46

Gaufu, China

En la pared más alejada de la sala de espera había un cartel con un hombre con los ojos cerrados, durmiendo y soñando con la luna. Un círculo rojo gigante rodeaba la ilustración y había una barra diagonal que lo atravesaba. El mensaje estaba claro. No estaba permitido dormir allí. Y, atendiendo al resto de los símbolos, tampoco se podía comer, ni beber, ni utilizar los móviles. Pero las sillas que estaban debajo del póster estaban llenas de gente dormitando, con paquetes de comida muy bien envueltos en el regazo y vasitos de té medio vacíos en el suelo a su lado.

Bing Bing se ofreció a reclinar los asientos de la minifurgoneta de morro chato para que pudieran dormir en el aparcamiento del hospital, pero después de cruzar el mundo, les parecía importante cruzar los pocos metros de distancia que les separaban de su padre.

Andrew se quedó plantado delante de la máquina expendedora examinando las monedas extrañas que tenía en la palma, procedentes del cambio que le habían dado al comprar el arroz frito en el aeropuerto. Saina estaba hablando con alguien en el puesto de enfermeras y Grace les estaba reservando una hilera de asientos. Miró el reloj: la 1:34 a.m. En Nueva Orleans todavía era ayer. Metió una moneda por la ranura y esperó a que se llenara el vasito de té de crisantemo. ¡Ay! El vasito estaba caliente. Andrew lo agarró con cuidado con dos dedos y le quitó la tapa, lo que liberó una espiral de vapor. Le dio un sorbo. Delicioso. Estaba dulce y caliente. Metió más monedas y sacó vasitos para sus hermanas.

Después de que todos se bebieran el té, sujetando los vasitos cerca de la cara para contrarrestar el frío de la sala de espera, Grace se acurrucó dentro de una de las sudaderas de Andrew y se durmió con los pies colgando del reposabrazos.

Saina y Andrew se pusieron a hablar en susurros.

—¿Va a ir al instituto donde tú vives? —preguntó Andrew.

—Creo que sí. Pero no hemos tenido tiempo de inscribirla.

—No hace falta que haga la selectividad.

—¡Pero solo le queda el último año! Oye, susurrar cansa, ¿eh? —comentó Saina.

—El control de la lengua. Algo poco conocido. Dudo que a Grace le importe.

—¿El último año?

—Sí.

—A ti te encantaba el instituto.

—A ti también.

¿A ella le encantaba?

—No, a mí me encantaba tener carné de conducir y salir por ahí con mis amigos.

—Lo mismo diría yo. —Andrew miró a su hermana dormida—. Pobre Gracie. Una pena que tuviera que ir al internado.

—Yo intenté que papá me enviara a un internado. Tenía una fantasía sobre la Costa Este: chicos que jugaban al lacrosse, largas charlas sobre J. D. Salinger, chocolate caliente en habitaciones compartidas, esas cosas.

—¡No lo sabía!

—Tú tenías tres años.

—¿Y qué pasó?

Saina colocó una pierna debajo de la de Andrew.

—Mamá murió. Y me sentí mal por querer irme.

Él se quedó un momento callado.

—Espero que papá esté bien.

—Creo que lo está.

—Eso espero.

—Oye, ¿qué pasó en Nueva Orleans, por cierto? ¿Por qué les dejaste? Grace dice que te enamoraste. ¿Es verdad?

—Sí. De una mujer mayor.

—¡Andrew!

—¡Shhhh! Voz de hospital.

—¡Vale, perdón! ¿Cómo de mayor?

—Hum… mucho mayor. Más o menos.

—¿Cincuenta? ¿Sesenta? ¿Era una octogenaria sexy?

—¡No! Como unos… ¿treinta tal vez?

—Oh, una anciana…

—Perdón, perdón, «tú» no eres mayor, pero ella…

—¡Es broma! Es mucho mayor que tú. ¿Y fue… hum…? —Saina se dio cuenta de que nunca había hablado de sexo con sus hermanos.

—Creo que tendría más bien treinta y cinco.

—¿Más bien?

—Más bien definitivamente.

—¿Estabais… eh… era…?

Andrew quiso soltar una risita.

—¿Estás intentando preguntarme si lo hicimos?

