48

Gaofu, China

—Gim. Na. Sia —dijo Bing Bing cuando volvió al coche—. Como en las O. Lim. Pia. Das.

Llevaban diez minutos parados en una carretera cortada cuando ella por fin decidió salir a investigar.

—Hay. Una exhibición. Que están. Haciendo. Ahora. Habrá que. Esperar. Mucho rato. Para. Poder. Pasar.

Les pasó una bolsa arrugada de gominolas de melón verde y todos cogieron un dulce palito verde pálido aunque se dirigían a no sé qué cena.

Unos años después de salir de la universidad, Saina fue a visitar a una amiga que enseñaba inglés en una pequeña prefectura del norte de Japón. Su llegada desencadenó una avalancha de invitaciones para cenas y reuniones oficiales, incluso la invitaron a una boda. Ya otros amigos le habían hablado de sus visitas a sus lugares de origen, durante las que siempre tenían que acudir obligatoriamente a muchos actos, porque se esperaba que los inmigrantes fueran a todos los sitios a los que les invitaban. Y ahora allí estaban ellos, de camino a una especie de cena familiar con una familia que no conocían.

Andrew apoyó la cabeza en la ventanilla. Siempre había sido vagamente consciente de que tenía parientes en China, pero no sabía sus edades y le resultaba imposible recordar sus nombres. Si hubiera sabido que los iba a conocer, habría puesto más cuidado a la hora de hacer la maleta.

Después de que el impostor y su hijo se fueran, los tres se pasaron el resto de la tarde durmiendo por turnos en la cama que se había quedado vacía, mientras las enfermeras entraban y salían con pastillas que iban acompañadas de todo tipo de órdenes. En cuanto se despertaban, se veían inmediatamente atrapados en un juego de Corazones interminable que su padre, a pesar de estar algo aturdido, iba ganando.

Aunque había provocado una pelea, no era un puñetazo lo que había llevado a su padre al hospital. Insistía en que el otro hombre no había llegado a tocarle apenas. Juraba que estaba aún de pie cuando el compañero de trabajo del impostor llamó a la ambulancia, pero que después acabó dentro de la ambulancia, aunque no sabía cómo; cuando recuperó la consciencia estaba en una camilla al lado de su enemigo acérrimo. Resultó que había tenido un derrame. Cuando Saina habló con los médicos le dijeron que había estado teniendo pequeños derrames durante meses y que necesitaba descansar antes de que pudieran trasladarle de vuelta a Estados Unidos.

Intentaron enfadarse porque nunca les había dicho que tenía un problema de salud, pero él ignoró sus regañinas, así que al final se dedicaron a descansar, a tener largas conversaciones elípticas sin principio ni fin y a ver el sol aparecer y desaparecer tras la escuela primaria que había al lado, todavía desierta por las vacaciones estivales. Andrew pensó que estaba a punto de llegar el momento en que tendría que decirle a su familia lo que había pasado con Dorrie, pero nadie le preguntó. Solo repartían una mano tras otra, hablaban de cabezas nucleares perdidas, y la hoja donde anotaban las puntuaciones se fue llenando mientras debatían quién había descubierto en realidad el Nuevo Mundo: todo el mundo sabía que Colón no fue el primero en llegar, pero tal vez Leif Eriksson tampoco lo fue. Pudo ser un monje irlandés que se llamaba San Brandán y también hacía poco había aparecido un mapa chino que se creía que Colón había utilizado en su navegación. Ese mapa demostraría que los chinos fueron en realidad los primeros en explorar todos los rincones del mundo, o podría ser la prueba de que entendieron todo el mundo mal y eso provocó que el idiota de Colón acabara en un destino completamente diferente al que se esperaba.

