabajó conmigo en Nueva Guinea, juntos vivimos situaciones muy arriesgadas, compartimos miedos y triunfos, y yo le estimaba y admiraba. Una tarde, cuando hacía cinco años que nos conocíamos, Kariniga me contó un episodio de su juventud. Los tudawhe llevaban muchos años enfrentados a los daribi, habitantes del pueblo vecino. Ambas tribus eran muy semejantes a mis ojos, pero Kariniga había llegado a ver a los daribi como la personificación del mal. Con una serie de emboscadas, los daribi lograron eliminar a numerosos tudawhe, el padre de Kariniga entre ellos, sumiendo a los supervivientes en la desesperación. Una noche, todos los hombres tudawhe rodearon el pueblo de los daribi y le prendieron fuego; cuando los adormilados daribi salieron torpemente de sus cabañas, los acribillaron con sus lanzas. Algunos daribi lograron escapar y esconderse en la selva, si bien durante las siguientes semanas, los tudawhe los persiguieron y mataron a casi todos. No obstante, el gobierno australiano se hizo con el control de la situación y puso fin a la cacería antes de que Kariniga pudiera atrapar al asesino de su padre.

Desde aquella tarde, me he sorprendido muchas veces recordando los espeluznantes detalles de ese relato, el brillo en los ojos de Kariniga cuando me hablaba de la matanza cometida al amanecer, de esos momentos intensamente gratificantes en los que consiguió clavar su lanza en el cuerpo de algunos de los asesinos de su pueblo, y sus lágrimas de rabia y frustración por no haber conseguido matar al asesino de su padre, a quien aún confiaba en envenenar algún día. Aquella tarde pensé que había llegado a comprender cómo una buena persona podía verse abocada al asesinato. El potencial para el genocidio que las circunstancias hicieron aflorar en Kariniga está dentro de todos nosotros. A medida que el crecimiento de la población mundial agudiza los conflictos entre y dentro de las sociedades, los humanos sentirán un impulso más imperioso a matarse entre sí y contarán con armas más efectivas para hacerlo. Escuchar relatos de primera mano de genocidios es insoportablemente doloroso. Pero si continuamos inhibiéndonos y evitando escuchar, ¿cuándo nos llegará el turno de convertirnos en asesinos o en víctimas?

POLÍTICA INDIA DE ALGUNOS ESTADOUNIDENSES FAMOSOS

George Washington, presidente de Estados Unidos: «Los objetivos inmediatos son la total destrucción y devastación de sus poblados. Será esencial destrozar sus cosechas en los campos e impedir que planten otras».

Benjamín Franklin: «Si es el designio de la Providencia extirpar a estos salvajes con objeto de dar paso a los cultivadores de la tierra, no parece improbable que el ron sea el medio señalado».

Thomas Jefferson, presidente de Estados Unidos: «Esa infortunada raza, a la que con tan arduo esfuerzo hemos intentado salvar y civilizar, ha justificado con su inesperada deserción y sus feroces barbaridades que se la extermine, y ahora aguarda nuestra decisión sobre su destino».

John Quincy Adams, presidente de Estados Unidos: «¿Qué derecho tiene el cazador sobre un bosque de mil millas que ha recorrido accidentalmente en busca de presas?».

James Monroe, presidente de Estados Unidos: «El cazador y el estado salvaje requieren para mantenerse una extensión de territorio mayor de lo que es compatible con el progreso y las justas exigencias de la vida civilizada… y deben someterse a esta».

Andreiv Jackson, presidente de Estados Unidos: «No poseen ni la inteligencia, ni la industria, ni las costumbres morales, ni el deseo de mejorar que son esenciales para cualquier cambio favorable de su condición. Establecidos entre una raza distinta y superior, y sin apreciar las causas de su inferioridad ni intentar controlarlas, deben necesariamente rendirse a la fuerza de las circunstancias y desaparecer sin tardanza».

John Marshall, secretario de Justicia: «Las tribus de indios que habitaban este país eran salvajes, cuya ocupación era la guerra y cuya subsistencia se extraía de los bosques… La ley que regula, y en general debe regular, las relaciones entre el conquistador y el conquistado era imposible de aplicar a un pueblo en tales circunstancias. El descubrimiento [de América por los europeos] otorgó el derecho exclusivo de abolir el título de propiedad de los indios, ya fuera mediante la compra o mediante la conquista».

William Henry Harrison, presidente de Estados Unidos: «¿Debe una de las mejores porciones del planeta permanecer en estado de naturaleza, en manos de un puñado de salvajes desharrapados, cuando parece destinada por el Creador a dar sustento a una gran población y ser un centro de civilización?».

Theodore Roosevelt, presidente de Estados Unidos: «El colono y el pionero, en el fondo, han tenido la justicia de su parte; este gran continente no podría haberse mantenido como una mera reserva de caza de los miserables salvajes».

Philip Sheridan, general: «Los únicos indios buenos que he visto en mi vida estaban muertos».