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—Vaya, así que has decidido levantarte, ¿no? —dijo Jamie cuando Hallie entró en el gimnasio.

Estaba bromeando, pero sus palabras daban a entender que la había tomado por una persona a la que se le pegaban las sábanas. Estuvo tentada de contarle la verdad acerca de la noche que había pasado lidiando con él. A las cinco, se despertó en el sofá, con el cuerpo entumecido, tiritando de frío, y subió a su dormitorio. Llegó a trompicones a la cama y se dejó caer de bruces para despertarse horas después, tras lo cual se dio una ducha, se lavó el pelo y bajó la escalera. En la mesa de la cocina había un maravilloso desayuno que consistía en huevos cocidos, empanadillas de albaricoque, salchichas rellenas con trocitos de manzana y fruta cortada. Jamie debía de haberlo preparado todo hacía poco rato, porque el té negro que había en la bonita tetera de porcelana seguía caliente.

Sin embargo, Hallie no le habló de la noche anterior. Besarlo para que olvidase una pesadilla no era un comportamiento muy profesional.

—Gracias por el desayuno —dijo.

Jamie estaba sentado a horcajadas en un banco y hacía ejercicios de brazos con una polea. Hallie abrió los ojos como platos al ver todo el peso que conseguía levantar.

Terminó la tanda de repeticiones antes de hablar y de coger una toalla para limpiarse la cara. La gruesa sudadera que llevaba estaba empapada de sudor.

—Le daré las gracias a mi madre de tu parte.

—Quiero verte la pierna.

—Hoy está bien. No hace falta que me la toquetees. —La miró con una sonrisa tan prometedora que no le cupo la menor duda de que muchas mujeres se olvidarían de todo al verla.

Hallie le devolvió la sonrisa con la expresión más dulce de la que fue capaz.

—¿Tienes por ahí tu móvil?

—Claro. ¿Quieres mirar si tienes mensajes de correo nuevos?

—No. Quiero llamar a Jared y decirle que no me dejas que te cuide.

Tras un breve titubeo, Jamie se echó a reír.

—Muy bien, tú ganas. Pero nos ceñimos a la pierna.

Hallie no sabía a qué se refería con ese comentario, pero salió en busca de la enorme camilla de masaje y la montó. Cuando Jamie salió con sus muletas, seguía cubierto con las gruesas prendas de ropa.

—Todo fuera —le dijo ella mientras empezaba a untarse las manos y los brazos con aceite de almendras—. O, si te da vergüenza, quédate con la ropa interior. Te mantendré cubierto.

Jamie la miraba con el ceño fruncido, como si intentara decidir qué hacer.

Hallie sabía que cada persona tenía un sentido del pudor particular. Algunas se desnudaban completamente mientras ella seguía en la estancia; otras no se quitaban ni los zapatos a menos que tuvieran una intimidad absoluta. Parecía que Jamie era de los últimos. Se disculpó y entró en el gimnasio unos minutos.

Cuando volvió, Jamie estaba sentado en la camilla, pero se había desvestido parcialmente. Aunque llevaba la ropa puesta, se había quitado la pernera derecha del pantalón y la había apartado para que pudiera trabajar. Salvo por la rodillera con férula, estaba desnudo de la cintura a los dedos de los pies. Sin embargo, la pierna izquierda y todo el tronco seguían cubiertos por las gruesas prendas deportivas.

—No me refería a esto —dijo ella—. Tienes que...

No la dejó terminar.

—Es lo máximo que vas a conseguir —la cortó con un tono de voz que no le había escuchado hasta el momento. Solía utilizar un deje guasón, como si estuviera a punto de echarse a reír, pero en ese instante parecía estar desafiándola a aceptar lo que le ofrecía... o a largarse si no lo hacía.

Enfurecer a un paciente lesionado no era algo que entrase en sus planes.

—Con esto me valdrá —dijo ella con voz alegre—. ¿Quieres tumbarte?

