23
Cuando Braden por fin llegó a casa de Hallie, estaba de un humor de perros. Jamie lo había llamado para contarle el encontronazo de Hallie con su hermanastra.
—Nunca había oído nada semejante —afirmó Jamie con voz furiosa—. Intentó que pareciera que estaba robándole a Hallie para hacerle un favor.
—Sí, típico de ella. Ruby hacía lo mismo. Le dijo al padre de Hallie que se vio obligada a destrozar el jardín porque sus abuelos se estaban haciendo mayores y el jardín les suponía demasiado trabajo, y que lo mejor era que practicasen natación para mejorar su salud. Shelly solo está haciendo lo que su madre le enseñó.
—Pues no va a volver a hacérselo a Hallie. La próxima, si acaso hay alguna, yo estaré allí.
—¿Y por qué te quedaste callado y escuchando esta vez?
—Sería muy largo de explicar —contestó Jamie—. Tengo que encontrar a Hallie. Pero llévate a esta tía de aquí o la echo a la calle.
—¿Qué se supone que tengo que hacer con ella? —preguntó Braden, molesto.
—Consigue que firme un documento que diga que se mantendrá alejada de Hallie. Y otra cosa...
—Dime.
—Gracias de nuevo por todo lo que hiciste por Hallie cuando era pequeña.
—De nada —repuso Braden—. Pero te advierto que como no la lleves a ver a mi madre con frecuencia, te echará un mal de ojo.
—Eso está hecho —aseguró Jamie antes de cortar.
Braden se quedó un rato sentado junto a la piscina y pensó en no ir. Estaba hospedado en la casa de un tal Roger Plymouth y le gustaba mucho. Nunca se lo diría a Hallie, pero detestaba la casa que había heredado. Le gustaban las cosas nuevas y modernas.
Durante un momento, se permitió imaginar que no iría a recoger a Shelly. Que la dejaría allí, para que se las apañara sola mientras salía de la isla. Había llegado solita, así que podría irse de la misma manera.
Sin embargo, sabía que no lo haría. Se encargaría de Shelly por Hallie y por su madre.
Muy despacio, se levantó, entró en la casa y se puso unos vaqueros y una camiseta. Lo malo de la farsa que había montado para liberar a Hallie era que había enfadado a todo el clan Montgomery-Taggert. Había seis o siete miembros de la familia hospedados en la casa durante unos días después de la boda, pero ni le dirigían la palabra. Lo habían dejado solo mientras ellos se iban a la playa, de compras, o visitaban otras maravillas de la gloriosa isla de Nantucket.
En opinión de Braden, todo eso era culpa de Shelly. Si Ruby no hubiera estado obsesionada con su hija, Hallie no habría necesitado protección, lo que habría significado que a esas alturas...
Mientras Braden se montaba en el coche de alquiler, se obligó a no seguir esos derroteros. La verdad era que estaba cabreado con Shelly por lo sucedido en el bufete.
Había sigo amigo de Hallie toda la vida, pero apenas le había prestado atención a su hermanastra. De niña, lo miraba con esos ojazos azules y un osito de peluche pegado al pecho sin decir palabra. Claro que Ruby hablaba bastante por las dos. No dejaba de gritarle a la pequeña Shelly que entrara en la casa para no hacerse daño.
En una ocasión, le preguntó a Hallie si la niña tenía muchos accidentes.
—Qué va —contestó Hallie—. Es que las postillas estropean las fotos.
En aquel momento, Braden supuso que a la niña le gustaba que le hicieran fotos. No fue hasta más tarde cuando se dio cuenta de que Hallie se refería a las fotografías que le hacían en todas las agencias de modelos, castings para televisión o cualquier otro sitio que se le ocurriese a Ruby. Shelly y ella dejaban a Hallie en el colegio y después se subían a un avión con destino Nueva York. Hallie volvía a una casa vacía y a un plato de sopa de bote para la cena.
No le había prestado atención a Shelly hasta que la vio en biquini... y después de eso, se había mantenido alejado de ella. Invitarla al bufete había sido un impulso.
Ese día, había disfrutado de su compañía. Cuando fueron al centro comercial para comprarle ropa a Shelly, ella le había hecho un montón de preguntas sobre su trabajo, y se quedó sorprendido al ver que comprendía todo lo que le contaba.
El objetivo de Braden era el de llevar a Shelly al trabajo para que a su ex, Zara, le diera un ataque de celos. Pero cuando por fin llegaron al bufete, ya se le había olvidado.