Charles hablaba de las tierras. De lo extensas y lo verdes que eran. Intentó explicar cómo se había sentido allí antes de saber toda la historia, cuando, durante un breve y glorioso momento, las tierras le pertenecieron de nuevo. Les mostró las antiguas escrituras de las tierras y el mapa, y señaló los sitios donde el abuelo había puesto su sello. Después le pidió a Grace que le trajera su chaqueta del armario, sacó el sello de jade y les enseñó que la talla de la base coincidía con el sello de las escrituras. Ni Saina, ni Andrew, ni Grace, ninguno de ellos, había visto nunca antes ese sello, esa reliquia de otra vida, pero no lo olvidarían nunca. Era un bloque de jade tallado del tamaño de un molinillo de pimienta: en la parte superior había una casa en una montaña con laderas de suave pendiente y al lado un pico de forma irregular, y en la base estaba tallado el carácter de su apellido:

Andrew se había hecho con la reina de picas en la primera ronda y había decidido ir a por todas cuando se vio, sin saber muy bien cómo, contándole a su familia un viaje a Commerce Casino con su padre, que no recordaba muy bien esa excursión aunque la hicieron solo un año atrás. Según iba acumulando cartas de corazones y pensando en sacar ya la jota de rombos, les habló a sus hermanas de la enorme sala llena de asiáticos de todo tipo (chinos, vietnamitas, filipinos, coreanos, camboyanos) reunidos alrededor de las mesas de pai gow y las de póquer y devorando comidas empapadas en Sriracha ante las ruletas mientras jugaban sus manos. Ese día Andrew perdió todas las partidas, pero su padre ganó repetidamente, haciéndose al final con una pila de fichas que cambiaron por un grueso fajo de billetes. En algún momento Andrew se dio cuenta de que incluso él había dejado de prestar atención a lo que estaba contando y todos se quedaron callados, con las cartas en la mano, escuchando el corazón de su padre que se trasmitía en forma de señal rítmica por ese cable que parecía una cuerda de saltar: pi, pum-pi, pi, pum-pi, pi.

Y de repente era casi de noche y su padre les soltó, de la nada, que era hora de que se fueran porque tenían que asistir en su nombre a una gran cena.

—Escuchad, no os preocupéis por la comida, pero no comáis ninguna seta seca, ¿vale? Las cosas de las fábricas chinas no son buenas. Tienen muchos químicos. ¡Comed solo lo fresco!

Así que allí estaban, todavía con la ropa mugrienta del viaje, de camino a una cena con unos parientes que no conocían. Grace sacó la cabeza por la ventanilla y la giró. En una plaza, ante un fondo de color arcilla, vio por encima de la multitud a dos chicas jóvenes con coletas. Estaban en equilibrio sobre una barra de madera, apoyada sobre dos potros, haciendo ejercicios de gimnasia al ritmo de una música enlatada que salía de unos altavoces que había a ambos lados de la plaza. Al unísono saltaron de las barras al suelo y corrieron a su puesto, con las manos en las caderas, mientras un ejército de niños más pequeños las envolvía y todos se movían juntos en formación.

En medio del alboroto de esa tierra desconocida y con su padre en la cama de un hospital, Grace se sintió de nuevo abierta en canal e hipersensible, igual que justo después del accidente. Quería poder volver a tener esa sensación sin que tuviera que ocurrir nada horrible. Quería ser un globo ocular transparente como el del poema de Emerson, brillante, llena y receptiva a todo.

* * *

Gan bei! Da jia gan bei! [¡Salud! ¡Brindemos!]

Un hombre con unas cejas parecidas a las de Sam el Águila le acercó a Andrew una pequeña taza de porcelana llena de algún licor, le obligó a bebérselo y después le dio unas palmadas en la espalda cuando se puso a toser. Ya había tenido que tragar un número infinito de chupitos desde que entraron en ese restaurante lleno de gente y después en ese salón de banquetes privado y refrigerado con un aire acondicionado muy agresivo. «Seguramente así era ser famoso», pensó Andrew, mientras la habitación le daba vueltas.