Jamie estaba apoyado en las manos, con los brazos rígidos a la espalda.

—Así me va bien. —Otra vez ese tono de voz.

Sin perder la sonrisa, Hallie comenzó a soltar los cierres de velcro de la enorme rodillera.

—Hagas lo que hagas, no te muevas. Quiero ver cómo va sanando la pierna y te daré un masaje muy suave. ¿Vale?

Jamie no contestó y fue como si su cara adoptase una expresión mucho más ceñuda.

Tenía la rodilla muy hinchada, aunque lo peor de todo era que uno de los músculos de la pierna parecía estar agarrotado. Hallie había aprendido hacía mucho tiempo que muchas veces el cuerpo de una persona contaba una historia muy distinta de la que contaban las apariencias. Daba la sensación de que la actitud bromista de Jamie ocultaba muchísimo estrés.

—¿Paso el examen? —Su voz tenía un deje extraño, como si la desafiara.

Ella no dejó de sonreír.

—No puedo contestarte hasta que te ponga las manos encima. —Cogió la botella de aceite. El tamaño de los músculos de sus piernas significaba que tendría que emplearse a fondo.

—Ya me has visto la pierna, así que ya está —dijo él—. Haré unos cuantos estiramientos y se acabó. —Hizo ademán de bajarse de la camilla.

Hallie le puso una mano en el pecho.

—Como muevas la pierna sin la rodillera, llamaré a... —Entrecerró los ojos—. Llamaré a tu madre.

Jamie parpadeó unas cuantas veces, pero después la expresión ceñuda desapareció y esbozó una sonrisa.

—Y ella se lo dirá a mi padre. Tú sí que sabes cómo acojonar a un hombre. Muy bien. Una pierna y se acabó.

—Eres la bondad personificada.

Hallie se untó bien las manos con el aceite y se puso manos a la obra. Había trabajado con algunos fisioculturistas y costaba llegar a sus músculos, pero Jamie era el peor caso con el que se había topado. Tenía tanta tensión acumulada en el cuerpo que sus músculos tenían la misma consistencia que los neumáticos más duros. Conforme iba profundizando con el masaje, creyó que podría hacerle daño, pero se dio cuenta de que Jamie comenzaba a relajarse hasta que por fin se tumbó en la camilla.

Al llegar a la rodilla, tocó la piel de su alrededor con cuidado, a fin de que la sangre y los fluidos se reactivaran. Después, atacó su muslo y su pantorrilla, hundiendo los dedos todo lo que le fue posible.

Estuvo masajeándole la pierna una hora hasta que se convenció de que había hecho todo lo posible. Mientras le colocaba de nuevo la rodillera, deseó poder trabajar con el resto de su cuerpo, pero dado que se había dejado casi toda la ropa puesta, lo tenía cubierto. Jamie no se movió, se quedó tumbado de espaldas en la camilla, con los ojos cerrados.

Un poco titubeante, se acercó a su pie izquierdo. Estaba descalzo, así que a lo mejor le permitiría trabajar en él. Al comprobar que Jamie no protestaba por el roce de sus manos, le masajeó los puntos de presión podal y le flexionó el tobillo adelante y atrás. Hallie creyó que se había quedado dormido, pero cuando metió las manos por debajo de los pantalones de deporte que le cubrían el tobillo, se tensó, de modo que las apartó.

Le masajeó las manos. Tenía unos dedos muy bonitos, largos y fuertes. Después, se desplazó a su cabeza. La tensión acumulada en su cuello era espantosa bajo sus dedos. Tenía nudos de ácido láctico en la base de los trapecios. Le masajeó el cuero cabelludo, sintiendo su oscuro pelo corto. Le pasó las manos por la cara, masajeando y acariciando. Los pómulos, la nariz, los labios. Sus dedos lo tocaron todo.

No dejaba de recordar el beso de esa madrugada. A juzgar por cómo la había saludado, Jamie no se acordaba de nada.

