17
Phoenix, Arizona
Lo último que hizo Andrew la noche anterior fue meter cinco pares de zapatillas de deporte (unas Infrared Air Max 90 originales, una réplica de las Martin Margiela 22, unas Common Projects Achilles Mid, unas Vans de cuadros blancos y negros muy usadas y un par de Undefeated Air Jordan IV que nunca se había puesto) en sus bolsas protectoras y envolverlas dentro de camisetas enrolladas antes de poner cada par momificado, talón con puntera y talón con puntera, en su bolsa de viaje. Lo que había en su mininevera acabó en una caja de plástico para el correo que dejó en la sala común. Todo habría desaparecido ya. Le vendió su pantalla plana al pobre Mac McSpaley, que siempre estaba intentando que Andrew y sus amigos le invitaran a ir con ellos. Sabía que Mac le compraría la televisión aunque tuviera que darle por ella todo el dinero de las propinas que el delgado estudiante de Ingeniería Eléctrica ganaba trabajando en el kiosco de sándwiches del patio interior del colegio mayor. Ahora Andrew tenía un mullido fajo de billetes pequeños en el bolsillo de atrás del pantalón y un leve sentimiento de culpa que esperaba que se disipara cuando saliera del campus.
Su colección de grabaciones antiguas de monologuistas (Richard Pryor, George Carlin, Lenny Bruce) y la ropa estaban bien empaquetadas en una caja de cartón cerrada con cinta de embalar y con la dirección de la casa al norte del estado de Nueva York de Saina. Grace le había dicho que ella había regalado toda su ropa, pero eso a él le pareció una mala decisión teniendo en cuenta que iban a ser pobres. Solo costaría unos 40 dólares enviarlo todo, y si no tendría que comprarse ropa nueva; no podía ponerse siempre las pocas cosas que le cabían en la mochila. Andrew se preguntó qué habría pasado con su tabla de snowboard y el resto del equipo, con todo lo que había en su habitación de casa. Probablemente nada. Probablemente estaban todas sus cosas allí, guardadas bajo llave, como si pudiera ir y colarse por una ventana para cogerlas, como si pudieran volver a ser suyas.
Estaba sentado en su colchón desnudo, con el zapato de tacón de aguja de Emma en las manos y mirando las paredes vacías, cuando sonó su despertador.
Las 9:15.
Quince minutos antes de Introducción a la Economía. La mayoría de los lunes, miércoles y viernes por la mañana silenciaba la alarma al menos una vez y le daban las 9:22 antes de salir siquiera de la cama. Otros cinco minutos para lavarse los dientes y orinar, uno para elegir un par de zapatillas, ocho minutos para llegar a clase, cuatro para una parada rápida a comprar un sándwich de huevo y otros cinco para saludar gente por el camino. Para cuando llegaba a clase normalmente eran las 9:45.
Pero esa mañana no. Pulsó el botón para apagar la alarma, dejó el zapato, cogió su mochila y fue directo a clase, sin pararse para hablar con esa chica tan mona de Pi Fi que le sonrió y le saludó diciendo: «Buenos días».
Era raro llegar tan pronto. ¿Cómo podía ser que tanta gente llegara puntual? Cinco minutos antes de que empezara la clase el aula ya estaba llena hasta sus tres cuartas partes de alumnos alimentados, con sus dosis de cafeína en el organismo y los ordenadores preparados. Desde el punto de observación privilegiado que había elegido, al fondo de la clase, un sitio donde no se sentaba habitualmente (siempre tenía que sentarse apresuradamente en uno de los pocos asientos libres que quedaban justo delante del atril), Andrew vio que en ese momento casi todo el mundo estaba metido en Facebook, mirando las fotos de la noche anterior.
El profesor entró por fin a las 9:40 con una caja de cartón entre los brazos. Lo sabía. No hacía falta llegar a la hora a ninguna parte. No solo no se había perdido nada en esos siete minutos de sueño extra, sino que probablemente habría ganado un año de vida porque había descansado más que los demás. Nota mental: dejar de perder el tiempo preocupándose por llegar tarde.
—No se confundan, estamos en crisis —dijo el profesor Kalchefsky lentamente, enseñándoles un ejemplar del Wall Street Journal. Leyó el titular—: «Los Estados Unidos a punto de rescatar a AIG por 85.000 millones de dólares». Ya lo han oído antes en esta aula. Nadie está dispuesto a admitirlo, pero estamos justo en el medio de una enorme y devastadora crisis y todos ustedes deberían estar furiosos porque son la generación que va a tener la desgracia de licenciarse e intentar encontrar un trabajo en una economía hundida que deberíamos meter en una caja y vender a los chinos.
Andrew abrió su portátil. No sabía muy bien por qué estaba allí en realidad, pero, ya que estaba en clase, debería tomar apuntes al menos. A la gente le gustaban los chistes sobre economía, ¿no?
«Kalchefsky, Introducción a la Economía», escribió.