—Creo que tengo que ir al baño —le susurró a Grace.

—Voy contigo —respondió ella también en un susurro.

Saina estaba sentada en la otra punta de la sala, en otra mesa llena de hombres con las caras enrojecidas que iban vestidos con traje. A Grace le parecía que a Saina y a Andrew les habían dado lugares de honor y a ella simplemente la habían colocado al lado de su hermano, un accesorio innecesario.

—No me voy a quedar aquí sola —añadió con ganas de llorar—. Me harán comer cosas.

—¿Tienes que hacer pis de verdad?

—No.

—Entonces espérame aquí. Así me puedes contar las cosas raras que pasen mientras yo no estoy.

Cuando Andrew se levantó, un joven rollizo más o menos de su edad se levantó inmediatamente también y le siguió afuera. En silencio le señaló el final de un pasillo, donde estaban los baños. Cuando Andrew salió del baño, se lo encontró esperando con una toalla caliente que le puso en las manos. Se produjo un momento extraño cuando Andrew se quedó allí sin saber qué hacer con la toalla usada, pero por suerte un camarero pasó por allí justo en ese momento, se la quitó de las manos y la tiró en una bandeja llena de platos sucios.

—Eso ha sido muy raro —dijo Grace cuando Andrew volvió a sentarse—. Es como si tuvieras sirviente. ¿No se suponía que eran todos comunistas?

—El tío me ha esperado fuera del baño mientras meaba. Eso sí que ha sido raro. Espera, ¿los comunistas no tienen sirvientes? Alguien haría de chófer de Mao para llevarle a los sitios, ¿no?

—Tú eres el que va a la universidad. Deberías saberlo.

—Oh, sí, claro. Y he llevado alguna vez una camiseta del Che, pero eso no significa que sepa nada del comunismo de verdad.

Alguien le dio unos golpecitos a una copa y un hombre de la mesa que había al lado de la suya se levantó mientras entraban los camareros con otro plato.

Andrew se acercó para decirle a Grace al oído:

—Apostemos. ¿Crees que va a hablar de lo buenos trabajadores que son los granjeros o los pescadores o lo que sea, o que va a tirar por lo de que es un pionero en el mercado de las materias primas, tan poco explotado?

—Ninguna de las dos. Creo que va a ser más del tipo: «Me siento muy halagado de que estéis todos aquí, saboreando los humildes alimentos de mi región» —aventuró Grace.

¿Podría encontrar algo hermoso en esos hombres que parecían tan obsesionados con las cosas que cultivaban o mataban? Debería intentarlo.

—No sé, ese tío no parece muy humilde.

Al final Andrew y Grace habían conseguido entender que eso no era una reunión familiar; al parecer se trataba de un banquete para los responsables locales de agricultura, cuyo anfitrión era un pariente lejano suyo que se había enterado de la llegada de su padre y había insistido en que fueran sus hijos a la cena en su nombre. Al menos eso significaba que su familia china no estaba compuesta íntegramente por hombres de mediana edad con trajes de grandes hombreras y lo que su padre había dicho cuando salieron del hospital tenía cierto sentido: «Vais a ocupar el lugar de papá, ¡seréis los patriarcas de los Wang!».

Al otro lado de la sala, Grace rio cuando Andrew le susurró algo. A Saina le parecía que los dos habían dejado de comer más o menos cuando llegó el séptimo plato, que resultó estar lleno de testículos de pollo guisados. Sus platos estaban llenos de restos de todos los manjares posteriores, que sus compañeros de mesa insistían en seguir sirviéndoles; los camareros, que entraban con montañas de vajilla limpia entre plato y plato, ignoraban esos excedentes, cogían el plato anterior y lo depositaban en una bandeja. Para cuando la cena llegó más o menos a la mitad, el trozo de mantel que le correspondía a Saina estaba manchado con los restos de una docena de platos que ella había comido obedientemente, pero el que tenía delante estaba de nuevo inmaculado.