¡Tenía un cuerpo impresionante! Mientras le deslizaba las manos por la piel, recordó cómo esos brazos la estrecharon al besarlo.

Tal vez se estuviera dejando llevar más de la cuenta por el placer que sentía al tocarlo, porque cuando le colocó las manos en los hombros, empezó a descender por la sudadera, hacia su torso. Sin embargo, Jamie le atrapó las manos antes de que pudiera pasar de la clavícula. Le sujetó las muñecas un momento antes de soltárselas. Tal parecía que no podía tocarlo allí donde la ropa lo cubría.

Avergonzada, Hallie se enderezó.

—Lo siento —susurró antes de alejarse de él.

Había un grifo con una manguera conectada y pensó en abrirlo. Le encantaría ducharse con agua helada. Sujetar la manguera sobre su cabeza y dejar que saliera el agua.

A su espalda, Jamie se sentó en la camilla.

—¿Te sientes mejor? —le preguntó mientras se obligaba a sonreír, aunque en realidad estaba pensando: «¡Necesito un novio!»

—Pues sí —contestó él—. Gracias.

Jamie hizo ademán de bajarse de la camilla, pero se detuvo y la miró.

Hallie tardó un momento en darse cuenta de que estaba esperando a que ella se marchara para bajarse. ¿Por qué? ¿Porque temía que con el movimiento ella viera alguna parte más de su cuerpo desnudo? «¡Qué hombre más raro!», pensó mientras salía al jardín.

Cuando Jamie estuvo cubierto de nuevo, se reunió con ella. Dieron un paseo por el jardín, especulando sobre cómo habría sido en el pasado. Al llegar al enorme roble, encontraron una plaquita de bronce que rezaba: «En recuerdo de mis preciosas damas: Hyacinth Bell y Juliana Hartley. Henry Bell.»

—Tu tocaya —dijo Jamie.

Cuando se sentaron en el banco que había bajo el roble, Hallie le contó lo que había averiguado: que no estaba emparentada con los Bell, sino con Leland a través de su segundo matrimonio.

—No tiene sentido alguno que Henry Bell me haya dejado su casa.

—A lo mejor estaba enamorado de verdad de las mujeres que murieron hace mucho y tú eres la persona más cercana que pudo encontrar —aventuró Jamie.

—Lo que implicaría que Henry no tenía parientes. Pero en ese caso... —Hallie se encogió de hombros—. Lo que me pregunto es si decoró la planta alta para ellas.

Dado que Jamie no había visto la planta alta, regresaron a la casa y subieron a ver los dos dormitorios. A Jamie le costó subir la escalera con las muletas, pero lo consiguió. Una vez en el dormitorio, Hallie recordó haber visto sus maletas en la planta baja. Jamie insistió en subirlas por la estrecha y empinada escalera, lo que provocó muchas risas. Jamie no dejaba de fingir que estaba a punto de caerse, de modo que Hallie se colocó detrás de él y le puso las manos en la base de la espalda para empujarlo.

Mientras ella deshacía las maletas y dejaba sus cosas en el cuarto de baño, Jamie echó un vistazo a su alrededor.

—Muy femenina. Tienes razón al decir que estos dormitorios se decoraron para que los ocuparan mujeres. —Estaba sentado en el sillón de su dormitorio, tapizado con chenilla azul y rosa, observándola—. ¿A quién crees que correspondía cada dormitorio?

Antes de pensar siquiera la respuesta, dijo:

—Este era de Hyacinth.

—¿Cómo lo sabes?

De ninguna de las maneras iba a decirle que, más o menos... a lo mejor... seguramente... había escuchado dos voces femeninas que le indicaron qué dormitorio elegir.

—Me gusta más este, así que estoy segura de que perteneció a la hermana que llevaba mi nombre.