Una vez en el bufete, Shelly se mostró encantadora con todos. Era tan alta y tan guapa que resultaba un poco intimidante, pero pronto tranquilizó al personal. En cuanto a Zara, Shelly y ella congeniaron como si fueran buenas amigas, y empezaron a hablar de la ropa, los zapatos y los pendientes que Zara llevaba.
Cuando uno de los socios le exigió que repasara un informe en ese preciso momento, se enfadó. Pero Shelly le aseguró que estaría bien sola.
Acababa de terminar cuando el socio que le había encomendado el trabajo abrió la puerta de su despacho y le echó un sermón sobre Shelly. Al parecer, ella se había colado en su despacho y le había hecho proposiciones indecentes, incluso se había desabrochado la blusa para incitarlo.
¡Eso lo dejó pasmado! Se disculpó profusamente y después fue en busca de Shelly. Cuando vio que a la blusa de seda que le había comprado le faltaba un botón, la rabia le impidió hablar.
De camino a casa de Hallie, no le dirigió la palabra a Shelly y casi ni paró para que se apeara del coche.
En ese momento, aparcó delante de la casa de Hallie en Nantucket, salió del coche y lo cerró de un portazo.
¿Qué iba a hacer con Shelly en cuanto la sacara de allí? ¿Llevarla a casa de Plymouth para pasar la noche? Seguramente se le insinuaría a alguno de los Montgomery.
Al ver que la puerta principal estaba cerrada con llave, se cabreó todavía más. Llamó, pero no obtuvo respuesta. Rodeó la casa y fue golpeando las ventanas, pero todas estaban cerradas y la casa, en silencio. Por fin, llegó al extremo más alejado y vio la puerta de doble hoja. Una de ellas estaba abierta.
Nada más tocar la puerta, un relámpago cruzó el cielo, seguido de un trueno, y empezó a llover con fuerza. Entró justo a tiempo para no acabar empapado.
La habitación estaba a oscuras y, cuando le dio al interruptor, no sucedió nada.
—¡Genial! —masculló.
Los relámpagos le mostraron otra puerta y unas ventanas, pero cuando las tocó, estaban todas cerradas a cal y canto. Estaba atrapado en la habitación.
—¡Esto es absurdo! —gritó antes de coger un jarrón metálico muy pesado. Su idea era estamparlo contra una ventana y salir.
—No funcionará —dijo una voz tras él, y Braden jadeó.
Sin soltar el jarrón, se volvió y vio a Shelly sentada en un pequeño sofá situado en un rincón de la estancia. Llevaba vaqueros, zapatos de tacón y la chaqueta de Chanel que él le había comprado. Estaba fabulosa.
Sin embargo, su buen aspecto solo consiguió cabrearlo todavía más. Estampó el jarrón contra la ventana, pero este golpeó el cristal, rebotó sobre el asiento acolchado y después rodó hasta el suelo.
A su espalda, Shelly encendió una vela.
—Ya te he dicho que no iba a funcionar. Le he tirado seis cosas a esa ventana, pero el cristal no se rompe.
—No tiene sentido.
—Según he leído, la mitad de las casas de Nantucket están encantadas, así que supongo que hay espíritus y que están protegiendo a santa Hallie. Pero es lo que hace todo el mundo, ¿no?
—¿Por qué no? —replicó Braden—. Le hace falta.
—Claro. La pobrecilla Hallie, tan perseguida. Todo aquel que la conoce la quiere. Supongo que ya sabes que te ha dejado por un ex militar forrado.
Braden intentaba abrir la puerta e incluso golpeó una hoja con el hombro, pero no se movió. En el exterior, la lluvia caía con fuerza. Cruzó la estancia y se sentó en una silla delante de Shelly.
—¿Qué le has hecho a Hallie esta vez?
—Intentar que no me demande.
—La ley tiene esas cosillas. Si robas algo, te castiga.
—Y el venerante cortejo de Hallie se encargará de eso, ¿verdad? Dime una cosa, ¿voy a ir a la cárcel? —Cuando lo miró a la cara, Braden se dio cuenta de que había estado llorando.
—Un poco tarde para el arrepentimiento, ¿no te parece? Se levantó e intentó abrir la puerta de nuevo, pero no había manera.
Shelly levantó el anillo que Braden había comprado a la luz de la vela.
—¿Es tuyo? ¿Para Hallie? ¿Te ha rechazado?
A Braden no le gustaba su forma de decirlo, pero no pensaba explicarle sus motivos.
—¿Por qué lo dices?
—Es una suposición. ¿Sabía ella lo barato que es?