Los constantes brindis y palmadas en la espalda que se iban sucediendo por toda la sala hacían que a Saina le resultara muy difícil concentrarse en el hombre que tenía al lado, que estaba alardeando de su hija, que era una pianista brillante que quería ir a Juilliard… Tal vez Saina, que él había oído que era una artista de cierto renombre, podría hacer las presentaciones oportunas. Tenía que ir a su casa y oír tocar a su hija. Y cuando fuera tal vez podría hacerle un cuadro que podría colgar en sus oficinas, ja, ja, ja. ¡Podía pintar todas las cosas hermosas que producía esa tierra! Y tal vez conocía a gente en Estados Unidos, porque seguro que ella, una mujer respetada y con tanto éxito, tenía que conocer a mucha gente en Estados Unidos… Tal vez conocía a alguien en Estados Unidos que quisiera abrir allí un nuevo mercado para los erizos de mar y las tortugas pequeñas, una verdadera delicia, ¡ojalá allí lo supieran! ¿O tenía Saina algo que él pudiera vender? Había oído que las propiedades inmobiliarias en Estados Unidos estaban muy baratas… Tal vez ella conocía a un agente inmobiliario con buena reputación, alguien que no intentara engañarle (un judío no, ja, ja, ja, o tal vez un judío sería lo mejor, ja, ja, ja) que le dirigiera hacia una propiedad que fuera una buena inversión, porque conocía a alguien que había triplicado su dinero con un apartamento en una multipropiedad en Las Vegas ¡en solo nueve meses!

Esos hombres querían consumirlo todo. Para cuando llegaron al plato número catorce, la sopa de tortuga, a Saina no le habría sorprendido lo más mínimo que la hubieran cogido a ella y, tras condimentarla con un poco de pimienta blanca, se la hubieran zampado también. Esos hombres no se servían las cosas educadamente de los platos que tenían delante; cogían los platos y se echaban el contenido directamente en la boca. Y parecía que nunca se la llenaban suficiente. Engullían de igual forma las conversaciones, altas y enérgicas, enfadándose en un abrir y cerrar de ojos o echándose a reír con una facilidad pasmosa. Querían cavar en la tierra y sacar las raíces, peinar los mares y extraer cualquier cosa comestible, buscar en los bosques y los campos y arrancar a las criaturas de sus madrigueras y hacer caer a los pájaros de donde estuvieran posados para poder desplumarlos, despellejarlos, marinarlos, hacerlos daditos, atarlos, cocerlos, ponerlos a la parrilla, asarlos y freírlos para después servirlos en banquetes diseñados para demostrar la abundancia de la tierra y su dominio sobre ella.

Brr-brr. Brr-brr. Brr-brr. Hicieron falta varios tonos para que Saina se diera cuenta de que ese extraño ruido que interrumpía el ajetreo de la cordialidad comunista era su teléfono, que había adquirido un acento extranjero. El corazón le dio un vuelco en el pecho, lo sacó y, sin pensar, pulsó el botón verde.

—Un momento —dijo por el teléfono y recorrió a paso ligero el perímetro de la sala, agradecida de que ya se hubieran hecho los suficientes brindis para que sus anfitriones estuvieran más centrados los unos en los otros que en los Wang.

Esquivó a un camarero que llevaba otra botella de gao liang [licor de sorgo], salió por la puerta y se apoyó contra una pared empapelada con un muaré rosa.

—Hola.

Al otro lado, Leo no dijo nada.

—¿Hola?

—¡Saina, Saina! No me puedo creer que me lo hayas cogido. Había preparado un mensaje para dejarte, pero no pensé que me lo fueras a coger.

—Bueno, pues ahora será mejor que digas algo.

—Hola.

—Hola.

—Dime primero cómo está tu padre, ¿está bien? ¿Os ha dicho qué es lo que está pasando?