«Crisis».
«Joder, qué sorpresa».
Oh, mierda. ¡Iba a tener que trabajar! Trabajar de verdad. En algún puesto poco inspirado y que tampoco podía inspirar a nadie. Tal vez con un delantal. Para ganar dinero. Dinero que iba a necesitar para pagar cosas como el alquiler, las facturas del teléfono y el aire acondicionado. ¿O el aire acondicionado era gratis? Parecía una de esas cosas que deberían ser uno de los derechos humanos fundamentales de la gente que vive en el suroeste.
Ya se podían ir olvidando. No se iba de allí. Cuando se acabara la clase llamaría a Saina y le pediría que le pagara la universidad, después llamaría a su padre y le diría que no fueran a buscarle, que podían parar para hacerle una visita si querían, aunque tal vez le pidiera que pasaran de largo por Arizona. Andrew pensó en salir de clase y llamar a todo el mundo inmediatamente, pero si tenía intención de terminar la universidad y buscarse un trabajo, probablemente ya era hora de que empezara a atender más en las clases.
Y Emma. Le devolvería el zapato esa noche y le diría que la quería. La quería. Tenía que quererla. Seguro. Y gracias a ese amor, por fin podría quitarse de en medio la virginidad que llevaba manteniendo tanto tiempo.
Con la promesa de sexo clara en la mente, Andrew centró toda su atención en la parte delantera del aula.
Kalchefsky estaba escribiendo en la pizarra:
«Nuestro primer gran error: creer que el dinero era racional».
Andrew se irguió en su asiento. Kalchefsky tenía mala pinta. Iba sin afeitar y tenía ojeras. Tenía un residuo blanquecino en la comisura de la boca. Y llevaba los puños de la camisa sueltos. Parecía un viejo. Había pasado de la noche a la mañana de una edad cercana a la de Saina a una que parecía más la de su padre. Peor, parecía acelerado: cabreado y extrañamente activo.
—El mercado no miente. ¿Cuántas veces han oído a la gente decir eso? El mercado no miente. La gente no tiene ningún conocimiento económico real sobre las cosas de las que es capaz el mercado, no obstante está convencida de que esa frase encierra la verdad. Las cosas siempre costarán exactamente lo que deberían por la acción de algún tipo de polvo mágico del libre mercado. ¿Por qué las acciones de la South India Trading Company se vendían por 284 libras en 1769? ¿Por qué un solo bulbo rallado de tulipán alcanzó el equivalente a 25.000 libras en una subasta en 1637? Les voy a decir algo: no es porque la gente del pasado fuera idiota.
Tras decir eso cogió la caja de cartón que tenía a sus pies, la levantó por encima de la cabeza y la sacudió con fuerza, lo que provocó que de su interior cayera una lluvia de animales de peluche morados. La clase estalló en carcajadas. ¡Eran Beanie Babies! Andrew tuvo uno cuando era pequeño: un oso teñido con un patrón tie-dye que le regaló un cliente de su padre. Kalchefsky cogió uno y se lo mostró a la clase, espachurrando el blandito cuerpo.
—Un Beanie Baby Princesa Diana. 2,50 dólares, más 0,99 de envío y gestión en eBay. Pero si entran en internet encontrarán una subasta en la que uno de estos tiene un precio de 45.000 dólares. ¡45.000 dólares! Por un osito de peluche morado con una rosa blanca bordada en el pecho fabricado en serie en una fábrica china. —Kalchefsky negó con la cabeza violentamente, su pelo greñudo se disparó en todas direcciones, y la clase rio de nuevo—. He comprado veinte el mismo día, los suficientes para que empiece a correrse el rumor de que los Beanie Baby van a subir de precio de nuevo. Eso es lo que decía el tablón de un grupo de noticias sobre estos peluches Beanie Baby —miró a los alumnos y levantó lentamente una ceja—. Sí, todavía existen. Para unos cuantos amantes de estos peludos el sueño continúa.
Kalchefsky era gracioso. Andrew no se había dado cuenta antes. A pesar de su relativa juventud, el profesor siempre le había parecido una reliquia, como alguien que se hubiera quedado atrás tras el cambio de un régimen comunista por otro (el equivalente humano a un taco de folletos descoloridos o una insignia resquebrajada con un eslogan político), pero hoy el hombre parecía revitalizado. Kalchefsky cogió un trozo de papel y lo leyó mirando a través de sus gafas.
—Cito: «Oh, Dios mío. ¿Qué hay, escépticos? Parece que se ha desatado una nueva ola de coleccionismo. Los registros de eBay dicen que las ventas de Beanie Princesa Diana han crecido un mil cien por ciento. Es hora de comprar, zorras».
Andrew soltó una carcajada.
