15
Los Wang habían caído muy hondo y muy rápido.
Cuando era niño, Charles nunca se creyó del todo esas historias de grandezas pasadas que contaba su familia: la casa con cinco plantas encaramada en la ladera de piedra de una montaña, con una legión de porteadores siempre preparados para subir o bajar a la señora por la casa en un palanquín. Los estanques ornamentales para peces koi, los divertidos perros falderos y los platos con el borde de oro que se sacaban para banquetes interminables con lechones recién sacrificados. La cámara de los tesoros, donde, sobre estantes de palisandro, había grandes pedazos de ámbar que contenían criaturas prehistóricas junto a brillantes conchas de caracol Nautilus y un huevo Fabergé del tamaño de uno de avestruz. Todo rodeado de hectáreas y más hectáreas de tierras muy verdes.
En el contexto de habitaciones espartanas y comidas silenciosas de su infancia, nunca le cupo en la cabeza esa vida mítica. Con los años, los recuerdos que le habían contado sus tías del pasado familiar fueron adoptando ese aire difuso de los cuentos de hadas y se mezclaron en su mente con otras historias ojeadas, como la del guerrero que salvó el mundo de los siete soles o la de la diosa que se vio exiliada en la luna, donde su único amigo era un conejo.
Y esta vez Charles había conseguido perder toda una existencia dorada en la mitad de tiempo, sin la ayuda de una Guerra Mundial ni de un demagogo asesino. Tal vez el fracaso estaba incrustado en el código de su ADN, como la anemia drepanocítica o la enfermedad de Tay-Sachs, e iba a aparecer generación tras generación hasta que alguna singularidad del mestizaje por fin lograra erradicar esos cromosomas traidores. Tal vez saliera a la superficie la despreocupada estupidez de May Lee y librara a sus hijos de la mancha del fracaso. Aunque hasta ese momento no estaba funcionando. Saina estaba escondida en un lugar perdido del campo, Grace todavía era una niña y Andrew, bueno, Andrew quería ser humorista, una elección profesional que solo podía ser una demostración deliberada de rebeldía en contra del éxito.
Y él los había deshonrado a todos con su fatal error. Charles siempre había pensado que él era la quintaesencia del hombre de negocios. Estaba en el negocio del maquillaje porque había encontrado una forma de producir productos populares a precios bajos, pero se podría haber dedicado a la mantequilla de cacahuete para gourmets o al aislamiento de edificios o a los cordones de zapatos, a cualquier negocio en el que le hubiera surgido la oportunidad. Se había entrenado para acabar amando la mitología que acompañaba el maquillaje por el dinero que podía ganar con ello, pero si hubiera llegado a Estados Unidos con una lista de contactos de cultivadores de algas, se habría dedicado a ensalzar las virtudes del zumo verde y habría intentado la diversificación comercializando polen de abejas.
Todo lo que hacía, lo hacía con pasión; las emociones no estaban en la ecuación. Las mujeres se dejaban dominar por la emoción, los hombres por la pasión. Esa era la verdad. Nada de Marte y Venus, el verdadero secreto de la diferencia entre los sexos era ese.
Los hombres: conquistadores de tierras, buscadores de belleza, defensores de la verdad.
Las mujeres: portadoras de los hijos, guardianas del hogar, dolientes de los muertos.
Eso era algo que Charles había sabido siempre. Solo había que mirar las revistas. Las revistas de mujeres siempre hablaban de sentir cosas. Había consejos sobre cómo sentirse guapa, cómo sentirse amada, cómo sentirse feliz… todo vendido haciéndolas sentir que no eran ninguna de esas cosas. En cambio, las revistas de hombres hablaban de ganar dinero, de ir a sitios, de tener sexo con mujeres guapas y de comer cosas raras y sanguinolentas. Pasiones, no emociones.
Se reafirmaba en esa idea siempre que hojeaba la pila de brillantes revistas que había en la sala de espera de su despacho, revistas de negocios mezcladas con otras de moda: Fortune emparejada con Vogue, Elle y Mademoiselle abiertas al lado de Fast Company, las serias Inc y Money confraternizando con Visionarie, y Smart Money pegadita a Glamour. Esas revistas siempre le hicieron sentir una cierta compasión por las mujeres, por mucho que también las admirara y las deseara.
Charles recordó haber leído algo en una de ellas, Fortune seguramente, en los primeros días del milenio, cuando parecía que nada de lo que hiciera podía salirle mal. «Una empresa se hunde, igual que un hombre se arruina: como escribió Ernest Hemingway, primero gradualmente y después, de repente», decía el autor. Y así era exactamente como había sido con los negocios de Charles, aunque la parte gradual también había sucedido muy, pero que muy de repente.
