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Helios, Nueva York

Saina estaba sentada tras el volante de su coche aparcado, un Saab que el anterior dueño de la casa (un director de teatro viudo que ya no podía soportar los inviernos del norte de Nueva York) había dejado allí, junto con una buhardilla llena de muebles viejos y un cobertizo hasta arriba de cubos de aislante para la humedad que nunca llegó a aplicar. Tenía dos bolsas de tela hechas una bola en el regazo. Miró el mercado montado sobre el suelo de tierra y deseó que Leo no estuviera allí. Algunas semanas era Gabriel, su ayudante, el que recogía las cajas de lechugas hidropónicas, las llevaba al mercado y se ocupaba de explicarles a los padres entrados en años que llevaban sobre los hombros a niños con crestas que Fatboy Farm solo cultivaba productos de la familia de las astaraceae, no de las cannabaceae.

¿Y si los productos de la granja de Leo no estaban allí? ¿Sería por ella? Le había escrito un email, una vez, con una disculpa en la que no dejaba de disculparse por lo inútil que era pedir disculpas, y le había enviado mensajes, dos veces, pidiendo perdón de forma más breve y más triste, pero al final dejó que Grayson la envolviera y la arrastrara al egoísmo, pensando que era mejor, en realidad, que Leo entendiera las cosas por su cuenta. Mejor arrancar la tirita que dejar que se quede pegada a la herida.

Pero estaban en las Catskills, ese era el único mercado de agricultores en treinta kilómetros a la redonda, y su padre iba a venir a su casa. No podía recuperar su antiguo mundo para él, pero al menos tenía que recibirle con todas las cosas buenas que ese mundo le podía proporcionar. Las brillantes manzanas Red Delicious que habían llegado al supermercado local desde México estaban bien para Grayson, pero los Wang se merecían las crujientes y olorosas Macouns locales, con sus venitas rosadas y su pulpa blanca y llena de brillo.

El mercado estaba dispuesto en forma de cruz y en el centro había una banda de country y unas cuantas mesas hechas con caballetes. Había niños con caras pintadas de pandas y vacas corriendo entre la gente, la mitad de ellos descalzos. Saina se colgó una bolsa del hombro. Ya estaba llena, los tallos verdes de unos nabos asomando por arriba, y recordó, demasiado tarde, que esa bolsa, precisamente, había empezado su vida como objeto de regalo en una fiesta de Gucci para recaudar fondos para UNICEF, uno de los eventos de esa infinita rueda que formaba parte de la anterior vida de Saina en Nueva York. El logo de la marca de moda estaba impreso en ambos lados, así que ni siquiera podía girarla para ocultar las dos enormes «g» entrelazadas.

Saina estaba examinando un manojo de zanahorias multicolores cuando vio un movimiento, una serie de movimientos más bien (un brazo, un retorcimiento, un hombro, un encogimiento), y se quedó petrificada, dejó de respirar y se le cayeron las zanahorias. No era Gabriel. Leo. Estaba sonriendo; solo le veía los contornos de la cara, pero conocía esos pliegues y esos hoyuelos tan bien que podía identificarlos incluso a través de ese velo de dióxido de carbono y clorofila. Estaba sonriendo y le tendía una bolsa de lechugas a una mujer con el pelo blanco, un jersey drapeado y gafas de montura roja que estaba justo frente a Saina. Esa era la persona que Grayson debería haber visto, ese hombre alto y seguro.

¡Qué bien se sentirían esos bienintencionados fugitivos del Upper West Side comprando productos orgánicos, que ni siquiera tenían que lavar antes de consumir, a un hombre negro guapo que los saludaba con un exótico entrechocar de puños! Un tipo atractivo y expresivo, no muy diferente del joven senador de Illinois que se alegraban de haber nominado, quien iba a mostrar al mundo que la esclavitud había quedado atrás y que sabíamos apreciar el hip hop. ¡Sí! ¡Un montón de casillas marcadas de un solo plumazo!

Saina se quedó parada. Leo y ella solían hacer eso a veces: convertir, medio en broma, a todos los que los rodeaban en liberales del peor tipo imaginable, de los que se daban palmaditas en su propia espalda utilizando todos esos tópicos sobre la gente de color para alinearse los unos con los otros. Pero no era justo. No eran muy diferentes en realidad de su padre, que decía que los indios eran «agradables de mirar» y que organizaban festivales muy coloridos, pero que no se podía confiar en ellos bajo ninguna circunstancia.

Durante un minuto Saina se permitió imaginar a su padre conociendo a Leo. La reacción de su padre era completamente impredecible: con Leo, o se vería conmovido hasta la médula y daría vergonzosas muestras de emoción, o le saldría una fea mojigatería patricia y declararía que Leo y todo lo que representaba, irreparablemente, no estaban a la altura de los gloriosos Wang.

Fuera lo que fuera, Leo le iba a desconcertar. Su nombre completo era Lionel Grossman. Los Grossman eran una familia que vivía en las Catskills desde hacía generaciones y que contaba con un largo linaje donde se podían encontrar cómicos del Borscht Belt, líderes de importantes bandas y algún que otro adicto a la heroína, hombres cuyo amor por el romance solo se podía equiparar con su amor a la carretera, lo que resultó en un ansia peripatética que produjo generaciones de hijos ilegítimos (a los que adoraban) y un paisaje de esposas siempre cambiante. A Leo lo adoptó esa familia cuando tenía siete años, un niño valiente y pequeño que llevaba bajo la custodia del estado desde que tenía dos años y que ya estaba resignado a que no le quisiera nadie. «Era principios de los ochenta. Sabíamos que nadie quería llevarse a niños negros. Los famosos no adoptaban entonces bebés de color chocolate de Malawi. Era otra época», le contó a Saina una vez. Y después bromeó con que la gran familia de los Grossman creyó que estaban sacando a un negrito del gueto, pero lo que hicieron fue introducirle en una familia de músicos holgazanes. Si hubieran sido negros, se les habría considerado problemáticos, pero como eran judíos, solo se les consideraba bohemios.

Saina levantó su bolsa llena por encima de la cabeza, esquivó unas mesitas plegables y se coló por la parte de atrás del puesto sin apartar los ojos de Leo. Todavía seguía sonriendo.

Todo le daba vueltas.

Le parecía injusto acercarse por detrás, sorprenderle así, pero no podía, no quería, acercarse por el lado de los clientes, donde las lechugas quedarían entre los dos. Mientras cruzaba la gravilla hacia un Leo desprevenido, una piedrecita se le metió entre las uñas de los pies, pintadas de rojo. Se agachó para sacársela y notó que el tirante de su vestido de seda de color verde menta, solo un vestido de verano, nada especial, se le deslizaba un poco por el hombro. Bien. Con el corazón latiéndole con fuerza, se apartó el pelo hacia el otro lado, dejando al descubierto el cuello. No es que esperara que Leo la estuviera mirando, la verdad, pero siempre estaba bien colocarse en postura que mereciera la pena mirar, por si acaso.