—A lo largo de la historia hemos creído en diferentes ocasiones que los mercados determinan el valor de las cosas y que las burbujas son eternas, a pesar de que hay una gran cantidad de pruebas que demuestran lo contrario. En el momento álgido de cada burbuja creemos que esta vez va a durar para siempre. Todos somos cómplices de nuestro propio engaño. —El profesor hizo una pausa—. Pero todo eso son sandeces. No hay mercado. El mercado son las personas y las personas son imbéciles. Incluso las personas más inteligentes son imbéciles. Todos ustedes son demasiado jóvenes para recordar que hubo gente (gente culta, gente con carreras importantes) que buscaba frenéticamente Beanie Baby «raros». Que compraban protectores de etiquetas de plástico con forma de corazón. Que se decían que sus enormes colecciones de «peluches» iban a pagar la universidad de sus hijos.
»De hecho, ustedes son esos hijos y apostaría a que ninguno se mantiene en esta gran institución gracias a subastas de Beanie Baby. Ahora todos nos burlamos de esos tontos, pero su único error fue creer, como hemos hecho todos, que el dinero es racional. Que el precio es la verdad. Que el mercado no miente. Pero sí que lo hace. Miente. O, al menos, estira la verdad durante mucho, mucho tiempo.
El mercado no miente. La gente decía eso a todas horas. Eso y «lo que demanda el mercado». Eso fue lo que su amigo Fred dijo cuando empezó Servezame, un negocio en el que, por 200 dólares la hora, te enviaba dos chicas latinas de apariencia suficientemente decente, que te llevaban un paquete de seis cervezas PBR y te limpiaban el apartamento. A Emma le pareció ridículo: a las chicas solo les pagaba un sueldo mínimo y la cerveza no costaba más que 5 dólares, lo que significaba que Fred estaba ganando 175 dólares por servicio solo porque se le había ocurrido un nombre de empresa muy tonto. Y añadió que de todas formas la idea era muy racista. Fred sonrió al oírla decir eso y asintió. «Exacto», fue su respuesta.
—Entonces, ¿qué nos vuelve idiotas en estos tiempos? —Alguien gritó desde el fondo de la clase: «¡Las tetas!» y Kalchefsky sonrió—: Esa forma de idiotez en concreto no se limita a la actualidad. Hablo de algo que sea específico de este siglo XXI. —Miró a la clase, expectante—. ¿Nadie? Vale, ¿los padres de alguien han vendido una casa recientemente? —Tres alumnos levantaron la mano—. ¿Alguno ha perdido dinero? —Los tres bajaron la mano y se revolvieron incómodos—. ¿Y los padres de alguien han «hablado» de vender una casa? —Más de la mitad de la clase levantó la mano. Hubo un murmullo de sorpresa en el aula; ¿es que estaba diciendo que todos esos padres eran idiotas?—. El mercado inmobiliario. Ese es el espejismo del presente. Y algo más: las hipotecas. Porque una hipoteca nunca es solo una hipoteca, ¿verdad? Es una promesa. Una promesa de que tu vida puede cambiar. Una promesa de que puedes ser el tipo de persona que debería vivir en esa casa, no importa lo lejos que esté del precio que de verdad puedes pagar. Y, seamos sinceros, ¿vale? ¿Qué es esa promesa más que el mismísimo sueño americano, famoso en el mundo entero?
Tal vez Saina tenía razón.
Tal vez la gente de otros países odiaba de verdad a los estadounidenses.
Kalchefsky miró a la clase con la respiración acelerada y la mandíbula apretada, como un lobo en una especie de enfrentamiento intelectual por un trozo de carroña.
—Puedes llegar a ser lo que quieras, ¿es eso lo que les han dicho? ¿Eso les dijeron sus mamás y sus papás desde el asiento delantero de sus todoterrenos cuando les llevaban a ustedes, sus copos de nieve únicos y especiales, al entrenamiento de fútbol? Pero ustedes no lo entendieron bien y pensaron que significaba: «Puedes llegar a tener lo que quieras». Pues no es lo mismo, América. Ni siquiera nada parecido.
¿Por qué estaba siendo tan capullo? ¿Le sorprendería saber lo que había pasado con el todoterreno de Andrew, que se lo había llevado un brillante camión negro con colmillos dorados pintados en la parrilla, después de que un agente de ejecución de embargos muy delgado se quedara con sus llaves y se las guardara en el bolsillo? Andrew ni siquiera se había molestado en discutir con él. ¿Y si supiera que Andrew había tenido «todo» lo que había querido y que tal vez en el futuro iba a acabar no teniendo nada?
«Quizás no necesitaba seguir allí después de todo», pensó Andrew. Iba a ser humorista. No necesitaría un trabajo en las finanzas, ni en marketing, ni de camarero, porque iba a ser humorista y le iban a pagar por hacer reír a la gente. Cuando Servezame se hiciera gigantesca, él haría sus números de humor en las fiestas de empresa de Fred. Haría chistes sobre que las chicas latinas «no» son todas doncellas. Si tenía tiempo, claro, porque estaría muy ocupado viajando de acá para allá o yendo al programa de Letterman. No tenía que ser tan difícil. Bo Burnham probablemente ganaría ya una tonelada de dinero cada año, y ese tío empezó cuando él estaba en el instituto. Quizás no debería quedarse allí más tiempo, sino ir a casa de Saina, porque lo mejor sería echarse a la carretera cuanto antes y poner a punto sus habilidades.
