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Aeropuerto de Boston 

 

 

Ni siquiera la imagen del avión privado que iba a trasladarla a la isla de Nantucket logró animar a Hallie. El interior era precioso y elegante, con asientos de cuero de color beige tostado y maderas oscuras. Jared y ella serían los únicos pasajeros. Esperaba que el viaje la distrajera de sus pensamientos. Unas cuantas horas antes habría jurado que su hermanastra era incapaz de hacer algo tan rastrero y tan ilegal. El pasaporte falso, la cita clandestina con el famoso arquitecto y el contrato firmado imitando su letra pasaron de nuevo por su cabeza.

De camino al aeropuerto le había preguntado a Jared cómo se había puesto en contacto con su hermanastra en un primer momento, y él le contestó que le envió la documentación con un servicio de mensajería urgente. Suponía que Shelly aceptó la entrega, abrió el sobre, leyó el contenido y decidió quedarse con lo que no era suyo.

Hallie pensó en lo que podría haber pasado si no hubiera regresado a casa de forma inesperada. ¿Habría vuelto del trabajo para encontrarse una casa vacía y una nota de su hermanastra en la que le decía que había decidido marcharse de la ciudad? ¿Cuánto habría tardado en descubrir la existencia de su herencia robada?

Una vez en el avión, Jared se aseguró de que se abrochara el cinturón de seguridad, le dejó la gruesa carpeta con la documentación en el regazo y colocó una copa de champán a su lado. Tan pronto como estuvieron en el aire, Jared se levantó de su asiento para hacer unas llamadas telefónicas y Hallie se dispuso a leer por qué un desconocido le había legado su propiedad. Al parecer, tenía un antepasado, Leland Hartley, que se casó con Juliana Bell, cuya familia (incluida su hermana Hyacinth) era la propietaria de la casa. Al ver su nombre en el documento, un nombre bastante raro, su curiosidad aumentó. ¿Sería esa mujer su antepasada? No, la pobre Juliana y su hermana murieron sin dejar descendencia. Leland Hartley regresó a Boston, se casó de nuevo y tuvo un hijo. Hallie descendía de ese hijo. Henry, el hombre que le había dejado la casa en su testamento a Hallie, descendía de la rama de los Bell. Puesto que no tenía familia directa, le había dejado todas sus posesiones a la señorita Hyacinth Lauren Hartley, también conocida como Hallie.

Henry había trazado un árbol genealógico desde Leland hasta Hallie. Ella desenrolló el pliego de papel y leyó los nombres y las fechas. Allí estaba la muerte de su madre cuando ella tenía cuatro años, y el segundo matrimonio de su padre cuando ella tenía once años. Los datos acababan con la muerte de su padre y de Ruby, la madre de Shelly, en un accidente de coche cuando Hallie cursaba su segundo año en la universidad y Shelly aún estaba en el instituto.

Jared regresó a su asiento.

—¿Entiendes lo de la herencia?

—Creo que sí —contestó ella—. Pero no soy familia de Henry Bell.

—Lo sé —replicó Jared—, pero en Nantucket nos tomamos las relaciones familiares muy en serio, aunque los lazos sean muy tenues. Y, por cierto, Henry te dejó la casa específicamente a ti, no a tu padre. Por más que tu hermana reclame, no tiene derecho alguno sobre ella. Cuando dije que si querías emprender acciones legales contra ella por el intento de robo asumiría todos los costes, hablaba en serio. —Tomó aire—. Siento muchísimo haber colaborado a alojar a un paciente en tu casa sin contar con tu permiso. Ciertamente Shelly me dio permiso usando tu nombre, pero ahora sé que no era real. Si quieres que lo saque de la casa, dímelo y llamaré por teléfono. Cuando aterricemos, ya no estará allí.

—Gracias —replicó Hallie.

Bajó la vista hacia la carpeta. Los últimos documentos del fajo eran informes médicos sobre su paciente, James Michael Taggert, al que llamaban Jamie, pero eran muy breves y poco aclaratorios. Claro que ya estaba al tanto de todo, puesto que Shelly la interrogó a fondo para ayudar a su amigo lesionado. Hallie no quería ni imaginarse lo que podría haberle sucedido sin contar con los cuidados adecuados.

En su mayor parte los documentos detallaban las magníficas condiciones económicas que se le ofrecían por rehabilitar a ese chico. Gracias a ellas, podría pagar las cuotas de la hipoteca de la casa que su padre le había dejado en las afueras de Boston y también podría mantenerse en Nantucket.