—Tiene sentido. —Jamie miró la sala de estar por encima del hombro—. Seguro que puedes ver el jardín desde ese ventanal. —Fue como si, momentáneamente, se olvidara de su rodilla lesionada. Dejó las muletas apoyadas en el escritorio y casi dio un salto para atravesar la sala de estar y llegar al asiento acolchado de la ventana.

—Te juro que como te hagas daño en la rodilla te...

Jamie esperó.

—A ver, ¿con qué me vas a amenazar ahora? Ya has usado a Jared y a mi madre. ¿Qué será lo siguiente?

Mientras se sentaba en el otro extremo del asiento acolchado, Hallie lo miró con una sonrisilla.

—La próxima vez que te masajee la cabeza, no me inclinaré tanto sobre ti.

Tras echarle un rápido vistazo al generoso busto de Hallie, Jamie se llevó una mano al corazón y se dejó caer contra la pared.

—Dame veneno. Mi vida ha terminado. Ya no tengo motivos para seguir viviendo. La idea de perder ese delicioso y turgente placer acabará con lo poco que me queda en esta vida. Me...

Hallie se estaba poniendo cada vez más colorada. ¡Su íntima descripción era demasiado!

—Vale ya, ¿quieres? Eres mi paciente, no mi...

—La paciencia es lo que me queda. Esperaré para siempre si eso significa que podré...

—¡Mira! —exclamó Hallie al tiempo que señalaba la ventana con la cabeza.

—Solo te veo a ti. No puedo ver a nadie más que a...

—¡Vale! ¡Te pegaré los pechos a la cabeza cuando te dé masajes! ¿Te importa mirar ahora?

Tras una última mirada al pecho de Hallie, Jamie desvió la vista hacia la ventana. Edith salía por el lateral de la casa y se dirigía con paso vivo a la puerta roja.

Jamie abrió la hoja de la ventana y sacó el cuerpo.

—¡Edith! —gritó con una voz tan estentórea que casi tiró a Hallie de espaldas.

A Hallie se le pasó por la cabeza que lo habrían escuchado hasta en Boston.

Al oír su nombre, la mujer se detuvo y los miró con una sonrisa.

—¿Jamie? ¿Eres tú? No puedo quedarme, pero las Damas del Té os han dejado algo para los dos. ¿Hyacinth está contigo?

Hallie se sorprendió un poco al escuchar que la llamaba de esa manera, pero se pegó a Jamie y asomó la cabeza por la ventana.

—Soy yo —le contestó—. Un placer conocerte. Si te quedas, bajamos enseguida y comemos algo.

—Gracias, cariño, pero no —rehusó Edith, que se llevó una mano a los ojos para protegerse del sol—. Ahora estoy llena. Al menos durante unos minutos. —Por algún motivo, el comentario le hizo mucha gracia—. A lo mejor mañana. Dale un beso a Jamie de mi parte. —Tras darse la vuelta, echó a andar de nuevo hacia la puerta.

—Buena idea —dijo Jamie.

Hallie se dio cuenta de que casi estaba echada sobre él, con su cara muy cerca.

—Creo que deberías besar a Jamie —dijo él con un tono de voz ronco y seductor.

Hallie pasó de sus palabras y se sentó de nuevo en el otro extremo del asiento acolchado.

—¿Acabas de conocerla y ya te manda besos?

—¿Qué puedo decir? Las mujeres caen rendidas a mis pies.

Lo miró con los ojos entrecerrados.

—¿Y consiguen quitarte la ropa?

—Solo si está muy, pero que muy oscuro.

Con una carcajada, Hallie se puso en pie y fue en busca de las muletas.

—¿A qué se refería con eso de que las Damas del Té nos han dejado algo? ¿Quiénes son?

—No tengo ni idea. A lo mejor trabajan en el hostal. —Cuando Jamie aceptó las muletas, fue como si se le hubiera olvidado cómo usarlas—. Voy a necesitar ayuda para bajar la escalera.

—¿Y si te recuerdo que la comida está abajo y que no puedes conseguirla a menos que bajes?