¡Paf! Kalchefsky golpeó el atril con la palma de la mano.
—Lo que la gente quiere tener, claro, es una propiedad inmobiliaria. Así que una higienista dental con no muy buena fama que gana 40.000 dólares al año siente que se «merece» plantar su culo en una casa de un millón de dólares. Con unas finanzas un poco creativas, y siempre y cuando los precios de las casas sigan subiendo, ella se cree que se puede «permitir» una casa de un millón de dólares. Y siempre y cuando la higienista dental siga pagando los intereses de su hipoteca para la casa de un millón de dólares, siempre y cuando los precios de las casas sigan subiendo, siempre y cuando más agentes hipotecarios aprueben más hipotecas para más higienistas dentales con no muy buena fama que sigan pagando los intereses de sus hipotecas infladas, los precios de las casas efectivamente seguirán subiendo y los bancos podrán imprimir dinero basándose en esa seguridad. Y, como en el cuento infantil, se disparan los sueños de la lechera.
Kalchefsky cogió un rotulador y se lanzó con saña sobre la pizarra. Después se apartó para que vieran lo que había escrito:
«Nuestro segundo gran error: pensar que el riesgo se podía cuantificar».
Y debajo:
«Nuestro tercer gran error: Alan Greenspan».
Se oyeron risitas en la clase.
—Oh, no —dijo sacudiendo la cabeza con aire amenazador—, no tiene gracia. No es algo de lo que ninguno de ustedes debería reírse, a no ser que sean tan ricos que no les haga falta preocuparse por nada. Alan Greenspan va a pasar a la historia como un mentiroso trepa sionista, que se autodespreciaba y que idolatraba a Ayn Rand. Ustedes no lo saben todavía. Pero yo sí.
Joder, ¿y si Kalchefsky tenía una crisis allí mismo, en medio de la clase? ¿Como Mel Gibson? ¿Llamar a alguien sionista no era totalmente antisemita? ¿O es que Kalchefsky era judío? Y si lo fuera, ¿eso le daba carta blanca? Andrew examinó al profesor. La luz de los fluorescentes del aula no le favorecía lo más mínimo. ¿Por qué se caían las caras de la gente cuando envejecía? Era como si la carne se les estuviera fundiendo sobre sus huesos. Como si la gravedad estuviera intentando demostrar su existencia. Ahora el profesor estaba sudando, un riachuelo húmedo le caía por la frente, y todo en él, incluida su voz, parecía tenso, a punto de derrumbarse o de entrar en erupción.
—Pero antes de que analicemos a Greenspan, centrémonos en nuestro segundo gran error —prosiguió, volviéndose hacia los alumnos—. En realidad, es muy humano ese deseo de subvertir el riesgo. A lo largo de la historia, asumir mayor riesgo siempre ha significado tener mayor potencial de recompensa. Una colmena llena de abejas es igual a una colmena llena de miel.
«¿Coletilla: zumbad, zumbad, malditos?». Andrew miró lo que acababa de escribir y lo borró. Era muy estúpido. Además, las coletillas eran algo muy pobre, en realidad solo estaban un escalón por encima del tartazo en la cara.
—Por un lado, los bancos están confiando en que esos enormes grupos de hipotecados, mayormente sin cualificación, continuarán cumpliendo con unos pagos imposibles que crecen cada día. Por otro, ellos mismos se venden seguros los unos a los otros para cubrir esas apuestas estúpidas. Y voilá! El riesgo parece mucho menos arriesgado. Pero aún así siguen confiando en la supuesta responsabilidad de una gente que es terriblemente irresponsable, como nuestra puta higienista dental que fue dos años a la universidad y vive solo para beber Chardonnay de un vaso de plástico de tamaño familiar… Que me disculpen sus madres. Gran riesgo, gran recompensa, ¿no? —Se detuvo un momento y volvió a mirar lo que había escrito—. Pero no están ustedes preparados para todo esto todavía. Y, además, nuestros segundo y tercer gran error son bastante interdependientes: uno no resultaría tan fatal sin la existencia del otro.
El tío que estaba sentado al lado de Andrew, un chico que debía ser coreano y que llevaba ese corte de pelo de una tonta estrella del pop, estaba en Skype hablando con su novia en medio de clase. La chica era un sueño. Una carita angelical con enormes ojos, mechones teñidos de naranja y dos grandes moños. Iba vestida con muy poca cosa. Un diminuto sujetador de niña y bragas. El chico le hacía todo el tiempo el mismo gesto (un asentimiento de cabeza con los labios un poco fruncidos; Andrew se dio cuenta de que era su versión de un beso), mientras ella se revolcaba e improvisaba como si él fuera un fotógrafo de Playboy o algo así. Por el rabillo del ojo, Andrew, que todavía le estaba prestando una atención total y absoluta al profesor, vio que la chica se cogía un tirante del sujetador y se detenía. El chico negó con la cabeza mínimamente y frunció el ceño. Andrew se preguntó si ella sabía que su novio estaba en medio de la clase y que otras personas podrían verle las tetas.