Cuando miró a Jared, le pareció que estaba inmerso en el trabajo, ya fuera leyendo documentos o tecleando mensajes con su teléfono móvil. En un momento dado, dijo:

—Mi mujer, Alix, te manda saludos y dice que está deseando conocerte.

—Yo también —repuso Hallie y se preguntó cómo sería su mujer.

Jared era un hombre famoso, de modo que seguramente se habría casado con alguna rubia elegante que se gastaba todo el dinero de su marido en tratamientos de belleza.

Durante el almuerzo, consistente en pollo hecho a la perfección y una ensalada que sirvió una joven azafata, le preguntó a Jared por el dueño del avión privado en el que viajaban.

Jared contestó:

—La familia de Jamie.

Hallie asintió con la cabeza. Al parecer, su paciente era ciertamente un chico rico que había ido a esquiar a algún lugar exótico y se había fastidiado la rodilla. Puesto que su familia podía permitirse cualquier lujo, se iba a encargar de que tuviera una fisioterapeuta personal. Jared le había dicho que incluso habían instalado un gimnasio para llevar a cabo las sesiones de rehabilitación. ¡Que no le faltara de nada al muchacho!

—¿Cómo es? —quiso saber—. Me refiero a su personalidad.

Jared se encogió de hombros.

—Es mi primo lejano, pero en realidad no lo conozco. He hablado con su padre y a él solo lo he visto de lejos. Siempre parece estar rodeado de familia.

Hallie asintió y pensó: «Rico y consentido.» Se lo daban todo en bandeja.

—Todavía hay tiempo para llamar —le recordó Jared.

—Creo que voy a darle una oportunidad, a ver cómo funciona el arreglo.

Hablaron sobre el trabajo de fisioterapeuta que Hallie había encontrado en un pequeño hospital, al que tendría que llamar para anunciar que renunciaba al puesto. Como tenían una larga lista de solicitantes, no se sentía culpable en absoluto. Jared le aseguró que su secretaria, una mujer supereficiente, se encargaría de hacerlo por ella y Hallie se lo agradeció.

—Te lo estás tomando todo muy bien —señaló Jared—. Con mucha deportividad.

Hallie sonrió por el cumplido. Una vida entera pasada con su madrastra y con Shelly le había enseñado a ocultar bien sus emociones.

Cuando aterrizaron, y pese a la valentía con la que se había enfrentado al asunto, Hallie empezó a ponerse nerviosa por lo que la esperaba. Aunque la ventura que tenía por delante la emocionaba, también le resultaba un poco aterradora. A sus veintiséis años, solo había vivido en una casa durante toda su vida, había asistido a una universidad cercana y había estado a punto de aceptar un empleo en un lugar a muy poca distancia de su casa. Estaba dejando atrás a gente que había conocido desde que nació, Braden incluido. Se recordó que, ya fuera permanente o no, la elección había sido toda suya.

Una vez en el pequeño aeropuerto de Nantucket, se hizo a un lado mientras Jared hablaba con unas personas. Aunque para ella había sido alucinante lo de viajar en un avión privado, no parecía algo inusual en la isla. De hecho, habían llegado otros tres aviones privados más casi al mismo tiempo, de modo que el avión de Hallie y Jared había tenido que esperar a que le dieran permiso para aterrizar. Jared estaba hablando con los pasajeros de los otros aviones, con el personal encargado del equipaje, con los pilotos y con un hombre que parecía el gerente del aeropuerto. Según parecía, Jared conocía a todas las personas presentes en el lugar. ¡Qué sitio más diferente de Boston!

De repente, Jared cortó la conversación y se volvió hacia ella.

—Vámonos. Va a aterrizar un avión con turistas. —Lo dijo como si un tsunami estuviera a punto de golpear la isla. Tras colocarle la mano en la base de la espalda, la instó a salir del aeropuerto, momento en el que descubrió la soleada Nantucket, con su aire limpio y fresco.

La realidad no la golpeó hasta que estuvieron sentados en la camioneta de Jared. Era un vehículo antiguo y muy usado, y había algo en él que le parecía muy real. El mundo de Jared con su BMW y su avión privado y su tapicería de cuero le parecía muy ajeno como para pensar con claridad. Pero en ese instante comenzaba a asimilar la verdad. Iba de camino a una casa que nunca había visto, pero que le pertenecía. Y, de momento, viviría con un hombre al que no conocía.