Y de repente, antes de que le diera tiempo a prepararse, ahí estaba. Lo bastante cerca como para poder tocarle. Los omóplatos tensando la tela de su camiseta negra desvaída.

Saina tenía intención de darle un toquecito en el hombro, pero en vez de eso apoyó la mano en su cálida espalda y la bajó hasta la curva de su cintura. Él se volvió. Ella apartó la mano. Dio un paso atrás.

—Oh. Hola. Leo. Hola.

Él la miró con expresión neutra.

Ella levantó la bolsa.

—Estoy comprando cosas. Verduras. He comprado una trucha de río a los chicos del pescado. Y queso. Tallegio.

Un asentimiento. Sus ojos se fijaron en el enorme logo.

—Es de un evento. No la compré. No haría eso: no compraría una bolsa de Gucci para ir a un mercado de agricultores locales. —Saina recordó que Leo no sabía lo de su padre y su caída.

—Puede que sí lo hicieras.

Ahora. Dilo ahora, se dijo.

—Grayson se ha ido.

Leo se quedó helado, sin dejar de mirarla.

—Él… Ya no le quería aquí.

Él lo pensó.

—¿Y él quería quedarse?

Si dudaba todo estaría perdido.

—Sí —contestó inmediatamente.

Y entonces vio en los ojos de Leo que algo en su interior se ablandaba de esa forma terrible e increíble en que solo pueden hacerlo los hombres que se supone que son invulnerables. La miró, lleno de esperanza, y Saina sintió que moría un poco por dentro.

Saina sabía que con veintiocho años todavía era joven. En Nueva York tenía amigas con cuarenta y pocos que todavía conservaban su belleza sin grandes dificultades, que conocían a hombres con talento diez años menores u hombres ricos veinte años mayores (los que tenían su edad estaban demasiado preocupados por sus divorcios para buscarse otro matrimonio), se casaban y formaban familias con ellos como si sus vidas no estuvieran ya unas cuantas décadas fuera de tiempo. Pero allí arriba, en Helios, todos los de veintimuchos estaban obstinadamente emparejados. Era como si hubieran salido de un manual de economía doméstica de los treinta: las mujeres con sus delantales de flores vintage y sus botes de mermelada para consumo propio, los hombres con sus negocios de apicultura y sus empresas de diseño de camisetas. No es que a Saina no le gustara la idea de cultivar sus propios tomates en su huerto, pero, bueno, le parecía muy solitario convertirse en un icono de la vida doméstica estando sola.

De vuelta en su casa, abrió la puerta de su nueva nevera Smeg, con un recubrimiento empolvado especial de color amarillo fuerte, y apartó los recipientes de cuscús israelí con trufa y de yogur de leche de cabra para hacer sitio para el botín que se había traído del mercado de agricultores: fruta de verano, pepinos llenos de bultos, mazorcas de maíz blanquecino, mozzarella fresca envuelta en hojas de asfódelo y dos bolsas hasta arriba de verduras verdes de Fatboy Farm que Leo le había dado antes de que se separaran.

Fuera oyó cerrarse la puerta de un coche.

Lo primero que pensó fue: ¡Grayson ha vuelto!

Después: ¡Leo me ha perdonado de verdad!

¿Quién era esa chica que iba de acá para allá entre dos novios, con el corazón hinchándose o contrayéndose dependiendo de cuánto la quisieran? No era Saina. Definitivamente no. Ella era artista, era independiente. ¿Podían los impulsos básicos de alguien adueñarse de su verdadera naturaleza, convirtiéndole para siempre en una persona en la que ya no se reconociera?

Sonaron pasos en el camino de pizarra que se dirigieron a la puerta lateral. En un segundo quien fuera pasaría junto a la ventana abierta de la cocina. Era el momento de agacharse y escabullirse al estudio sin terminar, donde debería estar trabajando para intentar reconducir de alguna forma esa sensación de vergüenza por partida doble que le habían provocado por un lado la traición, y por otro su caída en desgracia.

Pero la curiosidad hizo que se quedara donde estaba.

Vio pasar decididamente por delante de la ventana un corte de pelo asimétrico que coronaba un cuerpo larguirucho vestido con una mezcla hipster de vaqueros pitillo de un rosa fluorescente y camiseta suelta con el cuello de pico tan bajo que casi se le veía un pezón. Billy Al-Alani. Él la vio por la ventana.

—¡La reina en el exilio!

Saina suspiró.

—¿Amigo o enemigo?

—Caballero a la espera y tu mayor fan. —Abrió los brazos y desapareció de la vista.

A regañadientes, Saina salió afuera, donde él la envolvió en un abrazo sudoroso y le dio un beso en la mejilla. Cuando se apartó de él, se obligó a sonreír.

—¿Qué «haces» aquí? ¿Cómo sabes siquiera dónde vivo?

—¿Cómo puedes «vivir» aquí, tan al norte? ¿No echas de menos Manhattan? Toma, te he traído una cosa.

Le dio una bolsa de papel.

Saina la abrió y miró dentro.

—También hay bagels en las Catskills, Billy.

—Pero el agua de Nueva York, nena, ¡no hay nada que se le pueda comparar! —Miró detrás de ella, hacia la puerta abierta—. Este sitio tiene su atractivo. Seguro que aquí estás haciendo cosas muy de puta madre, ¿a que sí?

Instintivamente le bloqueó la visión.

—Si con cosas muy de puta madre te refieres a ir a todas las subastas a lo largo del río Hudson, entonces sí.

—¿No me vas a invitar a pasar?

La anfitriona que había en ella levantó su distinguida cabeza, llevó a Billy al interior de su refugio y le puso delante, sobre la gastada carretilla convertida en mesita de café, un spritzer de vino blanco («Mi amor por los spritzer de vino es algo totalmente carente de ironía», declaró). Ella se sentó en un puf marroquí bajo un par de labios de Marilyn Minter. Era la primera visita que tenía en esa casa, aparte de Grayson. Todos sus amigos de Nueva York parecían estar atrapados en un torbellino perpetuo de trabajo y fiestas, que empezaba en Sundance y pasaba por TED, la Semana de la Moda de Primavera, los fines de semana en Fire Island, Burning Man, la Semana de la Moda de Otoño y por fin Art Base Miami, con interludios para desconectar en Tulum o Marrakesh. Cuando llegó a Helios estaba demasiado dolida para hablar con nadie, después estaba enfrascada con Leo y luego tuvo que ocultar la vuelta de Grayson a todos sus amigos leales que habían jurado no volver a tener ningún contacto con él, aunque Saina sospechaba que seguían poniéndole la mejilla para que se la besara cuando se lo encontraban en alguna parte.