La emoción era la culpable.
En realidad, el error de Charles fue ser lo bastante tonto como para guardar todo su dinero en una caja bajo la cama, y después emborracharse y ponerse a contarlo todo delante de un cerrajero ladrón.
Durante años se había ido expandiendo con cabeza, comprando fábricas solo cuando la demanda lo exigía imperiosamente o cuando los precios bajaban, pero, de repente y simultáneamente, las ventas de tres de las marcas que fabricaba subieron estratosféricamente, lo que supuso un crecimiento espectacular de los pedidos y una importante inyección de dinero. Tenía que reinvertir el dinero para evitar pagar demasiados impuestos, y entonces entró en juego la vena competitiva de Charles. ¿Por qué quedarse en la retaguardia produciendo en cadena mercancía para maquilladores a tiempo parcial cuando él era un visionario? Si todo dependía de los expositores, pues sería «él», con sus «propios» productos, quien aparecería justo delante de los ojos del cliente. ¿Por qué iba a dejar que esos aficionados se llevaran el mayor margen de beneficio? Charles Wang sabía lo que el mundo quería y se lo iba a dar.
Pero para hacerlo bien, necesitaba más liquidez.
En algunos momentos de oscuridad, Charles se permitía reproducir de nuevo esa conversación en su mente. Y cada vez, cuando se acercaba más y más el punto de inflexión, sus fallos destacaban con mayor claridad.
En realidad, fue culpa de una serie de adversidades.
Una: Marco Perozzi, el banquero con el que solía tratar, ya no estaba.
En su lugar estaba J. Marshall Weymouth, más conocido como «Llámame Marsh».
Y Charles era un hombre que no creía en la falsa familiaridad que daban los apodos.
Dos: era 2006.
La Reserva Federal había subido los tipos de interés al 5,25% y amenazaba con seguir subiéndolos.
Y Charles era un hombre que sabía que, cuando los gobiernos lanzaban una amenaza, normalmente la cumplían.
Tres: el mercado de los cosméticos de lujo había alcanzado un valor de 6.000 millones de dólares.
El mercado de los cosméticos étnicos, casi sin explotar, tenía un potencial de 3.000 millones.
Y Charles era un hombre que creía en el potencial.
Acierto, error, error.
—Marsh —dijo Charles, blandiendo el apodo como habían hecho antes que él un centenar de compañeros de cuarto del internado y de miembros de su club gastronómico—, nadie hace esto ahora. Aquí hay una fortuna.
Marsh le daba vueltas al sello que llevaba en el dedo. Miró la línea de productos que Charles había desplegado sobre la larga superficie de obsidiana de la mesa y jugueteó con el ratón táctil del portátil que Charles había utilizado en su presentación.
—¿Y qué intención tiene con la creación de esta línea, señor Wang?
—¿Intención? Ganar dinero.
El banquero se revolvió en el asiento.
—¿Eso es todo?
Charles estaba confundido. Ya le había hablado de su estrategia de crecimiento, del poder adquisitivo de las mujeres no caucásicas, del éxito de las otras líneas de maquillaje con un público objetivo concreto, de su estelar cadena de suministro y de sus planes de distribución.
—¿Y qué más hay? —preguntó Charles.
Marsh se apoyó en el respaldo de su silla con aire decepcionado y desdeñoso.
—Los negocios no se llevan bien con la política —dijo.
—¿Política?
—La lucha por la inclusión es loable —contestó Marsh—, pero tradicionalmente no produce grandes réditos financieros.
¿Pero ese hombre paliducho y bien cebado quién se creía que era Charles Wang? ¿Una especie de revolucionario negro con un puño alzado sujetando un pintalabios rojo y una canana de la que colgaban rizadores de pestañas?
—Esto no es la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color con sombras de ojos, Marsh. ¿Sabes cuál es el margen de beneficio en cosmética, incluso cuando la marca tiene que comprar a un productor? ¡Setenta y ocho por ciento! ¿Sabes qué porcentaje consigo si lo hago yo? ¡Noventa y cinco por ciento de margen! Tienes ahí los estudios. El mercado está abierto. Sé venderlo. Tengo fondos importantes para invertir. Solo necesito más capital.
—Nadie está cuestionando su olfato para los negocios, señor Wang. Es evidente que hasta ahora ha tenido mucho éxito. Pero la experiencia me dice que los negocios que se crean simplemente con el objetivo de rentabilizar las inversiones muy pocas veces logran su objetivo.
