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En cuanto salió de la casa, Hallie comprendió que su furia se debía más a lo que había tratado de hacer su hermanastra que a la reacción del hombre que necesitaba su ayuda. Una furia que había aumentado al darse cuenta de que se sentía atraída por un hombre que guardaba fotos de Shelly.
Ante ella se extendía una amplia zona verde atravesada por senderos pavimentados con ladrillos viejos. La zona estaba delimitada por unos muros altos a cada lado y bajo estos se emplazaban lo que parecían parterres para sembrar plantas. Alguien había eliminado las malas hierbas, lo que dejaba claro que se estaban haciendo cargo del jardín, pero de todas formas el lugar parecía desnudo. Solo crecían unos cuantos arbustos sin podar y poco más.
Echó a andar hasta el extremo de uno de los muros y descubrió un terreno estrecho y alargado que se extendía de forma perpendicular al jardín. También estaba delimitado por muros altos. En un extremo había una enorme puerta de color rojo, y en el opuesto descubrió un edificio con un cenador adyacente, cubierto por plantas trepadoras.
Enfiló el sendero de ladrillo antiguo en dirección al pequeño edificio. La puerta estaba abierta, y en su interior descubrió un montón de flamantes máquinas para realizar diversos ejercicios. Cuando Shelly le preguntó acerca de la forma de rehabilitar una lesión como la que tenía Jamie, Hallie se sintió halagada. Se ofreció a crear una lista con el material necesario para el proceso. En el interior del pequeño edificio, descubrió todo lo que ella había incluido en dicha lista. Las máquinas y las mancuernas estaban en la parte central, y en las paredes se encontraban las distintas bandas elásticas y el material necesario para hacer yoga. Al salir por la puerta lateral, vio que el cenador contaba con una zona de descanso para sentarse y con una camilla para los masajes. Sobre su cabeza, las pálidas hojas de la parra comenzaban a crecer. El cenador sería el lugar perfecto para las sesiones de masaje.
Escuchó que alguien tosía a su izquierda y supo que su paciente estaba anunciando su presencia.
Se detuvo justo al llegar al borde del cenador y apoyó el peso en las muletas.
—Siento mucho haberme comportado así —se disculpó—. Lo siento muchísimo.
—Yo también te pido disculpas por mi comportamiento —replicó Hallie—. Ha sido un día muy duro y me he desahogado contigo. ¿Por qué no te quitas la ropa y empezamos de cero?
Jamie enarcó las cejas.
Hallie tenía tantas cosas en la cabeza por todo lo que había sucedido ese día que tardó un instante en percatarse de lo que había dicho.
—Para darte un masaje, quiero decir. Para empezar a trabajar con tu rodilla. —Era consciente de que se estaba poniendo colorada.
—¡Vaya por Dios! —exclamó él con tanto sentimiento que Hallie soltó una carcajada y Jamie acabó riéndose también.
Sin embargo, no hizo ademán de quitarse la ropa. Se acercó a un sillón y se sentó como si estuviera cansado.
—Mejor así —dijo Jamie al ver que ella se sentaba en el otro sillón—. Me gustaría empezar de cero. Me llamo James, pero lo normal es que me llamen Jamie. —Extendió un brazo sobre la mesita que los separaba para tenderle la mano.
—Mi nombre es Hyacinth, pero gracias a Dios me llaman Hallie. —Aceptó su mano y, mientras se la estrechaba, los ojos de Jamie solo parecían ofrecerle amistad y eso la alegró.
Acto seguido, se acomodaron en sus sillones para contemplar el jardín.
—¿No se llamaba Hyacinth una de las dueñas originales de la casa? —preguntó él.
—Sí. Mi padre solo tenía una caja con algunos documentos sobre su familia. No hablaba mucho sobre ella, pero mi madre descubrió los documentos en el ático de la casa donde yo crecí. Vio el nombre de Hyacinth y me lo puso.
—Tu madre se llamaba Ruby, ¿verdad?
—No. Esa era la madre de Shelly —contestó Hallie con tirantez.
—Lo siento —se disculpó Jamie—. Me temo que estoy un poco confundido con todo esto. No sé si te lo ha dicho Jared, pero he intercambiado algunos mensajes de correo electrónico con una mujer que pensé que eras tú. Me dijo que su madre se llamaba Ruby y que Ruby murió cuando Hallie... o Shelly, supongo, tenía cuatro años.