—Bien, Billy, ahora en serio, ¿qué estás haciendo aquí?

—¿Es que no puedo venir a visitar a una vieja amiga?

Saina ladeó la cabeza y le miró de arriba abajo. Él jugueteó con el hueso que llevaba colgado del cuello en un cordón de cuero y apoyó un zapato de lona contra la mesita.

—¿Soy una vieja amiga?

—Claro. Sin duda. ¿Sabes que eres una de las primeras personas que conocí en Nueva York?

—Lo recuerdo. En esa exposición conjunta en la que participaba. Estabas como… flamante. Recién salido de…

—Compton, ya. Sí. Y tú hacías esculturas diminutas. Y después fue Miami, ¿recuerdas?

Se acordaba. Cuando se conocieron, casi cinco años atrás, él era un chico de provincias de cara dulce que llevaba el traje de algún muerto y se acercaba a los grupos para escuchar la conversación pero sin intervenir, bebiendo copa tras copa de Tattinger para reunir valor. Seis meses después, cuando se lo encontró otra vez, tenía un stand en el gueto dedicado a las publicaciones de una de las ferias satélites de Art Basel (tal vez NADA o Scope) y recordaba tanto a un apático exalumno de escuela privada que no se pudo creer que fuera el mismo. Allí consiguió, no sabía muy bien cómo, que Saina le invitara a todas las fiestas de esa semana, en las que él se dedicó a contarle todas las celebridades del mundo del arte y el espectáculo que se iban encontrando: ¡Robert Rauschenberg en silla de ruedas tomándose una caipiriña! ¡Jeffrey Deith bailando al ritmo de los Scissors Sisters! ¡Tobey MacGuire mirando a Terry Richardson observar a Amanda Lepore!

—Cuando empezaste a escribir las crónicas de las fiestas. ¿Y qué haces ahora? ¿Sigues siendo el Army Archerd del mundo del arte?

—Escribí sobre ti, ¿te acuerdas?

Saina fue a Basel ese año sin galería, pero con un plan. La exposición conjunta en la que conoció a Billy era la última. Llevaba en Nueva York seis años en ese momento (cuatro en la universidad de Columbia, dos después) y estaba haciendo esculturas que eran, como pudo reconocer después, demasiado parecidas a las de su ídolo, Lee Bontecou, aunque intrincadas y diminutas, mientras que las de Bontecou podían presidir salas enteras. No estaban atrayendo mucha atención. Eso tampoco tenía por qué ser un problema (ars longa, vita brevis, se decía para engañarse a sí misma), pero Saina no quería ser una de esas chicas que vivían del dinero de sus padres y se llamaban a sí mismas artistas, aunque, a falta de una verdadera creación artística, dejaban que su carrera fuera derivando lentamente hacia exposiciones pagadas para engordar el ego, ventas forzadas a los amigos de los padres y la participación en la junta de algún museo. Como la única obra que había vendido hasta entonces la adquirió la extraña y diminuta KoKo, la maquilladora de la línea que fabricaba su padre, Saina vio el triste camino dorado que se extendía ante ella.

Desalentada, se prestó voluntaria para ayudar en una de las piezas hechas con pólvora de Cai Guo Qiang. Su escultura suspendida de un coche tras un accidente había llegado al MassMoCa, y ser voluntaria era una forma de acercarse a un artista de su envergadura sin tener que aceptar pasar muchos meses de invisibilidad en un puesto de ayudante. Además, su ayudante principal le provocaba curiosidad a Saina: era una chica de su edad cuyo padre era, casualmente, el presidente de Taiwán, y con quien el padre de Saina esperaba claramente que ella hiciera amistad.

Pasó tres fríos días de otoño arrodillada sobre suelos de hormigón en un almacén enorme y oscuro cerca del estudio del artista en Nueva York, cortando con un cúter una lámina de cartón del tamaño de un campo deportivo con unas plantillas. La exposición, titulada Escalera al cielo, era un compendio de máquinas voladoras fallidas dibujadas con pólvora explotada. Cuando acabaron de cortar las plantillas, empezaron a trabajar los empleados del artista. Cada uno tenía asignada una tarea muy específica: una persona iba detrás de él y quitaba las plantillas del cartón, otra llevaba un montón de imágenes de referencia que él iba emparejando con cada uno de los extraños recortes, una tercera iba empujando un carrito lleno de recipientes y más recipientes de diferentes pólvoras, que él iba esparciendo por el suelo, como cuando se echa sal en una carretera helada. Y después de encender la pólvora (una satisfactoria explosión con chispas y humo) una cuarta y una quinta entraron corriendo y apagaron las ascuas con pompones hechos de trozos de camisetas. Era como una fábrica en la que todos los robots estaban imbuidos de ambición y ansiedad en vez de inteligencia. Cai, por otro lado, se mostraba muy serio, el centro sereno y despreocupado de todas las miradas, unas miradas, todas y cada una, de las que él parecía ser eléctricamente consciente, aunque a la vez daba la impresión de que ni siquiera las notaba.

Mientras esperaban y observaban, uno de los otros voluntarios, un profesor de cultura china que trataba al artista como a un dios, les contó que durante el festival del Barco Dragón, en verano, cuando despiertan todos las criaturas y los monstruos, era tradición hacer una mezcla de azufre y licor y escribir la palabra «wang» en las frentes de los niños. Wang, como su apellido: rey. Rey, tres rayas, como las rayas del tigre, porque el tigre era el rey de la jungla, y azufre, amarillo, el color de ese animal. El profesor disfrutó contándoles la historia mientras a unos metros de ellos explotaban pequeños mundos.

Saina se odió por pensarlo, pero todo aquello le pareció inmediata y rotundamente masculino. La inmensidad de la escala de la obra, el uso de la pólvora, la monopolización de los voluntarios para obedecer la voluntad del artista. Se dio cuenta de que a las mujeres les daba miedo ser unas ególatras. ¿Y qué es un artista en realidad más que alguien a quien no le importa ser ególatra?

Entonces fue cuando se le ocurrió su plan: ser una Ególatra.

Así que fue a Basel sin galería, pero, esperándola en su habitación con vistas al mar del hotel Delano, había tres enormes cajas de cartón que contenían mil chaquetas ligeras Tyvek, finas como pañuelos de papel, que había encargado especialmente a una fábrica de Guangjou por 4,85 dólares cada una.

