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Helios, Nueva York
El instituto Helios Central High era una estructura larga de dos plantas, construida con bloques de color ladrillo, que estaba al final de una carretera comarcal que rodeaba una colina antes de desembocar directamente en el aparcamiento de los alumnos.
—No me gusta este sitio —dijo Grace.
—¡Pero si ni siquiera has entrado todavía!
—Mira el cartel. Vamos, ¿en serio?
Era imposible que el cartel pasara desapercibido. Era lo más alto que había en kilómetros a la redonda: un grueso mástil azul coronado por un cartelón publicitario iluminado que podría encajar perfectamente en Broadway. Rodeado de bombillas que se veía que estaban encendidas aunque el sol estaba muy alto en el cielo, había un dibujo de un león enorme (que aparentemente se llamaba Gruñidor) sonriendo y apoyado en la primera hache del nombre del instituto.
Debajo de la mascota, con unas letras muy bien colocadas, se podía leer:
Helios vs. M’ntville a las 6 p.m.
Nueva vestimenta hoy.
—Te irá bien —aseguró Saina—. No llevas al aire una cantidad de piel no permitida.
—Me siento estéticamente ofendida por todo este sitio. Fútbol americano y animadoras y, yo que sé, monster trucks.
Saina rio.
—No será tan malo. Vas a ser la chica nueva y misteriosa. ¡Estoy segura de que el capitán del equipo de fútbol va a pensar que eres una monada!
—Puaj. Músculos. Cuellos gruesos. Qué asco. —Grace se hundió en el asiento—. Vamos, dejémoslo un día más, ¿vale? Solo un día. Mañana seré una alegre alumna, pero hoy no.
—Solo vamos a apuntarte. No tienes que ir hoy, las clases empezaron hace horas.
—No… es que ¡no! Saina, por favor. Mira, ¡soy una chica traumatizada! ¡Acabo de pasar una semana en un coche viejo con mi padre y mi madrastra! ¡Mi padre provocó un accidente de coche y ahora nos ha abandonado! ¡He dormido en una habitación con un techo raro! —Grace se apoyó contra la puerta del coche, con un brazo caído dramáticamente sobre la frente.
A Saina siempre le había gustado más su hermana en lo concreto que en lo abstracto. Grace en persona era graciosa y muy consciente de sí misma. Grace al teléfono era implacable y se preocupaba por las cosas más insignificantes; entre visita y visita a su casa, la única Grace que recordaba Saina era esta última.
Mirando por debajo del brazo que tenía sobre la cara, Grace lo intentó otra vez.
—Ya sé lo que podríamos hacer.
—¿Qué?
—Llevo una eternidad sin colgar nada en mi blog. Y tú tienes ropa muy mona. ¡Deja que te haga un estilismo! ¡Y después podemos hacer fotos!
—¿Pero en tu blog no hay solo fotos tuyas?
—Sí, pero puedes hacer una aparición estelar.
—Solo estás buscando una excusa para meterte en mi vestidor.
—Vale, es posible… —Grace pestañeó teatralmente—. Seguro que tienes un montón de cosas que ya no quieres. Cosas que te quedan pequeñas. Cosas que serían «perfectas» para alguien un «poquito» más joven.
Saina rio de nuevo.
—No deberías decir cosas como esa última frase si quieres que te funcione, pero está bien, vale. Aunque nada de fotos mías. Después del artículo que leíste no me conviene salir en un blog de moda, ni siquiera en el tuyo. Pero te haré fotos a ti.
—¿De verdad?
—Sí. —Encendió el motor e hizo un extravagante giro de 180 grados—. ¡Eres libre! Pero solo hasta mañana.
Grace solo necesitó un vistazo rápido a su vestidor para escoger un vestido vintage de Ossie Clark, un par de viejas botas de motero que todavía estaban manchadas de tierra y un sombrero de fieltro de color burdeos que convirtió instantáneamente en algo más atractivo colocándole un collar de petit point plateado y turquesa alrededor del ala. Saina se quedó impresionada con su hermana. Era el tipo de conjunto que una persona normal nunca habría combinado y llevado con comodidad, pero de alguna manera Grace había conseguido que una composición propia de una típica señora loca con bolsas acabara pareciendo una fantasía de los setenta: algo más sustancioso que una gemela Olsen y más accesible.