—Bueno, sé que una vez dijiste que estabas esperando a enamorarte. ¿Te acuerdas? Ya sabes… cuando hablamos de eso.

—Sí, no volvamos a hacerlo.

—Vale, vale. Bueno, pasara lo que pasara, ¿estás bien? ¿Te sientes bien con todo lo que ha pasado?

Sin permiso, una lágrima escapó de su ojo. Y después otra y otra. Pero él asintió.

—¿Qué? ¿Qué te ocurre? No lo entiendo. ¿Estás bien? ¿Estás triste por haberla dejado? ¿Te rompió el corazón a algo así? ¿Vas a volver allí?

Más lágrimas.

—¡Que susurres!

—¡Perdón!

—Yo… sí. —¿Cómo podía explicárselo? Se enjugó el ojo derecho y después el izquierdo—. No creo que vaya a volver.

—Vale…

Miró a su hermana. Ella tenía los ojos de un marrón más claro que el resto de su familia, y con la luz del aplique de la pared reflejándose en ellos, parecían casi dorados. No podía decirlo.

—No te preocupes, Saina. Es solo que no fue lo que esperaba, pero estoy bien. Vamos a dormir un poco.

—Vale, pero podemos hablar de ello cuando quieras. Incluso aunque sea tu hermana.

—Está bien.

Saina le dio un beso en el hombro y acompasó su respiración con la de él, que cerró los ojos y se fue quedando dormido.

Tres horas más tarde, Saina seguía despierta. Ya debería estar amaneciendo, pero su reloj circadiano estaba totalmente descolocado y el extraño olor metálico de esa sala de espera era difícil de ignorar. Leyó el email de Grayson una y otra vez hasta que las palabras perdieron su significado; su exprometido y su actual exnovio no dejaban de darle vueltas en la cabeza, una cabeza que tenía llena de recuerdos de los dos entremezclados con el verso de la canción California de Joni Mitchell: «Acéptame como soy, colgada de otro hombre». El interior de su cerebro era un terreno empalagoso propenso a escupir todo tipo de tópicos de película romántica que no se atrevería a decir en voz alta delante de nadie.

Se levantó despacio, intentando no despertar a nadie. Una mujer mayor dormía a su izquierda con la cabeza agachada, una media melena entre blanca y amarillenta enmarcando una frente con muy pocas arrugas, algo bastante sorprendente. Saina la había visto llegar a eso de las 3 a.m., cargando con un par de cestas de bambú con tapa puntiaguda en equilibrio sobre sus hombros. Saina sabía que allí dentro había bollos al vapor. Le llegó el aroma dulce de la levadura y el inconfundible olor de la pulpa de madera del papel que se colocaba para cubrir y alisar el fondo irregular de esas cestas. Se le pasó por la cabeza la tentadora idea de darle unos cuantos yuanes por uno de esos bollos, pero debía haberlos traído especialmente para un paciente, un ser querido de esa abuelita que estaba dispuesta a hacer un largo viaje que iba a implicar pasar una noche sin dormir y probablemente perder un día de salario para visitarlo.

Tal vez su padre también estaba despierto en alguna parte del hospital. No había conseguido nada de la enfermera que estaba de guardia, que se negó rotundamente a que vieran a un paciente después de las horas de visita. Saina intentó burlarla llamando al número que su padre le había dado, pero el teléfono sonó justo allí, en el mostrador donde estaba la enfermera, que lo cogió triunfante y dijo burlona: «¡Hooola!». Pero a esa hora por fin la enfermera estaba mirando hacia otro lado, concentrada en un culebrón coreano que veía en una diminuta televisión que había tras el mostrador.

Cuando alguien se pone a pensar, los arrepentimientos siempre son lo primero que le viene a la mente. Ojalá nunca le hubiera dicho a Leo que Grayson siempre buscó en ella su lado protector. Era cierto, pero le parecía algo muy feo que decir de otro hombre. Su exprometido siempre había querido ser quien recibía los abrazos y la protección. «Hemos prendido fuego al mundo juntos». Eso era cierto también. En su mejor momento eran incandescentes. Se electrizaban el uno al otro. En una sala llena de amigos, antiguos amantes y gente que probablemente deberían conocer, no les importaba nadie más que ellos dos.