Hallie contempló asombrada las casas mientras se alejaban del aeropuerto y se internaban en el pueblo. Casi todas estaban construidas con tablones de madera sin tratar a los que el paso del tiempo les había otorgado un bonito tono grisáceo. Era como si hubiera retrocedido en el tiempo, a la época en la que Nantucket era famosa por sus balleneros. No le habría extrañado ver a algún marinero ataviado con botas altas y un arpón al hombro.

Jared enfiló una calle que parecía peligrosa por lo estrecha que era y se detuvo delante de una casa de dos plantas con una preciosa puerta azul. La casa tenía una celosía por la que trepaba un rosal de color rosa en flor y unos frondosos arbustos en la parte delantera.

—¿Esta es?

—Sí —contestó Jared mientras le abría la puerta de la camioneta—. ¿Te gusta?

—Parece sacada de un cuento.

Jared se encogió de hombros.

—El tejado está en buenas condiciones y he mandado reparar las ventanas. Más tarde me gustaría encargarme de las grietas que he visto en los cimientos.

Hallie le sonrió.

—Así habla un arquitecto.

Jared le abrió la puerta para que pasara.

—Si lo mío te parece exagerado, espera a conocer a mi mujer.

Guardó silencio mientras entraba en un pequeño vestíbulo con una escalera frente a la puerta principal. ¡La casa era preciosa! Tenía el encanto de las casas antiguas, con sus recuerdos y su ambiente acogedor, algo que no había sentido antes.

—¿Esto es mío? —susurró.

—Lo es. —Jared estaba encantado por su reacción—. ¿Qué te parece si echas un vistazo mientras yo voy en busca de Jamie?

Con los ojos abiertos como platos, Hallie solo atinó a asentir con la cabeza. Mientras Jared desaparecía por una puerta situada a la derecha, ella subió la escalera. En la planta alta, descubrió un pequeño distribuidor con dos puertas situadas una frente a la otra y a través de las cuales se accedía a dos dormitorios completamente amueblados, cada uno de ellos con su propio cuarto de baño. Tras ellas se emplazaba una sala de estar con un ventanal orientado a la parte posterior de la propiedad.

Puesto que la casa había pertenecido a un soltero empedernido, le sorprendía encontrar detalles tan bonitos y que tuviera un ambiente tan acogedor. El papel pintado de la pared tenía un motivo de flores silvestres, y las camas, que eran antiguas, tenían cobertores de suaves tonos azules y verdes y mullidas almohadas y cuadrantes apoyados contra el cabecero. En el asiento acolchado del ventanal había cojines de suaves tonos rosas y melocotón, y las cortinas estaban sujetas con alzapaños con borlas.

Se acercó a la ventana para echarle un vistazo al jardín... y jadeó. Puesto que la parte delantera de la propiedad apenas contaba con terreno, le sorprendió descubrir lo que había en la parte trasera. Una amplia zona rectangular que se ensanchaba en el fondo a ambos lados para conformar una especie de letra T. Había unos cuantos árboles enormes y vetustos, y los parterres estaban sin plantas. Ver toda esa tierra sin sembrar hizo que ardiera en deseos de ponerse manos a la obra. De forma inesperada, pasó por su mente la idea de que sin su madrastra y sin Shelly ese jardín no correría peligro de ser pasto de las excavadoras.

Se preguntó dónde estaría el cobertizo con el gimnasio del que Jared había hablado. Tras abrir la ventana, se asomó para echar un vistazo por encima de la alta valla que rodeaba el perímetro del jardín.

En ese momento, escuchó voces y se apartó de la ventana. Vio que dos personas caminaban juntas. Una era una mujer mayor y bajita, y la otra era un hombre armado con muletas; y estaba lo bastante cerca como para percatarse de que era muy guapo. No como un modelo sacado de una revista, pero sí de esa clase de hombres capaz de aflojar las rodillas con una mirada y una sonrisa. Tenía el pelo negro y abundante, una barba de dos días le ensombrecía el fuerte mentón y sus labios parecían tan suaves que Hallie creyó marearse de la emoción.

El hombre le sonrió a la mujer mayor de pelo canoso y Hallie se percató de las arruguitas que le salían en torno a los ojos. Supuso que tendría al menos treinta años. En cuanto a lo de ser bajo, no mediría menos del metro ochenta, y en cuanto a lo de «corpulento», se refería a unos noventa kilos de puro músculo. Llevaba una camiseta de manga larga que no podía ocultar el contorno de los poderosos músculos que había debajo. En la parte inferior del cuerpo llevaba unos pantalones de deporte que delineaban unos cuádriceps muy desarrollados, y también distinguió el contorno de una voluminosa rodillera.