Qué capullo. Peor que los comunistas, usando palabras que confirmaban su significado negándolo.
—Solo queremos estar seguros de que nuestro dinero se utiliza para generar más dinero —añadió.
Charles recordaba con nostalgia a Perozzi, su anterior contacto en el banco. Habían tenido una relación entre prestamista y prestatario casi perfecta. Charles pedía y Marco accedía. Charles prosperaba, Marco ganaba. ¿Qué más se podía pedir?
Y entonces llegó. El error garrafal. La emoción entró en escena.
J. Marshal Weymouth hizo que Charles se sintiera minúsculo, como si no hubiera ganado su primer millón antes de cumplir los treinta y tres años, como si no tuviera el contacto de una ardiente pelirroja que se llamaba Saoirse en la memoria de su teléfono, como si no hubiera salido de Taiwán siendo solo un montón de urea, para después acabar bendecido con la combinación más ideal de esposa e hijos que se podía imaginar. Hizo sentir a Charles como si cinco mil años de cultura china no superaran a unas pocas generaciones de don nadies penitentes que pensaban que un solo acto de rebeldía en el que mojaron unas cuantas cajas de té era suficiente para coronar una nación. Don nadies que se enorgullecían de que les apodaran como a un asqueroso parásito con alas: los putos WASP9.
—Está bien —repuso Charles—. Garantía personal. Esto no es ninguna fiesta multicultural, es una inversión empresarial fuerte, seria. Vamos a ver…
Charles cogió los papeles del préstamo y le quitó la tapa al bolígrafo negro. En la sección que estaba encabezada por: préstamo con garantía hipotecaria en el que el bien que garantiza la operación es, escribió: «836, Glover Circle».
—Mi casa —repuso pasándole los papeles por encima de la mesa—. ¿Quiere saber cuánto dinero quiero ganar? Lo suficiente para poner mi casa familiar en el negocio. Garantía personal. ¿Basta?
Ardiendo. Charles recordaba que se sintió como si hirviera por dentro. Se le erizaron unos puntos diminutos del cuero cabelludo y le hormiguearon, y de repente, casi demasiado tarde, recordó que se exigía a sí mismo utilizar la exquisita corrección propia de la forma de hablar de Hong Kong.
Weymouth simplemente enarcó una ceja y dijo:
—Está bien, señor Wang. Yo prefiero creer en los números.
Y entonces, por si su estupidez hasta el momento no había sido suficiente, Charles añadió (¡oh, cuánto se había odiado por eso después!):
—Perfecto. Yo también voy a creer en los números.
Y optó por un préstamo con un interés fijo.
Y entonces los tipos de interés cayeron en picado, poco a poco, con la misma regularidad con que habían estado subiendo durante los veintidós meses anteriores a que él firmara su préstamo. Todos los días Charles los veía caer y se mordía los nudillos diciéndose que iba a tener mucho éxito pronto y que entonces todo eso no importaría. Nada importaría. El objetivo de ganar tanto dinero era que el dinero ya no iba a importar. Pagaría el crédito completo de una vez y le ganaría la batalla a esos tipos de interés jugando a su propio juego.
Pero, claro, se equivocó.
Todo importó; importó tanto que arrasó con todo lo que había importado antes.
Solo hicieron falta dos años. Charles firmó ese préstamo y abrió dos tiendas de referencia de tres mil metros cuadrados en San Francisco y Chicago (ciudades en las que no había suficientes establecimientos de belleza, o al menos eso creía él) en las que no escatimó en gastos, y las llenó de una flotilla de vendedoras-barra-maquilladoras que cubrían todo el abanico de tonalidades, desde el amarillo champán hasta la brillante obsidiana, todas con la capacidad de transformar la cara de una clienta con solo unos cuantos brochazos seguros, elevando pómulos y definiendo mandíbulas, aplicando cremas y lociones que se fundían maravillosamente con las diferentes pieles faciales de toda la variada clientela.
Y dos años después, todo se había terminado.
Debería haber sido un éxito. Charles sabía que era una idea brillante. Y necesaria. En el fondo un buen maquillaje se basaba en un profundo conocimiento técnico del tono de piel y de la estructura facial (tenía tanto en común con la taxidermia como con el arte) y nadie más le estaba acercando ese conocimiento a los millones de mujeres no caucásicas que iban por ahí con las caras blanquecinas.
