25
Helios, Nueva York
Era raro que nada desastroso hubiera pasado cuando Saina y Grayson rompieron por primera vez.
Ella esperaba que la ensenada en la que estaba Los Ángeles se partiera como un iceberg gigante, y engendrara un montón de islas de estuco rosa con palmeras que se irían flotando por el Pacífico. Esperaba un incendio épico en la ciudad de Nueva York. Una deflagración por toda la ciudad que se tragara barrios enteros, dejando tras de sí un Manhattan carbonizado y roto. Un terremoto, un tsunami, otra inundación o un ataque terrorista; algo, cualquier cosa, que conmemorara su separación. Pero, en vez de eso, nada. Solo un invierno suave, una gloriosa primavera y menos asesinatos en los cinco barrios de la ciudad.
No era solo vanidad.
Todo el mundo piensa que sus rupturas deberían hacer que se parara el tiempo y que los pájaros se cayeran del cielo. Pero con las de Saina eso había pasado de verdad.
En primero de primaria toda su clase se reunió en el auditorio, con cohetes de papel maché en la mano, esperando que el profesor astronauta les narrara todo el viaje de la tierra al espacio exterior. Todos excepto Saina. Ella se pasó toda la mañana sentada en el suelo de la cabina del viejo proyector, con un par de shorts rosas y un polo blanco, escondiéndose de Adam García, porque él le había escrito una nota para decirle que le gustaba, pero cuando ella le dijo que él también le gustaba, Adam le confesó que la nota era una broma.
Estúpido Adam. Sí que le gustaba ella, Saina estaba segura. Pero por culpa de su negativa ruin, ella tuvo que curarse el corazón roto allí sola, sentada tanto rato sobre el frío linóleo que perdió toda sensación en el culo, mientras los demás veían cómo explotaba el Challenger en la pantalla grande un poco más abajo.
Tres meses después, Adam vio una esquina de su cuaderno donde ella había escrito SW × AG.
Le dijo que ella le parecía repugnante.
Ella lloró.
Después: Chernóbil.
Saina juró que no quería saber nada más de los hombres después de eso; evitó el potencial desastre nuclear del juego de la botella e ignoró la hambruna que se produciría seguro si confesaba que estaba enamorada del hermano mayor de su mejor amiga. Incluso cuando Jamie, el chico más guapo del primer curso del instituto, le envió una caja de dulces con una tarjeta el día de San Valentín, ella permaneció impertérrita, todavía convencida de que, si evitaba las rupturas y los desengaños, conseguiría mantener a raya los desastres globales.
Ese estado de abstinencia duró hasta los catorce años, cuando desarrolló un enorme y vergonzoso enamoramiento adolescente por su profesor de arte, el señor Severson. Tenía el pelo largo que le llegaba hasta los hombros, pero que llevaba recogido en una coleta, y en su armario aparentemente solo había camisas hawaianas vintage que a él le quedaban «muuy bien». Conducía una camioneta, bromeaba con ellos sobre lo de ser niños ricos y les enseñaba a escribir sus hombres con letras antiguas.
Cuando el señor Severson vio El manantial en su mochila, le tocó el hombro y le dijo que era su libro favorito. Ella se derritió allí mismo e imaginó todo un futuro con él.
La semana siguiente Saina colocó deliberadamente En la carretera sobre una pila de libros de texto donde pudiera verlo. Él la miró con una sonrisa que le arrugó las comisuras de los ojos y dijo que debían ser almas gemelas literarias. ¡Almas gemelas!