«¿Ese es el hombre con quien voy a trabajar?», pensó. ¡Era imposible! Jared había dicho que era un crío y que era «bajito y corpulento». ¡Esa descripción no encajaba en absoluto con ese hombre!

Hallie se apartó para apoyarse en la pared. Decir que era su tipo sería quedarse muy corta. Siempre le habían gustado los hombres atléticos y musculosos.

—Esto es un problema —musitó.

Sus profesores, tanto de técnicas de masaje como de fisioterapia, le habían repetido una y mil veces la importancia de mantener siempre una actitud profesional. Un fisioterapeuta jamás podía involucrarse con un paciente. Ya le habían advertido de que algunos coquetearían con ella y le tirarían los tejos. Tanto en sus sesiones como masajista profesional como posteriormente en sus prácticas como fisioterapeuta había descubierto que era cierto. Pero en aquel entonces le había resultado fácil quitarse a esos hombres de encima con unas cuantas carcajadas. Siempre estaba tan concentrada en el trabajo que apenas reparaba en otra cosa. Además, no se había sentido particularmente atraída por ninguno de ellos.

Sin embargo, ese hombre, el tal Jamie Taggert, era distinto. Se percató de que le temblaban las manos y sintió que el sudor se le acumulaba encima del labio superior.

—¡Contrólate! —se dijo mientras se apartaba de la pared. Tomó unas cuantas bocanadas de aire para tranquilizarse y después atravesó el dormitorio para llegar a la escalera.

En la planta baja vio dos puertas antiguas muy bonitas. Una de ellas estaba cerrada con llave, pero la otra daba acceso al salón. La estancia tenía el techo muy bajo, con vigas de madera que delataban la antigüedad de la casa y que añadían mucho encanto al ambiente acogedor que la envolvía. En la pared del fondo había una chimenea enorme y, en la opuesta, unas ventanas preciosas. Tanto el sofá como los dos sillones parecían muy cómodos. Los habían trasladado al fondo de la estancia a fin de dejar espacio para una cama estrecha y una mesa.

Mientras contemplaba la cama, Hallie se preguntó cómo era posible que un hombre con unos hombros tan anchos pudiera dormir en ese colchón. ¿No le sobresaldrían los pies y los brazos por los extremos? La idea estuvo a punto de hacerla reír.

Siguiendo un impulso, se acercó a la mesa. Era antigua y estaba arañada por muchos años de uso. Vio un montón de novelas pulcramente colocadas en una pila, todas eran de crímenes misteriosos escritas por hombres, y una agenda bastante grande con tapas de cuero con un lápiz a juego.

Tras sentarse en la sillita de madera y echar un vistazo por la estancia para asegurarse de que se encontraba sola, abrió la agenda.

Lo que vio le arrancó un jadeo. En su interior descubrió unas enormes fotografías de Shelly. La primera del montón era la típica foto de tipo profesional donde solo se veía la cabeza. Shelly ya era guapa recién salida de la ducha, de manera que maquillada, con el pelo hacia un lado y una sonrisa seductora en sus labios perfectos, quitaba el hipo.

Debajo de esa foto inicial encontró una mezcla de fotos. Shelly conduciendo un descapotable, con el pelo al viento y la cara levantada hacia el sol. Parecía tomada en un estudio profesional de fotografía. En otra, Shelly llevaba una blusa roja de seda, abierta para dejar a la vista el sujetador negro, y parecía estar en un escenario. También vio una foto de su hermanastra acariciándose la mejilla con una pastilla de jabón. ¿Un anuncio, quizá?

La última era una foto de cuerpo entero de Shelly en biquini. Shelly con su casi metro ochenta y sin un gramo de grasa en el cuerpo, su pelo rubio recogido en una coleta alta y con el aspecto de la mujer norteamericana por excelencia. El sueño de cualquier hombre.

Hallie se apoyó en el respaldo de la silla, con la sensación de que acababan de desinflarla.

Con todo el tumulto de lo que se había convertido en un día larguísimo, no había caído en la cuenta del comentario de Jared sobre los mensajes de correo electrónico que Shelly había intercambiado con su posible paciente. Claro que su mente era una vorágine de pensamientos tras las noticias de que su hermanastra había falsificado su pasaporte para hacerse pasar por ella y había intentado robarle una casa.