—¿Alguien ha oído alguna vez el nombre de David X. Li?
Andrew levantó la vista. Kalchefsky estaba escribiéndolo en la pizarra: David X. Li. Si se llamaba así, seguro que era chino; si fuera Lee, con dos es, entonces sería blanco.
—Apréndanselo. Recuérdenlo. Va a entrar en los libros de historia como el contable que se cargó Estados Unidos.
«A Kalchefsky se le está yendo la olla», escribió Andrew.
«¿Personaje? ¿Profesor loco que piensa que todo el mundo está contra él? Se repite. Va desvariando según avanza el número, cree que el club es un aula. Meta meta meta».
—Olé, David X-punto Li. Un puto aventurero. Un guerrero chino que entró en la ciudad y embaucó a todo el sistema financiero americano para que creyera que podía controlar el riesgo con solo un lazo de vaquero.
Kalchefsky se volvió y escribió en la pizarra:
Pr[TA<1,TB<1]= ϕ2(ϕ-1(FA(1)), ϕ-1(FB(1)), γ)
Guau. ¿Acababa de soltar todo eso de un tirón? Impresionante.
—¿Saben por qué la higienista dental consiguió la hipoteca para su casa de un millón de dólares? Por esta fórmula. ¿Saben por qué AIG necesitó un rescate? Por la forma en que Wall Street intentó beneficiarse de esa hipoteca. ¿Saben por qué Wall Street pensó que podía ganar millones con los millones de personas de todo el país con malas hipotecas de un millón de dólares? Por esta fórmula.
»Lo curioso es que nadie de Wall Street entiende esto. Yo no lo entiendo del todo y me he criado en un país que se toma las matemáticas en serio, no como Estados Unidos, donde solo se estudian los 40 Principales de las matemáticas. Solo conocen el teorema de Pitágoras y quizás el número de Avogadro, ¿verdad? —Dejó de hablar y miró a los alumnos—. ¡Usted! —gritó señalando a una chica de la primera fila—. ¿Sabe siquiera lo que es el teorema de Pitágoras?
Andrew solo veía la coronilla rubia de la chica. Podría ser Ora Nelson, que también estaba en su clase de geología (más conocida como «piedras» a nivel deportista), famosa por ser jugadora de softball del equipo All-State y por tener una extraña habilidad para memorizar información sobre el periodo cretácico. «Triángulos: a2+b2=c2, ¡Vamos, Ora!», intentó trasmitirle mentalmente. Andrew se quedó allí sentado, tenso, esperando que ella hiciera o dijera algo. Gracias a Dios que ese día había llegado pronto; quién sabía qué otras cosas les iba a exigir Kalchefsky a los de la primera fila.
Durante un largo momento la chica se quedó petrificada en su asiento y después, por fin, se encogió de hombros y dijo:
—¿Eureka? ¿Era el tío del eureka?
Kalchefsky se la quedó mirando fijamente con las cejas levantadas. Después, muy despacio, con mucha mala leche, contestó:
—El tío del eureka. Genial. —Miró a la clase—. Señoras y caballeros, denle la bienvenida a la muerte de la excepcionalidad americana.
Unos cuantos lameculos recalcitrantes rieron. El tío que estaba sentado al lado de Andrew se le acercó y le susurró:
—¿Crees que se habrá hecho de Al-Qaeda?
Andrew sonrió e hizo como si se abrochara un chaleco explosivo y estallara; eso hizo que se sintiera un poco menos incómodo por lo que estaba ocurriendo delante de él.
El profesor se acercó de nuevo a la pizarra de un salto e hizo un círculo furioso alrededor de la fórmula.
—¿Cómo se puede esperar que alguno de los genios de las finanzas de este país entienda cualquier cosa que sea un poco más compleja que el abecedario? —Volvió a girarse hacia la pizarra y llenó la fórmula de flechas—. Esto es la cópula gaussiana, que recibe su nombre de Carl Friedrich Gauss, uno de los mejores matemáticos que han existido. Lo que hace esta fórmula, algo que seguro que ninguno de ustedes sabe, es correlacionar variables aparentemente dispares y predecir una conexión entre ellas. Li no inventó la cópula, pero la introdujo en el juego financiero, y fue él quien cometió el segundo error crucial que ahora tenemos que pagar todos: nos hizo pensar que el riesgo podía cuantificarse. Y asumió que las corporaciones eran como las personas. ¡Como las personas!
«David X. Li», escribió Andrew. «¿Personaje? ¿Tío loco de las finanzas?»