En la parte de atrás de cada chaqueta ocupándolo todo, del cuello a la cintura, había una enorme imagen pixelada de su cara en un arcoíris de brillantes colores ácidos.

En la parte delantera, de lado a lado del pecho, estaba su firma: saina.

A las ocho en punto de la mañana del día del cóctel de apertura se presentaron a la cita nueve de los diez jóvenes promotores de clubes que había contratado por mediación de un amigo DJ, todos con gafas de sol y vasos de café para llevar del Starbucks. Se mostraron inesperadamente entusiasmados cuando les explicó el plan de ataque. Le dio a cada uno cien chaquetas recién salidas de la fábrica, 300 dólares en billetes de un dólar (sujetos con clips en fajos de cinco) y un mapa de Miami con su territorio marcado en amarillo. Ella se quedó con las últimas cien, metió los casi catorce kilos de Tyvek en un bolsa que se colgó al hombro y salió al mundo con sus nueve guerreros.

El primer hombre al que se acercó estaba sentado en un cajón de madera junto a la puerta de un Starbucks, sujetando un cartel de cartón en el que tenía escrito: «$$$ o J». Se la quedó mirando fijamente a los ojos cuando ella empezó a explicarle, pero la cortó gritando: «¡No veo una sonrisa! ¡Sonrisas o dólares!». Así que Saina puso una sonrisa en su cara mientras le tendía una chaqueta, pero él volvió a gritarle, muy enfadado: «¿Es que crees que no puedo hacerme mis propios estilismos? ¿Crees que puedes comprar mi cuerpo? ¿Mi cuerpo? ¡No puedes comprar mi cuerpo! ¡Como no te he vendido mi mente ahora vienes a buscar mi cuerpo!». Se apartó, asustada, preocupada de que todo su proyecto acabara igual. Tras ella se oyó una carcajada fuerte, amenazadora, y Saina sintió verdadero miedo durante un momento. ¿Tendría ese hombre amigos que venían en su defensa y que estaban a punto de saltar sobre esa chica rica desprevenida que creía que podía explotarles con facilidad? Se giró, pero lo que se encontró fueron tres adolescentes con crestas coronando sus caras de niños y chapas con nombres de grupos musicales en sus chalecos vaqueros rotos. Uno de ellos llevaba atado un cachorro de pitbull gris con un trozo de cuerda manchada.

—Perdón, disculpad… Bonito perro —dijo, intentando huir antes de que se cabrearan con ella también.

—Oiga, señora. Yo lo haré.

—¿Qué?

—Ha dicho que era algo de arte, ¿no?

—¡Sí! Lo es. Soy artista. —Saina metió la mano en la bolsa y sacó tres chaquetas—. Sí, solo tenéis que llevarlas puestas durante el día de hoy, nada más.

El chico que llevaba el pitbull la miró, escéptico, y no se acercó para cogerla.

—Yo también soy artista —dijo.

—Genial.

—Entonces, si apoyamos su arte, ¿qué va a hacer usted para apoyar el mío?

Saina metió la mano en el bolsillo y sacó tres fajos de billetes sujetos con clips.

—¿Qué te parece esto? Uno para cada uno.

Sus amigos cogieron el dinero y se pusieron las chaquetas en un solo movimiento rápido, la cara de Saina envolviendo su ropa punk, pero el que había hablado le cogió el dinero de la mano, lenta, deliberadamente, sonriendo mientras se guardaba los billetes.

—Esto facilita las cosas, ¿eh? —dijo entre dientes antes de irse con sus amigos, también con la chaqueta puesta.

El resto del día fue más fácil. Saina no había contado con la cantidad de sin techo que estarían inconscientes (borrachos o dormidos) a esa hora de la mañana, pero terminó dejando a un lado el sentimiento de culpa y simplemente echando una chaqueta por encima de todas las siluetas tumbadas que se encontró, conteniendo la respiración para evitar el olor a orina que le venía a la nariz todas las veces, propio de su estado de abandono. Cuando les escribió un mensaje a los otros sugiriéndoles que hicieran lo mismo, las respuestas llegaron casi inmediatamente: «Sí, hecho», «Claro, ya lo estoy haciendo», «¿Pero no era ese el plan?». Eran todos unos sinvergüenzas. Saina archivó mentalmente a los promotores de club jóvenes junto con los ayudantes de agencia de talentos y los propietarios de salones de manicura bajo el apartado: fuentes fiables de agresión creativa.

Y tres horas después ya estaba: la cara y el nombre de Saina sobre el cuerpo de todos los sin techo de la ciudad de Miami.

Cuando se acercaron las once, Saina se abrió paso entre la masa ingente de personas que esperaban a la entrada del Centro de Convenciones; mujeres de Miami bien conservadas con pieles y vestidos finísimos empujaban a nómadas globales con trajes hechos a medida y estudiantes de arte con sus imágenes perfectamente estudiadas. Entonces las puertas de cristal se abrieron y la multitud entró, ansiosa y acalorada. Pocos minutos después una epidemia de pequeñas pegatinas rojas se extendió como el sarampión por toda la sala. Los que no compraban, hablaban, y uno de los temas que estaba en boca de todos era la proliferación de la cara de Saina por toda la ciudad. Algunos pensaban que era brillante; otros que era repugnante. Y todos los que importaban pensaban que era ambas cosas.

Para el final de la jornada inaugural su buzón de voz estaba lleno de llamadas desesperadas de periodistas, galeristas y coleccionistas. Esa noche salió un post de Billy Al-Alami, escrito a todo correr, en el que confirmaba que ella era la artista de la que todo el mundo hablaba y daba detalles sobre su origen que ella no sabía que fueran de conocimiento público. Se habló de mendigos a los que les habían ofrecido 500, 700 ó 1.000 dólares por sus chaquetas (con las manchas, el mal olor y todo) y antes de que le diera tiempo a aterrizar otra vez en Nueva York, Saina ya había recibido una invitación para cenar de Maryann Bonhomme, la galerista de voz suave cuyos artistas ocupaban a menudo el Turbine Hall de la Tate o la rampa del Guggenheim.

Y después, durante cuatro largos años, todo fue perfecto. Su primera exposición en la galería de Maryann Bonhomme, Hecho en China, se abrió el 4 de junio de 2004, el día del decimoquinto aniversario de la masacre de la plaza de Tiananmén. En la inauguración se hizo un desfile de moda de una línea muy cuidada de diez looks diferentes, que Saina había elegido tras repasar miles de fotografías de los manifestantes en las calles de Pekín. Cada uno había sido recreado con una precisión meticulosa por una cooperativa de modistas de China. El último, titulado «Vestido de boda», era una copia de la camisa blanca con botones y los pantalones negros que llevaba «El hombre del tanque», el famoso manifestante solitario que se enfrentó a una columna de tanques armado solo con una bolsa de plástico en la mano derecha y una cartera en la izquierda.

