9
Helios, Nueva York
—Nena, ¿va todo bien?
Oh, vale. Grayson.
—¿Vuelves a la cama?
Tenía que sacarle de allí antes de que llegara la familia.
—Saina, cariño… ¡tengo frío aquí sin ti! Ven a acurrucarte.
Ya. Sería más fácil si lo hacía en ese momento. Ellos notarían su penetrante olor si esperaba demasiado y sus hermanos la mirarían de esa forma que habían desarrollado en los últimos tiempos, como si no pudieran entender por qué su vida había dejado de ser increíble, pero no quisieran que ella supiera que algo no estaba bien. Odiaban a Grayson. Andrew, el dulce y pacífico Andrew, había respondido a la traición de Grayson preguntándole: «¿Y tengo que a ir a Nueva York ahora mismo a darle una paliza? Porque lo haré si tú quieres. De verdad». Y Gracie se había ofrecido a bombardear la página de sus fans en Facebook con comentarios desagradables; se ofreció con tanta seriedad, como si eso fuera una estrategia legítima de batalla, que Saina no pudo evitar echarse a reír, y eso solo hizo crecer la ira que Gracie sentía hacia Grayson.
¿Se iría? Saina temió por un momento que no quisiera. Y también lo esperó secretamente. Él había aparecido en su puerta una semana antes, con una mochila llena hasta arriba de camisetas arrugadas y ofreciéndole un puñado de flores silvestres que había cogido de su jardín delantero. Antes incluso de oírle llamar supo que era él. Lo sintió: una aceleración, un relámpago, una batalla campal entre los glóbulos rojos y los blancos, y entonces pum, pum, pum… Golpes en la puerta con un puño cerrado. El cristal de su copa de vino emitió un chirrido cuando la dejó sobre la mesa, sus moléculas muy apretadas, el líquido de su interior volviéndose sangre, después vinagre, y después de nuevo un brebaje orgánico local. La copa se mantuvo en su sitio, pero ella cayó, abandonando su resistencia cuidadosamente moldeada, hasta aterrizar (pelo suelto, sin sujetador y piernas abiertas) justo en sus brazos.
Todo pasó muy rápido. Después, Saina se quedó medio tumbada sobre el sofá Chesterfield de cuero, mirando las vigas del techo y parpadeando despacio, mientras Grayson enterraba la cara en su cuello. «Sigues oliendo igual», dijo con los labios contra su piel. Ella volvió a parpadear. El techo necesitaba unos arreglos, pero era difícil encontrar a alguien que aceptara no modificar las vigas.
Grayson abandonó su posición de rodillas y dejó descansar todo su peso sobre ella. Le rodeó los hombros con los brazos y salió deslizándose, algo húmedo contra su pierna.
Había algo en el sexo que no se veía afectado por las emociones. No importaba lo enorme que fuera la traición, lo intenso e inflamado que estuviera el enfado, lo larga que fuera la separación; había un punto en que solo eran cuerpos luchando el uno contra el otro, sin preguntas, sin complicaciones. Fácil. Era fácil simplemente estar tumbados ahí, la articulación y la hendidura. Tal vez eso era lo que deberían hacer. Construir una nueva vida en las Catskills. Ese lugar estaba lo bastante lejos de las personas que habían sido antes, cuando lo estropearon todo. Grayson podía compartir con ella el pequeño granero que iba a ser su estudio, o tal vez podría quedárselo él y ella se instalaría en el ático, con esa luz maravillosa.
Fácil.
¿Fácil?
¿Era eso lo que pensaba Grayson?
¿Había ido allí pensando que iba a ser así de fácil? Notaba el pelo de Grayson grasiento sobre su piel limpia y su barba de tres días le pinchaba el cuello. Ni siquiera se había molestado en asearse para ella, probablemente venía directo de la cama de Sabrina. ¿Y en qué tipo de camas duermen las herederas de los imperios de colchones? Saina se había imaginado a Sabrina tumbada encima de una pila imposiblemente alta de colchones satinados, con su pelo rubio formando un abanico sobre una montaña de almohadas, y a Grayson saltando desde lo más alto para aterrizar en la puerta de Saina. Sabiendo que lo único que tenía que hacer era llamar.
—¿En esto venías pensando? —preguntó furiosa—. ¿Que te ibas a presentar en mi puerta y yo te iba a recibir con las piernas abiertas? ¿De verdad te crees que eres tan irresistible?
Él se quedó mirándola durante un minuto antes de responder.
—Saina, ¿pero de qué hablas?
Tal cual. Plano. Como si no le afectara.