«Estados Unidos/caída».
«¿K. cree que la crisis es culpa de DXL? ¿Qué? ¿Parte de lo del profesor loco, alguien tiene la culpa de todo? Odia a América, odia a China, ¿nueva guerra fría? ¿Personaje racista? ¿Debería haber algo sobre otra raza también?». Jo, la comedia era complicada.
—¿Y saben en qué se basa la cópula gaussiana de Li? En ancianos enamorados. Literalmente en «hasta que la muerte nos separe».
La gente se estaba revolviendo en sus asientos, hablando sin molestarse mucho en bajar la voz ni taparse la boca con la mano. El vecino de Andrew se acercó de nuevo y le susurró:
—¿Pero de qué coño va, tío? —Andrew negó con la cabeza, perplejo.
Kalchefsky empezó a gritar y unos mechones de pelo mojados por el sudor le cayeron sobre la frente.
—¡Amor! ¡Amor! ¡Amor! ¿Alguno de ustedes sabe algo sobre el amor? —Sacudió la cabeza y respondió a su propia pregunta—. No. Nada de nada, monada. No saben nada. Ninguno. No han sufrido bastante para amar de verdad. ¿Qué son ustedes… de primer año? ¿De segundo? ¿Qué tienen, veintiuno? ¿Veinte? No han amado. ¿Existe el amor en los barrios residenciales? ¡Negativo!
Un valiente que estaba sentado por el medio de la clase levantó la mano.
—Eh… profesor Kalchefsky, ¿qué tiene que ver todo esto con Wall Street y esas cosas?
Kalchefsky se cebó con él.
—¿Y esas cosas? ¡Y esas cosas! —Y empezó a hacer una especie de bailecito con los hombros hundidos y agitando los brazos, eso que los adultos que no tienen ni idea hacen cuando quieren burlarse de algo que pertenece a la cultura de los más jóvenes—. Oye, tío, háblame del Federal y esas cosas. Hey, hola, hermano, ¿qué pasa con el mercado de bonos y esas cosas...?
»Respondiendo a su pregunta, lo que el amor tiene que ver con «Wall Street y esas cosas» es que, antes de que David X. Li se metiera en los entresijos de Wall Street allá por 1997, trabajó estudiando el síndrome del corazón roto, que es un fenómeno muy real que ninguno de ustedes tiene la experiencia suficiente para comprender. El amor verdadero y abnegado. El amor más allá de la tumba. Piensen en una pareja: ancianos, pelo blanco, casados durante cincuenta años. Uno de ellos muere y es muy probable que el otro no tarde mucho en seguirle. Se mueren porque tienen el corazón roto y se sienten solos, pero reconocidos economistas como David X. Li tienen que ir y entrometerse en la belleza que hay en algo así para encontrar una manera mejor de ponerle un precio a los seguros de vida. La antítesis de la belleza, ¿no? Esos contables desarrollaron un método con el que, tras introducir unos cuantos datos, se consigue un número: una fecha de fallecimiento probable. Y David X. Li le echó un vistazo a eso y decidió que, con unas pocas modificaciones, podía usarse para conseguir otro número totalmente diferente: la probabilidad de morosidad de una empresa.
»Si han prestado algo de atención durante todo este semestre, sabrán que el centro de todos los estudios de economía es el riesgo. Si controlas el riesgo, estarás haciendo dinero. Si dejas que te supere, estás hundido. Así que, naturalmente, cuando David X. Li llegó y dijo que había encontrado una forma de cuantificar el riesgo, todos los fondos de inversiones y operadores de bonos se subieron de un salto y sin pensárselo a ese particular Orient Express.
Andrew levantó repentinamente la mano. Le sorprendió incluso a él.
Estaba al fondo de la clase, así que tuvo que gritar.
—¡Profesor Kalchefsky!
El profesor se detuvo. Miró a Andrew. Una mirada envenenada, cansada.
Andrew se levantó.
—¿Y por qué es culpa de David X. Li? No creo que sea culpa suya. No obligó a nadie a utilizarla, ¿verdad? La… ¿cómo se llama? La fórmula. Solo la escribió, no dijo que todo el mundo tenía que usarla. —Andrew dejó de hablar y esperó a que el profesor se mostrara de acuerdo con él. Tenía razón, sabía que tenía razón.
—¿Obligar? No, no «obligó» a nadie a utilizarla. Y nadie «obliga» a los niños a darles la lata a sus padres para que les compren los cereales azucarados que tienen en el paquete a sus dibujos favoritos; nadie «obliga» a las chicas a matarse de hambre hasta estar anoréxicas para poder parecerse a las de las portadas de las revistas. No, Li solo creó una fórmula que aseguró que podía resolver el mayor problema que tenía Wall Street sin grandes complicaciones y la soltó en un campo lleno de cabrones hambrientos y miopes. Pero él es totalmente inocente, absolutamente. ¿Y saben de qué más es inocente? De ensuciar el buen nombre de Carl Friedrich Gauss. Gauss merece ser recordado como el príncipe de los matemáticos: su trabajo tuvo impacto en campos como la astronomía, la óptica y la geometría diferencial, en todas las formas que tenemos de observar y comprender el mundo físico. Pero en los democráticos Estados Unidos su nombre siempre estará asociado a la ruina financiera. Aunque eso no es culpa del inescrutable David X. Li tampoco, ¿verdad?