Aquella noche Saina se dedicó a preparar cuidadosamente una carta de amor, con el texto escrito a máquina e impreso y sus nombres en letras dibujadas por ella, como si fuera un cartel de teatro de Shakespeare. Se escondió de sus amigas a la hora de comer y navegó hacia la clase con un viento en popa producido por la adrenalina y la necesidad. El pasillo estaba vacío y la puerta abierta, como siempre. Temblando, con náuseas, pero de alguna forma convencida de que cuando él leyera su declaración de amor seguro que la correspondería, Saina entró, colocó la carta en el regazo del profesor y acercó una silla a su mesa para poder sentarse justo a su lado, con las piernas y las rodillas de los dos alineadas como si estuvieran haciendo origami con ellas. Él abrió la carta y tardó un minuto, que se le hizo eterno, en leerla. Después, sin apartar los ojos del papel, apoyó el dorso de la mano sobre su rodilla desnuda. Ella extendió la mano hacia su palma abierta, sin aliento, y apenas la rozó, temerosa de bajar el brazo lo bastante para que sus dedos se encontraran. Fue consciente de que arqueó la espalda de forma que sus pequeños pechos sobresalieron un poco y de que el corazón le latía con fuerza mientras miraba fijamente el espacio entre sus dos manos, que se reducía más y más. Estaba pasando. En un momento sus dedos se entrelazarían y se quedarían así para siempre, unidos, manteniendo la tierra intacta.
Pero justo cuando Saina empezaba a hacer desaparecer el espacio de posibilidades que había entre sus dos palmas, alguien entró en la clase y gritó:
—¡Jeff!
Era la señora Banarjee, la profesora de español, que dejó caer las dos tazas de café que traía en las manos y el mejunje lechoso salpicó todo el linóleo.
Y el señor Severson, «Jeff», apartó la rodilla de Saina y se levantó de un salto, dejando caer su cuidadosa carta al suelo, y gritó también:
—¡Maya!
La devastación de ver que se desembarazaba de ella tan fácilmente quedó solo suavizada por la visión de la erección que se notaba claramente bajo sus pantalones de lino, pero aun así Saina salió corriendo de la clase, llorando, pero después se sometió a una mayor vergüenza cuando volvió apresuradamente para recuperar la carta, interrumpiendo a los dos profesores en medio de un tenso enfrentamiento. Esa noche se quedó despierta durante horas pasando de la vergüenza (debían pensar que era una «niña» tonta) al triunfo (ella había conseguido que su cuerpo «hiciera» eso solo con escribirle una carta). Se estaba inclinando más hacia el triunfo cuando las paredes de la casa dieron un brinco y volvieron a su lugar sobre la tierra con un crujido y un rugido. Su triunfo alcanzó los 6,7 grados en la escala de Richter y provocó que se cayera todo un edificio de apartamentos en San Fernando Valley.
Tras eso, acosada por las hormonas, se limitó a tener una sucesión de escarceos divertidos, pero solo se enamoró dos veces antes de conocer a Grayson. Tras la primera ruptura, con un amigo de la universidad que se fue a montar un imperio de estrellas del porno pin-up: el 11 de septiembre. Tras la segunda, con un dulce y adorable canadiense que estudiaba la estructura de los copos de nieve: el huracán Katrina.
Saina sabía que era indecente. Se sentía culpable por haber establecido en su momento aquella primera conexión, por pensar que una insignificante ruptura sentimental personal podía tener algo que ver con el desastre del Challenger o Chernóbil. Pero solo vemos el mundo a través de nuestros ojos medio ciegos, colocados en nuestras cabezas medio tontas, apoyados por nuestros cerebros que están obsesionados con nosotros mismos, así que, desde esa posición estratégica, simplemente no tenía «sentido» que no se hubiera desmoronado nada después de que Grayson se fuera. Si Saina era completamente sincera consigo misma, gran parte de su motivación para irse al campo tenía que ver con el miedo que tenía al golpe terrorífico y desastroso que estaba segura de que seguiría a su peor primera ruptura con el hombre con el que creía que se iba a casar.
Pero en vez de eso, se fue a las Catskills y conoció a Leo.