—En parte es cierto. Mi madre murió cuando yo tenía cuatro años, pero se llamaba Lauren.
—Mi madre biológica murió cuando yo era pequeño —comentó Jamie en voz baja.
«Tenemos eso en común», pensó Hallie, si bien no lo dijo en voz alta, y durante unos minutos el ambiente se tornó tenso. Las tragedias compartidas no eran un tema de conversación alegre, supuso Hallie, y decidió hablar de otra cosa.
—Bueno, ¿qué hay detrás de la puerta del otro extremo del jardín?
—No tengo la menor idea. Yo llegué anoche y esta mañana se me han pegado las sábanas. Cuando me levanté, eché un vistazo por la casa y salí para ver el gimnasio. Jared me encontró justo cuando regresaba.
—Pero te he visto hablando con una mujer mayor. Parecíais amigos.
—Era Edith y acabábamos de conocernos. Vive en el hostal de la puerta de al lado, así que supongo que la puerta da a su propiedad. Su hijo y su nuera se encargan del negocio, pero creo que ella visita esta casa con frecuencia.
—A lo mejor era amiga del señor Bell y lo echa de menos.
—Es posible, pero no lo ha mencionado. Cuéntame qué ha hecho tu hermanastra exactamente.
—No —rehusó Hallie—. Prefiero no ahondar en el tema. Me gustaría echarle un vistazo a tu rodilla. A juzgar por la postura de tus hombros, creo que estás demasiado tenso. Me gustaría que te tumbaras en la camilla y que me dejaras ver cómo lo está llevando tu cuerpo.
—Aunque la propuesta me resulta muy tentadora, tengo hambre y tú debes de estar famélica. ¿Te ha dado de comer Montgomery?
—Hemos comido en el avión. —Hallie observó cómo Jamie se ponía en pie con dificultad. Al parecer, ese día no conseguiría que se tumbara en la camilla.
Llevaba la rodilla inmovilizada por una rígida rodillera con férula y sabía que si la movía sin la protección que le otorgaba, eso le ocasionaría un dolor intenso.
—Deja que te ayude —se ofreció.
—Gracias —replicó él. Se mantuvo de pie apoyando todo el peso en un pie mientras ella cogía las muletas y se las colocaba bajo los brazos. Acto seguido, echaron a andar juntos hacia la casa.
—Bueno, háblame de tu lesión.
—Me la hice esquiando. Haciendo el tonto. Lo típico. —Guardó silencio—. Voy a tardar un tiempo en recordar todo lo que le he dicho a Shelly, pero que tú desconoces. Mi tía Jilly va a casarse aquí en Nantucket dentro de poco y Edith me acaba de decir que mi familia ha reservado todas las habitaciones del hostal durante la semana de la boda. —Se detuvo en el sendero—. Tengo muchos familiares y, cuando lleguen, lo invadirán todo. Son una horda. Una verdadera marabunta. —La miró—. Si la idea te espanta, dímelo y los mantendré alejados.
—No creo que me molesten, pero como no tengo una familia numerosa, no estoy segura.
—Vale, pero cuando lleguen, si sientes que te agobias en algún momento, me lo dices y les digo que se larguen. —Jamie echó un vistazo por el jardín. Frente a ellos se alzaba un enorme roble bajo el cual se emplazaba un viejo banco—. ¿Qué vas a hacer con este sitio?
—No he tenido tiempo para pensar al respecto. Cuando me levanté esta mañana, mi única preocupación era llevarle unos documentos a mi jefe antes de que se fuera de fin de semana. Era el último trabajo que iba a realizar para él. La semana que viene tenía previsto empezar en un nuevo empleo. El caso es que los documentos no estaban en mi bolso, y tuve que regresar a casa para buscarlos. Unos minutos después, me enteré de que era la dueña de una casa situada en Nantucket y al cabo de un rato estaba en un avión privado. —Alzó la vista para mirarlo—. Que creo que pertenece a tu familia.
—Cierto —replicó él—, pero no es mío. Mi padre tiene la convicción de que los hijos deben abrirse camino solos.