Ella le apartó de un empujón y después estiró el brazo para subirle los vaqueros.
—Vístete —dijo—. No quiero verte así. Dios, ¡ni siquiera me has dicho nada todavía!
Y entonces Leo, su Leo, entró por la puerta, que todavía estaba abierta, con otro ramo de flores (que también había cogido de «su» jardín), los vio y sin más se dio la vuelta para irse. Saina se levantó de un salto, agradecida de llevar una falda y no un par de pantalones, que seguramente en esos momentos habría tenido a la altura de los tobillos, y le agarró del brazo para que no pudiera volver a cruzar la puerta.
—No ha pasado nada —dijo.
—Creo que eso es mentira.
—No es cualquiera, Leo. Es Grayson.
—Eso es aún peor. Tu ropa interior.
—¿Qué?
—No llevas la ropa interior.
Saina sintió náuseas.
—¿Pero qué dices?
—Está ahí, encima de la otomana.
El símbolo de la derrota, rosa y de encaje.
—Está bien.
Grayson intervino.
—Saina, cariño, ¿quién es este? ¿Ya estás saliendo con otro?
Se volvió hacia él.
—¿Que si estoy «saliendo» con otro? ¿Cuánto creías que iba a esperar, Grayson? ¿Hasta que vosotros dos tuvierais otro bebé? ¡Tú ya habías dejado embarazada a otra antes de romper conmigo!
Su exprometido ya estaba perfectamente acomodado sobre la alfombra, tan tranquilo allí como si esa casa la hubiera construido él mismo: apoyado sobre un codo, con los pantalones olvidados a un lado y los ojos azul índigo mirándola fijamente, imperturbable.
—Yo no quiero saber nada de esto —dijo Leo.
Abrió la mano y dejó caer las flores. Fragantes, obedientes, quedaron decapitadas sobre los suelos de madera sin desbastar de Saina.
—¿Y eso es todo? —dijo Saina, que no estaba muy segura de si sentía la desesperación que estaba demostrando o no—. ¿Te vas sin más? ¿Nada de «o él o yo», no vas a pelear, nada?
—No llevas bragas. ¿Cómo podría algo de esto acabar bien?
Saina contuvo el impulso de hacer una broma sobre un trío y dio un paso para acercarse a Leo. Polo con botones gastados, pantalones de trabajo desgarrados y recosidos, viejas botas de cuero con cordones hasta arriba, descolorido cinturón con una vieja hebilla metálica que en la boutique de su amiga Dahlia en Ludlow podría costar unos cuantos cientos de dólares y las uñas escrupulosamente limpias, como siempre las llevaban los granjeros de por allí, como había aprendido.
Y entonces miró a Grayson. Pintura bajo las uñas, siempre. Incluso aunque llevara semanas sin tocar un lienzo. El pelo cortado por un estilista del Lower East Side que exigía una contraseña hasta para pedir cita (la última que había llegado a oír Saina era: «Felpudo setentero»). Bóxer de rayas de Paul Smith, algo que incluso a ella le parecía un gasto innecesario. Sí, Grayson era un gilipollas. Pero había dejado a Sabrina en la ciudad, sobre su estúpida pila de colchones, y había venido a buscarla a ella, a Saina. Eso era lo que había hecho.
Y ella sintió ese ímpetu enfermizo que nos lleva a coger caminos que sabemos que están condenados al fracaso.
—Leo —dijo, triste—. Lo siento.
—¿Lo «sientes» de verdad o lo que quieres decir es «adiós y, por cierto, lo siento»?
—No me hagas decirlo.
—Sé adulta, Saina. Si puedes hacer que me quede aquí hablando contigo mientras él nos mira con esa sonrisita, también puedes dejarme.
Y Saina lo hizo. Le cerró la puerta a Leo y volvió para dejarse envolver por el abrazo triunfal de Grayson. Más tarde, esa noche, tras las lágrimas y las confesiones, después de que Grayson le dijera que Sabrina había tenido un aborto y que él se había quedado con ella por pena, porque parecía muy triste (una explicación que Saina supo que era sospechosa, pero que no pudo evitar creerse), después de que los dos se hubieran explicado y disculpado y por fin se metieran en la cama juntos, sintiendo que se lo habían ganado, Grayson se volvió hacia ella con una sonrisa y le preguntó:
—¿Es cierto entonces?
—¿El qué? —preguntó, aunque sabía exactamente a qué se refería.
—¿Lo que dicen de los negros?
—¿Qué dicen, Grayson?
—Ya sabes, pies grandes, manos grandes…
—¿De verdad me estás preguntando por el tamaño del pene de Leo?