Colgándole la cámara al cuello a Saina, Grace abrió la marcha hasta la valla de madera caída del vecino y después se dirigió al corral de los caballos, donde una yegua vieja y dulce bebía de un abrevadero en el que flotaban briznas de heno a la vez que soltaba un potente chorro de orina. Grace esperó a que la yegua terminara y después la llevó al extremo oeste del corral, donde la colocó de forma que solo la nariz se colara en la foto, y ella se puso donde el sol del atardecer brillaría justo a través del hueco que dejaba su codo cuando estiraba la mano para coger el sombrero, un movimiento que repitió una y otra vez sin esfuerzo, consiguiendo cada vez que el gesto pareciera improvisado.
—¿Quieres hacer otras poses? —preguntó Saina.
—No, esto es lo que hago. Una imagen perfecta cada vez. Nadie necesita verme fingiendo parecer encantada con el mundo de veinte maneras diferentes. Además ya sé el pie de foto que le voy a poner.
—¿Qué?
—«Tengo raíces pero fluyo». Es de Virginia Woolf.
¿Era Grace una experta en moda? ¿Y por qué no podía ser eso en definitiva tan merecedor de reconocimiento como rellenar un lienzo con un pincel o un papel con un rotulador?
Hicieron su foto perfecta y después, como todavía se sentía indulgente, Saina dejó que Grace eligiera lo que ella se iba a poner para la cena. En cuanto entraron en el restaurante de Graham las tres (Saina, Grace y Barbra, todas las Wang sin el patriarca de la familia) vieron a Leo, que las estaba esperando en la barra. Saina sintió vergüenza por la falda diminuta que su hermana le había obligado a ponerse. Al notar sus dudas, Leo levantó una palma para que chocara los cinco, y cuando se tocaron, un breve choque de piel contra piel, él le acercó la otra mano y le dio un pellizco en el lóbulo de la oreja, evitando hábilmente su pendiente de oro, y después le envolvió la palma con los dedos y tiró de ella para acercarla y darle un beso. Sus labios estaban juguetones, felices de encontrarse.
Un divertido momento de unión que precedió a una noche aún más divertida. Leo estuvo cariñoso y curioso, un pilar masculino necesario; Barbra, irónica y observadora, de una forma que Saina nunca recordaba haber visto antes; a Grace se le iluminó la cara cuando Leo le prestó toda su atención mientras describía los horrores del instituto local; y Graham, que los colocó en un rincón del restaurante y mantuvo las velas encendidas y las copas llenas, no dejó de traerles manjares de la cocina que insistía en que eran errores de su chef incompetente y al final de la noche bailó con Grace por el comedor vacío al son de Cat Stevens.
Cuando por fin se fueron, en el cielo se veían todas las estrellas brillando incandescentes sobre ellas. Grace y Barbra caminaban la una apoyada en la otra, riéndose por algo.
Su hermana se volvió.
—A ver —dijo dulcemente—, ¿y vosotros cuándo os vais a casar?
—¡Grace! Vamos… ¡No nos avergüences!
—¿Y por qué os vais a avergonzar? ¡Quieres a Leo! ¡Nosotras queremos a Leo! —Se tambaleó un poco sobre los tacones. Vaya… alguien debería haber estado vigilando la copa de Gracie—. Leo. ¡Leo! Leo, déjame decirte que eres mucho mejor que el último novio de Saina. Estaba muy bueno, pero era bastante gilipollas. —Grace se cubrió la boca con la mano y miró a Barbra—. ¡Perdón! ¡Perdón! ¡Pero es verdad!
Saina se puso tensa. Siempre que salía el nombre de Grayson (e intentaba que eso ocurriera lo menos posible), se imaginaba a Leo recordándolos como los vio aquella mañana y volvía a sentir esa vergüenza poscoital que nunca había llegado a superar del todo.
Pero Leo sonrió mostrando sus hoyuelos y estaba a punto de decir algo, pero una Grace borracha se le adelantó.