Hallie sabía que trataba de parecer un tío normal y corriente, pero no muchas personas contaban con un fisioterapeuta personal para su rehabilitación. Y teniendo en cuenta que parecía estar en plena forma física, casi cualquiera podría haberlo ayudado. Su lesión no era inusual y tampoco ponía su vida en peligro. No veía el motivo por el que había elegido apartarse de todo con un fisioterapeuta. Podría haberse quedado en su casa con su familia y que alguien lo llevara cinco días a la semana a alguna consulta para recibir sesiones de rehabilitación de una hora, y con eso habría bastado.
—¿Por qué quieres estar aquí? —preguntó—. Podrías haber hecho las sesiones de rehabilitación en cualquier sitio. No tenías por qué...
—Mira, Jared ha venido a echarme un ojo. Si no le hablas bien de mí, me ha asegurado que me dará una tunda.
—Me conformo con que te suba a la camilla —repuso Hallie, que se adelantó para saludar a Jared y asegurarle que Jamie Taggert se había comportado como todo un caballero.
Jared la escuchó, y tras lanzarle una mirada elocuente a Jamie, que le sonrió en respuesta, se marchó y ellos entraron en la cocina.
Hallie abrió la puerta del frigorífico y le echó un vistazo a su contenido. Estaba lleno de recipientes con comida, todos con su correspondiente etiqueta. La fruta y las verduras estaban guardadas en los cajones específicos, y el congelador también estaba a rebosar.
—¿Quién se ha encargado de esto?
—Mi madre envió a alguien para que lo llenara.
—Hace un rato has dicho que tu madre había... muerto.
—Bueno, ha sido mi madrastra —dijo—. Pero como siempre ha sido mi madre... —Dejó la frase en el aire y se percató del cansancio que irradiaban los ojos de Hallie. La condujo hasta la vieja mesa de la cocina—. Ya has hecho suficiente por hoy, así que siéntate y yo me encargo de calentar la comida en el microondas.
—Pero es que...
—¿Esta es tu casa y tú eres la jefa? Mañana podrás reclamar todo el poder que quieras, pero esta noche yo me encargo de todo. ¿Qué tipo de comida te gusta?
—Obviamente, toda. —Se refería a los kilos de más que llevaba encima. El plan había sido el de empezar a hacer algún tipo de ejercicio de forma regular tan pronto como comenzara en su nuevo trabajo.
—Lo que es obvio es que la comida te ha rellenado los lugares adecuados. —La miró con una expresión tan agradable que Hallie estuvo a punto de ruborizarse—. Lo siento, por favor, no se lo digas a Jared.
Hallie buscó otro tema de conversación.
—Jared me ha dicho que tu madre es Cale Anderson, la escritora de los libros de misterio.
—Pues sí. Mi padre, que ya era viudo, se casó con ella cuando mi hermano Todd y yo éramos pequeños. —Aunque no le resultaba fácil debido a las muletas, se las arregló para sacar la comida del frigorífico y llevarla hasta la encimera, tras lo cual la dejó junto al fregadero.
Esa mujer empezaba a gustarle. Sí, la atracción física era fuerte, pero había algo más. ¿Cuántas personas heredarían una casa de un día para otro y antepondrían el bienestar de su paciente al suyo propio? Por lo que tenía entendido, ni siquiera había explorado la casa al completo. Su bienestar parecía haber sido su primera preocupación.
—¿Qué tal fue lo de crecer con una persona tan famosa?
Jamie sonrió.
—A mi madre nunca le ha importado mucho la fama. Escribe porque le gusta hacerlo. Cuando éramos pequeños, mi hermano y yo interpretábamos las escenas de sus libros para que ella pudiera ver si los diálogos funcionaban. Todd y yo nunca le dimos mucha importancia, hasta que un día, cuando estábamos en tercero de primaria, desaparecieron unos caramelos. A la hora del recreo, montamos una sala de interrogatorios y nos dispusimos a hacer preguntas un poco duras. Al final, todo acabó con tres niños llorando en el despacho del director. Después, Chrissy McNamara se subió en una pila de libros y me dio un puñetazo en la nariz que me hizo sangre.
—¡Estás de coña!
—No. Estuve enamorado de ella hasta que llegué al instituto.
Hallie sonrió.
—¿Os castigaron?
—Una vez que pasó el revuelo, todos acordaron que la culpa era de mi madre. Mi padre se enfadó con ella durante un día entero. Creo que estableció un récord.