Braden se sentó de nuevo y la fulminó con la mirada. Quería gritarle. ¿Cómo podía haberse comportado así en el bufete? ¿Creía que el hombre iba a dejar a su mujer por ella? ¿O tal vez que era lo bastante rico como para mantener a una amante?
Shelly apartó la vista del anillo.
—¿Por qué? —susurró—. ¿Qué pasó para que te enfadaras tanto conmigo en el bufete?
Braden fue incapaz de contener la mueca desdeñosa.
—¿Creías que no me iba a enterar? Hedricks me dijo que te abalanzaste sobre él.
Shelly cerró los ojos un instante, pero después se levantó y fue en busca de su bolso, que estaba en la enorme vitrina. Lo abrió, sacó una tarjeta de visita y se la dio a Braden.
—¿Y qué? Tienes la tarjeta de Hedricks.
Shelly seguía de pie delante de él, de modo que le dio la vuelta a la tarjeta. Escritos a mano estaban un número de teléfono y una dirección.
Braden tardó un momento en darse cuenta de lo que eran. Era la dirección de un apartamento del bufete, el que usaban los clientes de fuera de la ciudad. No reconocía el número de teléfono.
—Si llamas, te enterarás de que es el número del móvil particular de tu jefe.
—¿Cómo lo has conseguido?
Shelly se sentó otra vez en el sofá, miró la vela y no le contestó.
Sin embargo, la mente de abogado de Braden comenzó a funcionar. Había visto cómo miraba Hedricks a Shelly cuando se la presentó. En aquel momento, solo sintió orgullo. Más tarde, el hombre le ordenó que se pusiera a trabajar y fue entonces cuando debió de hacer lo que fuera que provocó que Shelly perdiera un botón.
—¿Cómo te zafaste de él? —preguntó Braden en voz baja.
—Le dije que no de un modo que le dejó claro que lo decía en serio —contestó ella—. Tengo mucha experiencia en el tema.
La rabia abandonó a Braden, y se dejó caer en la silla.
—Lo siento muchísimo.
—Bien —dijo Shelly—. A ver si lo recuerdas cuando intentes mandarme a la cárcel.
Braden hizo una mueca, porque había trabajado durante todo el día para conseguir precisamente eso. Había pasado mucho tiempo pensando cómo convencer a Hallie de que presentara cargos contra su hermanastra.
—¿Por qué? —quiso saber.
—¿Porque tu jefe me vio como una presa fácil? No lo sé.
En el exterior, llovía a mares y la oscuridad de la estancia, iluminada por una sola vela, hacía que parecieran estar aislados, ellos dos solos.
—No me refería a eso —repuso él—. Durante todos estos años, he visto y me he enterado de todo lo que pasaba en la casa de los Hartley, pero solo por una parte. Te he visto hacerle jugarretas a Hallie. Le enterrabas los juguetes. Te vi echarle zumo de uva en un vestido nuevo. Le doblaste los radios de la bici. ¿Por qué?
Shelly levantó la cabeza para mirarlo y vio algo profundo en sus ojos, una especie de vacío.
—Nadie lo sabe, pero no sé montar en bici. Solía miraros a Hallie y a ti cuando montabais juntos, y los celos me consumían.
—¿Por qué ibas a tener celos de Hallie? —No daba crédito a lo que oía.
Shelly resopló con desdén.
—¿Quieres que te cuente la verdad? ¿La verdad absoluta?
—Pues sí.
Ella tardó un momento en hablar.
—Nadie parecía entender que mi madre estaba obsesionada con utilizar mi aspecto para hacer dinero. Mi cara y mi cuerpo lo eran todo para ella. Pero Hallie caía bien. Incluso la querían. —Shelly se levantó del sofá y empezó a pasearse de un lado para otro—. Tuve celos de Hallie desde que puse un pie en su casa. Tenía unos abuelos que la adoraban. Se preocupaban tanto por ella que cultivaban verduras en el jardín. Pero mi madre me arrastraba de audición en audición, fuera para lo que fuese, le daba igual, y si tenía suerte, conseguía una chocolatina de cena. —Se detuvo para fulminar a Braden con la mirada, que la escuchaba con atención, sentado—. Mi madre no destrozó el jardín para hacer una piscina. Lo hizo porque sabía que cabrearía tanto a sus abuelos que se irían. Empezaban a decir cosas como «Ruby, deja que la niña se quede en casa. He preparado una sopa de calabaza riquísima». Yo quería quedarme en casa. Rezaba para que empezaran a quererme tanto como a Hallie. Mi madre se dio cuenta, así que el jardín tenía que desaparecer. Y, claro, cuando los abuelos se fueron, querían llevarse a su adorada Hallie consigo, pero mi madre se negó. Hallie podía hacer de canguro gratis. —Shelly inspiró hondo—. Sí, le hice cosas terribles a Hallie. Recuerdo un día que mi madre me estaba gritando porque era incapaz de memorizar frases de una obra de Shakespeare. Hallie estaba sentada delante del ordenador, hablando con sus abuelos, ya en Florida. No dejaban de repetirle lo mucho que la querían y echaban de menos, y que se morían por volver a verla. Esa noche, entré en la habitación de Hallie y derramé una lata de Coca-Cola Light sobre su teclado.
