8
Phoenix, Arizona
Andrew pulsó el botón de colgar de su iPhone y lo miró para asegurarse de que no se había quedado conectado. Dejó caer el teléfono encima de sus vaqueros, que estaban tirados en el suelo de su habitación del colegio mayor, pero un momento después lo cogió y lo puso en la mesa, donde nadie pudiera pisarlo accidentalmente. Y todavía extendió la mano una vez más para cogerlo y mirarlo de nuevo, por si acaso había llamado a alguien sin querer al aterrizar en el suelo.
Y tuvo que hacer todo eso solo con un brazo, porque tenía el otro atrapado bajo las tetas de Emma Lerner. Unas tetas increíbles. «Un buen par», habría dicho de ellas Howard Stern. Sí, sin duda Howard pensaría que Emma tenía un buen par y estaría aún más impresionado porque eran cien por cien auténticas. ¿Por qué Howard siempre estaba hablando de tetas en la radio, donde nadie podía verlas? Deberían darle un programa de televisión en vez de esa emisión de radio por satélite, aunque seguramente no le dejarían enseñar tetas al aire en la televisión de todas formas. A menos que fuera un programa de la tele por cable.
Emma se revolvió a su lado, con la cara oculta por la almohada, y fingió roncar. Después se incorporó un poco y le rozó el brazo con los pezones. Andrew dejó el teléfono, la envolvió con el brazo y la pierna que tenía libres y la abrazó con fuerza a la vez que rebuscaba entre su pelo rubio enmarañado para darle un beso en una mejilla rosada perfecta.
—¡Otra vez tengo la boca llena de pelo! —bromeó.
—Mejor que tenerlo metido en el culo.
—¡Vas a conseguir que te meta otra cosa en el culo!
Emma se giró para mirarle, sonriendo.
—¿Ah, sí? ¿El qué, eh? ¡Mira, pero si te estás ruborizando!
Andrew puso los ojos en blanco. Una conversación sobre sexo y unas cuantas cervezas antes de mediodía siempre conseguían que acabara ruborizado y Emma lo sabía. A ella le encantaba tomarle el pelo con lo de su enrojecimiento asiático, aunque él había intentado dejarle claro que su familia descendía de guerreros manchúes, que eran gente que no tenía nada que ver con esos ingenieros frikis del campus. Como no se le ocurrió nada que decir, se lanzó sobre ella, le agarró las muñecas con las manos y le dio una serie de mordiscos suaves en el cuello.
Estaba buena. Si no estuviese tan buena… Los labios carnosos, las pequitas de la nariz y el cuerpo de jugadora de vóley playa. Y ahora las bragas de rayas rojas y blancas (¡Bragas! A Andrew le encantaba esa palabra) y sus bóxer negros eran la única barrera que evitaba que él tuviera todo lo que quería. Deslizó las manos por sus brazos estirados, le metió la lengua entre los labios e intentó contenerse para no apretarse mucho contra ella. Solo un poco. Y un poco más, y más, y oh, otro poco más que era un verdadero tormento. Lo justo para sentir cómo encajarían juntos, algo tan fácil.
—Andrew… —susurró ella, con un jadeo en la primera sílaba—. Vamos. ¿Por qué no?
Tiró de la cintura de su ropa interior y metió la mano debajo, buscándolo.
—Emma…
Una mano cálida rodeándole el pene.
—Oh, Andrew. Venga. Te vas a ir. Vamos a… Vamos.
Él sintió que el resto de su cuerpo se tensaba y su erección se aflojaba un poco en respuesta.
—Emma, ya lo «sabes». Ya hemos hablado de esto.
—Tengo condones ahí, en el bolso.
—Oye, creo que eres increíble y estás muy, pero que muy buena. Y no solo estás buena… Eres guapísima además.
—Pero no me quieres.
—Lo siento, pero yo…
—¡Tío, me da igual! ¡A quién le importa! He tenido sexo con un montón de tíos a los que no quería. Bueno, no un montón, solo unos cuantos. Un par.
—¿Y eso te parece bien?
—¿Es porque crees que soy una zorra?
—¡No! No, no, no. Ni siquiera me gusta esa palabra.
—¡No seas tan feminista, Andrew! Es muy gay.
—¡No soy gay!
Emma rio.
—No quería decir que lo fueras. Sé que no eres gay. ¿Es que estaría pasando esto si lo fueras? —Volvió a agarrarle y tiró hacia ella, y él inmediatamente respondió a las atenciones—. ¿Ves? Tu cuerpo sabe lo que quieres. ¿No estás cansado ya de ser virgen?