Sin apartar la vista de la espalda de la enfermera, Saina abrió una puerta con un cartel de «No pasar» y se coló en un largo pasillo. En otra ocasión había tenido que pasar la noche en un hospital a la espera de noticias, cuando un amigo temerario y borracho se había visto implicado en un accidente de moto en Manhattan, pero esa vez había docenas de enfermeras recorriendo los pasillos y empujando pacientes en sillas de ruedas con goteros portátiles. Allí, a las afueras de Pekín, a una hora de la ciudad, todo era diferente. Casi no había personal. Una multitud de gente esperaba a la hora de visitas. Por mucho que a Saina le gustara pensar que ella era china hasta la médula, ese hospital de China era tierra extraña. Sus zapatos planos chirriaron sobre los suelos de linóleo barato y ella contuvo la respiración cuando oyó un traqueteo a lo lejos. Pero no apareció nada girando la esquina, así que soltó el aire despacio. Respiración de yoga. Fiu. A salvo.

Cuando encontró las primeras puertas dobles, Saina se detuvo y miró por unas ventanillas que tenían. Pero ¿qué demonios era eso…? Las luces fluorescentes relucían con fuerza y había pacientes tumbados en largas y patéticas hileras de camastros, como en un hospital de campaña. Parecía que todos tenían una pierna colgada de una polea o un muñón vendado sobre una manta. Era horripilante. ¿Estaría su padre en un sitio así? ¿Solo entre un montón de chinos? Solo le había dicho que se había metido en una pelea y que los dos implicados estaban en el hospital. ¿Sus heridas serían peor de lo que ella creía? Miró a los hombres (eran todos hombres) que había en esa estrecha sala y sintió un gran alivio cuando no vio la cara de su padre.

Realmente parecían heridos de guerra. ¿Estaría China haciendo una guerra interna clandestina? ¿Un verdadero conflicto con el Tíbet? ¿U otro movimiento de represión de artistas e intelectuales?

Saina sabía que sus abuelos habían huido de los japoneses. Había historias de escapadas in extremis, corriendo por una carretera con zapatos que no hacían ruido mientras un caza japonés bombardeaba alrededor. No sabía por qué, pero Saina se lo había imaginado siempre todo en tonos brumosos y románticos, como si las únicas bajas de ese conflicto hubieran sido un par de medias que acabaron llenas de carreras. Pero un día se metió en internet para buscar fotos para su proyecto Look/Look, sintiéndose un poco mal por estar examinando grupos de refugiados en busca de una cara bonita. Empezó en los portales de noticias más conocidos (New York Times, Newsweek, la BBC). Un clic le llevó a otro y gradualmente fue llegando a sitios llenos de teorías de la conspiración e invectivas, donde las fotos se volvían cada vez más gráficas, todo lleno de presentaciones de imágenes precedidas de títulos que parpadeaban: ¡Las atrocidades que no quieren que veas! o contenido gráfico; no apto para ver en el trabajo.

Antes de eso a Saina nunca se le había pasado por la cabeza que las fotos de la guerra que había visto impresas (las largas filas de pacientes con muñones vendados, igual que los hombres que tenía delante, los cadáveres en zanjas) estaban censuradas, adaptadas a un público mimado que se levantaría (lo haría, ¿verdad?) y exigiría la paz permanente, para siempre, si viera lo que era la guerra en realidad. Si todo el mundo viera fotografías como las que llenaron entonces su pantalla, imagen tras imagen de hombres convertidos en casquería, pilas de carne y órganos que parecían sacadas de un matadero y que se volvían más grotescas aún cuando te percatabas de que allí en medio había una mano humana o una cabeza, nadie podría armar a sus hijos y enviarlos al otro lado del mundo a luchar con los hijos de otros nunca más.

La huida de sus abuelos no pudo ser algo audaz y temerario. En su imaginación infantil los tiros siempre rebotaban inútilmente a ambos lados del camino amarillento y esos estúpidos japoneses nunca llegaban ni a acercarse a sus queridos abuelos. Pero, claro, no pudo ser así. Las balas debieron alcanzar a gente, destruirla, reventar sus cuerpos y dejarles retorcidos y descuartizados por toda la carretera. Su abuela, con esos zapatos que no hacían ruido, debió pasar corriendo junto a niños con las extremidades voladas por la mitad, con los huesos ensangrentados al aire, partidos por el tuétano como huesos de cordero, rodeados de perros con ojos desorbitados olisqueando sus cuerpecitos.