—¡Además vais a tener unos bebés monísimos! ¡Los bebés mestizos son los más monos! —Miró de reojo a Barbra, aunque ella no había hecho ni un ruido—. ¡Es cierto! ¡Lo son! ¡Vamos, Leo! ¿No tienes curiosidad de ver cómo saldrían si os reproducís? —Se paró de repente y se miró los zapatos—. ¡Oh! Me los tengo que atar.
Todos se quedaron en silencio un instante y ese también fue un momento precioso. La noche era líquida y fresca, deliciosa y oscura, y las hojas se agitaban en los árboles. Y entonces Leo tiró suavemente de su codo para apartarla un poco de Barbra y de Grace, que siguieron hacia el coche. El silencio se alargó, pero Saina no lo notó hasta que cayó de repente en la cuenta de que debería aterrarla. Por fin Leo dijo:
—Creo que debería decirte algo. Tengo una hija.
El tiempo se detuvo. El espacio se hundió. Todas las estrellas se apagaron. Ahí. Ahí estaba la catástrofe que había estado esperando.
—Antes de que digas nada, lo sé. No está bien que no te lo haya dicho —continuó.
—Pero «¿por qué?» ¿Por qué no? ¡No me habría importado!
—¡No lo sé! ¡He sido un estúpido! ¡Me daba miedo! Lo primero de lo que me hablaste fue de cómo tu prometido había dejado preñada a esa chica y te había dejado… Justo después de oír eso no era el momento de contártelo. ¿Qué te iba a decir? Y después todo iba tan bien… Y no es que se pueda conocer a muchas chicas por aquí.
—¿Así que querías aferrarte a mí porque te preocupaba que no apareciera nadie más?
—¡No! No. Quería aferrarme a ti porque me «enamoré» de ti.
A Saina de repente le vino a la cabeza la imagen de los dos en la ducha. Y pensó en que le gustaba ponerse de rodillas y levantar la vista, parpadeando por la cascada de agua, con su polla metida en la boca. En que eso no iba a pasar nunca más.
—¿Y cuánto tiempo ibas a guardarlo en secreto?
—No encontraba el momento. Cuando volvimos te lo iba a decir, pero al principio… Iba todo tan bien que no quería estropearlo todo y después estábamos preocupados por tu discurso y luego iba a venir tu familia y estábamos estresados por eso. Has tenido muchas cosas que sobrellevar y no quería cargarte con otra más.
—¿Así que ahora soy una delicada flor que no puede con nada?
—¡No! No. Estaba intentando ser considerado. Ser un caballero. Vale, ya me oigo. Lo sé. Ahora todo parece una estupidez.
—¿La ves?
—¿A mi hija?
—¡Claro que a tu hija!
Una pausa larga.
—Ahora mismo no.
El recelo apareció en su interior. ¿Por qué no? ¿Qué había hecho Leo? ¿Iba a acabar todo eso siendo una de esas historias en las que un hombre perfecto se convierte en un impostor asesino?
—¿Desde cuándo?
Él suspiró profundamente, cansado.
—Desde hace unos meses.
—¿Por qué no?
—Su madre y yo nos peleamos por una estupidez.
—¿Qué?
—¿Cómo?
—La estupidez. Qué era.
—Nosotros… Empezamos a vernos otra vez y supongo que pensó… ya sabes, que como teníamos una hija y nos acostábamos juntos, íbamos a ser una familia feliz.
—¿Y entonces?
Estaba casi llorando.
—Te conocí. Ese día. En el restaurante de Graham.
—¿Y después dejó de permitirte ver a tu hija? Es una locura.
—¡Lo sé! «Ella» está loca.
—Odio que la gente diga que sus exnovias están locas. Es muy misógino.
—Saina, la vida es un desastre, ¿vale? No es… A algunos no nos encajan todas las piezas.
—¿Y por qué me dices eso? ¿Crees que no lo sé? Oye, estabas allí cuando leímos el artículo, ¿verdad?
—Sí, pero a ti te pasan cosas y se convierten en un «artículo» que sale en una «revista». Eso no le pasa a otra gente. A mí me pasan cosas malas y simplemente la vida es una mierda. Nadie escribe nada sobre eso.