Andrew se apartó de ella y se puso una mano sobre el pene, deseando que se calmara un poco.
—Emma, ¿has estado enamorada alguna vez?
—Estamos en la universidad. Ya tendremos tiempo de enamorarnos. Y de todas formas, eso no tiene nada que ver con el sexo.
—Pero debería tenerlo, ¿no?
Emma se quedó callada un momento. Se sentó y se abrazó las rodillas contra el pecho; parecía no importarle lo más mínimo que seguía estando casi desnuda. Justo cuando Andrew empezaba a pensar que ella iba a decirle que en realidad estaba enamorada de él, Emma dio un salto de gacela por encima de su cuerpo, salió de la cama y arrancó su vestido de tirantes de la puerta del armario.
—¡Oye, no! ¡Para! ¿Estás enfadada? ¿Por qué te estás vistiendo?
—Tienes que hacer las maletas. No quiero entretenerte.
—Para eso no necesito más que veinte minutos. Y mis padres acaban de salir de Los Ángeles. Todavía tenemos...
—Sé dónde está Bel Air, ¿sabes? Podrías decir que acaban de salir de Bel Air.
—Bueno, Bel Air está en Los Ángeles…
—Ja, ja, qué gracioso. Eres muy gracioso. Deberías ser humorista.
—¿Por qué estás haciendo esto?
—No, lo digo en serio. Sería genial. Podrías salir con Long Duk Dong y Harold & Kumar. Pasártelo bien. Hacer chistes guarrillos. Oh, y Margaret Cho. Es una suerte que sea lesbiana. No querrá que te acuestes con ella.
—Creo que es bisexual, la verdad. Salió con Quentin Tarantino.
—¿Pero tú estás de coña? —chilló Emma tirándole uno de sus mortales zapatos de tacón.
Rozó la pared de estuco como un clavo que arañara una pizarra y aterrizó, inocentemente, sobre su almohada. ¿Pero qué le pasaba? Emma normalmente era muy poco complicada, era fácil entenderse con ella. No le confundía, como la mayoría de las chicas. ¿Por qué estaba siendo tan desagradable? ¿Y por qué le importaba si Margaret Cho era bisexual o no?
—Como quieras, Andrew —dijo Emma, de nuevo con tono de voz normal—. No te voy a suplicar que folles conmigo. Y tú eres el último tío bueno con el que salgo. Mi madre tenía razón.
Se volvió y se fue, sin un zapato, cerrando la puerta del cuarto con un portazo tan fuerte que su póster con la foto de la ficha policial de Lenny Bruce se cayó del clavo donde estaba colgado.
Andrew se deslizó de la cama al suelo; su codo esquivó por poco el puntiagudo tacón de Emma. Bueno, pues eso era todo. Otra ruptura. Al menos Emma pensaba que él también estaba bueno. Ese curso ya había estado con Jocelyn, después rompió con Jocelyn, tuvo un nuevo acercamiento breve con Soo-Jin, luego terminó con Soo-Jin, y últimamente estaba Emma y ahora acababa de irse ella también. Y el semestre de otoño solo acababa de empezar.
Era muy difícil que llegara a enamorarse si todo el mundo se empeñaba en romper con él. Pero todas rompían con Andrew porque no entendían por qué él no estaba encima de ellas todo el tiempo buscando sexo, y eso también le parecía muy raro. Podría salir con una de las Renacidas, había muchas en el campus: siempre llevaban camisetas con mensajes alegres sobre Jesús y le invitaban constantemente a sus reuniones de oración de los miércoles por la noche. Algunas eran bastante guapas, pero Andrew estaba bastante seguro de que solo pretendían convertirle, así que al final eso no sería muy diferente de como era salir con alguien como Emma.
¿Pero cómo podía ser que las chicas quisieran sexo? Con doce años, cuando te mueres por frotarte contra lo que sea, todo el mundo te dice que los chicos lo quieren y las chicas no, pero resulta que eso no es verdad. Aunque tal vez ellas no dejaban de meterle mano bajo los calzoncillos únicamente porque él no estaba intentando constantemente quitarles las bragas. Debería dar un seminario sobre el tema. Podía ser un artista del antiligue: quién necesitaba todas esas técnicas extrañas de la negación constante y del pavoneo… Solo había que procurar que todas se enteraran de que tú estabas esperando a la chica ideal.
Eso era bueno. Debía recordarlo; tal vez podría incluirlo en su monólogo.
Andrew estaba estirando la mano para coger el teléfono y volver a llamar a Grace (parecía molesta cuando le dijo que no podía hablar), cuando se puso a sonar un remix del tema «Umbrella». Saina.
—Hola.