—Así que tuvisteis que dejar de interpretar escenas de interrogatorios policiales.
—Qué va —replicó Jamie—. Lo que hicimos Todd y yo fue aprender a cerrar el pico.
Hallie se rio con ganas.
—Me lo imagino. Tu madre parece una persona divertida.
—Lo es. Mi padre imparte la disciplina, pero ella cree que la infancia debe ser un período alegre y eso fue lo que nos dio.
—Qué bien para vosotros —comentó Hallie con una nota sentida en la voz.
Jamie le preparó un plato con lonchas de rosbif, verduras tibias y ensalada.
—¿Y tú? ¿Cómo fue tu niñez?
—Mi padre era un representante farmacéutico y viajaba constantemente. Después de que mi madre muriera, mis abuelos se mudaron a mi casa y mi padre empezó a viajar todavía más.
—Lo siento —le dijo Jamie—. Debías de echarlo mucho de menos.
—La verdad es que no lo echábamos de menos. Mis abuelos eran maravillosos. Teníamos un jardín inmenso y tanto mi abuela como mi abuelo eran unos jardineros estupendos. Crecí comiendo verduras y frutas de nuestro propio huerto. Yo era... —Dejó la frase en el aire, como si estuviera avergonzada.
—¿Qué eras? —preguntó Jamie, que colocó su plato en la mesa y se sentó frente a ella.
—Yo era el centro de sus vidas. Lo que hacía, quién me gustaba y quién no, discusiones entre chicas, chicos... querían estar al tanto de todo. Mis amigas venían a dormir a casa y celebrábamos mi cumpleaños a lo grande. Y cuando mi padre estaba en casa, lo tratábamos como si fuera de la realeza. Nos encantaba verlo llegar y suspirábamos aliviados cuando se marchaba. —Hizo una pausa—. Creo que tal vez fui la niña más feliz de la tierra. Pero se mudaron a Florida un año después de que mi padre se casara con Ruby.
—¿Los ves mucho?
—Murieron después de que lo hiciera mi padre, con apenas unos meses de diferencia entre ambos. Todavía los echo de menos. —Se llevó unas cuantas judías verdes a la boca—. Qué buenas. ¿Dónde ha conseguido tu madre la comida?
—No cocina, pero es estupenda para encontrar los lugares donde venden buena comida. Bueno, ¿y cuándo entró en escena tu hermanastra?
Hallie agitó el tenedor en el aire.
—Después. Mi padre se casó con Ruby cuando yo tenía once años, y ella y su hija se mudaron a casa. Tenemos que empezar con tu tratamiento mañana a primera hora.
—De acuerdo —dijo Jamie. Era evidente que Hallie no quería hablar del período posterior a la llegada de su madrastra—. ¿Qué has planeado hacerme exactamente?
—Primero tengo que comprobar el alcance de tu lesión. —La camiseta que llevaba era ancha, pero no podía ocultar los músculos que había debajo—. Pareces capaz de levantar una mancuerna.
—Ya te digo. La culpa la tienen mi padre y su hermano. Cuando eran jóvenes, competían para ver quién levantaba más peso.
—¿Tú también participabas?
—No tenía tiempo —contestó.
—¿Qué estabas haciendo para no tener tiempo? —Vio el cambio que se obró en su expresión, como si estuviera a punto de decirle algo, pero hubiera decidido no hacerlo en el último momento.
—¿Quieres tarta de queso? —le ofreció Jamie, que había comido tres porciones de todo.
Hallie miró hacia otro lado para ocultar su expresión. «Un niño rico», pensó. No quería decirle que había estado ocupado esquiando y con otras aficiones. «Pues vale», decidió. No lo presionaría para que le contara lo que no quería decirle.
Apartó su plato, que había dejado casi vacío, y se levantó.
—Estoy muerta y creo que voy a subir a mi dormitorio. ¿Puedes apañártelas solo?
—Sí. Te juro que puedo bañarme y vestirme solo.
Lo dijo con una nota tensa en la voz, pero Hallie la pasó por alto. Estaba demasiado cansada como para preguntarse si se había molestado por algo. Extendió el brazo para coger el plato y llevarlo al fregadero, pero él se lo impidió quitándoselo de la mano.