Él se encogió de hombros y volvió a sonreír, y ella se dejó convencer. Se encogió de hombros también y dijo:
—Sí, es cierto. —Y le guiñó un ojo, ¡le hizo un «guiño» de verdad!
Por mucho que se odiara por ello, quería seguir siendo esa persona: desenfadada, divertida y adorable. La chica que podía bromear sobre sus amantes y sus pollas y que no se molestaba demasiado por cosas como prometidos que te engañan y dejan embarazada a la otra.
Y durante los siete últimos días esa era la persona que había sido. Juguetona y superficial, agradecida por un apetito sexual que no disminuyó ni siquiera cuando acabó con una infección del tracto urinario. Durante siete días había sido todo espaguetis hechos de cualquier manera a medianoche, largos viajes en coche para ir a subastas en medio de la nada y llamadas de amigos y familiares ignoradas. Solo el mercado de los agricultores locales quedaba prohibido, porque Leo estaría allí y no podía ir a ese lugar a pasarle a Grayson por las narices. O peor, ponerle en una posición en la que se viera obligado a «atender» a Grayson en su papel de vendedor, meterle las verduras en una bolsa y darle el cambio. No podía, así que los tomates de la salsa de los espaguetis de medianoche siempre eran tristemente poco ecológicos y las manzanas de fuera de temporada que comían tumbados en el jardín, con las piernas entrelazadas, salían de un contenedor de plástico del supermercado local.
Aunque en realidad esa consideración por los sentimientos de Leo no era algo noble por su parte. Era más bien que no se sentía preparada para negar la fuerza gravitatoria de Grayson, para que alguien la arrancara aún de su órbita. Después de todo, un satélite se parece a una estrella.
Pero una llamada a tres bandas con su hermano y su hermana fue todo lo que hizo falta para escupir a Saina disparada hacia la tierra. No podía dejar que llegaran allí, derrotados y magullados, y se encontraran a Grayson en su cama.
Y su padre…
No estaba segura de que supiera la razón por la que cancelaron la boda en realidad.
«¿Y por qué quieres casarte tan pronto? Eres joven. ¿Es que ya hay un bebé en camino?», le preguntó cuando ella le habló por primera vez del compromiso.
Y cuando llegó el fin, su padre despotricó sobre que nunca le había gustado Grayson, le envió peonías y una tarta de chocolate y caramelo entera, le escribió un email a los padres de Grayson diciéndoles que él se haría cargo de todas las señales que hubieran dado y que, cancelado el compromiso, se iban a perder (cuánto lamentaría eso ahora), y le dijo a Saina que se quedara con el anillo y lo tirara por la ventana. Pero nunca preguntó por qué. Hasta donde Saina sabía, uno de los amigos de su padre había visto la página de sociedad del New York Times y se lo había contado. Tal vez él creyó que la estaba ayudando al no mencionar esa traición, igual que cuando no mencionó las malas críticas que había tenido su última exposición, aunque él y su madrastra fueron en avión para la inauguración y asistieron a la fiesta que organizó Hermès, se tomaron una copa tras otra con su antiguo profesor de escultura y le dijeron a Maryann, la galerista, que debería vender la obra de Saina más cara. Esa forma de avergonzarla era encantadora, pero Saina se alegró cuando hicieron las maletas y volvieron a Bel Air tras la obligatoria cena con pato pequinés.
Pues ese era el fin. Empezó a subir las escaleras. Grayson tenía que irse. De todas formas no iba a durar. No podía seguir escondiéndose para siempre.
«Dilo y ya está. Solo hazlo», se dijo, intentando convencerse. Sería peor si esperaba hasta el último minuto, justo antes de que llegara su familia.
—Oye, cariño, tenemos que hablar de algo… —dijo y empujó la puerta del dormitorio para abrirla.
Grayson estaba sentado, desnudo y con las piernas cruzadas, encima de la colcha. Tenía el teléfono junto a la oreja izquierda, sujeto con la mano derecha, y levantó la otra, con el índice estirado, para pedirle silencio.
—Oh, cielo —dijo por el teléfono—, no he estado ahí contigo… —Una pausa—. Sí. Sí, sí, sí.
Saina se quedó helada.
—Grayson…
Él levantó la vista, irritado, y negó con fuerza con la cabeza, moviendo el dedo.
—Espera, ¿cuánto? ¿Cuatro kilos? Cuatro. Oh, guau…
Y entonces ocurrió algo: Grayson pareció transfigurado.