—Angie, ¿has hablado con papá?
—¡Saina! Deja de llamarme así.
—¿Cómo? ¿Drewly?
—Esto es serio.
—Muy serio.
—Lo es.
—Dios, lo sé. ¿Se te había pasado por la cabeza alguna vez…?
—Vamos a llamar a Gracie.
—Espera, Andrew, antes de llamarla, ¿cómo te parece que está papá?
—Oh, ya sabes, ¿cómo está papá siempre?
—Cuando habló conmigo estaba a punto de llorar.
—¿Qué quieres decir?
—Llorar de verdad. Lágrimas de tristeza.
—¿Qué le dijiste?
—Nada. No podía decirle nada. Me sentía rarísima hablando del tema. De hecho me sentía rara hasta oyéndole hablar a él.
Los dos se quedaron en silencio un minuto. Andrew cogió el zapato de tacón de Emma y dio unos golpecitos en la pared. ¿Cómo podían las chicas caminar con esas cosas?
—Andrew…
—¿Qué?
—¿Por qué no dices nada?
—Supongo que es que no me parece real. ¿De repente papá nos dice que todo se ha perdido y que quiere volver a China para reclamar las tierras de sus ancestros o no sé qué? ¿Que no tiene dinero suficiente para pagar la universidad de Arizona? ¿Cómo ha podido pasar algo así? Sé que no éramos multimillonarios, pero él siempre decía, ya sabes…
—«Alegraos porque vuestro padre es rico».
—Eso. ¿Y ahora qué?
—Espera, a mí no me ha dicho que quería ir a China. Eso es una locura. Ni siquiera ha «estado» nunca en China —dijo Saina con tono sorprendido.
—Bueno, ya sabes que siempre ha dicho que no iba a volver hasta que pudiera hacerlo en condiciones. Pero sí, lo dice en el mensaje que me ha dejado… No he podido hablar con él todavía.
—Yo he tenido toda una conversación con él y no me lo ha dicho, ¿y a ti te deja grabado su plan maestro en el buzón de voz?
—Tal vez enfrentarse a la adversidad le ha vuelto un verdadero chino. Al fin y al cabo yo soy su primogénito varón.
—Pero no el primogénito absoluto.
—XY va por encima de XX.
—Oye, Andrew, ¿quieres que yo te pague la universidad? Mira, conservo mi fondo en su totalidad, todo lo que se había apartado ahí al menos. Según me ha dicho papá, eso no está mezclado con lo que se ha visto afectado por la bancarrota. Todavía tengo dinero. Y, bueno, ya sabes que gano bastante. Así que te puedo pagar los estudios si quieres.
Quedarse en la universidad. Dejar que Saina se las arreglara con papá. Devolvérselo cuando él pudiera acceder a su dinero, si es que todavía estaba ahí. Aunque probablemente ya no había nada. Pero daba igual, podía devolvérselo a Saina cuando él ganara dinero. Reconciliarse con Emma. Decidir estar enamorado de ella. «Enamorarse» de ella. Tal vez ya «estaba» enamorado de ella incluso… pero no lo sabría si no se quedaba. Y después el «sexo», sexo con Emma.
—Oh, espera, me llama Grace otra vez. Se va a volver loca si no se lo cojo —dijo Saina—. Espera, voy a hacer una conversación a tres bandas.
Andrew oyó un pitido y dejó a un lado rápidamente su fantasía con Emma.
—¡Saina! —Grace desplegando toda su furia—. Estoy cabreadísima. ¿Por qué no me coges el teléfono? ¿Dónde has estado todo el día?
Antes de que Saina pudiera responder, Andrew intervino.
—¿El rey de los watusis conducía su propio coche?
—¡Andrew! ¿Cómo es que vosotros dos estabais hablando ya? ¿Cuánto tiempo lleváis de conversación sin mí? —exigió saber Grace.
—Muy poco —se excusó Saina—. Como dos minutos.
—Bueno, ¿y por qué os llamasteis entre vosotros antes de llamarme a mí?
—Gracie —contestó Andrew—, ¿no me vas a contestar?
—¡No! Estoy cabreada.
—¿Entonces cómo vamos a saber si eres tú? —bromeó.
—Que te den, Andrew.
Sí que estaba cabreada. Grace siempre se ponía como loca de repente. Era capaz de invocar una furia que era como un verdadero animal salvaje, algo palpable y pulsátil que siempre estaba agazapado a su lado, y la única forma de evitar que lo hiciera era distraerla bromeando y pinchándola.
—Esa boca… —continuó Andrew—. Vamos a ver: ¿el rey de los watusis conducía su propio coche?
