37

High Point, Carolina del Norte

Los policías llevaban unos coches muy raros allí. O tal vez no eran raros, tal vez eran exactamente los que tenían que conducir los policías de Carolina de Norte. Coches para musculitos sin cerebro, gris plateado con una raya negra como de coche de carreras, del tipo que salía pitando delante de ti en cuanto el semáforo se ponía verde con un tío detestable como Johnny Delahari al volante. Pero los policías en sí se parecían bastante a los policías de Los Ángeles y Santa Bárbara. Duros pero no tan duros, iban de acá para allá con los walkie-talkies encendidos y sin hacer nada en realidad. Dios, lo único que habían hecho desde que llegaron allí había sido cortar la carretera con sus estúpidos coches y colocar un círculo de conos fosforescentes. Grace contuvo la respiración un momento. Un humo fuerte y con olor a azufre se coló en su nariz, haciendo que le picara el interior del cerebro y proyectando sombras sobre el amasijo en que había quedado convertido su pobre coche.

Su pobre y desgraciado coche.

El morro estaba aplastado, el parabrisas hecho añicos y las cuatro ruedas habían estallado, así que parecía que se estaba hundiendo en el asfalto. Estaba completamente girado, con el morro apuntando al tráfico que venía. Podría ver su maleta aplastada dentro del maletero medio abierto.

Grace se sentía aturdida. No sabía si había salido del coche a gatas solo unos segundos antes o si habían pasado horas. Quizás iban a tener que quedarse esperando a un lado de la carretera para siempre, no iban a hacer nada más en sus vidas. Cuando todo dejó de dar vueltas por fin, Grace tiró de la manilla de la puerta y la abrió con demasiada facilidad. Sorprendida, pensando únicamente en escapar de allí, cayó a un lado de la carretera hecha una pila de extremidades enredadas.

El mundo terminó y después no.

Le sangraba un codo y tenía un arañazo en la cara que estaba bastante segura de que se había hecho ella misma con una uña que tenía partida. Su padre tenía una bolsa de hielo sobre un ojo que se le estaba hinchando y la camisa rasgada por la espalda. Barbra se había llevado lo peor: los sanitarios le habían limpiado y vendado un corte largo y feo que tenía en el hombro y una constelación de pequeños arañazos en la cara y el pecho.

—Decidme la verdad —insistió su padre—. ¿Estamos bien? ¿Nada grave? ¿Todos bien?

Y ellas por fin asintieron, aunque los sanitarios quisieron llevarlos a todos directos al hospital. Pero Grace no quería abandonar la foto de su madre, su padre no quería irse sin intentar salvar el equipaje, la policía no les dejaba acercarse al coche hasta que estuvieran seguros de que no iba a explotar y Barbra no quería irse sola, así que los tres estaban todavía allí, en medio de una carretera en medio de ninguna parte.

A ambos lados de ella, separados varios metros y sin hablarse, Barbra y su padre estaban apoyados contra la mediana de la carretera. Grace estiró las piernas desnudas hacia delante. Todavía le temblaban y probablemente le saldrían cardenales y tendrían mala pinta una buena temporada, pero no le importaba. Las volvió a doblar y apoyó la cabeza en las rodillas.

Después de examinarles y tratarles los cortes y las heridas, los sanitarios se quedaron por allí en grupo, algo separados de la policía, y ahora se estaban riendo de algo. Tras un rato, uno de los sanitarios se acercó a ella. Era muy delgado, con una nuez que le sobresalía casi hasta la barbilla y manos grandes que parecían no pegar con el resto de su cuerpo, como si se las hubieran quitado a un gigante y se las hubieran pegado al final de sus brazos como fideos. Cuando se acercó, desdobló la áspera manta de lana que llevaba en sus manos de marioneta y le envolvió los hombros con ella sin preguntarle si la necesitaba. Le masajeó un poco el cuello con dedos fríos y sutiles mientras le colocaba bien la manta y murmuró:

—Todo está bien, estás a salvo. Vas a estar bien. —Y lo repitió una y otra vez con una voz baja y tranquila.

Grace se preguntó vagamente si su padre les estaría observando y qué pensaría.