Los que pasaron por la galería tras la inauguración, se encontraron una réplica de una sofisticada boutique donde las obras estaban colgadas en tres formatos: S, M, L. En una esquina había un probador donde los clientes se podían probar las obras, siempre y cuando no les importara que los vieran por una cámara web un grupo de modistas chinas que se divertían mucho con eso durante sus descansos para tomar el té. A los diez días un funcionario del gobierno local escandalizado cerró la parte de China (se dijo que irrumpió en la sala de descanso con dos matones locales justo cuando Lynn Yaeger, la columnista de Paper Magazine, no llevaba puesto nada más que su conocido corte de pelo y su pintalabios al estilo geisha), pero para entonces todo lo de la exposición ya estaba vendido y la reputación de Saina quedó asegurada.

See Me/Say You11 se inauguró el siguiente otoño. Durante noventa días, Saina salió cada uno de ellos por la ciudad con un viejo maletín de cuero con un tablero de mahjong, sin piezas, lleno de pasteles, acuarelas, bolígrafos y rotuladores. Bajo el brazo llevaba un par de portapapeles, ambos con una rugosa hoja de papel Arches. Cada uno de esos noventa días buscó un neoyorquino desprevenido y le pidió que la dibujara a ella, a Saina, la artista. Mientras lo hacían, ella les dibujaba a ellos, cogiendo los materiales que el que la retrataba iba dejando y haciendo así que los dos fueran, de alguna forma, gemelos. En la inauguración todos los dibujos estaban suspendidos cara a cara, formando un largo y estrecho pasillo que obligaba al espectador a colocarse entre Saina y su sujeto/creador.

Tras la inauguración pública, Louis Vuitton dio una cena tardía e íntima para setenta y cinco personas y sacó una edición exclusiva y muy limitada de un maletín con muchos pequeños compartimentos donde se podía guardar un muy poco práctico arcoíris de materiales de arte. Saina se pasó toda aquella noche sonriendo y sonriendo, de repente acostumbrada a que todo el mundo quisiera acercarse a ella.

Entonces fue cuando conoció a Grayson.

Ya sabía quién era. Había salido de Cooper Union como una explosión con sus Escapadas a los clubes: instalaciones caóticas que ocupaban las salas por completo, compuestas de basura sacada de contenedores del Soho House, el Norwood o el Colony, con las que montaba improvisadas réplicas de los exclusivos interiores de esos mismos clubes privados. Las inauguraciones eran extrañas bacanales, oscuras y potentes, con un olor artificial que intentaba potenciar el dulce hedor de la basura putrefacta, mientras atronaba el sonido de unas mezclas que Grayson montaba a partir de grabaciones furtivas de conversaciones de los miembros del club. Coleccionistas y críticos a la par se metían rayas bajo grotescas reproducciones de la colección de arte del Core Club y aspirantes a actriz en topless se bañaban en el burbujeante abono que pretendía imitar los baños sulfurosos del Colony.

Los dos se volvieron locos el uno por el otro instantáneamente y Saina solo logró apartarse de sus brazos el tiempo suficiente para montar su proyecto para el Whitney: Potente solo de batería.

Los lugares turísticos de Manhattan estaban llenos de artistas callejeros provenientes de la Academia de Bellas Artes de China Central que eran capaces de producir un retrato perfecto de cualquiera que se sentara ante ellos. Saina recorrió South Street Seaport y Central Park eligiendo a sus favoritos y utilizó su limitado chino para evaluar su experiencia pidiéndoles que dibujaran unas imágenes tradicionales de pergaminos de la dinastía Song. Al final contrató a catorce de ellos, todos hombres, y a cada uno le asignó una pareja joven. Grayson y ella también posaron para una de las obras y el artista los pintó según los cánones del estilo clásico, con tintas Sumi y pinceles de caligrafía. Después montó las obras en largos pergaminos verticales que colgaban.

En la inauguración cada artista estaba incómodamente situado junto al pergamino que había pintado, con las extremidades colocadas para imitar a uno de los sujetos de la obra. La mayoría de los hombres se lo tomaron todo como una extravagancia: si la loca americana les iba a pagar 1.000 dólares por pintar a sus amigos como si fueran chinos, para que después unos ricachones, que no dejaban de pavonearse con copas de vino en la mano, les miraran y soltaran exclamaciones, ¿por qué no iban a hacerlo? Pero uno de ellos, el que hablaba mejor inglés, pidió una cantidad exorbitante. «¿Es que crees que no conocemos el mundo del arte? ¡Esto no es para pared de tu casa! ¡Galería! ¡Museo! ¡Tú pagas 5.000 dólares!», exigió. Y al final ella se los pagó.

Todo mereció la pena cuando salió la reseña de Peter Schejdal (¡una columna entera!) en el New Yorker, en la que decía que Saina era valiente y brillante por «exponer un incómodo tête-à-tête entre el espectador y lo que mira, convirtiendo la posición de poder del artista en el siglo XXI en una posición de servidumbre: el pincel solo pinta bajo las órdenes de quien le paga, la mano que sujeta el pincel es un instrumento igual que las propias cerdas».

Un hat-trick. Una trifecta. El padre, el hijo y el espíritu santo del éxito creciente de crítica y ventas, pero, claro, todo tenía que verse pisoteado por el desgraciado número cuatro. Saina recordó que su madre le dijo una vez, cuando era muy pequeña, que nunca escogiera el número cuatro. Sz. En chino sonaba como la palabra que significaba muerte y daba tan mala suerte que la gente evitaba incluso números de teléfono y direcciones con ese número; por eso su madre, normalmente tan poco exigente, siempre insistía en que la cambiaran de habitación si la ponían en la planta cuarta de un hotel. Su cuarta exposición en solitario, que se inauguró esa primavera, la exposición en la que más trabajó, la más pensada y en la que invirtió más tiempo, fue despedazada por la misma gente que había alabado todos sus esfuerzos anteriores. Y después, por si eso fuera poco, las periodistas se volvieron locas. Jezebel publicó un post muy pronto despedazando su exposición (en los comentarios a su entrada se decía que era «emocionalmente depravada»); justo el día después se unieron el Huffington Post, el blog de Slate, Double X y Ms. Magazine. Pronto, en una alucinante demostración de solidaridad, la The American Task Force on Palestine, Amnistía Internacional y el American Jewish Committee se unieron para sacar un comunicado condenando no solo a Saina y a su galería, sino también su ignorancia privilegiada, la intervención americana en las guerras extranjeras y la insensibilidad general del mundo del arte. Durante dos semanas manifestantes hicieron piquetes delante de la exposición, hasta que Maryann la cerró por fin, una semana antes de lo previsto, poniendo como excusa que habían denunciado a la galería por violaciones de la normativa y que tenía que hacer reformas urgentes. Al día siguiente Hermès publicó un comunicado disculpándose por haber colaborado con la artista y asegurando que todos los beneficios de las ventas de los pañuelos de la edición especial que habían sacado con motivo de la exposición serían donados a varias ONG de ayuda a los refugiados.