«Han visto demasiado», le había dicho su padre una vez, cuando estaba haciendo un trabajo para la clase de historia y le preguntó si sus padres le habían hablado de la guerra. «Vieron muchas cosas y tuvieron que sellar el corazón. Y ya no han podido abrirlo otra vez».

Ella nunca entendió ese miedo.

«Acéptame como soy, colgada de otro hombre».

¿Cómo se decía eso que le estaba pasando? No poder quitarte una canción de la cabeza. Era una buena forma de decirlo. Era justo eso, aparecía de la nada en medio de tus pensamientos. Saina se dirigió hacia otro pasillo.

Una sala llena de bebés. Nuevas vidas. Criaturas que todavía no habían visto las cosas que nos podemos hacer los unos a los otros.

Saina miró su teléfono. Otro mensaje de texto:

917-322-7177

Por favor.

Saina se dio cuenta de que había estado recordando mal el verso de la canción. Era así: «¿Me aceptas como soy, colgada de otro hombre?21».

Apagó el teléfono.

Tras otros diez minutos de vagar por el hospital algo mareada e insegura, recorriendo un pasillo tras otro, miró tras una puerta que estaba entreabierta y por fin vio a su padre. Estaba dormido. En paz, tranquilamente dormido. En el monitor que le controlaba la frecuencia cardiaca se veía una línea que daba esperanzadores saltitos. Tenía puesto un gotero que la preocupó y el ojo morado que le había quedado del accidente de coche se le había abierto, pero aparte de eso no tenía mal aspecto.

Había una cortina de láminas en medio de la habitación que hacía las veces de separador y que tapaba las ventanas. Quien estuviera al otro lado tenía las ventanas y la privacidad total, algo que Saina no se imaginaba cómo había podido permitir su padre. ¿Qué le había pasado? Quería colarse y mirar los gráficos médicos, pero estarían en chino, y aunque se defendía a la hora de hablar el idioma, solo sabía leer los números y unas cuantas palabras.

En vez de entrar, se apoyó en la pared al otro lado de la puerta, se deslizó hasta el suelo, y al fin, de una vez por todas, se quedó dormida.

Xing lai! Xiao meimei xing lai! Zao an, xiao meimei! [¡Despierta! ¡Despierta, hermana menor! ¡Buenos días, hermanita!] ¡Hola! ¡Despierta!

Ay. El cuello de Grace estaba retorcido y le dolía y notaba las piernas entumecidas después de tenerlas colgadas del reposabrazos toda la noche.

Wa! Xiao meimei xing lai le! [¡Ah, la hermana menor ya se ha despertado!]

Oh. Todo ese alboroto era por ella. Abrió los ojos y vio a un hombre que llevaba una gorra de béisbol roja, que la miró con una sonrisa muy amplia que ascendía hasta unas mejillas con muy poco vello.

Xing lai! Xing lai! Lai kan baba! [¡Despierta! ¡Despierta! ¡Ven a ver a papá!]

Tenía los dientes amarillos e irregulares y cada vez que hablaba, demasiado cerca de la cara de Grace, unos puntitos de saliva se le quedaban en los labios. ¿Por qué la estaba despertando ese hombre?

Ni shi shei? [¿Quién eres?] —preguntó Grace.

—¡Ja, ja, ja! —Se levantó un poco la gorra y miró a su alrededor como buscando alguien que le confirmara que esa era la cosa más graciosa que había oído en la vida—. Wo shi shei? [¿Qué quién soy?]

—¡Andrew! ¡Despierta! —dijo Grace dándole una patada.

Su hermano se sobresaltó y abrió los ojos.

—¿Qué ocurre?

—No sé. ¿Quién es este tío? No deja de decirme que me levante y vaya a ver a papá.

—¿Será un pariente?

El hombre siguió allí de pie pacientemente, sin dejar de sonreírles.

Lai! Lai kan baba! [¡Ven! ¡Ven a ver a papá!]

—¿Te parece que es… ya sabes…? —preguntó Grace en un susurro.

—¿Lento?

—Sí.

—No sé.

Wang xiao hai, shi de ma? Wo shi shu shu! [Los hijos de los Wang, ¿verdad? ¡Yo soy vuestro tío!]