Aunque sabía que era un poco asqueroso, la verdad era que las atenciones del sanitario le resultaron algo tranquilizadoras hasta que al final él se apartó y preguntó:

—¿De dónde eres?

—De Los Ángeles —contestó sabiendo lo que iba a preguntar después.

—No, de dónde eres «originariamente».

Ella se lo quedó mirando, con la mente todavía parcialmente obsesionada con lo que había pasado en el accidente, sin llegar a creerse del todo que ya había pasado lo peor.

—Quiero decir, ¿eres japonesa o china? No eres vietnamita, eso seguro.

«Tal vez —pensó Grace todavía algo desorientada—, necesitaban saberlo por alguna razón. Un censo de accidentes o algo así. O un estudio sobre quién conducía peor».

—¿Konichiwa? ¿Ni hao ma?

Negó con la cabeza.

Él se agachó y acercó la cabeza, invadiendo su espacio.

—Eres como una muñequita, ¿eh? ¿Sabes? Mi hermano está casado con una coreana. Ellos, los coreanos, tienen la cara más plana. No creo que vosotros seáis coreanos. Bueno, tal vez tu madre —dijo señalando a Barbra con la cabeza.

—No es mi madre.

El de la nuez asintió triunfante.

—¿Ves? ¡Sabía que no erais coreanos! —Su padre no les estaba prestando atención. Tal vez no se estaba dando cuenta de lo que pasaba. Era un hombre, pero eso no significaba que supiera cómo podían ser los hombres a veces—. Siempre me doy cuenta. Es un talento que tengo.

A veces la única forma de librarte de esas situaciones era fingir que eras más tonto que el otro tonto. Negó con la cabeza y se encogió de hombros.

—Somos de Los Ángeles.

Y después dejó caer la cabeza sobre las rodillas, agradecida por el calor de la manta a pesar de las manos que se la habían traído. Cinco segundos. Diez. Él se quedó agachado tan cerca que ella podía oírle respirar. Pero ¿qué le pasaba a ese tío? ¿Estaba tan desesperado por ligar con una chica asiática que no le importaba que ella hubiera pasado por el accidente de tráfico más loco que había visto en su vida? De hecho, ¿cómo era que él no estaba celebrando que había sido un milagro que sobrevivieran?

Grace le miró a través de los mechones del flequillo.

—Vale —dijo—. Estoy cansada.

Otros cinco segundos hasta que él por fin resopló y se levantó.

—De nada por la manta —dijo sarcástico.

Grace se encogió de hombros. A la mierda. No es que le fuera a volver a ver en la vida. Además, él era el que había sido un gilipollas desde el principio, no ella.

Cuando le pareció que se había alejado bastante, levantó otra vez la cabeza. Era difícil dejar de mirar el coche destrozado. Toda su vida ese coche, el antiguo coche de su madre, había estado aparcado en el garaje, un coche bonito, azul empolvado, conducido solo por Ama. Antes le parecía totalmente pasado de moda, pero últimamente había empezado a verlo como algo bonito y vintage. Pero ahora ahí estaba, espachurrado y destruido.

Oh, Dios mío. Espachurrados y destruidos. Así podrían haber quedado ellos. Una muerte sin elección. Una mancha en un asfalto sureño. Muertos, muertos, muertos.

¿Cómo es que no estaban muertos?

No estaban muertos.

Sintió cansancio y euforia al mismo tiempo. Un feliz burbujeo como de refresco le recorrió el cuerpo. Levantó los brazos, soltó la manta y después se dejó caer hasta que se quedó tumbada sobre ella. Fiuuu. Las estrellas no habían salido todavía, pero el cielo tenía un color dorado y rosado y la tierra estaba húmeda de rocío y fría. La hierba medio muerta que cubría la mediana le hacía cosquillas en las piernas, pero había que reconocer que era una especie de milagro que hubiera conseguido crecer allí, rodeada por una autopista de seis carriles, tres a cada lado, que probablemente la asfixiaban con el humo de los tubos de escape, y maltratada por latas de refresco vacías y bolsas de hamburguesas de Krystal.