—Sí… pero es un poco largo de explicar. Parece un poco hecho polvo, pero físicamente está bien, al menos. O lo estará.

—Oh, qué alivio. Me alegro. Me alegro mucho. Saina…

—¿Sí?

—Quiero arreglar las cosas contigo.

—Yo… ¿Cómo?

Leo estuvo en silencio durante un largo minuto.

—¿Sabes? Aquel día que nos conocimos, en el restaurante de Graham, al principio pensé que no eras más que una chica guapa.

Ella rio.

—Es una forma un poco extraña de pedirle disculpas a alguien.

—Vale, pero escucha… Después pasamos toda la tarde allí y tú… simplemente empezaste a resultarme «conocida». Muchas veces conoces a personas que no son más que dibujos animados. Pueden ser entretenidas o atractivas, hasta brillantes, pero no parecen del todo «humanas». No sé explicarlo de otra manera. Pero contigo desde el principio pareció que te conocía. Como si fueras de casa.

Unos camareros con chalecos de colores pasaron a toda velocidad con bandejas en equilibrio cubiertas de platos blancos. Una langosta, con la cáscara abierta y la carne troceada y salteada y después recolocada para que luciera dos pinzas escarlatas en el aire; un montículo, que era algún ave de corral, cubierto de rodajas de zanahoria talladas como si fueran plumas; un desfile de bestias que nunca soñó consumir. Y toda esa colección de animales ya flotaba, no muy cómodamente, en su estómago.

«¿Me aceptas como soy, colgada de otro hombre?».

Sintió que una zona suave y húmeda de su corazón empezaba a abrirse.

—Oh, Leo. Lo sé.

—Como si los dos fuéramos personas que intentan averiguar cómo «encajar» de verdad en el mundo.

—Sí. Sí. Eso somos. Somos personas así.

—Somos el mismo tipo de animal.

Se quedaron callados un momento y entonces Leo preguntó:

—¿Vas a volver a Helios?

—Bueno, vivo allí ahora.

—¿Y si… bueno… y si vivimos juntos?

—Oh. ¿Qué? No. No sé si eso es una buena idea.

¿Es que Leo se había vuelto loco?

—Mira, sé que lo que hice ha sido una verdadera traición y de verdad que lo siento mucho. Y yo, Saina… No solo te tengo que pedir perdón a ti, se lo tengo que pedir a Kaya también, ¿sabes? Se merece mucho más. He hecho muy mal al no ponerla por delante de todo. Mira, todavía soy un alma principiante. Hago muchas cosas mal, pero quiero aprender a hacerlas bien. Contigo.

Saina cerró los ojos y golpeó la pared con la cabeza. Oía chisporroteos y golpes en la cocina, los gritos de los cocineros mientras trabajaban para sacar adelante el servicio de la cena, y allí olía a ajo y a aceite mezclados.

Un calor se trasmitió desde su mano a la parte de atrás del teléfono, probablemente irradiando desde sus huesos.

Sintió la desesperación en la voz de Leo y eso la asustó.

—Leo, siento que debería romper contigo, pero no quiero.

¿Y qué pasaría si lo hiciera? Peor que Chernóbil, peor que el 11 de septiembre, peor que el Katrina; no había hecho más que pelearse con Leo y los Wang habían perdido toda la nación China.

—¡Pues no lo hagas! Nena, es un locura. No. Vuelve y te demostraré que lo digo en serio, ¿vale? Puedo… oh, quiero. Te lo demostraré.

Se quedaron callados otra vez.

—¿Es que… te ha ofendido que te diga que vivamos juntos en vez de pedirte que te cases conmigo?

—¡No! No. No, no, no. No es eso lo que quiero ahora. Todo es una locura con mi familia, tengo que intentar averiguar si sigo teniendo una carrera… no sé si quiero ser eso para alguien. Pero no quiero tener el tipo de relación insana en la que tú no ves a tu hija por mí.