—Yo recojo los platos. Nos vemos mañana.
—Y empezaré a ocuparme de tu pierna. —Se tapó la boca para disimular un bostezo—. Mmmm. Lo siento. Hasta mañana.
La casa le resultaba tan desconocida que tuvo que pensar para encontrar la escalera. Para llegar hasta ella, tuvo que atravesar el salón y pasar junto a la estrecha cama de Jamie.
Una vez que llegó a la planta alta, miró a derecha e izquierda. Ambas puertas daban acceso a sendos dormitorios. Deseó haber elegido uno de ellos cuando llegó. Dio un paso hacia la izquierda, pero tuvo la impresión de que escuchaba dos voces femeninas diciéndole: «No.»
Se dirigió a la derecha y sintió una sensación de paz, como si la antigua casa le sonriera. Escuchó un precioso coro de voces que susurraba: «Hyacinth.» Tal vez debería haberse asustado, pero tenía la impresión de que le estaban dando la bienvenida. Sonrió mientras pensaba que debería desnudarse, darse una ducha y buscar el pijama en la maleta. Al hilo de ese pensamiento, cayó en la cuenta de que debería ir en busca del equipaje.
Todavía no había oscurecido, pero entre los acontecimientos del día y las abrumadoras emociones, estaba agotada. La enorme cama la tentaba, y cuando apartó el cobertor descubrió unas níveas sábanas de algodón. La cama era alta y tuvo que apoyar la rodilla en primer lugar para poder subir. Se dijo que solo iba a comprobar qué tal era el colchón. ¿Sería buena la almohada?
Apoyó la cabeza y se quedó dormida al instante.
Jamie acabó de recoger la cocina y apenas se había sentado en la silla de su mesa cuando su móvil empezó a vibrar.
—¡Llevo todo el día intentando hablar contigo! —le dijo su hermano—. ¿Es que no puedes llevar encima el dichoso teléfono?
—He venido aquí para desconectar —le recordó Jamie, impasible ante el enfado de su hermano.
—De ellos, no de mí —señaló Todd, que al ver que Jamie guardaba silencio decidió moderar el tono—. Vale. Haz lo que quieras. ¿Cómo es? Además de ser tan guapa que no parece real, me refiero.
—No es la chica que viste en las fotos —contestó Jamie—. La rubia es su hermanastra. Jared no ha entrado en detalles, pero trató de estafar a su hermana y de robarle la casa.
—Eso es ilegal —señaló Todd con brusquedad.
—Sí, señor inspector, lo es. ¿Por qué no vas a Boston e investigas hasta descubrir la verdad de todo esto?
—Ahora mismo no puedo. Estoy liado con una serie de robos con intimidación y con un caso que puede acabar siendo un homicidio. Lo que quiero saber es cómo estás tú.
—Bien.
—¡Déjate de gilipolleces! ¿Cómo estás?
Jamie respiró hondo.
—Bien. Sigue sin gustarme la manera en la que me trajiste a este sitio, pero... bueno.
—Ah —exclamó Todd.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir que Jared llamó a la tía Jilly, que a su vez llamó a mamá, que me llamó a mí. Parece que has hecho el tonto con tu fisioterapeuta.
Jamie puso los ojos en blanco.
—Y yo pensando que me había librado de que toda la familia estuviera encima de mí. Pues sí, nada más verla tuve un momento de debilidad. Es guapa, tiene un cuerpazo y... no lo sé. Hay algo en ella que me gusta. Es lista y... ¡Deja de reírte!
—No me estoy riendo —le aseguró Todd—. Bueno, a lo mejor sí, pero no como te imaginas. Es que...
Jamie lo interrumpió.
—Quiere empezar con la rehabilitación de la pierna mañana.
Todd bajó la voz y dijo:
—¿Hasta dónde le vas a contar?
—Solo lo justo y necesario. Me ha tomado por un playboy rico. Creo que piensa que me dedico a volar de un lado para otro del mundo, pasándomelo en grande.
—Y tú vas a permitir que siga pensando así, ¿verdad?
—Voy a alentarla —confesó Jamie—. Será un alivio no tener que lidiar con más muestras de lástima. Tengo que irme. Necesito dormir.
—Tómate las pastillas —le dijo Todd.