Era el primer día cálido de la primavera. Había ido sin rumbo fijo a la ciudad, buscando ese tipo de evasión que solo se puede encontrar dando un paseo solitario en medio de una multitud. Pero no había multitudes en Helios. A las cuatro su única calle estaba casi desierta y las dependientas de las tiendas se entretenían barriendo las aceras y cotilleando junto a las puertas. Ninguno de los restaurantes de la calle abría hasta un par de horas después, pero vio uno cuya puerta oscilaba sobre una bisagra perezosa. Saina se arriesgó y entró, y cruzó de puntillas el vestíbulo forrado de madera. Todas las sillas estaban colocadas encima de las mesas y había una bayeta y un cubo abandonados en medio de un suelo de baldosas cerámicas. Las lámparas estaban apagadas, pero un rayo perezoso del sol de última hora de la tarde, lleno de polvo en suspensión, iluminaba a los dos hombres que había allí, uno a cada lado de la barra, haciendo que ambos parecieran sacados de un cuadro de Caravaggio.
Detrás de la barra uno con el pelo rubio ceniza y una barba pelirroja la miró e hizo un brindis en el aire con un vaso.
—Beber por la tarde. No hay nada igual. —Su voz resonó por la habitación vacía.
Saina sonrió.
—Beber por la mañana es incluso mejor.
Y entonces el otro tío, el que resultaría ser Leo, se apoyó en la barra y rio, separando sus labios rosas, mostrando todos y cada uno de sus bonitos dientes y dejando su garganta oscura al aire, vulnerable.
«Parece una sana diversión», pensó Saina.
Saina había elegido una casa a las afueras de Helios porque era un sitio pequeño (población: 1.214) y estaba aislado (a casi 5 kilómetros de la carretera comarcal 19) y porque pensaba que no iba a querer hablar con nadie nunca más.
Aunque eso no era del todo cierto.
Era más bien que en ese momento veía la siguiente fase de su vida como el artículo de una revista. Bueno, no el artículo entero, solo el sugerente encabezado:
«La artista Saina Wang, deprimida y avergonzada, cambió su loft en el barrio de Meatpacking de Nueva York por una granja destartalada en las Catskills, solo para experimentar un renacimiento personal y creativo.
»“Estoy emocionada”, afirma la impresionante chica de veintiocho años, sonriendo mientras sujeta una araucana; la gallina de la artista pone unos huevos de un azul que hace juego con las contraventanas del siglo XVIII del granero que ha convertido en su estudio. Wang nos habla de pollos y huevos y de pájaros y abejas (¡guiño!) y asegura que no ha creado aún su mejor obra».
Algunas partes eran ciertas. Tenía veintiocho años y había pintado las contraventanas del granero de un azul vibrante, pero nunca supo con seguridad si iba a juego con los huevos de esas gallinas porque resultó que los pollos, no importa su procedencia genética, se pueden morir congelados incluso aunque estén a una temperatura de 15 grados. También resultó que cortar leña era de una dureza imposible. En su primer intento el hacha se le escapó de las manos y salió volando, la segunda vez agarró el hacha como si la tuviera atornillada, pero el problema fue el tronco, que salió disparado desde encima del tocón. Convencida de que el tercer intento le costaría un dedo de un pie, Saina echó una lona por encima de la pila de leña y escondió el hacha en el escobero.
Pero no fueron solo los pollos enterrados y la pila de leña sin cortar. Fue el huerto, en el que no creció nada a pesar del estiércol que amontonó sobre la tierra; las plantas, que brotaron pero nunca florecieron; el vecino, que colocó su valla invadiendo su propiedad; y el rebaño de cabras de al lado, que se escapaban fácilmente de su corral y saqueaban su raquítico jardín. El campo se negaba a estar a la altura de su bucólica fantasía, justo como el resto de su vida. Dentro de la casa, donde el dinero podía arreglar los problemas con facilidad, las cosas eran casi perfectas, pero fuera, una naturaleza muy brutal ahogaba continuamente sus débiles esfuerzos de cultivo.
Cuando los interrumpió, Leo y su amigo Graham, el propietario-camarero-chef-carnicero ocasional, estaban preparando una nueva carta de cócteles para G Street, el bar-restaurante-ayuntamiento ocasional de Graham.