Saina seguía sin saber qué les podía haber ofendido tanto de esa exposición, cuando ninguna de las anteriores les había hecho ni siquiera enarcar una ceja. No había habido grandes movilizaciones contra la explotación de los sin techo en respuesta a su proyecto para la Basel, ni grupos chinos ofendidos la acosaron con fotos de los manifestantes muertos en la plaza de Tiananmén. Pero la verdad era que debió haberlo sospechado porque, cuando estaba supervisando la colocación de las obras, uno de los peones se volvió hacia ella y le dijo: «Madre mía, se van a cabrear mucho con esta». Estaba sujetando por debajo un lienzo de 1,20×1,80 con la ampliación de la foto de una refugiada palestina, impresionantemente joven, con la cabeza cubierta por un pañuelo con estampado de flores, que Saina había extraído de una foto de Time en la que también había unos cuantos soldados israelíes armados. Con la ayuda de Photoshop había extraído a la mujer de su contexto para después colocarla sentada en un estudio con una luz maravillosa. En el catálogo de la exposición, que se imprimió como un lookbook de moda, a esa foto la acompañaba un texto, en fuente sin serifas, situado en la esquina inferior derecha de la imagen: «Soraya, en Beit Hanoun, lleva el pañuelo Conquerer. Algodón-rayón, 1,20×1,20. 1.200$. En el mercado a partir del 08/7».

—¿Qué te parece? —preguntó Billy.

—No lo sé. No sé si estoy preparada para eso. Ni si realmente tiene sentido para mí hacer eso ahora mismo. No sé si quiero que la gente me recuerde y me asocie con una historia con moraleja. Aunque ya he sido historia de portada antes...

—Del Village Voice —dijo él, quitándole importancia.

—Fue horrible.

Solo recordarlo le produjo un escalofrío. El tabloide utilizó una foto de ella de la inauguración de S/M/L, en la que iba ataviada con un vestido de diseño ridículo y se reía con la boca bien abierta y los ojos cerrados. El titular decía con letras enormes: «¿el nuevo traje del emperador?» y todo el artículo ridiculizaba a Saina diciendo que era una niña rica insensible y oportunista que se aprovechaba de los sentimientos del público e insultaba la loable tradición del arte conceptual que, tras nacer gloriosamente con el movimiento dadaísta, había sufrido una muerte innoble en sus manos. Ella ya había vendido su apartamento para entonces, pero aunque no lo hubiera hecho, solo ver su antigua cara alegre gritándole desde todos los destartalados kioscos o cubriendo los suelos de cafeterías habría sido suficiente para que se fuera sin hacer ruido de la ciudad, un gato callejero hambriento huyendo de una banda de chavales con instinto asesino.

—No digas tonterías. Además, de todas formas, yo escribí esa «primera» historia. —Se inclinó hacia ella, ansioso—. «Esa» fue la buena.

Parecía que habían pasado un millón de años. Otro mundo. Otra vida. Saina le miró.

—¿Estás intentando decir que fuiste tú quien me hizo a mí, Billy?

Eso era algo que Saina siempre había sido capaz de hacer: decir las cosas que sería mejor que se hubieran quedado en el aire.

Billy se quedó muy quieto un momento, pillado en un renuncio.

—Decir que «te hice» es un poco fuerte, pero sí, mi historia ayudó. Sabes que sí. Y creo que esta va a ser buena para ti también. ¿No quieres defenderte, hablar por ti misma? ¡Me han dicho que será portada!

Billy había crecido. Todos lo hacían. No era el mismo chico inocente y ambicioso que veneraba lo esotérico y que creía que nombres como Deleuze y Guattari eran contraseñas de acceso a una vida diferente, conjuros que podían borrar a base de glamur un pasado soso y apagado. Cuando le conoció, él se había leído todo Foucault, pero nunca había abierto un libro de Shakespeare; sabía muchas cosas de la revista Minotaure, pero no podía decir qué países participaron en la Segunda Guerra Mundial. Billy entró en el mundo de Saina pensando que era un lugar mágico, pero en algún punto del camino se había convertido en un adorno más.

Saina sabía exactamente el tipo de artículo que él tenía pensado escribir. Contendría una impactante serie de referencias a su pasado poco controvertido, una visión irónica de su actual singular vida doméstica, una recopilación supuestamente neutral de las protestas, un apunte sobre lo que estaba haciendo Grayson ahora y tal vez un pequeño recuadro con el caótico lienzo que pintó él de ella con un chola mufti en ostentosos colores primarios y con un estilo ochentero.

Pero Saina estaba todavía demasiado herida para volver a enfrentarse al ojo público así, desnuda, sin una nueva obra que le sirviera de escudo. Desde su llegada a Helios, Saina no había creado nada. No sabía cómo, pero con la conmoción y la pérdida que había sufrido, la esencia, lo que hacía eterna y singular una obra de arte, la había abandonado. Lo que no quería decirse a sí misma era que ella no sabía crear arte sin espectáculo y el espectáculo, por su propia naturaleza, tenía que ser contemplado. Deseó, y no por primera vez, no haber vendido su apartamento de Manhattan y no haber huido nunca a Helios.

—Bueno, siempre puedo hacer un perfil.

—¿Qué es eso?

—Es cuando no se entrevista directamente a la persona. Es decir, puedo describir esto, dónde estás, lo que hablamos… incluso aunque no participes con información para el artículo.

¿La estaba amenazando Billy?

—Por cierto, ¿cómo te enteraste de dónde estaba?

Él ignoró la pregunta y siguió presionándola.

—Podría hacerlo, pero no quiero. Quiero que tú estés a bordo. Saina, esto es una «portada» de New York Magazine… ¡Es algo enorme! Mira, ¿y si organizo una especie de cumbre? Podrías reunirte con algunos de los manifestantes. Y, además, la gente va a empezar a mirarte de forma diferente ahora, con todo lo que le ha pasado a tu familia y eso.

—Billy, me estás asustando. ¿Cómo sabes eso?

—Me encontré con tu ex. Estaba hundido.

Saina sintió que se le helaba la sangre. Aunque a Grayson no le importara su corazón, creía que al menos querría proteger su privacidad. O, si no, al menos su seguridad física.