—Creo que parte del trabajo de un buen fisioterapeuta consiste en asegurarse de que el paciente esté bien alimentado. —Parecía muy serio.

—No, no es así. De hecho, ni siquiera los masajes forman parte del trabajo. —Con una sonrisa, echó a andar de espaldas hacia la escalera—. Aprendí ese arte en unas clases totalmente distintas que cursé antes de convertirme en fisioterapeuta. Usé las sesiones de masajes para pagarme la universidad. De hecho, eran...

Se interrumpió porque se tropezó con una esquina doblada de la enorme alfombra y estuvo a punto de caerse. Sin embargo, con la velocidad del rayo, Jamie soltó las muletas y extendió los brazos para sujetarla. Cayeron juntos al suelo. Jamie se golpeó con fuerza, ya que cayó de forma que Hallie quedara sobre él, y su pierna lesionada quedó a un lado.

Hallie le golpeó el pecho con la cabeza casi con tanta fuerza como la espalda de Jamie golpeó el suelo.

—¡Jamie! ¿Estás bien?

Él se quedó tendido en la alfombra, totalmente inmóvil, con los ojos cerrados.

Hallie le tomó la cabeza entre las manos.

—No te muevas —le dijo con un deje histérico en la voz—. Voy a llamar a una ambulancia. —Hizo ademán de apartarse de él, pero Jamie la sujetó con fuerza con un brazo—. ¡Suéltame! Tengo que...

Cuando se dio cuenta de que Jamie no corría peligro de perder la consciencia, se quedó donde estaba, con el pecho pegado a su amplio torso.

—A ver si lo adivino. Jugaste al fútbol americano en el instituto y aprendiste a derribar a tu oponente. —Vio el asomo de una sonrisa jugueteando en sus labios—. ¿Qué eras? ¿La línea de defensa entera?

La sonrisa se ensanchó y Hallie sintió cómo el vientre de Jamie se sacudía por la risa.

—Suéltame o te juro que... —Como no se le ocurría con qué amenazarlo, colocó los codos en los dos puntos de su torso donde sabía que le dolería más e hizo fuerza.

—¡Ay! —gritó Jamie, que abrió los ojos de golpe.

Hallie rodó para zafarse de él y se puso en pie.

—¿Puedes levantarte solo o tengo que buscar una grúa?

—Creo que me he roto la espalda —contestó él con una sonrisa.

—Qué pena. Supongo que tendré que cortarte la sudadera con unas tijeras para ver tu espalda desnuda.

Jamie suspiró, rodó sobre sí mismo, cogió una muleta y se puso en pie.

—¡Milagro! —exclamó Hallie, antes de bajar la escalera, seguida de cerca por Jamie.

En la mesa de la cocina los esperaba un té tan elaborado que habría hecho las delicias del rey Eduardo VII. Había dos expositores con varios niveles y con tres bandejas en cada uno, y todas parecían cargadas de comida en miniatura. Dos de cada variedad. Una de las bandejas tenía platos salados: sándwiches sin corteza cortados con formas, quiches en miniatura, pequeños huevos de codorniz en escabeche y bolsitas de hojaldre relleno atadas como saquitos. La otra bandeja tenía platos dulces: panecillos, tartaletas, pasteles del tamaño de un dólar de plata y diminutos cuencos de cremoso budín de coco. Por su aspecto, era un compendio de la cocina de todo el mundo.

También había una humeante tetera, una jarra para la leche, un azucarero lleno de terrones y unas tazas preciosas con sus platillos. A un lado había copas de champán con frambuesas en su interior.

—Maravilloso —dijo Hallie.

—No sé tú, pero yo me muero de hambre.

Se sentaron a la mesa y Hallie sirvió el té negro y añadió leche en las tazas mientras Jamie llenaba los platos.

—¿Cómo crees que se las ha apañado Edith para traerlo todo? —preguntó Hallie. Se estaba comiendo una bolsita de hojaldre relleno de verduras y pollo.