Había montoncitos de hierbas de la granja de Leo por todas partes, escapándose de bolsas de papel rasgadas con el logotipo de Fatboy Farms. Leo estaba machacando ramitas de romero en un mortero enorme. Graham tamizaba nuez moscada recién molida con azúcar moreno turbinado y pimienta blanca. Los olores que le llegaron eran como los de navidad y Acción de Gracias mezclados con el perfume químico del limpiador del suelo. Los hombres la invitaron a unirse («Necesitamos contrarrestar un poco tanta testosterona») y los tres se pasaron la siguiente hora infusionando siropes comunes sobre un quemador portátil e intentando fabricar cócteles con un intenso toque de hierbas.
—Quiero algo con «cuerpo». Amargo. Acre. Como un puñetazo en la tripa. Pero también meloso.
—La bebida de un «hombre» —dijo Saina.
—Coctelería: su nuevo traje a medida. —Al parecer, Leo a veces soltaba frases lapidarias.
Cuando el sol se escondió del todo, Leo se acercó un poco a Saina, balanceando un pie cerca de su taburete, y colocó los labios justo en el mismo punto del vaso de albahaca-pepino-cayena-ginebra-y-jengibre del que ella había bebido. Pronto estaban sentados y bebiendo en la penumbra, los dos solos. El restaurante estaba abierto oficialmente, pero no había entrado nadie. Graham estaba en la cocina, gritándole instrucciones con voz de borracho a su cocinero en prácticas-camarero-contable. Leo se acercó a ella con aire conspirador.
—Sorprendamos a Graham.
—¿Vaciándole la caja registradora?
—Tengo una idea mejor. —Se bajó del taburete y cogió la bayeta abandonada—. ¿Sabes hacer un doblez con tres esquinas?
Saina negó con la cabeza.
—Pero puedo improvisar.
Él le tiró un paquete de servilletas recién traídas de la lavandería. Ella rasgó el plástico y sacó las telas inmaculadamente blancas. Mientras doblaba, él fregó los azulejos hasta que brillaron, y después entre los dos colocaron las sillas en su sitio y cortaron grandes trozos de papel encerado, como de carnicería, para poner sobre las mesas a modo de manteles.
Leo cogió una servilleta e inspeccionó su forma de doblarla.
—Muy impresionante. Precisión y belleza.
Saina sintió calor en las mejillas. ¿Quién era ese tío? ¿Ese hombre negro con nombre judío, que cultivaba verduras verdes y vivía en las Catskills al que lo primero que se le ocurría cuando estaba borracho era hacerles favores a sus amigos? ¿Que blandía la bayeta con movimientos de ballet y llevaba una camiseta que le quedaba ajustada o suelta justo en los sitios correctos?
La puerta de la cocina se abrió y apareció Graham, con el gorro de cocinero en la cabeza y un calabacín enorme en la mano.
—¡Chicos! ¡Sois los ratones mágicos! ¡Cenicienta! ¡Ceni… ay! —Antes de llegar al segundo «cienta» se dio accidentalmente un golpe con el calabacín en la nariz, pero continuó—: ¿Dónde está «mi» príncipe?
Saina y Leo se sonrieron. Sonrieron y sonrieron y no dejaron de sonreír hasta que una pareja entró y pidió una mesa. Mientras Leo los acompañaba a una y les servía vasos de agua, ella se quedó donde estaba, contemplándole.
A veces, cuando estaba sola, Saina se mimaba como lo haría un amante. Se acariciaba el pequeño hueso redondo que le sobresalía por un lado de la muñeca, doblaba el brazo y metía la nariz entre los montículos gemelos de carne que se unían en el interior del codo, se acariciaba con un dedo la curva de la clavícula y se inclinaba hacia delante para que ese hueso formara un hueco poco profundo, lo justo para poder plantar ahí un suave beso. Así era como quería que la amaran. Pedacito por pedacito. Cada parte bruñida a base de caricias y adorada. Mordida, lamida, sorbida.
Su corazón, recientemente herido, estaba en pausa, pero al parecer el resto de su cuerpo seguía alerta, a punto de florecer gracias a la luz de cualquier nuevo sol.
Eso fue seis meses atrás. Suficiente tiempo para medio enamorarse, una vez. Para traicionar a alguien, una vez. Para ser traicionada, una vez. Y, quizás, para recuperar a alguien, una vez.