Pero fue un desastre desde el principio. Sus fábricas se dedicaron casi por completo a suministrar a las nuevas tiendas, lo que provocó que algunos envíos a clientes habituales llegaran tarde. Algunos se mostraron comprensivos y otros fueron unos capullos desagradecidos que se olvidaron de que fue Charles quien creyó en ellos cuando entraron por primera vez en su despacho con nada más que pelusas en los bolsillos y un diminuto sueño en el fondo de su corazón.
Y las tiendas tampoco funcionaban como deberían. Charles en persona ideó los anuncios para El Fracaso y, justo como predijo, causaron sensación: cinco bellezas, radiantes y desnudas, cubiertas solo por imágenes inspiradas en sus culturas. La mujer negra, una modelo etíope majestuosa que se había criado en una diminuta casa adosada de ladrillo en Astoria, tenía un dibujo tribal que iba de la rodilla a la cadera; esa pierna estaba colocada sobre el regazo de una mujer asiática, una ardiente chica tibetana cuya palabra favorita era «huevos», que tenía pintado sobre los pechos un dragón que escupía fuego; sus llamas se dirigían hacia una modelo latina, que en realidad era una italiana que se preocupaba de no perder nunca el bronceado, que le daba la espalda, cubierta por un sol azteca, a la cámara; los rayos de ese sol se veían un poco oscurecidos por el suave pelo castaño de una modelo india, una chica de Orange County muy buenecita a la que ningún hombre había visto completamente desnuda hasta que el maquillador le quitó la bata, que tenía un intrincado dibujo de estilo Mehndi en los brazos; y rodeada por esos brazos estaba la última modelo, una chica mestiza tan hermosa que Charles casi, casi, empezó a sentirse algo más optimista ante la perspectiva de tener nietos que no fueran cien por cien chinos. Se llamaba Opal y era la imagen de la tienda, y su contrato en exclusiva le había dado un buen mordisco al generoso presupuesto de publicidad que había previsto El Fracaso. Gracias en parte a ese generoso, demasiado generoso, presupuesto de publicidad, la prensa especializada en belleza le dio a Charles su apoyo incondicional rápidamente, pero sus lectoras no hicieron lo mismo.
Se odiaban a sí mismas, todas, y compraban el maquillaje ciegamente, pensado para otras caras.
Para el primer trimestre de 2008 estaba claro que El Fracaso no estaba cumpliendo las expectativas o, como mínimo, que los resultados obtenidos estaban espectacularmente alejados del éxito que se suponía que debería tener. Pero Charles estaba seguro, con una seguridad que provenía de años de verse hundido en la mierda hasta el cuello para al final salir limpio, de que podría darle la vuelta a la situación en la época entre Acción de Gracias y Navidad. Casi la mitad de todas las ventas de cosméticos se hacían durante esa temporada de vacaciones, así que, si lograba permanecer abierto hasta entonces, empezaría a despegar y después iría prosperando a lo largo de 2009, cuando las cosas iban a empezar a mejorar, seguro.
—Un crédito puente —dijo Charles—. No necesito nada más. Lo justo para mantener las tiendas abiertas todo el otoño.
Esta vez había tres banqueros. Tres secos hombres blancos colocados como fichas de dominó a un lado de la mesa de caoba, con sus secos labios blancos diciendo secas mentiras piadosas sobre su incapacidad de conceder más crédito, independientemente de cuándo El Fracaso se fuera a convertir en El Éxito.
—Con este ambiente económico —decía el banquero número 1— es muy difícil lograr aprobación para un crédito así.
—Claro que estamos teniendo en cuenta su admirable historial —añadía el banquero número 2—, pero con este ambiente, el éxito del pasado no sirve de garantía.
—El maquillaje —aportó el banquero número 3— tal vez no sea la mejor inversión. Al menos no con este ambiente.
Y después, al unísono, los tres acercaron sus vasitos de agua a sus narices larguiruchas y dieron una sucesión de sorbos rápidos y educados. Charles hervía por dentro, pero se mantuvo controlado, la palma de la mano sobre el pecho apretándose el corazón para que no le explotara de furia salpicándolo todo. En vez de eso, repasó los números otra vez, preguntándose si el problema era que no habían entendido su explicación sobre la temporada de vacaciones. Le parecía imposible (se suponía que esos hombres eran especialistas en venta al por menor; deberían estar familiarizados con la insaciable necesidad estadounidense de terminar el calendario con una locura de compras), pero ¿cómo se podía explicar su testaruda negativa a entender que la recuperación solo estaba a una panda de adolescentes con coloretes de distancia?
