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Bel Air, California
Años atrás, cuando los dos eran jóvenes, Barbra decidió que Charles era el único de entre todos los de su clase de la universidad que iba a llegar a algo en la vida. Eso fue antes de escoger su nombre occidental, antes de que aprendiera a depilarse las cejas y a alisarse el pelo, antes de desarraigarse totalmente de Taiwán e irse a los Estados Unidos.
Entonces eran todavía Wang Da Qian y Hu Yue Mu, solo dos chicos en un campus donde había dos mil. La mitad de los compañeros de clase de Charles habían nacido en China, hijos e hijas de comerciantes de té de Guangdong o de funcionarios del gobierno de Pekín. ¿Y la otra mitad? Hijos de gente que provenía de la China continental también, pero depositados de cabeza, con la cara arrugada, berreando y cubiertos de una película pegajosa de sangre y vísceras, en los brazos abiertos de comadronas taiwanesas que los arrullaron igual que a todos los demás.
Pero Barbra no. No había ni una pizca de China en su sangre. Su madre era descendiente de las gentes que poblaban las colinas de Taiwán y su familia se trasladó a la ciudad en un carro tirado por un buey cargado con los rábanos daikon que los ocupantes japoneses encurtían, rallaban o hervían para hacer casi todos los platos que comían. Conoció al padre de Barbra cuando él era un repartidor que se ocupaba de recoger los productos y los pollos recién desplumados para las cocinas de la Universidad Nacional de Taiwán. Él pasó de recorrer los mercados en una bicicleta destartalada a vigilar un enorme puchero de sopa que siempre estaba hirviendo y después a presidir las comidas de los estudiantes, que con el tiempo también fueron cambiando y pasaron de ollas de un oden3 prácticamente tóxico a nutritivas gachas de arroz cuando los japoneses fueron derrotados y tomó el poder el gobierno de la nueva República de China.
Barbra creció en esas cocinas, una niña demasiado inteligente con una cara demasiado redonda que maldecía entre dientes en el dialecto hokkien nativo de sus padres, pero que también aprendió a modular las suaves colinas y valles del mandarín con la misma facilidad con la que se hizo con el viejo coche Datsun de la universidad y con la que les sonreía a los chicos de los colegios mayores con la resolución justa para despertarles la curiosidad a pesar de su extraña naricilla. Podía criticar el marxismo y mofarse de las exaltadas canciones de amor de Teresa Teng, hacer la mayor parte del baile beatnik de Audrey Hepburn, montar en bici sin tocar el manillar y darle una calada a un cigarrillo sin acabar tosiendo; todo lo que era importante que supiera hacer una pobre pero ambiciosa chica de instituto en Taipei en 1973. Lo único que no logró hacer fue que Charles Wang se fijara en ella.
Barbra se pasó un verano trabajando como secretaria en una fábrica de conservas en Tamsui, donde su tío era supervisor, un verano durante el que consiguió mantener la piel pálida y bonita yendo a trabajar envuelta en una camisa holgada de algodón y con la cara protegida bajo una visera de paja. Ni una sola vez se atrevió a ir a la playa durante las despejadas y calurosas tardes, aunque había aprendido a nadar allí y sabía que la arena estaba siempre llena de gente joven. Se negó a tomar arroz para cenar, aunque la mujer de su tío insistía y le servía cucharada tras cucharada del esponjoso alimento. En vez de eso, se limitaba a tomar un huevo batido en una taza de agua hirviendo para desayunar y una lata de sardinas en conserva para comer y trabajó todo el verano para ganar suficiente dinero para encargar un qipao sin mangas que por fin le iba a quedar bien, porque había conseguido quedarse lo bastante delgada.
Cuando los alumnos de la universidad volvieron al campus ese otoño, ella entró en la biblioteca de Zhoushan Road con una melena perfecta con suaves ondas, orgullosa de sus piernas enfundadas en sus nuevos pantalones de campana (el qipao habría sido demasiado formal para el primer día de clase de otra persona) y con el corazón martilleándole en el pecho al pensar en volver a ver a Wang Da Qian. Pero no le vio. Ni a través de la ventana de la clase de Económicas a la que debería estar asistiendo como parte del curso en que estaba, ni en la cafetería, en la que el padre de ella les gritaba a sus ayudantes, que corrían para limpiar la sopa dulce de soja verde que alguien había tirado al suelo justo cuando ella entró. En ninguna parte.
Todo el mundo decía que se había ido a Estados Unidos a trabajar, no a estudiar. Eso hizo que Barbra le quisiera aún más, y conservó ese amor a pesar de que él nunca respondió a ninguna de sus cartas, llenas de palabras muy bien escogidas, que le enviaba a través de su madre, en las que le deseaba diez mil años de suerte, le alababa por su valentía y también le preguntaba si volvería para celebrar el nuevo año con sus amados padres. No recibió en respuesta ni una postal con el Golden Gate, nada.