—Parece que nos conoce, ¿no? Acaba de decir que es nuestro tío. —Se volvió hacia el hombre—. Hao, shu shu. Eh…qing deng yi xia [Hola, tío… Espera un momento, por favor]. —Andrew empezó a recoger sus cosas—. Oye, ¿dónde está Saina? Sus cosas no están.

—Dios, quién sabe. ¿Te das cuenta de que a estas alturas yo soy el único miembro de la familia que «no» se ha esfumado ninguna vez? —soltó Grace, algo enfadada.

—Tal vez esté ya con papá —aventuró Andrew.

Era muy propio de Saina escabullirse a ver a su padre mientras Andrew y ella dormían. Siguieron al hombre más allá de la enfermería desierta y entraron en un ascensor. Grace miró su reflejo en la pared brillante y se imaginó que se rompía el cable antes de que llegaran a ver a su padre. ¿Cómo sería morirse al lado de un extraño? ¿Significaría que los dos estarían unidos para siempre? Sus fantasmas podrían recorrer la otra vida cogidos del brazo. Le miró. Él asintió.

Macu-donaldsu!

¿Qué? Grace miró a su hermano y se encogió de hombros. Andrew le respondió con otro encogimiento antes de volverse y decir:

—¿McDonalds?

Justo cuando el hombre asintió, las puertas del ascensor se abrieron y se encontraron a Saina en el suelo, dormida.

Grace se asustó.

Jiejie! ¿Qué pasa?

Saina abrió los ojos como si hubiera estado esperándoles allí, medio tirada en el suelo.

—Esta es la habitación de papá. ¿Qué hora es?

Andrew se encogió de hombros.

—¿Por la mañana?

El hombre que había salido del ascensor con sus hermanos se agachó inmediatamente al lado de Saina, encantado.

Ah! Wang jiejie! Ne me piao liang! Lai lai lai, bu yao zuo zai di shang! [¡Ah! ¡La hermana mayor de los Wang! ¡Qué guapa! Ven, ven, ven, ¡no estés sentada en el suelo!] —Le tendió una mano para ayudarla a levantarse y, por no ser maleducada, ella se la cogió. Los dos se levantaron a la vez y Saina estuvo a punto de estrellarse contra su cuerpo. Después el hombre no le soltó la mano, sino que se puso a estrechársela—. Ni hao, ni hao, wo shi shu shu! [¡Hola, hola! ¡Soy vuestro tío!].

¿Tío? ¿De qué hablaba ese hombre? Saina le ignoró y abrió la puerta.

Grace y Andrew se quedaron parados en el umbral, en shock. Su padre llevaba una bata de hospital estampada con «patitos», por curioso que pudiera parecer. Tenía un gotero en el brazo y cables pegados por todo el pecho. Se le veía la cara rara. Saina no se había dado cuenta cuando estaba dormido, pero despierto parecía que algo no estaba en su sitio, como si le hubieran inyectado mal el bótox o algo.

Su padre abrió los ojos despacio y, en vez de mirarles a ellos, se fijó en el hombre que les había llevado a la habitación.

—¡No! ¡Andrew! ¡Grace! ¡Saina! ¿Por qué habláis con él? ¡No! ¡Que se vaya, decídselo! Ni bu yao gen wo de xiao hai zi shuo hua! [¡No puedes hablar con mis hijos!] —gritó Charles, e hizo un gesto para espantarle que le descolocó los cables que tenía pegados al pecho.

Mientras su padre hablaba, el extraño que parecía conocerles desapareció tras la cortina de separación y se puso a hablar en murmullos con el paciente que estaba oculto al otro lado.

—¡Papá! ¿Estás bien? —Grace abrazó a su padre con cuidado y le peinó el pelo.

Y él extendió los brazos en dirección a Saina y Andrew.

—¡Todos mis hijos! —dijo, abrazándolos de uno en uno—. ¡Todos mis hijos en un Hospital General!22

Charles sabía con seguridad que Grace y Saina vendrían, pero había considerado la posibilidad de que esa mujer ladrona no dejara salir a su hijo de entre sus garras. Nunca debería haber dudado de Andrew. Una mujer blanca, por muy atractiva que fuera, nunca sería lo mismo que los Wang.