—No —dijo Grace con una vocecilla—. Era un salvaje. Un buen salvaje.
—¡Piii! Lo siento, esa no es la respuesta correcta, no tienes permitida la entrada.
—¡Vale! ¡Está bien! Sí. Conduce un Pontiac de 1954 fabricado especialmente para él.
—Muchas gracias, conejito Watson.
Así era como quería que siguieran siendo, los hermanos bromistas y despreocupados que siempre habían sido. Si podían conservar eso, tal vez nada sería diferente, quizás no se habría perdido nada en realidad.
—Pobre Gracie. Andrew, deja de torturarla —intervino Saina.
—Esto es amor fraternal en acción, Saina. Nada de tortura.
—Chicos —contestó Grace—, vienen de camino para recogerme. ¿Qué hago?
—¡Ganar tiempo! —dijeron Andrew y Saina a la vez, entre risas.
Era su vieja rutina, nacida de los cientos, miles de tardes de verano que habían pasado tirados en los sofás con fundas de la sala de la televisión, estremeciéndose de frío por el aire acondicionado, hipnotizados por el zumbido del proyector. Eso era lo que los niños de Los Ángeles hacían los días de sol: cerrar las puertas, encender el aire, echar las cortinas, bajar las luces y poner películas. Para ellos tres eso señalaba directamente a una pila de películas antiguas de Katherine Hepburn, metidas dentro de latas metálicas, que Andrew encontró el año que murió su madre. Los tres podían recrear la escena de la pistola de regaliz de La costilla de Adán, se sabían todos los insultos de La mujer del año y utilizaban las preguntas sobre el archivo de Su otra esposa como contraseñas. Las películas estaban almacenadas en un polvoriento hueco bajo las escaleras y tenían escrito «Propiedad de Breezy Manor». Andrew se imaginaba a Breezy como una mujer muy sexy de los sesenta, un verdadero bombón, hasta que Saina le dijo que «Manor» quería decir «mansión» y que seguramente Breezy Manor era el nombre que le habían dado los anteriores propietarios a la casa en la que vivían.
—¿Pero «qué» le pasa a todo el mundo? ¡Saina! ¡Andrew! ¿Por qué no estáis preocupados? ¿Es que os da igual todo esto? Ahora. Somos. Pobres.
—Bueno, no exactamente —fue la respuesta de Andrew—. Saina todavía es rica.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir?
—A ella no le ha dado La Charla todavía —comentó Saina.
—Oye, que tengo diecisiete. Sé de dónde vienen los niños.
—Esa charla no, la del dinero —puntualizó Andrew.
—Esperad, ¿a alguno de vosotros os han dado la charla de los pájaros y las abejas? —preguntó Saina.
—Creo que eso es lo que hacen las madres —respondió Grace—. No creo que Babs tuviera nunca intención de darnos La Charla a nosotros.
—No sé, chicas, tal vez está deseando que vayáis a preguntarle. Tal vez siempre ha querido explicaros las maravillas de la menstruación a vosotras dos.
—Qué asco, Andrew, para ya —le interrumpió Grace—. ¿Podríais ser los dos un poco adultos por un momento? ¿De qué charla habláis? ¿Qué dinero? Saina, ¿por qué tú sí tienes dinero? ¿Te refieres a dinero aparte de lo que ganas por esas cosas de tu arte?
—Es la charla del dieciocho cumpleaños. Papá te lleva al Polo Lounge y te habla del fideicomiso y después tienes que firmar algo que dice que no vas a tocar el dinero hasta que tengas veinticinco —explicó Saina.
—A mí papá me llevó al Palms —puntualizó Andrew—. Ya sabéis, a comer chuletones. Y me dejó beberme un martini.
—¿Cuánto? —preguntó Grace.
Andrew esperó a que contestara Saina. Ella guardó silencio un momento y después dijo:
—Dos millones. Y otros cinco millones al cumplir treinta y cinco.
De repente Andrew sintió náuseas.
Siete. Millones. De. Dólares.
Joder…
No sabía cómo, pero había intentado no pensar en esa cifra. En abstracto le parecía tolerable. Pero siete millones… Perder siete millones sin haber hecho nada mal… Un día estaban y al siguiente no. No era «justo». Podría haber sido rico. Iba a «ser» rico. «Iba» a ser rico. Pero ya no.
Grace no dijo nada. Ni tampoco Saina.
—Oye —fue Andrew quien habló—, no os preocupéis, todo va a salir bien, ¿verdad? ¿Gracie?
—Eso era mucho dinero —dijo en un tono demasiado bajo, muy poco propio de ella—. Y yo ni siquiera sabía que lo tenía.