Andrew puso los ojos en blanco. No podía evitarlo. Inescrutable era un insulto tan flojo que ni siquiera merecía la pena protestar.
—¿Se han asustado ya? ¿Por fin se han despertado y están pensando en algo más que en los barriles universitarios y el sexting? ¿Saben que Li se formó en una de las universidades más respetadas de China, la Harvard de Tianjin, y que el gobierno comunista le animó a irse a Norteamérica? ¿Cómo sabemos que no ha estado trabajando para ellos desde el principio? Ahora mismo China posee el ocho por ciento de la deuda de Estados Unidos. ¿Cómo sabemos que todo esto no estaba planeado, urdido en el fumadero de opio oficial del honorable Deng Xiao Ping?
—¡Oh, vamos…! —La voz llegó desde un extremo del aula.
Andrew, como todos los demás de la clase, se giró hacia el lugar de donde había salido. Cuando el profesor Kalchefsky se había ido exaltando, el chico que estaba al lado de Andrew había sacado su teléfono y empezado a grabar sin que le vieran; pero en ese momento lo levantó, todas las precauciones olvidadas, y recorrió con él la sala como si fuera un periscopio, intentando averiguar quién había hablado.
La voz continuó.
—Vale, digamos que estaba todo planeado, ¿vale? ¿Es que Occidente no se lo merece? Solo está probando un poco de su propia medicina. ¡Un hecho! En el año 500 y algo los misioneros cristianos robaron gusanos de seda chinos y los utilizaron para sostener al imperio bizantino durante mil años. ¡Otro hecho! A finales del siglo XIII Marco Polo fue a China, donde aprendió todo sobre la pasta, y ahora todo el mundo piensa que los italianos lo saben todo sobre los espaguetis.
Era Mark Foo, un tío asiático combativo, no precisamente el tipo de tío con el que Andrew se relacionaba. Foo Man Chu, como le llamaban, siempre estaba organizando protestas y cenas colectivas con dumplings10; era el tipo de tío que se inventaba apodos para las chicas asiáticas que siempre salían con tíos negros (el favorito últimamente parecía ser «banana de chocolate») o con tíos blancos («cabezas de limón»); también era el presidente de la Asociación de Estudiantes Asiático-americanos. Andrew había ido a un par de reuniones, pero pronto se dio cuenta de que las únicas veces en que se había encontrado con las actitudes racistas supuestamente generalizadas de las que se hablaba en ellas, era cuando escuchaba a otros miembros de la asociación denunciarlas allí. De hecho, las reuniones servían más bien como clase de racismo, igual que el programa DARE antidroga había servido para que a los chicos de barrio residencial se les ocurriera que se podía esnifar pegamento y para enseñarles un montón de nombres populares de la PCP. En la segunda reunión Andrew se apuntó a un comité social, pero después nunca volvió, a pesar de la cantidad de llamadas que le hizo Mark Foo, que empezaron siendo alentadoras, después pasaron a un tono pasivo-agresivo y acabaron siendo claramente acusatorias. Pero en ese momento a Andrew su intervención le pareció bien.
Pero Kalchefsky no parecía compartir esa misma opinión.
—Venganza por crímenes del pasado. Vale, digamos que es eso. Una kármica patada de kung fu en los huevos. Pero ¿saben quién está recibiendo esa patada en los huevos? ¿Son los descendientes de esos misioneros? ¿Los anglosajones que se beneficiaron de ese robo original? No, ellos siguen en sus mansiones de Martha’s Vineyard, comiendo langosta y peleándose por decidir quién se la pela más y mejor a Bill Clinton. ¿Y quién es el que acaba jodido? «yo». —El profesor agarró el periódico que había enseñado al principio de la clase y lo arrugó al cerrar la mano—. ¿Saben que yo ganaría más o menos lo mismo que gano aquí de profesor adjunto enseñando cálculo a niños ricos en un instituto? Toda la mentalidad económica americana está deformada. Sus padres están dispuestos a pagar 500 dólares por crédito para que ustedes vayan a una buena universidad (si es que esta se puede considerar una buena universidad, que no lo creo, lo que significa que sus padres en concreto no han abierto sus carteras lo suficiente), pero los profesores a los que vienen a escuchar y de los que pretenden aprender apenas cobran un sueldo digno. De hecho, hay tanta gente que quiere entrar en el mundo académico, que cualquier día podrían, razonablemente, no pagarnos nada, pero aquí estoy, formando a los que me van a reemplazar. Los académicos engendran académicos. Pero aun así y a pesar de mi exiguo sueldo, consigo guardar lo suficiente para hacerme un cómodo y mullido nido, y de un día para otro, sin previo aviso, «desaparece». Borrado.