—¡Saina! ¿Es eso lo que crees?

—Eso es lo que temo.

—No. No puedo insistirte suficiente en eso. Es increíble todo lo que sería capaz de hacer por ti, teniendo en cuenta el poco tiempo que hace que nos conocemos, pero tú no eres la razón por la que no la veo. No lo aceptaría, nunca. Tú eres la razón únicamente de que no te haya hablado a ti de ella, pero no la veo porque Leah es una persona muy difícil.

—¿Leah y Leo?

—Ya…

—Es que no entiendo por qué no me lo dijiste.

—Sinceramente, Saina, yo tampoco. No he pensado en otra cosa, pero no tengo ninguna respuesta. Miedo, probablemente. No quería perderos a ninguna de las dos. Y sigo sin quererlo.

—No sabía que fuera una persona horrible que se negaría a salir con un hombre que tiene un hijo.

—No todas las mujeres quieren ser madrastras. Pero no es solo eso. Vale… Dios, es que me da vergüenza solo decirlo.

—¿Qué?

—Creo que parte de mí no quiere ser ese tío, ¿sabes?

—¿Qué tío?

—Saina…

—¿Qué?

—Ya sabes, ese tío… El tío negro que no les presta atención a sus hijos. Con una amante mamá en cada puerto.

—¿En serio? ¿Por qué piensas eso? ¡Eres granjero ecológico!

—Bueno, no es solo eso. Creo que también tenía miedo, y para ser sincero, todavía lo tengo, miedo a…

—¿A qué?

—Que me convencieras para ir al juzgado y conseguir derecho de visitas o algo y que por eso la perdiera para siempre. La familia de Leah está en Quebec. Si lo fastidio todo, podría llevarse a Kaya allí y esconderse de mí.

—¡Podrías haberme explicado eso!

—Lo sé.

—Leo, eres muy bueno, muy generoso y muy cariñoso, pero creo que a veces no quieres que nadie sea esas cosas también.

Esperó. Le oyó respirar y pensar. Se obligó a no hablar durante el largo silencio que siguió, pero al final cedió.

—Oye, ¿entonces fue tu hija la razón por la que te cerraste en banda cuando estábamos en el coche, antes de lo de la graduación en Bard?

—¿Te diste cuenta? Ah, claro. Sí. No me pareció el mejor momento para sacar el tema.

—Pero querías.

—Sí.

—Pensaba que habías alucinado porque me había puesto a hablar de bebés.

—Oh, no, no. No era eso. Ni siquiera estaba pensando en eso.

—¿Sabes en qué estaba pensando yo?

—¿En qué?

—En que habías perdido la foto de tu madre biológica. Que no sabías cómo era tu familia. Y que si tenías un bebé, tal vez lo sabrías.

—Oh, Saina. Eso es lo que te estoy diciendo. Vuelve a casa, ¿vale?

—¿Casa es Helios?

—No. Casa soy yo.

—Leo…

—Yo. Y tú.

—Está bien.

—¿Sí?

—Sí.

Después de colgar, Saina se quedó un momento en ese pasillo con los ojos cerrados. Era reconfortante estar en medio de todo ese barullo sintiéndose invisible, algo que nunca se había sentido en Estados Unidos.

¿Acababa de volver con Leo? Sí. Sí.

Para retrasar su vuelta al salón, se entretuvo mirando sus emails. Tenía un nuevo mensaje de Xio, el comisario que la había escrito meses antes pidiéndole que propusiera un proyecto para la nueva Bienal de Pekín.

Querida Saina:

¿Cómo estás? Sé que ya intentamos saber si estabas interesada. Pero como no has dado respuesta, ahora lo intento una segunda vez, porque teníamos un artista de Israel confirmado que tiene muchos problemas con el visado y no podrá participar. Tal vez si te pregunto una vez más consiga una respuesta mejor que antes. ¡Eso espero! Creemos que esta es una oportunidad muy buena. No es una tontería para promover la amistad y aprovechar para hacer banquetes. Es una Bienal oficial. Trabajamos con los principales museos de muchos países: Dubái, Rusia, Portugal, Uruguay y más.