No volvió a saber de él, a pesar de que estuvo saliendo durante semanas con uno de sus mejores amigos de antes, al que le preguntaba discretamente si tenía novedades del gege [hermano mayor] Wang, pero en vez de respuestas recibía largas disquisiciones sobre las posibilidades de la praxis en una sociedad democrática y un número infinito de reproducciones de la canción A Hard Day’s Night que escuchaba sentada en una manta marrón que se había quedado bastante tiesa tras haberla secado al sol.
Pero la última semana del semestre, por fin, el repelente novio de Barbra apareció una mañana con un sobre azul claro de correo aéreo con unos sellos americanos con el retrato de Einstein. La filatelia era popular en aquella época y varios de los chicos que estaban allí con Barbra intentaron hacerse con los sellos, pero su novio acalló sus discusiones, desdobló la carta y mostró la foto de una chica recortada de una revista. El pie de foto estaba en inglés, pero la chica era inconfundiblemente china. Le sonreía directamente a Barbra, con la cara mirando a la cámara, las manos junto al cuello de su blusa con un estampado de cachemir y las piernas extendidas en medio de un salto.
—Wang Da Qian dice que se va a casar con ella. Es «modelo». Vaya, miradla… ¡Yo también debería haberme ido a Estados Unidos!
—Creía que tenías mejor gusto —contestó Barbra, devolviéndole la foto con cara de desagrado.
—Cierto —dijo el pequeño ratón de biblioteca de Tuan, que después les sorprendió a todos convirtiéndose en el alcalde de Taichung, mientras se inclinaba para coger la foto—. Esos ojos rasgados alargados y esos labios tan finos… es el tipo de chica que les gusta a los laowai4.
—Tal vez Ming-Ming se haya convertido en extranjero ahora. Leche en el té y calcetines para dormir.
—Anda que no te gustaría a «ti» saber lo que se pone para dormir —intervino Xiao Jong, mirándola a la vez que subía y bajaba las cejas.
Jong siempre había sido demasiado idiota para aprovechar su inteligencia. Solo unos meses después de que todos esos chicos se licenciaran, le pillaron en una de las redadas que el Kuomingtang hacía en busca de líderes estudiantiles con posibles simpatías comunistas y ni esa mujercita suya tan dócil volvió a saber nada de él nunca más. Le estuvo bien empleado.
* * *
Barbra pulsó el interruptor de la luz que había en la puerta de su vestidor y entró. Dejó escapar un suspiro cuando sus pies descalzos con las uñas recién pintadas se hundieron en la alfombra de seda de color azul humo. Ese, justo ese, era su espacio favorito de la casa.
Que Charles hablara hasta aburrirse de la bodega oculta que había remodelado para guardar su whisky. Que sus amigos se maravillaran con el tríptico de fotos de Ai Weiwei destrozando una urna de la dinastía Han que había detrás de un jarrón de la dinastía Ming con bastante menos valor. Que fotografiaran las otras habitaciones de la casa para esa nueva revista de California cuyo editor condescendiente describía a Charles como «un hombre pequeñito pero cortés». Ese vestidor era el único rincón que a ella le importaba.
Tener ese santuario interior tan romántico en una casa llena de glamur reluciente le producía a Barbra la misma sensación (algo a medio camino entre la lujuria y el poder) que llevar un sofisticado salto de cama de seda roja bajo un vestido austero de uno de esos minimalistas japoneses que Charles tanto odiaba.
Se suponía que tendría que estar haciendo las maletas («¡Rápido!», había dicho Charles, apretándose las gruesas manos. «¡Rápido!»), pero eso era lo último que le apetecía. Barbra sacó el pequeño taburete tapizado, que siempre le había encantado por sus patas de bronce en forma de garra, y se sentó delante del espejo. Cerró los ojos, dejó que el fresco aire a 20 grados le aliviara el calor y después abrió los párpados y miró a los ojos del reflejo durante un largo rato.
Primero la frente.
Bien, todavía bien. Solo una fina arruga la cruzaba de lado a lado, lo justo para demostrar que no se había puesto bótox.
Los ojos. Siempre habían sido demasiado redondos, pero en ese momento no quería pensar en eso. Los párpados empezaban a verse algo flácidos, pero no tanto como para que la sombra de ojos desapareciera entre los pliegues. Unas cuantas arrugas en las comisuras y una línea curva bajo el ojo derecho, porque, aunque llevaba años intentándolo, Barbra simplemente no podía dormir si no permanecía apoyada sobre el costado derecho. Los pómulos todavía altos. La nariz, igual que siempre. Pequeña y respingona. Todas esas mujeres blancas de una generación atrás que fueron a operarse la nariz y acabaron teniendo una como la suya, esa nariz de la que tanto se había lamentado, le daban mucha risa. ¿Cómo podía ser que ellas la quisieran así? ¿Esa diminuta nariz rara?
Era innegable que los labios se le estaban afinando, y el pintalabios empezaba a filtrarse en las finas arrugas que salían de ellos por todos lados, como diminutos afluentes de la edad, absorbiendo su mejor imagen de juventud.