Andrew se acercó a su vecino.
—¿Pero este tío no tiene treinta o algo así? ¿Cuánto podía haber ahorrado? —Sintió un estremecimiento de furia. ¿Sería Kalchefsky tan gilipollas a la hora de hablar de sus padres si supiera lo que estaban pasando los Wang?—. ¿Con el maldito sueldo de un «profesor»?
En la parte delantera del aula Kalchefsky dejó de hablar y se quedó mirando a Andrew.
—¿Hay algo que quiera compartir con la clase? ¿Tiene tal vez algún comentario gracioso sobre mis ahorros para la jubilación? Usted es el humorista, ¿no? Le recuerdo de la función de los de primer año el curso pasado.
Pura felicidad. Eso era lo que sentía Andrew siempre que alguien mencionaba los mejores siete minutos y medio de su vida. Una oleada de puro placer que le inundaba los sentidos y le devolvía al momento en que estaba en el escenario oyendo las primeras risas. Entonces aparecía en su cara una sonrisa un poco culpable que decía: «¡Así es ser famoso!». Oh, la fama. Joder, cuánto la deseaba.
Necesitó un momento para dejar a un lado esas ansias de felicidad y recordar que Kalchefsky le había hecho una pregunta.
Andrew negó con la cabeza.
—No —contestó—. Nada.
—Eso es lo único que se podía esperar de alguien que hizo una interpretación como aquella.
Herido en su orgullo, Andrew sintió que su boca se abría. Se levantó sabiendo que tenía que decir algo, «lo que fuera», pero sin saber muy bien qué iba a salir por su boca. Y lo que salió fue:
—Ha estado toda la clase comportándose como un loco ¿por eso? ¿Porque ha perdido un poco de dinero? Ha dicho que su sueldo es poco menos que nada, así que ¿cuánto podía haber ahorrado? Me refiero a que ha habido un momento en que parecía que esos Beanie Baby eran granadas en miniatura o algo ¡y que estaba a punto de convertir este sitio en Columbine! ¡Se supone que es profesor! ¡No es culpa nuestra que haya perdido su dinero! ¿Por qué está tan cabreado con nosotros?
—Parece que le preocupa mucho el tema de a quién se le atribuye la culpa, señor Wang.
Todo el mundo le estaba mirando. De nuevo.
—¡Porque usted está echándole la culpa a todo el mundo! Y no tiene razones para hacerlo. Está actuando como si fuera culpa de todos y nadie más hubiera perdido nada. Pero usted… Quiero decir que no sé lo grande que será AIG ni cuánta gente tendrá cuentas allí, pero ha dicho que el rescate es de 85.000 millones, así que seguro que son muchos y que todos habrán perdido algo. ¡No es solo usted!
Andrew se detuvo, aunque podría haber seguido, porque las cejas de Kalchefsky se unieron y se elevaron como las de un perro con cara de culpabilidad.
—En cierto sentido tiene usted razón y me disculpo. Ninguno de ustedes puede saber cómo es perder el resultado de años de esfuerzo, porque no han tenido esos años para invertirlos en nada. No puedo culparles a ustedes por no entender un concepto que no casa con su edad.
Condescendencia. Eso era. Como si todo importara más porque era unos años mayor.
Andrew no tenía intención de contarle a nadie lo que le estaba pasando, ni siquiera se había despedido de nadie aparte de Emma, pero entonces, de repente, lo soltó todo.
—¡Es «usted» el que no sabe cómo es! ¡«Usted» no sabe nada de lo que está pasando! —No iba a llorar. Nada de lágrimas en la clase de economía—. Yo «sé» que esto es una crisis porque mi familia está prácticamente en la ruina ahora mismo. No tengo casa a la que volver y me veo obligado a dejar la universidad. Y un tío que parecía salido de un programa de televisión de Spike TV ha venido a embargarme el coche.
Kalchefsky enarcó aún más las cejas. Los tíos que tenía a ambos lados se giraron hacia él, con los ojos como platos. Toda la clase estaba llena de caras de compasión. Le latía el corazón con fuerza dentro del pecho y miró el teléfono para asegurarse de que no había marcado el número de su padre por accidente en medio de ese discurso. Tenía que salir de allí. Eso era lo único que podía hacer. Tenía que salir de clase inmediatamente y después tenía que dejar Arizona para siempre. Todo se puso en movimiento de nuevo. Vio manos que le tendían. En la parte delantera del aula, el profesor Kalchefsky empezó a recomponer su expresión.
Pero se acabó. Andrew no podía quedarse. Cogió su mochila con una mano y su portátil con la otra y salió corriendo hacia la puerta.
10 Bolas de masa, a veces rellenas, que se cuecen en caldo o sopa, típicas de la comida asiática. (N. de la T.)