Por cierto, perdona lo mal que escribo tu idioma. Mi ayudante no está aquí hoy y tengo que escribir yo mismo.

Saina vio un rayo de esperanza aparecer ante sus ojos. Le dio a «responder» y escribió:

Xio:

Es un placer saber de ti de nuevo y discúlpame por no haberte contestado mucho antes. Por raro que te parezca, ahora mismo estoy en China, no muy lejos de Pekín, y me encantaría que encontráramos un momento para vernos y hablar de las posibilidades. ¿Estás libre esta semana?

Enviar.

Y después, sin darse tiempo a pensarlo, abrió el email de Grayson y le dio a Responder. Escribió rápido:

Ya no puedo quererte.

Y pulsó «enviar».

Saina seguía de pie en el pasillo, consciente de que ya llevaba fuera del salón lo bastante para que alguien se hubiera dado cuenta, cuando Bing Bing le cogió la mano.

—Es. Hora. De irse. El hos. Pital. Llamó. Dicen. Que hay que ir. Ahora.

Los Wang contra el mundo
titlepage.xhtml
loswangcontraelmundo-1.xhtml
loswangcontraelmundo-2.xhtml
loswangcontraelmundo-3.xhtml
loswangcontraelmundo-4.xhtml
loswangcontraelmundo-5.xhtml
loswangcontraelmundo-6.xhtml
loswangcontraelmundo-7.xhtml
loswangcontraelmundo-8.xhtml
loswangcontraelmundo-9.xhtml
loswangcontraelmundo-10.xhtml
loswangcontraelmundo-11.xhtml
loswangcontraelmundo-12.xhtml
loswangcontraelmundo-13.xhtml
loswangcontraelmundo-14.xhtml
loswangcontraelmundo-15.xhtml
loswangcontraelmundo-16.xhtml
loswangcontraelmundo-17.xhtml
loswangcontraelmundo-18.xhtml
loswangcontraelmundo-19.xhtml
loswangcontraelmundo-20.xhtml
loswangcontraelmundo-21.xhtml
loswangcontraelmundo-22.xhtml
loswangcontraelmundo-23.xhtml
loswangcontraelmundo-24.xhtml
loswangcontraelmundo-25.xhtml
loswangcontraelmundo-26.xhtml
loswangcontraelmundo-27.xhtml
loswangcontraelmundo-28.xhtml
loswangcontraelmundo-29.xhtml
loswangcontraelmundo-30.xhtml
loswangcontraelmundo-31.xhtml
loswangcontraelmundo-32.xhtml
loswangcontraelmundo-33.xhtml
loswangcontraelmundo-34.xhtml
loswangcontraelmundo-35.xhtml
loswangcontraelmundo-36.xhtml
loswangcontraelmundo-37.xhtml
loswangcontraelmundo-38.xhtml
loswangcontraelmundo-39.xhtml
loswangcontraelmundo-40.xhtml
loswangcontraelmundo-41.xhtml
loswangcontraelmundo-42.xhtml
loswangcontraelmundo-43.xhtml
loswangcontraelmundo-44.xhtml
loswangcontraelmundo-45.xhtml
loswangcontraelmundo-46.xhtml
loswangcontraelmundo-47.xhtml
loswangcontraelmundo-48.xhtml
loswangcontraelmundo-49.xhtml
loswangcontraelmundo-50.xhtml
loswangcontraelmundo-51.xhtml
loswangcontraelmundo-52.xhtml
loswangcontraelmundo-53.xhtml
loswangcontraelmundo-54.xhtml
loswangcontraelmundo-55.xhtml
loswangcontraelmundo-56.xhtml