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I-85 en dirección norte

Estaba muy cansada. Y acalorada. A punto de derretirse, como se suele decir, pero esta vez era literalmente cierto. Cualquiera que dijera que el sol de California era implacable era porque nunca había recorrido muchos kilómetros a lo largo del desierto de Texas, un desierto en el que no había nada más que enormes cactus a ambos lados de la carretera, ni un trocito de sombra, ni un aspersor juguetón. Todo lo que había era arena, solo arena a solo unos pocos grados de fundirse y convertirse en cristal. Y acababan de salir del desierto, asombrados de haberlo conseguido intactos, cuando se encontraron inmersos en la brutal humedad del sur de Estados Unidos.

Ya nadie se molestaba siquiera en fingir que le tenía cariño.

Andrew se había ido, su asiento se había quedado vacío. ¿Adónde había ido? ¿Por qué no volvía? ¿Por qué se habían ido sin él? Nadie hablaba de ello; solo le bombearon gasolina en las tripas y siguieron hacia el este, así que ella no tuvo más remedio que dejarle atrás. Ya solo quedaba Grace en el asiento de atrás, frotando sus pies descalzos y sucios contra la alfombrilla como una golfilla callejera.

Podía sentir el óxido creciendo tras los huecos de las ruedas, invisible por ahora, pero si nadie le prestaba la debida atención, ese marrón corrosivo se extendería por sus bajos y no habría forma de detenerlo. Esas eran las cosas que habían llevado a la destrucción a vehículos menos excelsos. El lento y constante deterioro de un cuerpo. A menos que esté hecho de plástico: eso nunca se marchitaba, solo se agrietaba, barato, y se iba cayendo.

Y esa Barbra seguía sin hablar. Esa Barbra parecía diferente ese día. Había movido su asiento hacia delante, dándole a Grace unos centímetros de precioso espacio extra. El pañuelo seguía encajado en el marco de la ventanilla, pero lo había dejado ondear y la suave tela rozaba el cristal caliente. Y lo más raro era que la mujer se inclinaba un poco hacia Charles, tan poco que apenas se notaba. Grace no levantaba la vista. ¿Qué pretendía Grace? Esa Barbra se inclinaba, y Charles, siempre encantado de recibir adoración, acercaba su cuerpo al de Barbra, un cachorro agradecido, con la lengua fuera en la brisa perfumada. ¡Hombres! ¡Siempre tan básicos! Quítales una cosa y se convertirá inmediatamente en algo deseable.

Esa Barbra estiró un brazo delgadísimo como la pata de una araña hacia el otro lado y envolvió los hombros de Charles, metiendo la mano entre su cuello y el reposacabezas hasta que los bordes afilados de los malditos anillos de diamantes que llevaba se clavaron en el mullido asiento. Y entonces, sin previo aviso, la mano empezó a ondular, masajear, apretar y presionar el cuello de Charles y él echó la cabeza hacia delante y cerró un poco los ojos. Era repugnante. Una obscenidad. La carne y la sangre serían diferentes del metal y el cristal, pero eso era una demostración tan ordinaria como una palanca de cambios cubierta de oro de 24 quilates.

Ella se estremeció. Viró bruscamente.

Y un segundo demasiado tarde recordó a Grace en el asiento de atrás e intentó enderezarse. No hubo tiempo. Los anillos seguían clavándose en sus partes blandas y la carretera desapareció de debajo de ella.

Una cinta, suelta, quedándose sin carrete.

Sintió que los pernos se apretaban en sus agujeros y después: Bum. Crash. Fin.

Los Wang contra el mundo
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