—Lo haré. Hazme un favor, ¿quieres? Llama a mamá y dile que me deje tranquilo unos días. Dile que ya estoy crecidito y que puedo alimentarme solo. Me preocupa que envíe un helicóptero cargado con comida.
—Entonces ¿has pensado salir de la propiedad para conseguir comida? —preguntó Todd con un deje esperanzado en la voz.
—¡Todavía no! —masculló Jamie—. ¡Y no me agobies con el tema! ¿Está claro?
—Clarísimo —respondió Todd en voz baja—. Vete a la cama y yo me encargo de mamá. Y, Jamie... yo...
—Sí, yo también —lo interrumpió y cortó la llamada.
Hallie se despertó sobresaltada. Tenía la boca seca y la sensación tan rara que acompañaba al hecho de haber dormido con la ropa puesta.
Encendió la lamparita de la mesilla y miró la hora en su reloj. Eran las dos de la madrugada. Se levantó, fue al cuarto de baño y se enjuagó la boca. Lo primero que haría cuando amaneciera sería ir en busca de su equipaje y deshacer las maletas.
Mientras regresaba a la cama, escuchó una especie de gemido.
—Genial —murmuró—. Otra prueba de que he heredado una casa con espíritus. A lo mejor debería dársela a Shelly. Me encantaría ver cómo se las apañan con ella.
Bostezó y empezó a desabrocharse los pantalones vaqueros para no tener que pasar el resto de la noche con ellos puestos. Sin embargo, escuchó el sonido de nuevo, en esa ocasión más fuerte.
«Es él», pensó. Y corrió hacia la escalera. Cuando llegó a su dormitorio, lo escuchó haciendo ruido, como si tratara de escapar de alguien. En la mesa había una luz nocturna, la típica que se usaba en las habitaciones de los niños, y frente a ella un bote naranja de pastillas. Había ayudado a su padre con los medicamentos que vendía desde que aprendió a leer. En la etapa del instituto, leía la publicidad sobre los medicamentos recién puestos a la venta y la parafraseaba a fin de que su padre usara esas palabras para venderlos.
Cuando leyó la pegatina con la prescripción, descubrió que se trataba de un potente somnífero. Con dos pastillas, podría atropellarlo un camión y Jamie ni siquiera se despertaría.
Miró a Jamie. No paraba de agitar la cabeza de un lado para otro, y empezaba a mover el cuerpo. La cama era estrecha y él, muy grande. Como se moviera hacia un lado, acabaría en el suelo. Aunque llevara la rodillera puesta, un golpe fuerte podría agravar la lesión.
Se acercó a él y comenzó a masajearle las sienes.
—Tranquilo. Relájate. No pasa nada —susurró para tranquilizarlo.
Jamie se relajó un poco, pero en cuanto dejó de tocarlo, hizo ademán de volverse en la cama.
—No, no —dijo Hallie—. No hagas eso.
Al ver que seguía moviéndose, lo aferró por el costado y trató de mantenerlo quieto en la cama. Se vio obligada a plantar los pies con fuerza en el suelo y a presionarle el torso con ambas manos. Funcionó, de modo que no acabó en el suelo. Jamie se quedó de espaldas en el colchón y, por un instante, pareció tan relajado que Hallie echó a andar hacia la puerta.
Pero regresó a su lado cuando lo escuchó gritar. Vio que le temblaba todo el cuerpo, como si estuviera asustado, y levantó los brazos como si quisiera aferrar a alguien.
—Estoy aquí —dijo Hallie—. Estás a salvo. —Se inclinó hacia él, y Jamie la atrapó entre sus brazos y tiró de ella hacia abajo para pegarla a su cuerpo.
La postura era tan forzada, que Hallie tenía la espalda casi doblada. Sabía que no era lo bastante fuerte como para zafarse de sus brazos, y dudaba mucho que pudiera despertarlo para decirle que la soltara. Fuera cual fuese el origen de su pesadilla, en ese momento necesitaba consuelo.
No le resultó fácil tumbarse a su lado en la estrecha cama, pero tan pronto como lo hizo, Jamie se colocó de costado y la pegó a su cuerpo. La abrazó como si fuera lo más normal del mundo y se relajó de inmediato.
—Bueno, ¿ahora resulta que soy tu osito de peluche? —dijo, con la cara pegada a su torso.