—Oh, papá —dijo Saina—, seguramente ese es el peor chiste que se te ha ocurrido en tu vida. —Se sentó en la cama y le cogió la mano—. ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? ¿Quién es ese hombre de la gorra roja?

—¿Dónde está Barbra? ¿No viene?

—Vendrá. Tiene que esperar al lunes para poder renovar su pasaporte; no lo hacen en fin de semana.

—¿Y los billetes? ¿Fueron tai guei [muy caros]? —preguntó Charles.

«Incluso en ese momento era raro oír a su padre hablar del dinero como algo que no les sobraba, algo de lo que había que preocuparse», pensó Saina.

—No. He traído a Grace en la maleta.

—¡Ja! —rio Charles—. Gracie es pequeña y mona, se puede meter en todas partes.

—La verdad es que los he conseguido todos con los puntos de fidelidad de la aerolínea, así que no ha sido un problema —confesó Saina—. Ha sido una suerte que no los hubiera usado antes.

—Bien, bien. Andrew, ¿ya dejaste a esa mujer? Bien hecho. Ya casi estáis todos aquí. Wang jia [la familia Wang] unida otra vez.

Andrew estaba a los pies de la cama. Desde ahí veía la espalda de la chaqueta de ese tío loco asomando un poco al otro lado de la cortina.

—Papá, ¿qué ocurre? ¿Estás herido?

—Ahora estoy bien.

Justo entonces ese hombre se asomó a la cortina de separación con la gorra torcida y se dirigió a su padre.

Wang gege! Lai tan tan hua la. Bu yao niang zi la [¡Hermano Wang! Ven a charlar un poco. No seas remilgado].

Wo men mai you hua shuo [No tengo nada que hablar con vosotros].

Desde el otro lado de la cortina llegó otra voz con tono de desacuerdo y el hombre volvió a desaparecer.

—Papá, ¿quién es «ese» tío raro?

—Oh, es una historia larga, Gracie. Igual que El señor de los anillos. Tan larga. Pero papá está muy contento de veros a todos.

Saina observó a su padre. Por mucho que ella necesitara comprender lo que estaba pasando, Charles parecía cansando, estaba preocupantemente pálido y su piel se veía fláccida por encima del desfile de patitos de la bata.

—¿Necesitas descansar? Podemos ir a hablar con el médico. ¿O quieres desayunar? ¿Tienen jou23 aquí? —Le encantaba el jou.

Saina sabía, incluso desde muy pequeña, que esa era una de las pocas cosas que su madre hacía que agradaban a su padre. Cuando él bajaba las escaleras y se encontraba una mesa en la que había oscuros y correosos huevos milenarios, cerdo seco y olorosos dados de tofu veteado de chiles, y veía un cuenco de jou muy espeso todavía hirviendo en el fuego, esas eran las únicas mañanas en que se sentaba y desayunaba con su mujer, en vez de dejar un plato de huevos revueltos casi sin tocar o salir corriendo con nada más que una galleta en la mano.

Grace, que seguía tumbada al lado de su padre con sus brazos rodeándola, se incorporó. Saina no podía estar sugiriendo que le dejaran ya y fueran a un hotel, que permitieran que su padre siguiera sin contarles nada. La rebeldía creció en su interior y le hizo decir:

—¡No! ¡No me importa si necesitas descansar! ¡No me importa que estés en el hospital! Viniste y me sacaste del internado y me hiciste cruzar el país en coche para después dejarme tirada en casa de Saina y largarte sin darme una explicación. ¡Y ahora estás en un hospital en China! Si no me dices lo que está pasando, me voy a meter en el coche con Bing Bing otra vez para que me lleve al aeropuerto y me volveré a Los Ángeles a vivir en la «calle».

Grace se había puesto un poco dramática, pero Andrew estaba básicamente de acuerdo con lo que acababa de decir. Ahora que ya estaban en esa habitación de hospital al otro lado del mundo, por improbable que eso pudiera parecer, no era momento de ocultar nada.

Cuando los tres estaban juntos siempre se sentían todos un poco más valientes. Charles miró a sus hijos. Grace, Andrew y Saina. Saina, Andrew y Grace. Los tres lados del triángulo. Sintió que crecía la presión en su vejiga. ¿Podría Andrew ayudarle a llegar al baño? Todos le miraron, expectantes. La presión siguió aumentando y sintió pánico, hasta que se dio cuenta de que llevaba puesto un catéter. Liberación. Alivio.