Levantó la vista para mirar a su padre. Desde abajo nadie era muy atractivo; por eso no deberían permitir que la gente bajita se hiciera fotógrafo. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás, de forma que ella le veía el interior de la nariz, y tenía los ojos cerrados. Era viejo. La piel de su barbilla estaba floja y el pelo tenía un brillo gris a la luz de la luna. Era viejo, pero estaba vivo, y desde ese ángulo tan poco favorecedor se le veía un cierto aire atrevido. Estaba casi hermoso visto desde ahí, de pie muy erguido y muy quieto. Hermoso de una forma que no tenía nada que ver con ser guapo, algo que Grace sabía que ella sí era, gracias a Dios. Tal vez debería empezar a hacer fotos de gente vieja. En la clase de literatura de ese curso tuvieron que memorizar un poema, uno de Tennyson sobre un rey viejo. A ella le gustaba memorizar cosas. Se puso a recitarlo en un susurro: «Aunque ya no tengamos aquella fuerza que antaño removía cielo y tierra, seguimos siendo lo que somos. El mismo temple en nuestros heroicos corazones, debilitados por el tiempo y el destino. Pero con la firme… no sé qué… eh… de pelear, de buscar, de encontrar y de nunca rendirse».

¿Se estaba volviendo loca? ¿El accidente la habría vuelto loca?

Todo el mundo se hacía viejo. Parecía imposible, pero ella se haría vieja. Si no se moría primero. Su madre nunca se iba a hacer vieja, tendría siempre treinta y seis años y un hoyuelo, y estaría a punto de subir a un helicóptero. Su padre probablemente nunca pensó que se haría viejo, pero sí que le había pasado.

Se había hecho viejo, pero no estaba muerto. Y ella tampoco.

«Casi me muero, casi me muero, casi me muero, casi nos morimos, casi nos morimos, casi nos morimos, casi nos morimos, casi nos morimos».

Ninguna otra vida podía ser tan dulce y tan completa como esta. No en todo el amplio universo.

Todo el amplio universo. Susurró las palabras, dejando que reverberaran lentamente en sus labios. El mundo era más todo y más amplio de lo que nunca había llegado a comprender. Incluso roto, estaba completo. La noche estrellada que se cernía por encima de ella era vasta y perfecta, cada puntito brillante un valiente eco de luz. Si estuvieran junto a una autopista de Los Ángeles no podría estar mirando estrellas como aquellas, porque no se verían.

Todo el amplio universo era tan precioso que casi no podía soportarlo.

Grace sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, unas lágrimas que crecían hacia arriba aunque estaba tumbada. Un charco líquido en equilibrio en la curva de sus ojos, nublándole la visión de forma que hasta las farolas parecían estrellas. «¿Y si todo era precioso?» Tenía tanto sentido que eso fuera cierto como que no lo fuera. En serio, ¿y si todo era precioso? Eso podía ser toda una filosofía. Tal vez podría convertirse en gurú. Llevaría túnicas increíbles de seda blanca y trenzas complicadas con cadenas de oro entrelazadas y la gente se sentiría bendecida solo con estar a su lado. Las lágrimas corrieron por sus mejillas, gota tras gota, y pensó que tal vez no necesitaría parpadear nunca más, que sus ojos siempre estarían hidratados porque nunca iba a dejar de llorar.

Le había pasado antes, lo del llanto. Cuando Grace tenía nueve años, su perra Lady murió. Lady en realidad era un macho, un animal desgarbado, gris, con el pelo áspero que siempre parecía sucio y apagado por mucho que se lo cepillaran y cuatro patas completamente blancas. Murió y después durante un día entero Grace no sintió nada. Nada de nada, de hecho, estaba casi ciega, como si el mundo hubiera dejado de existir. A la mañana siguiente, cuando salió de la cama, pisó uno de los juguetes para morder favoritos de Lady, uno con forma de boca de riego, se resbaló y se dio un golpe en la rodilla lo bastante fuerte para que se le llenaran los ojos de lágrimas.