Había oído hablar de gente que parecía tener una luz iluminándole desde el interior, pero era la primera vez que lo veía con sus propios ojos. Con ese «guau» todas sus aristas y sus arrugas se suavizaron y el aire a su alrededor empezó a reverberar, como si hubiera encontrado la nota exacta de un acorde universal que ella no podía oír y mucho menos tocar.
—Allí estaré —siguió diciendo por el teléfono—. Dentro de unas horas. No hagas nada, ¿vale? Espérame, que voy para allá. Sí. Eres increíble. —En susurros—. Mucho más que increíble. —Dejó el teléfono y la miró—. Saina, sé que soy un cabrón porque te he mentido. No ha tenido un aborto, ¡ahora soy padre! ¡Tengo un hijo! Y sé que me vas a odiar, y tendré que arreglar eso en algún momento, aunque seguramente nunca más volvamos a estar juntos, pero yo… Tengo que irme. Eso es todo lo que te puedo decir ahora mismo, ¿vale?
Ella sintió que tenía algo atravesado en la garganta que la ahogaba. Bueno, se estaría ahogando si al menos respirara. ¿Eso estaba bien? Más bien estaba justo lo contrario.
—Nada de vale. ¡No! No me puedo creer que me estés haciendo esto de nuevo. ¿Cómo has podido decirme que había perdido el bebé? ¿Es que querías que pasara eso?
—Creía que te quería a ti.
—¿Y ahora?
—Soy padre. —Volvió a sonreír solo de pensarlo—. Tengo un hijo. ¿No lo ves? ¡Esto lo cambia todo! No puedo esperar para verle. Tal vez lo entiendas cuando tengas hijos.
—Que te den. Tú no has tenido un hijo, has recibido una llamada. ¿Y de repente estás transformado solo con eso? ¿De un momento para otro? ¿Eso es lo único que hace falta? —Y además…— ¿Y Sabrina? —Solo decir su nombre y se sintió mareada y con náuseas, el mundo perdió su eje y osciló de un lado a otro durante un momento.
Grayson se arrodilló en la cama y le agarró ambos brazos.
—Acaba de tener a mi bebé. —Esa sonrisa de nuevo. Una luz, como una luciérnaga, un bicho que daba luz. Un bicho pequeño y mentiroso.
Un momento después Saina se odiaría por decir eso, pero lo dijo de todos modos:
—Y eso hace que ya no me quieras.
Él sacudió la cabeza.
—Es algo más grande que todo eso, cariño. La procreación, quiero decir, es el objetivo de un hombre, de un ser «humano». Es como la mejor obra que he hecho, o incluso mejor que eso. Ya lo verás, lo verás. Algún día serás una madre maravillosa.
Y eso fue la gota que colmó el vaso. Saina hizo lo único que se le ocurrió. Extendió la mano y le acarició; sintió cierta satisfacción al notar que se endurecía e intentó sonreír cuando apretó la mano y le empujó con todas su fuerzas para tirarle sobre la cama. La cabeza le chocó contra la pared.
—¡Yo iba a romper contigo! —gritó—. Ahora mismo, pero has tenido que hacer esto. ¿Por qué no podías dejarme romper contigo? ¿No podías darme al menos eso?
Medio loca, sin creérselo del todo, se fue corriendo al baño, cerró la puerta con el cerrojo y se apoyó en la bañera vintage con patas. Pasó un minuto en el que solo hubo silencio y entonces oyó a Grayson recogiendo sus cosas. Cuando llamó a la puerta del baño, ella la abrió, le tiró su neceser de cuero y cerró con un portazo otra vez.
—Veo que no me vas a llevar a la estación. —Ella no contestó. Ya ni siquiera le sorprendía lo que salía de su boca—. Vale, ya entiendo, claro que no. Y tampoco vas a querer dejarme tu coche, ¿verdad? —Tal vez su grado avanzado de estupidez sí que podía sorprenderla—. Es broma, Saina. Un chiste para quitarle hierro al asunto. Siempre te ha gustado eso, ¿verdad? —Ella se sentó sobre los dedos de las manos, aplastándolos contra los azulejos baratos, y examinó detenidamente una grieta en la lechada entre el lavabo y la pared. Después se miró las uñas de los pies, todavía rosas—. Saina, no me odies para siempre. Intenta alegrarte por nosotros, por mí y por el bebé. Creo que le vamos a llamar James. Es un buen nombre, ¿no? Muy sólido. —Él intentó girar el picaporte. Ella no se movió, se quedó muy quieta—. Vale, me voy ya. Algún día lo entenderás. —Dio unos golpes en la puerta. Otro minuto—. Siento haber venido.
Y se fue.