—¿Y te lo contó sin más? ¿Y qué? ¿Te programó la dirección en tu teléfono y te llevó a la estación de tren también?

—Oye. —Billy se levantó de un salto y le cogió los brazos con una mirada acuosa de preocupación en los ojos. Falsa, se recordó Saina. Probablemente estaba fingiendo. Billy era como esos eunucos con lengua de serpiente que andaban a hurtadillas por las cortes reales, mercadeando con rumores y cotilleos—. Solo quiero ayudarte. Sé que soy un periodista y no un crítico, pero la verdad es que soy un fan. Lo digo en serio. Creo que tú vas a estar algún día ahí arriba con, por ejemplo, Marina Abramovic. Esos manifestantes están locos.

—Cualquiera diría que estaba exponiendo imágenes falsas de Mahoma en las que le hubiera puesto a «él» un pañuelo de flores en la cabeza —dijo, contenta de ver al menos esa mínima comprensión.

—Eso es lo que América hace con todos sus éxitos, ¿no? Tragárselos y después escupirlos.

Saina rio.

—Exacto. Y yo estoy definitivamente en la fase de ser escupida.

—Pero eso significa que eres alguien a quien se toman en serio. ¿Por qué si no querrían darte una portada?

—Porque mi vida es un culebrón del mundo del arte. —Se quedaron mirándose durante un momento—. ¿Le… Le pagaste o algo?

—¿Eso habría funcionado?

—Bueno, aparentemente no se ha pensado dos veces lo de venderme por nada, así que el dinero solo habría servido para acelerar el proceso.

—¿Lo necesita?

Saina se refrenó. Claro. Billy solo estaba intentando conseguir su historia. En cierto modo era comprensible: ella era un producto para él, su conexión nada más que un valor que le había generado excelentes dividendos en el pasado y que prometía proporcionarle aún más si podía convencerla de que hablara.

—Billy, estoy cansada. Y tú tienes que coger el tren de las 7:30. Llamaré a un taxi. Solo hay dos en la ciudad y lleva un rato llegar hasta aquí.

—Hey, no, no, no. Estábamos teniendo una charla entre amigos, ¿no?

Quiso hacerle daño. ¿Quién era él para colarse en su vida, para tenderle una emboscada allí, donde debería estar segura, para sugerirle que él había tenido algo que ver con la vida que ella había construido?

—Nunca pensé que acabarías siendo solo un paparazzi, Billy.

Lo dejó caer con toda la despreocupación que fue capaz de fingir. Funcionó. Lo vio. Él se quedó petrificado y levantó una ceja todo lo que pudo. Era mucho más grande que ella, se dio cuenta Saina. Era muy delgado y siempre iba encorvado, pero medía por lo menos metro ochenta y tenía los hombros anchos y las manos grandes llenas de venas. Ahora tenía la cara más gruesa (demasiada cerveza en la hora feliz y queso fundido a medianoche). Ya no parecía un chiquillo como antes. Saina se preguntó si debería asustarse. ¿Billy Al-Alami podría hacerle daño?

—¿Y te dijo tu antiguo prometido que se iba a casar?

No. No le iba a hacer daño. La iba a destruir.

O al menos lo iba a intentar. Cuando consiguió ponerle su sonrisa más valiente y soltarle la mayor mentira de su vida, asegurándole que lo sabía todo, cuando él se fue, decepcionado, y ella cerró la puerta con llave y se preparó para hundirse, para dejarse arrastrar, Saina se dio cuenta de que, en realidad, no sentía nada. Se sentía ligera. Había un espacio cada vez más grande en su interior que no era ni positivo ni negativo. Recordó las semanas que siguieron al día que Grayson se fue la primera vez, cuando se despertaba sobresaltada todas las madrugadas a las cuatro y se sentaba en la cama con el corazón acelerado, sabiendo únicamente que algo malo, muy malo, indeciblemente malo, había pasado. Esto era diferente.

Su único pensamiento era vergonzoso. Era: «Pero… ¡Sabrina no es artista!».

Porque, ¿cómo podía Grayson haberla amado, a Saina, por todas las razones por las que dijo que la amaba, si al momento siguiente había podido darse la vuelta y querer a Sabrina? Se lo imaginó diciendo que la joyería de su nueva esposa era «arte» y sintió náuseas ante la gran mentira que había sido todo.

Esposa.

Saina se concentró en ese espacio. Oscuro, silencioso, interno. Se expandió y le elevó el corazón para que no volviera a hundirse, como ya le había pasado antes. En vez de eso se obligó a recordar un viaje en coche que hicieron a la boda de una amiga, no muy lejos de donde estaba ella ahora. En la radio sonaba una cancioncilla alegre, y entonces el presentador anunció que los futuros pintaban bien. Grayson ladeó la cabeza y la miró, muy mono, y dijo: «¿Los futuros? Pensaba que solo había uno». Así que ella se lo explicó de nuevo, intentando recordar la forma en que su padre había desenmarañado para ella ese mundo de opciones y futuros, de opciones de venta y acciones, y por tercera vez él asintió y dijo que lo entendía, aunque por fin Saina se dio cuenta de que a él le gustaba expresar confusión, pensar en sí mismo como un artista del que no se podía esperar que entendiera los asuntos financieros básicos. Sus sospechas se confirmaron cuando le oyó poco después, en la boda, decirle a un grupo de amigos que estaban hablando de una OPV inminente: «¿Cómo puede la gente comprar algo que no existe?», mientras sacudía lentamente la cabeza, incrédulo.

Tus Escapadas a los clubes no existen, quiso decirle. Hay un montón de cosas que se supone que implican una afirmación con respecto a otra cosa. Tus coleccionistas compran una serie de símbolos porque los críticos les otorgan significado. Es la misma maldita cosa que comprar un trozo de papel que los bancos dicen que representa las promesas individuales de los propietarios de casas de que van a pagar sus hipotecas. ¿No era la abstracción lo más bonito de lo que ellos hacían? ¿No era eso lo que lo hacía diferente de pintar una casa o soldar un coche? ¿Diferente de preparar una fiesta de cumpleaños infantil o servir comida en un restaurante? ¿De fabricar un puto anillo?

Las cosas que todos estamos de acuerdo en llamar «arte» son los tótems chamánicos de nuestro tiempo. Los valoramos al margen de cualquier razonamiento porque no los entendemos en realidad. Pueden significar todo o nada, dependiendo de lo que la gente que los mira decida. Todo o nada. Saina sabía que era nada, pero seguía haciéndolo. Grayson pensaba que era todo y de alguna forma eso le hacía… ¿qué? ¿Mejor? ¿Más triunfador? ¿Peor? ¿Más estúpido? ¿Alguien dispuesto a creer un autoengaño mayor?