—Seguramente alguien del hostal lo haya traído en uno de esos carritos de golf eléctricos. —Acababa de comerse un rollito de marisco—. La mejor langosta que he probado, y eso que he crecido en Maine. Me pregunto de dónde la han sacado.

—El queso es increíble.

Jamie sonrió con la boca llena.

—Me gustaría ver un poco de Nantucket —confesó Hallie, tras lo cual le dio un mordisco a una magdalena que sabía a naranja—. Pruébala. Está buenísima. —Su idea era que probara la otra magdalena que quedaba en el plato, pero se comió la mitad de la que ella había probado sin quitársela de la mano.

—Fuzzy Navel —dijo él.

—¿Qué es eso?

—Es un cóctel a base de zumo de naranja y de melocotón, y sabe a esto. Supongo que está hecho con licor de melocotón, así que es letal. Toma, come un poco más. —Le dio un mordisco a la segunda magdalena y le ofreció la otra mitad.

Hallie titubeó, pero vio una expresión desafiante en los ojos de Jamie. Se atrevió a inclinarse y a quitarle el trozo de la mano con los labios.

—Mmm. Delicioso.

Jamie sonrió de oreja a oreja.

—Lo de «fuzzy» viene por la pelusilla del melocotón y...

—Lo de «navel» por la variedad de naranja. Pues como te decía, me gustaría ver la isla. Jared atravesó el pueblo y vi unas cuantas tiendas muy monas. A lo mejor tú también quieres venir.

—No, gracias —repuso Jamie—. Ya tengo bastantes problemas con estas dichosas muletas sin tener que lidiar con las calles y las aceras.

Hallie ya se había dado cuenta de que la mitad de lo que Jamie decía no era en serio, de modo que le siguió el juego. Mencionó la playa y comer fuera. No, él no haría eso. ¿Tomarse algo al atardecer? No. ¿Un paseo en barco? Le contestó que ya se había cansado de eso con sus parientes, los Montgomery.

—Es que viven en esas dichosas cosas. Me gusta la tierra.

Daba igual lo que ella sugiriese para incitarlo a ir al pueblo, él siempre se negaba.

—Supongo que tendré que ir sola —dijo mientras cogía lo que parecía un bizcocho de semillas de amapola. Durante una milésima de segundo, vio algo en sus ojos, una emoción indefinida, pero no supo interpretarla. Si no estuviera delante de un hombre tan sano y fuerte, habría jurado que se trataba de miedo. Claro que eso era, por supuesto, una ridiculez.

Fuera lo que fuese, desapareció en un instante y la preciosa cara de Jamie recuperó la sonrisa.

—Lo que yo quiero saber es de dónde viene Edith —dijo.

—¿Te refieres al lugar donde se crio?

—No. Me refiero aquí. Ya la he visto dos veces alejarse por el lateral de la casa. Ayer, cuando me desperté, fui en busca de mi hermano con la intención de dejarle bien claro la opinión que tengo de lo que me ha hecho.

—¿Y cuál es?

Jamie agitó una bolita de arroz, dulce y jugosa, antes de metérsela en la boca.

—Es una historia muy larga, pero lo que quiero decir es que en el extremo más alejado de la casa hay una puerta de doble hoja, que está cerrada con llave. Creía que mi hermano estaba escondido dentro, así que apliqué un poco de fuerza para intentar abrirla, pero la puerta no se movió.

Hallie se lamió el coco de los dedos.

—A ver si lo he entendido: te despertaste cabreado con tu hermano (por algo que no me quieres contar) e intentaste echar abajo una puerta de mi casa para llegar hasta él, ¿es eso? Y seguramente lo hiciste con la intención de matarlo.

Jamie casi se atragantó con una barrita de zanahorias y miel, pero consiguió recuperar el aliento para decir:

—Buen resumen. —Tenía una expresión risueña en los ojos—. Me pregunto si Edith tiene la llave y qué...