Braden la observaba con interés.
Shelly tomó una honda bocanada de aire y apretó los puños a los costados.
—Después, mis padres murieron cuando todavía era menor de edad. Y me quedé a merced de la perfecta Hallie. Dejó la universidad y aceptó un montón de trabajos para que yo no acabase en una casa de acogida. Todo el mundo repetía sin parar que Hallie era una mártir, mientras que a mí me despreciaban. Yo era la que había provocado que la pobre, dulce y queridísima Hallie tuviera que renunciar a su vocación. Así que se me fue la pinza. Verme liberada de la opresión de mi madre y tener que vivir con santa Hallie me desquició. Lo admito. Al día siguiente de terminar el instituto, le dije a Hallie lo que pensaba de ella. Me largué con un muerto de hambre solo para cabrearla. Me fui a Los Ángeles e intenté conseguir trabajo de actriz, pero soy nula.
—Así que volviste a casa —dijo Braden.
—Sí, lo hice, y la gente vino corriendo a decirme todas las maravillas que había hecho Hallie antes de preguntarme qué había conseguido yo. Y la respuesta a esa pregunta es un «nada» como esta casa de grande. —Hizo una breve pausa—. Y una noche, estaba viendo la tele mientras Hallie estaba, cómo no, trabajando, cuando llegó un sobre por mensajero exprés. Lo dejé encima de una silla y se cayó, y a mí se me olvidó. Un par de días más tarde, cuando vi la esquina del sobre, me acojoné. Pensé que Hallie me echaría a la calle. Solo lo abrí para ver en qué lío me había metido por no dárselo enseguida. —Shelly respiró hondo unas cuantas veces para tranquilizarse—. Cuando leí que había heredado una casa de un hombre a quien no conocía, me volví loca por la rabia. ¡Era todo muy injusto! ¿¡Por qué tenía que conseguir ella todo lo bueno en esta vida!? Ni siquiera pensé en lo que hacía. Le escribí a Jared diciéndole que yo era Hallie y que tenía muchos títulos y que aceptaría la casa, encantada. Me descolocó cuando él me contó que un ricachón quería que tratase a su hijo, pero ¿qué se suponía que iba hacer? No podía echarme atrás, así que accedí a aceptarlo como paciente. Hallie es tan buena samaritana que supuse que, en cuanto llegase a este lugar, podría conseguir que me redactase un plan de trabajo para ese tío. Sobre todo, consideré que todo el asunto era mi única oportunidad para cambiar de rumbo. Durante un tiempo, fingiría ser Hallie, una persona que nunca metía la pata, a quien nunca le temblaban las rodillas al ver a un tío vestido de cuero sobre una Harley. Tendría una profesión respetable... y caería bien a la gente. Me querrían. Justo como le pasa a Hallie. Pero me salió el tiro por la culata y puede que acabe en la cárcel. Una vez más, Hallie queda como la buena y yo, como la mala. Claro que seguramente no me demande ni después de haberle intentado robar una casa. ¿¡Qué hace falta para bajarla de esa nube de santidad en la que vive!?
Braden la miraba boquiabierto. Nunca había oído a Shelly pronunciar tantas palabras seguidas... y la rabia que ella estaba demostrando había borrado la que él sentía.
—Creo que deberíamos pasar de la lluvia y salir de aquí.
—Vale —convino ella.
Cuando Braden giró el pomo de la puerta, se abrió con facilidad y comprobó que había dejado de llover. La condujo a su coche por el jardín, que estaba bastante seco, y le abrió la puerta a Shelly. Una vez tras el volante, la miró un momento. Aunque la conocía desde que era niña, le daba la sensación de que no la conocía en absoluto.
—¿Te importa si compramos comida para llevar y volvemos a la casa donde me alojo? Creo que deberíamos hablar más. ¿Te parece bien?
—Me gustaría mucho —contestó Shelly, que lo miró con una sonrisa.