Hallie cogió la fotografía del biquini. Nunca había podido entender cómo era posible que tanto Shelly como su madre llevaran una dieta consistente en hamburguesas grasientas, patatas fritas y refrescos edulcorados, y aun así no engordaran ni un gramo. Después de que aparecieran en su vida, Hallie dejó de comer la dieta sana de sus abuelos para alimentarse exclusivamente de comida basura, y comenzó a acumular kilos de más. Mientras estaba en el instituto, mantuvo los kilos a raya gracias a la práctica del fútbol, pero después de que su padre y su madrastra murieran, recayó sobre ella la responsabilidad de cuidar de Shelly. En aquel entonces, no tenía tiempo para cocinar. Su vida consistía en el trabajo y poco más. Llegar a casa bien entrada la noche y cenar hamburguesas y refrescos de cola le había supuesto engordar once kilos. A eso había que añadir el hecho de que solo medía un metro sesenta y dos y...

No quería pensar en las comparaciones físicas entre Shelly y ella. Llevaba sufriéndolas muchos años.

«¿Las dos son hijas tuyas?», le preguntaban a su padre. ¿La espigada Shelly y la bajita y rechoncha Hallie eran producto de los mismos padres? ¡Imposible!

En una ocasión, Ruby respondió la pregunta diciendo: «Pero Hallie es muy lista.»

Hallie sabía que Ruby lo hacía con buena intención, pero de todas formas le dolió. En su familia, ella era la lista, la que siempre tomaba las decisiones responsables y sensatas, mientras que Shelly era la guapa que siempre metía la pata y a la que siempre perdonaban.

«Hallie, tienes que ayudar a Shelly», era un comentario que había escuchado todos los días.

Hallie se puso de pie y guardó con cuidado las fotos dentro de la agenda. ¡Eso le pasaba por fisgar!

Arrimó la silla a la mesa y echó a andar hacia la cocina. El encanto que rezumaba la estancia la ayudó a aclararse las ideas. ¡Sus abuelos estarían felices en esa cocina decorada a la antigua usanza! Tenía un fregadero enorme y una cocina de gas inmensa, así como un gran frigorífico. En el centro, habían dispuesto una mesa cuadrada que parecía tan vieja como la casa, y que estaba situada frente a otra chimenea.

Dos de las puertas que encontró en la cocina estaban cerradas con llave, pero por la tercera se accedía a un porche cerrado con cristaleras, amueblado con sillones de mimbre blanco y cojines verdes. Descubrió un bastidor con una tela blanca de lino y lo cogió. El diseño eran dos pájaros y la mitad ya estaba bordado con precisión. Se preguntó si el difunto Henry Bell lo habría hecho.

El clic de una puerta, seguido de dos voces masculinas, la dejó petrificada. Una era la de Jared, y la otra era una voz ronca y viril que la dejó sin aliento.

¡Joder!, pensó. Ese hombre estaba esperando a Shelly y se iba a llevar una desilusión tremenda. Era para compadecerse de él.

—¿Hallie? —la llamó Jared—. ¿Estás ahí?

Hallie cuadró los hombros y los vio al entrar de nuevo en la cocina. Que el Señor se apiadara de ella, porque de cerca era todavía más guapo. Y lo peor era que parecía rodeado de una energía que la atraía como si se tratara de un poderoso imán. Parte de ella quiso acortar la distancia que los separaba de un salto para perderse en sus brazos grandes y fuertes.

Sin embargo, tras haber pasado tantos años ocultando sus sentimientos, logró mantenerse en su sitio con una expresión agradable pero neutra en la cara.

—Esta es... —dijo Jared, pero Jamie lo interrumpió.

—¿Tú eres Hallie? —preguntó Jamie con los ojos abiertos como platos—. Pero no eres... —Dejó la frase en el aire mientras la miraba de arriba abajo tal cual una mujer desearía que la mirara un hombre.

No fue una mirada lujuriosa que provocara en ella una sensación de vulnerabilidad o disgusto, sino que la hizo sentirse guapa y muy, muy deseable. Jamie se aferró al borde del fregadero, como si tuviera que apoyarse en algo para no caerse.

—Pensaba que era otra persona la que venía hoy, pero tú... tú eres... —Parecía incapaz de añadir algo más. Apoyó la espalda en un armario y las muletas se cayeron al suelo, si bien Jared las recogió.