Y también estaban las arrugas profundas que le bajaban desde los dos lados de la nariz y saltaban un poquito antes de continuar hasta los extremos de la boca, tirando de toda la piel hacia abajo y dejándole una expresión de desaprobación muy parecida a la de un bulldog. «¿Qué le estáis haciendo a mi cara?», les dijo en un susurro.
Barbra se puso con cuidado los dedos en el nacimiento del pelo, rodeándose la frente, y tiró. Después colocó los pulgares a los lados de las mejillas y con mucha suavidad, despacio, se echó atrás la piel poco a poco y paró justo antes de que la nariz empezara a aplastársele. Justo ahí. Esa era la cara que debería estar mirando. Así estaba incluso mejor que cuando era joven; parecía una mujer por la que no pasaban los años.
—Ah, Bao! [¡Ah, tesoro!]. ¿Has terminado ya? —preguntó Charles desde la puerta del dormitorio.
Barbra apartó las manos y los años regresaron a toda velocidad: cinco, diez, quince, veinte, hasta que ahí estaba otra vez, una mujer mayor de cuarenta y seis años, casada con un hombre arruinado que era casi una década mayor que ella, sentada en medio de un mundo que ella había construido solo para ver cómo se derrumbaba de nuevo. Ver cómo emergían de nuevo las arrugas de su mandíbula y perder la imagen de su ser real, por el que no pasaban los años, fue casi peor que saber que iba a acabar el mundo que había ido montando poco a poco, con tanto cuidado. El interesado optimismo que la había llevado a emigrar a Estados Unidos y conquistar a Charles, con su imperio ya casi formado, en cuanto se enteró del accidente de helicóptero en el que se mató su primera mujer, era patrimonio exclusivo de chicas isleñas desesperadas sin ningún miedo ni conocimiento real del mundo.
Estúpido. ¿Cómo podía Charles haber sido tan estúpido? ¿Cómo podía un hombre que se había hecho tan rico gracias a su propio esfuerzo ser tan estúpido en asuntos financieros? Eso era algo que nunca había sospechado. Todo lo demás sí, pero eso no. Sabía desde hacía años que le era infiel, pero mientras ella no le traicionara contándole que lo sabía, no era algo por lo que tirar por la borda un hogar y un matrimonio. Sospechaba que sus fábricas no eran tan escrupulosamente seguras como él decía, pero eso no era algo que a ella le preocupara. Conocía sus prejuicios y sabía que probablemente eran peores de lo que él dejaba traslucir (sobre todo en lo que respecta a los nacidos en Taiwán, especialmente los padres de ella), pero eso era fácil de pasar por alto. El dinero hacía que todo fuera fácil de ignorar.
—Wang tai-tai, kuai yi dian la! Ni je me hai mei you kai shi shou yi fu? Mei shi jien le! [Señora Wang, ¡dese prisa! ¿Cómo es que aún no ha empezado a guardar la ropa? ¡No queda tiempo!] —le ordenó bajito Ama cuando apareció en el espejo, justo encima del hombro de Barbra, un manchurrón de pintalabios de color coral bajo su permanente de salón de belleza.
—Sí, lo sé —respondió Barbra, mirándola—. Estaré lista dentro de un momento.
Ama, que había sido el ama de cría de Charles cuando era un bebé, aseguraba que el perfecto mandarín de Barbra estaba contaminado por un graznido demasiado rural para que ella pudiera entenderlo, así que, en venganza, Barbra solo le hablaba a ella en inglés, un idioma que la anciana no entendía. Y eso funcionaba a la perfección para las dos, porque Ama de todas formas no quería oír las respuestas de Barbra a sus comentarios falsamente educados y sus órdenes.
—Ah bao… —repitió Charles en ese tono un poco decepcionado que llevaba usando desde que llegó a casa aquel día y le dijo lo que había pasado. Como si hubiera sido ella la que le hubiera fallado a él.
—No me hace falta que vosotros dos estéis por aquí diciéndome lo que tengo que hacer. Ya lo sé, lo sé, solo las cosas importantes.
—Ah bao, tenemos que salir pronto.
—Wo un er zai den wo men [Mi hija nos está esperando] —añadió Ama.
A Barbra le hervía la sangre. El último rato que iba a poder pasar en su vestidor y ellos se negaban a dejarla un momento en paz. Cogió una foto de Charles y ella en una cena que dio Hermès con ocasión de la última exposición de Saina en Nueva York, aquella de las mujeres refugiadas con pañuelos que le había traído tantos problemas después. Los dos se miraban, sonriendo, los ojos de Charles medio ocultos tras las enormes gafas Porsche Carrera que insistió en comprarse cuando empezó a desarrollar cataratas (qué injusto que en esos momentos todos los hombres asiáticos de mediana edad con gafas recordaran vagamente a Kim Jon-Il), los ojos de ella bien abiertos, todavía mirándole coqueta tras todos esos años. Bueno. Tal vez volvería a sentirse así en algún momento, pero dudaba que volviera a ocurrir metida en un coche viejo con Ama, Grace y el burro de Andrew.