Y una vez que empezaron ya no quisieron irse y estuvo sollozando casi dos semanas, día y noche; tenía que ir corriendo al baño de repente en el colegio y por las noches se metía en la cama de Andrew y se acurrucaba contra su hermano de la misma forma que Lady se acurrucaba contra ella. Se sentía siempre triste y sola, como si no pudiera llorar más, incapaz de creer que Lady hubiera muerto de verdad y segura de que podría haberlo salvado si hubiera sabido que tenía un problema de verdad, que si un perro no come es que le pasa algo malo.

Grace recordaba que se perdía entre las lágrimas y acababa sorbiendo tan fuerte por la nariz que notaba bajando por su garganta el sabor de los mocos, lo bastante espesos como para atragantarse con ellos. Sentía que se le hinchaba la cara y sabía que los sollozos serían tan frecuentes que harían que respirara temblorosa, llegando casi a hiperventilar, y todo su cuerpo al final acabaría cediendo y se resignaría a convertirse en un ser triste y lloroso. Una vez levantó la vista en medio de uno de esos episodios y se encontró a su padre delante de ella, con cara de preocupación.

—Por favor, Gracie, por favor. Bao bei. Bu yao ne me shang xing la. Ku go le [Tesoro, no te pongas así. Ya basta de lágrimas].

—¡No! ¡Nunca basta! Además, no puedo evitarlo —dijo.

Y era cierto. No tenía control sobre ese llanto. Había empezado y no quería ni siquiera intentar pararlo.

Barbra apareció en el umbral de la puerta, sacudiendo la cabeza.

—No es bueno. Quiere con demasiada fuerza para ser una chica. Demasiada fuerza.

Barbra dijo eso, pero se equivocaba. Se equivocaba tanto que no podía estar más equivocada. Querer con mucha fuerza era la única opción. Grace estaba contenta de haber querido a Lady con mucha fuerza. Y a Greg Inouye, el chico que hizo que la enviaran al colegio. Ya no tenían contacto, pero todavía le quería y probablemente siempre lo haría. Nunca olvidaría la primera vez que hablaron. Fueron varias veces a las mismas fiestas, pero él estaba un curso por encima de ella y se pasaba esas noches en un corro muy cerrado con sus amigos, pasándose un porro. Aun así, los dos se sonrieron una o dos veces. Y de repente un día ella estaba en la cola de la tienda de sándwiches, con una bandeja en la mano y el jersey de cachemir de su madre. Se había subido las mangas, pero se le habían vuelto a caer y la derecha estaba a punto de meterse en su ensalada. Y Greg Inouye se acercó a ella y le dobló una y después la otra con mucho cuidado y deliberación.

—Mejor así —dijo con una sonrisa.

Debería llamarle. Si alguna vez dejaban esa autopista, le iba a llamar.

Su padre y Barbra estaban cogidos de la mano, mirándose por encima de la cabeza de Grace. ¿Se querían ellos con mucha fuerza? Grace sintió una punzada en el corazón y se incorporó como pudo, dejando la manta en el suelo. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que Barbra y ella tuvieron una verdadera conversación? En ese momento Grace fue directa hacia ella, le dio un abrazo a su pequeña y huesuda madrastra y no se movió hasta que ella la apretó también entre sus brazos. Y entonces vino su padre y las envolvió con los suyos a las dos.

Wei she me? [¿Por qué?]

—Porque lo necesitaba. ¿Por qué no nos abrazamos más a menudo?

Grace enterró la cara en el cuello de Barbra y sintió el movimiento de los tendones cuando ella asintió.

—Deberíamos —dijo Barbra—. Deberíamos.

Por fin se soltaron y Grace vio que el sanitario les estaba mirando. Aunque era un poco asqueroso porque no tenía ni el más mínimo atractivo, porque probablemente era el tipo de tío que tiene fetiches y porque ella solo tenía diecisiete, a pesar de todas esas cosas, tal vez ese chico solo quería encontrar una forma de entablar conversación con una chica y esa fue la única que se le ocurrió. Claro que habría sido mejor si le hubiera preguntado si estaba herida o asustada o adónde se dirigían, pero en definitiva él había hecho lo único que sabía hacer: le había tendido la mano y había intentado establecer una conexión, Y aunque ella no quería ni acercarse a tocar esa mano, aun así era algo precioso.

Los Wang contra el mundo
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