En cierta forma las finanzas eran mejores que el arte. No eran nada más que una expresión de potencial, de poder, de nuestro momento presente en el tiempo, y existían solo porque un grupo de gente accedía colectivamente a la necesidad de su existencia. No eran más que algo salido de la nada, pero gracias a esa convicción compartida se había engendrado un sistema que podía mover el mundo. Era hermoso y terrible. Saina pensó que, si pudiera llegar a tener una conversación sobre ese tema con su padre sin discutir, seguramente los dos estarían de acuerdo.

Decidió que iba a ser artista cuando estaba en los primeros años de instituto. Fue por un reportaje que hizo Morley Safer. En la mente de Saina él era una especie de cruce entre el Colombo de Peter Falk y Walter Cronkite, y el reportaje tenía un toque de investigación detectivesca. Recordaba incluso el título: Sí… ¿pero es arte? Portentoso, como si detrás tuviera que ir una agorera progresión musical de cuerdas. Safer fijó su ojo escéptico en Jeff Koons. El trío de pelotas de baloncesto flotantes, la aspiradora… para ella esas obras fueron una verdadera revelación. «Puedo convertir en arte cualquier cosa», pensó para sí entonces, sin darse cuenta de que lo que Safer pretendía con su reportaje era poner en tela de juicio el mundo del arte contemporáneo.

Quince años después, seguía sintiéndose igual. Hasta entonces.

Una semana atrás, perdida en un bucle de búsquedas en Google de noticias sobre Grayson, Saina encontró una breve mención en Art in America que decía que su última obra se había vendido por medio millón de dólares; era una cantidad totalmente nueva, mucho mayor que ninguna de sus anteriores ventas. «Le va mejor sin mí», pensó. En medio de una especie de aturdimiento Saina volvió a ver el viejo reportaje de 60 Minutes, que le pareció totalmente anticuado (era de principios de los noventa, pero podría ser hasta de los setenta), e intentó consolarse con la observación que hizo un entrevistado sobre los coleccionistas: «Gastar ese dinero en un objeto les hace sentir que están colaborando con la creación de la historia del arte de su tiempo». Era por eso. Grayson daba una verdadera imagen de artista. Parecía torturado, era guapo, impredecible, y le encantaba hablar durante horas de la naturaleza de la belleza y la creación.

Koons, al parecer, había sido operador de materias primas antes de convertirse en artista. En cierta forma parecía apropiado. Tal vez todo el arte moderno era la resistencia de la belleza contra la riqueza, los artistas burlándose de los coleccionistas por su vano intento de comprar el inimitable espíritu del artista. ¿Pero y si ambos estuvieran afectados por la misma maldición?

Saina se preguntó por qué dejó de ver 60 Minutes. ¿Tendría su vida más sentido ahora si hubiera continuado viendo el mundo a través de los ojos de Morley Safer, si hubiera seguido terminando y empezando de nuevo cada semana con ese cronómetro que no dejaba de hacer tictac?

«Lo único que quería era hacer sentir algo a alguien», pensó Saina. El dinero no podía conseguir eso. Mirar un billete de un dólar no provocaba ninguna emoción: había que ganar o perder dinero para sentir algo. Podías ganártelo, conseguirlo, perderlo, ahorrarlo, gastarlo, encontrarlo, pero no podías venderlo, porque nunca fue de tu propiedad. Por otro lado, no hacía falta tener la propiedad de una canción o una escultura para que te hiciera sentir algo; solo hacía falta experimentarla. ¿Entonces por qué los coleccionistas querían coleccionar? ¿Qué sentimiento buscaban? ¿O es que una cartera de valores no era más que eso, un montón de dinero invertido en cosas con algún valor, sin importar si las inversiones eran financieras o artísticas?

Se le había ocurrido una idea para su vuelta.

Le habían llegado algunas tímidas muestras de interés de parte de gente que había oído noticias sobre su caída y el revuelo que la acompañó: una galerista de Alemania que quería organizar una exposición sobre fracasos en la era moderna; un director de cine cuyo documental sobre el intento del diseñador de moda antisemita Jean Lugano de rehacer su carrera acababa de estrenarse con cierto éxito; un comisario de exposición que le propuso pasarse a los paisajes irónicos. La única oferta que no era directamente insultante le llegó de Xio, el insistente comisario de la Bienal de Pekín, que quería incluir en ella artistas chinos que no vivían en el país. Habló con él un par de veces y se sintió muy abatida al enterarse de que los cotilleos sobre su caída en desgracia habían llegado hasta China, aunque eso no parecía tener ni el más mínimo impacto sobre el gran entusiasmo que ese hombre demostraba por su obra.

Pero al final nada había llegado a apetecerle de verdad. Intentar hacer algo seguro y dentro de los límites no iba a funcionar. Hacer caso a tus detractores era mucho peor que hacérselo a tus coleccionistas. Lo único que podía hacer era volverse tan grotesca que lograra que convertir a las víctimas de genocidio en iconos de moda pareciera una idea de lo más dulce y adorable.

Ya había utilizado a otras personas de formas muy nauseabundas (aunque no se sentía mal por ello), pero no había hecho eso consigo misma. Si era a ella a quien la gente iba a odiar, ¿por qué no convertirse en algo que realmente mereciera la pena odiar? Al principio pensó en artistas que habían usado su propio cuerpo como lienzo, despellejándose, atándose y marcándose, pero sabía que nunca sería capaz de soportar nada lo bastante extremo para que fuera reseñable.

Pero ¿y la mente? La línea entre lo monótono y lo inimaginable era muy fina y las cosas que nos mantenían dentro de lo humano eran muy sutiles; tal vez cruzar esa línea solo supondría caer a través de una enorme telaraña, delgada y pegajosa. En la vuelta con la que fantaseaba, Saina se embarcaría en un régimen de psicología inversa en el que intentaría convertirse en todo lo más vergonzoso. Nada de caminar por la Quinta Avenida desnuda; Saina hablaba de pedofilia, incesto, parricidio, autocanibalismo. ¿Cómo se podía dar el paso de dejarse llevar por esos deseos? ¿Se podía trascender la socialización sin drogas? ¿Hasta qué punto es fluido nuestro ser?

El verdadero atractivo de un proyecto así, reconoció Saina, era que se trataba de un espectáculo que no necesitaba espectadores. Ella sería no solo el sujeto, no solo el lienzo, sino que de alguna forma también sería el espectador; ella sería la que iba a cambiar, la que estaría allí para sentir algo. La experiencia completa en un solo recipiente perfecto.

11 El nombre de la exposición significa: Mírame a mí/Di tú. (N. de la T.)

Los Wang contra el mundo
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