—¿Hay ahí dentro? —terminó Hallie por él.

—Eso mismo. ¿Qué te parece si buscamos la llave? Quien la encuentre gana el derecho de besar al otro.

—¿Y qué se lleva el perdedor? —preguntó Hallie.

—¿Dos besos?

Se echó a reír al escucharlo.

—Ve y empieza a buscar. Yo recogeré esto y lo dejaré preparado por si Edith vuelve en busca de los platos.

—Te ayudo —se ofreció él.

Después de recoger la cocina, salieron de la casa y se dirigieron al lateral para inspeccionar la puerta de doble hoja; pero tal como Jamie había dicho, estaba cerrada a cal y canto. Jamie quiso emplear de nuevo su considerable fuerza para intentar abrirla, pero Hallie lo convenció de que no lo hiciera. Dentro de la casa, todas las puertas que conducían a la habitación oculta también estaban cerradas. Empezaron a buscar la llave, pero aunque miraron en todos los cajones y debajo de todos los muebles, no encontraron llaves perdidas. Lo que sí encontraron fueron folletos y entradas con fechas desde 1970 hasta dos años antes.

Mientras recopilaban todo lo que habían encontrado, comenzaron a especular sobre Henry Bell. Parecía muy interesado en la historia de Nantucket. Había ganado en dos ocasiones el concurso al estilo de Jeopardy que se celebraba en la isla. Había un par de artículos de periódico con fotos suyas y de Nat Philbrick, que había escrito tantas cosas sobre Nantucket.

Lo que vieron hizo que Hallie y Jamie quisieran aprender más cosas sobre la isla. Pero cuando Hallie repitió su invitación de explorar la zona, la expresión de Jamie se tornó hosca. Le dijo que él podría ejercer de investigador mientras ella se ocupaba del trabajo de campo.

A las diez de la noche Hallie empezó a bostezar, pero Jamie parecía bien despierto, como si no pensara acostarse. Hallie quería preguntarle por la medicación que tomaba, pero no lo hizo. En cambio, le dio las buenas noches y subió a su dormitorio.

Tal vez una parte de su mente estaba alerta, porque tal como le sucedió la noche anterior, se despertó a las dos de la madrugada. Se quedó tumbada un rato, con la vista clavada en el rosetón de seda que había en el dosel de la cama, mientras aguzaba el oído. Sin embargo, la casa parecía en silencio.

Estaba a punto de dormirse de nuevo cuando escuchó un sonido lejano, como un gemido. De no haber sido por lo sucedido la noche anterior, no le habría prestado atención al ruido.

Sin pensárselo siquiera, saltó de la cama y corrió escaleras abajo, a oscuras. Se golpeó el dedo gordo del pie con la pata de una mesa, pero siguió avanzando hacia Jamie.

La luz nocturna estaba encendida, pero en esa ocasión no vio bote alguno de pastillas en la mesa. Jamie estaba en la cama y no dejaba de moverse, mientras gemía presa del pánico.

—Estoy aquí —susurró al tiempo que le tomaba la cara entre las manos.

Jamie se tranquilizó un poco, pero seguía moviendo las piernas y la rodillera golpeaba el borde del colchón.

Sin apartar las manos de su cara, Hallie se tumbó a su lado. Tal como sucedió la noche anterior, Jamie la abrazó. Se quedó quieto un rato, pero cuando empezó a agitarse de nuevo, Hallie levantó la cabeza y lo besó.

Ese beso, el segundo que se daban, fue más apasionado que el primero. Cuando Hallie se descubrió metiendo la pierna entre las de Jamie, se apartó.

—Una cosa es besarlo mientras duerme —dijo en voz baja—, y otra darse un revolcón.

Sin embargo, el beso sí consiguió tranquilizarlo del todo y, antes de que Hallie se diera cuenta de lo que pasaba, se quedó dormida entre sus brazos.