—¿Crees que los artículos mejoran algo? No. No. Eso solo lo empeora todo. Es como vivir en un pueblo donde sabes que todo el mundo habla de ti, pero ese pueblo es toda la ciudad de Nueva York.
—Pero yo «sí» vivo en un pueblo. Y la única razón de que siga aquí es porque es donde ellas viven.
—¿Por qué no tienes fotos suyas? ¿Cómo se llama? ¿Cuántos años tiene?
—¡Tengo un millón de fotos suyas! —Sacó el teléfono y pasó unas cuantas fotos de Saina y él riéndose juntos en una barbacoa y encima de su tractor—. Se llama Kaya y tiene tres años. —Le mostró la pantalla rectangular.
—Oh. Es guapísima.
Al ver esas fotos de una niña regordeta que no podía ser de nadie más que de Leo, Saina se sintió incomprensiblemente triste. ¿Era eso lo que iba a pasar siempre a partir de ahora? ¿Que todos los hombres que iba a conocer tendrían alguna progenie secreta que demostraría que eran unos capullos? El futuro le pareció negro e inimaginable.
—No sé, Leo. No sé qué hacer.
—No hagas nada. Solo piénsalo, ¿vale?
—¿Has escondido las fotos que tenías de ella en tu casa por mí?
—¡No! ¡No tengo fotos de nadie en casa!
Era cierto. La casa de Leo era espartana y sin el más mínimo elemento decorativo, una reacción al caos que vivió en su infancia, decía. Su infancia. ¿Cómo un niño abandonado podía abandonar a su hija?
—Saina, no te enfades conmigo porque te parezca que eso es lo que tienes que hacer.
—¡No estoy enfadada por eso! Pero qué condescendiente…
—Mira, yo no me enfadé contigo cuando se suponía que debería…
—¿Quieres decir cuando nos pillaste? ¡Sí que te enfadaste! Intenté disculparme y no contestaste a mis mensajes.
—¡Grayson estaba viviendo en tu casa! ¿Cómo iba a ser comprensivo? ¿Qué esperabas? —Se quedó callado durante un largo minuto y después añadió en voz baja—: Y cuando le dijiste que se fuera, ¿qué hice yo? Te acepté de nuevo. Sin más.
Saina no sabía qué responder a eso. Era cierto, ¡pero no era justo! No podía considerar que era lo mismo.
Grace interrumpió su silencio.
—Chicos, lo siento mucho, sé que os estáis peleando y personalmente creo que es una tontería, pero es que…
—¡Grace! Estamos teniendo una conversación importante.
Grace no dijo nada más, solo le pasó a Saina el teléfono.
—¿Qué quieres enseñarme?
—Un email. De papá.
Saina miró la pantalla:
«No hay que preocuparse. Tengo que avisar que estoy en el hospital. Han pasado muchas cosas difíciles de explicar aquí. Estoy bien.»
Se volvió hacia Grace.
—¿Eso es todo? ¿No dice más? ¿Y qué se supone que vamos a hacer con eso?
—Saina, ¿qué ocurre? Me estás asustando —preguntó Leo.
Saina se cerró en banda. Cogió a Grace de la mano y la arrastró hacia el coche.
—No es nada.
—¡Está claro que es algo!
—Nada de lo que tú debas preocuparte.
—Saina, dímelo. ¿Tu padre está bien? ¿Qué está pasando?
Ella dejó de caminar y soltó la mano de Grace.
—Eso ya no es asunto tuyo, Leo. No puedo volver a hacer esto. No te odio, ¿vale? Solo creo que es mejor que dejemos de vernos.
—«¿Vernos?» No nos estamos «viendo», Saina. Estamos…
—Estamos nada. Tengo que irme.
Fue como si Leo cayera, alejándose de ella, como uno de esos peluches que se caían de la pinza de esas máquinas a las que solía jugar en los recreativos; tanta concentración, tantas posibilidades, pero, fuera cual fuera el precio, el premio nunca llegaba al conducto, se caía justo en el momento en que ella pensaba que lo tenía bien agarrado.