—La teoría del pintalabios —insistió Charles—. Leonard Lauder. 2001. Justo después del 11 de septiembre Estados Unidos entró en una recesión que era más que eso, ¿verdad? Todo el país estaba deprimido. Todos tristes. Nada iba a ser lo mismo nunca más.
Hizo una pausa y miró las tres caras que tenía delante. Sus pupilas se dilataron un poco al oír la mención del 11 de septiembre y los tres pusieron el apropiado aire de seriedad y preocupación. Oh, sí, pensó, ¡Charles Wang estaba a un paso de la salvación!
—Nadie compraba nada, solo pintalabios. ¡Así es! Las ventas de pintalabios subieron un once por ciento después del 11 de septiembre.
Charles esperó un momento. Ninguno de los tres se había inmutado.
—Así que tal vez empezamos otra recesión ahora, pero incluso en ese caso ¡subirán las ventas de pintalabios!
El banquero número 1, Marsh, la antigua némesis de Charles, negó con la cabeza.
—Las ventas de pintalabios no han hecho más que bajar de forma continuada desde 2007.
Esos cabrones de mentes literales estaban arruinando a Estados Unidos.
—¡Pero «pintalabios» no quiere decir solo pintalabios! —gritó Charles—. ¡«Pintalabios» quiere decir maquillaje! Todo lo que sirve a una mujer para sentirse bien, sentirse rica, sentir que se está cuidando, pero con cosas que no cuestan mucho, ¡eso es lo que significa pintalabios! Creemos que esta vez va a ser el esmalte de uñas. ¡Todo el mundo con su vena creativa! ¡Un lienzo en el meñique! ¡Pequeños lujos! ¡Caprichos razonables!
—Por favor, señor Wang —contestó el banquero número 1, estirando su mano huesuda y posándola en el hombro de Charles—. No hay necesidad de excitarse tanto. Sigamos con esta conversación tranquilamente.
Charles se levantó.
—Esta conversación se acabó. —Recogió sus papeles y apartó su vaso de agua—. Han dicho que no y es no, ¿correcto?
El banquero número 3 todavía tenía ganas de guerra.
—Señor Wang, es un no. Ahora usted decide si quiere buscar otro inversor o limitar sus pérdidas y cerrar el negocio ya, antes de que las cosas se pongan peor. Porque se van a poner peor.
«Idiotas pesimistas», pensó Charles.
—He venido a verles como cortesía —contestó—. Si no tienen interés en hacer una mayor apuesta, me voy a otro lugar.
—Nuestra recomendación es que reestructure su préstamo actual y cierre el negocio. Si lo hace, seguramente podrá conservar sus propiedades personales. Pero si decide arriesgarse, esperamos sinceramente que tenga mejor suerte en otra parte —dijo el banquero número 2, intentando calmar los ánimos, justo antes de cerrar la puerta nada más salir Charles de la sala.
Pero no la tuvo. No hubo mejor suerte.
Otras instituciones crediticias, inversores empresariales, empresas de belleza de mayor tamaño, clientes actuales, viejos amigos… nadie quiso invertir en El Fracaso.
Otra fecha de vencimiento llegó y pasó. Dos meses de nóminas salieron de la cuenta personal de Charles, un crédito consigo mismo que le exigía un interés muy amargo. Después un tercer mes. Y un cuarto. Los anuncios y los patrocinios de la semana de la moda internacional tuvieron que cancelarse, lastres tirados a un turbulento mar financiero. Al final ninguno de ellos supuso un peso suficiente como para tener verdadero impacto.
Y entonces, sin razón aparente, el banco le reclamó el préstamo completo, las fábricas y la casa incluidas. Una llamada, una notificación oficial y estaba hecho. De vuelta a no tener nada.
Incluso a la hora de fracasar, Charles Wang había tenido en éxito espectacular. Si se valoraba todo en su conjunto, con una perspectiva en la que no hubiera cosas bien hechas o mal hechas, en la que la acción triunfara sobre el estancamiento, había sido un fracaso perfecto. Rápido y total. Ninguno de los habituales mecanismos de seguridad integrados en el sistema consiguió salvarle; en vez de eso, Charles se entrampó él solito, levantando un castillo de naipes financiero innecesario que no dejó de crecer hasta acabar desmoronándose por culpa de un tornado financiero históricamente anómalo.
«Yo no podía rescatar a los Wang, —pensó Charles entonces—. Los Wang nunca van a ganar. Nuestros fracasos siempre serán épicos y nuestras derrotas siempre espectaculares».
9 WASP (White, AngloSaxon, Protestant; blanco, anglosajón y protestante) también significa «avispa» en inglés. (N. de la T.)