Sin embargo y pese al sarcasmo, era maravilloso que la abrazaran, aunque el hombre que lo hacía estuviera dormido como un tronco.
Fue consciente de que se adormilaba y, al hacerlo, su mente empezó a repasar los acontecimientos del día. Ver el contrato que Shelly había firmado y el pasaporte que había falsificado le había dolido más de lo que quería admitir. Una semana antes, Shelly le había pedido que se pasara por una tienda y le comprara pegamento y unas tijeras nuevas.
—Tienen que cortar bien —le había dicho su hermanastra—. Que los bordes salgan perfectos.
Al parecer, había colaborado en el plan de Shelly para defraudarla.
Cuando Jamie le besó la coronilla, Hallie se echó a llorar. Aunque estuviera dormido, parecía percibir que la mujer a la que abrazaba necesitaba ayuda. Su cuerpo ya no se retorcía y estaba tranquilo y relajado. Era casi como si estuviera esperando que ella le dijera qué le sucedía.
—No me lo merecía —susurró Hallie—. Jamás le he hecho nada malo a Shelly. Su madre y ella se adueñaron de mi vida, pero lo soporté. Cuando mi padre y Ruby murieron, no tuve tiempo para lamentarme. Tenía que cuidar de Shelly. No sé cómo lo hice, pero lo conseguí. Así que ¿por qué ha intentado robarme? —Lo miró, vio que aún tenía los ojos cerrados y apoyó la cabeza de nuevo en la almohada—. Si me hubieran hablado de esta casa, a lo mejor le habría cedido a ella la de Boston. Eso es lo que ella quería. Me dijo que no era justo que yo tuviera dos casas y que ella no tuviera ninguna. No sé qué habría hecho, pero desde luego que me habría gustado tener la oportunidad de decidir. —El llanto comenzaba a remitir, si bien el dolor seguía presente—. Ahora no sé qué hacer, ni legal ni éticamente hablando. ¿Es justo que recompense a Shelly con una casa? Sé que eso no será suficiente para ella. —Miró a Jamie de nuevo.
Había suficiente luz como para poder ver su rostro dormido. Parecía muy dulce y relajado. Pero, de repente, comenzó a agitarse de nuevo. Hallie se percató del movimiento de sus ojos tras los párpados cerrados, como si estuviera sufriendo otra pesadilla.
—¡Ah, no! ¡Ni hablar! —exclamó—. Como intentes darte la vuelta otra vez, me aplastarás. ¡Estate quieto! Estás a salvo.
Sin embargo, Jamie no dejó de moverse y cuando colocó una de sus musculosas piernas sobre sus caderas, Hallie lo empujó a fin de apartarse de él y se levantó. Mientras lo observaba, comprendió que estaba preparándose para otra ronda.
Se agachó y colocó las manos a ambos lados de su cabeza.
—¡Estás a salvo! ¿Me oyes? No te persigue ningún demonio.
Su cara estaba tan cerca, sus labios, que no pudo resistirse y lo besó. No fue un beso apasionado, sino un beso para reconfortarlo. Un beso de amistad y de simpatía. Dos personas con problemas graves que compartían sus penas.
El beso se prolongó durante un rato más, como si estuvieran recibiendo fuerza y consuelo el uno del otro. Se necesitaban de verdad, con urgencia.
Cuando se apartó de él, Jamie tenía una expresión más tranquila, más relajada. Hallie apartó las manos y dejó que él apoyara la cabeza en la almohada, y por fin pareció que se sumía en un sueño sosegado.
Lo observó unos minutos más, y después se volvió para dirigirse a la escalera. Sin embargo, solo llegó hasta el sofá, situado en el extremo de la estancia. ¿Y si sufría otra pesadilla? Podría caerse de la cama y dañarse la rodilla lesionada.
Clavó la vista en el viejo sofá y suspiró. En la planta alta la esperaba una cama con sábanas limpias y un edredón de plumas. El sofá solo contaba con un cojín pequeño.
Titubeó, pero acabó acostándose en el sofá con un suspiro. Si Jamie se alteraba de nuevo, lo escucharía y podría evitar que se cayera.
«Lo calmaré a besos», pensó con una sonrisa mientras se quedaba dormida.
Por incómodo que fuera el sofá, le parecía mejor no estar sola en una casa desconocida.