Hallie enderezó los hombros. Ese tío no parecía tener problemas para sustituir una mujer por otra. Si no podía tener a la divina Shelly, se conformaría con esa.

Pero Hallie tenía muchos años de práctica aguantando chicos que se le acercaban para poder estar cerca de Shelly, y si algo tenía claro era que tenía que pararle los pies ya.

Dio un paso hacia él y cuando vio que su sonrisa se ensanchaba, frunció el ceño.

—A ver, señor Taggert, porque supongo que es usted el señor Taggert, no sé lo que piensa de mí, pero se equivoca. Está en mi casa para que pueda ayudarlo a recuperarse y nada más. ¿Me he expresado con claridad?

—Sí, señora —contestó él en voz baja, al tiempo que abría los ojos aún más.

Hallie avanzó otro paso más hacia él y lo señaló con un dedo.

—Si en algún momento tu comportamiento me resulta poco profesional, te echo de esta casa. ¿Entendido? —siguió, tuteándolo.

Jamie asintió con la cabeza y parpadeó.

—¡Es una relación profesional! —le recordó al tiempo que le golpeaba el pecho con el dedo extendido—. Si me tocas, te largas. ¿Queda claro?

Jamie le contestó que sí y ella sintió el roce de su aliento en la cara.

Olía a hombre.

De repente, Hallie retrocedió un paso y después rodeó la mesa, alejándose de ambos hombres. Se detuvo al llegar a la puerta trasera y miró a Jared, enfadada.

—Conque un crío bajito y corpulento, ¿no? —Salió y cerró la puerta con fuerza tras ella.

Jared fue el primero en hablar.

—Ahora sí que me has dejado en mal lugar. ¿En qué narices estabas pensando para mirarla de esa manera? —preguntó, alzando la voz—. ¡Esto no va a funcionar! Si supieras lo que acaba de sufrir esa chica... —Miró a Jamie echando chispas por los ojos—. Esa hermanastra suya, con mi ayuda, intentó robarle esta casa.

Jamie se acercó saltando a la pata coja hasta una silla y se sentó.

—Es guapa, ¿verdad?

—Si te refieres a la hermanastra, no, no me lo parece. Si te digo la verdad, no me gustó ni un pelo en cuanto la vi. Se parece demasiado a las mujeres con las que salía en el pasado.

—¿Quién es la hermanastra? —preguntó Jamie, con expresión asombrada.

—La rubia —contestó Jared como si Jamie fuera tonto de remate—. La foto del pasaporte, ¿no te acuerdas? La que dijo que era Hallie.

—Ah —exclamó Jamie—. Esa. Esta me gusta más. Tiene unos ojos muy bonitos y un cuerpazo, ¿a que sí?

Jared gimió.

—Que el Señor me libre de la juventud. Lo que quiero saber es si puedo quedarme tranquilo dejándote aquí con ella. Ha acabado metida en este lío por mi culpa y tengo la intención de cuidarla.

Jamie replicó sin que hubiera una pizca de buen humor en su cara:

—¿Me estás preguntando si soy capaz de arrebatarle lo que no esté dispuesta a darme?

Aunque Jared era más alto y mayor que Jamie, este tenía la musculatura de un toro. Jared no se acobardó.

—Sí, eso es exactamente lo que te estoy preguntando.

La expresión de Jamie se suavizó.

—Parece que seremos dos los encargados de cuidarla. Te pido perdón por mi comportamiento, y a ella se lo pediré luego. Es que no me esperaba que fuese... ella. Las rubias altas y delgadas no me atraen, pero esta sí.

Jared hizo una mueca.

—Me voy a casa con mi mujer. Será mejor que la próxima vez que hable con Hallie me diga que la estás tratando bien o llamaré a tu padre para que venga a recogerte con un camión para el ganado.

—Así habla un verdadero Montgomery —replicó Jamie con una mirada risueña—. ¿De verdad le dijiste que soy un crío?

—Para mí lo eres.

Jamie aún estaba riéndose.

—Vamos. Puedes irte. Está a salvo conmigo. Se ha defendido bien, ¿verdad?

Jared tenía la impresión de que, si se quedaba más rato, tendría que escuchar a ese muchacho hablar durante horas de lo que sentía, que no sería otra cosa que lujuria si no estaba muy equivocado.

—Volveré dentro de una hora y le preguntaré a Hallie si puedes quedarte aquí o no. Como me insinúe siquiera que le has tirado los tejos, te mudas a mi casa.

—Sí, señor —dijo Jamie con la mirada aún risueña.