—Oh, hai zi [hijos], es una larga, larga historia.

—Papá, «por favor».

—Ven aquí otra vez —pidió dando unos golpecitos en el espacio que Grace acababa de abandonar. Y, por una vez, ella accedió a complacerle sin rechistar y volvió a acurrucarse—. ¿Sabéis lo de la Segunda Guerra Mundial?

—¡Pues claro!

—En la Segunda Guerra Mundial, China también luchaba contra los japoneses y hay comunistas…

—¡Papá! ¡No necesitamos una lección de historia! ¿Por qué estás en el hospital? Más bien, ¿por qué estás en China?

—Todo es una clase de historia. Vuestra vida es una clase de historia. Meimei [hermana menor], escucha a papá. Vale. La familia Wang tenía muchas tierras, hao duo, hao duo di [mucha, mucha tierra]. Vuestro abuelo creció y llevaba las tierras con su padre, pero vino la guerra y muchos murieron, muchos, pero la familia permaneció viva en su mayoría. Wang jia [La familia Wang] apoyó a Chiang Kai-shek, el gobierno nacionalista, y pronto tuvieron que luchar con los comunistas también. Los comunistas eran peor que los japoneses. Los comunistas lucharon contra su propia gente, mataron a su propia gente, odiaban xue wen [la cultura], odiaban el conocimiento, la cultura.

—Espera, pero ¿China no sigue siendo comunista? —preguntó Grace preocupada—. ¿Vas a tener problemas?

Había leído 1984 el año anterior y todavía recordaba su aterradora trama. Grace miró por la habitación. El pequeño botón rojo de esa lámpara podía ser una cámara, la gruesa espiral del calendario de pared podía esconder un micrófono, incluso la silla estampada de la esquina parecía siniestra y cada dibujo podría alojar algún extraño aparato que serviría para detectar las mentiras o lo que fuera del que estaba sentado.

—A papá no le importan esos problemas. Escuchad. Chiang Kai-shek huyó a Taiwán y mucha gente también fue con él. Vuestro abuelo y vuestra abuela lo hicieron.

—¿Y su padre? ¿Qué le ocurrió?

—Lo mataron. Parte de la familia bei24 asesinada, parte de la familia fue a Taiwán, parte de la familia se quedó y se convirtió en comunista. —Señaló hacia la cortina—. Ta men [Ellos] se quedaron.

Andrew levantó la vista.

—Espera, ¿entonces es cierto que es nuestro tío? ¿Un tío de verdad?

—No —contestó Charles haciendo un gesto desdeñoso—. Tal vez primo. Pero muy lejano. No es en realidad de la familia Wang. Pero escuchad. Durante mucho tiempo después de que llegaran los comunistas no se sabía qué pasaba en China. Todo cerrado. Sin comunicaciones. Yo crecí en Taiwán y después viajé a Estados Unidos. Y entonces China abrió formas de comunicación y nos enteramos de muchas historias tristes. No os las conté, nadie hablaba de ello.

—¿Qué historias?

Tai tsan ren le [Demasiadas tragedias]. Mis tías no se fueron de lao jia [el lugar donde nacieron] y, cuando los comunistas llegaron, las arrastraron a la calle. ¿Sabéis algo de xiao hong wei bing [la Joven Guardia Roja]?

—«Sí», papá. La Joven Guardia Roja, la conocemos.

—Vale, pues la xiao hong wei bing daba mucho miedo, trataron mal a las tías, las pasearon por las calles y todo el mundo les dio golpes y puñetazos. Les escupieron.

—¿Eso les «pasó»? ¿A nuestras parientes?

—Eso pasó.

Una idea terrible se coló en la cabeza de Grace.

—Si hubieras crecido en China, ¿habrías sido uno de ellos? ¿Habrías pertenecido a la Joven Guardia Roja?

—Probablemente. Después no podías elegir. Todos tenían que ser comunistas. Vale, ya os conté que tal vez podía recuperar las tierras, todas Wang jia de di [las tierras de la familia Wang]. Hay una historia que oí una vez sobre gente que volvía a vivir en sus antiguas casas, que conseguía parte de las tierras, así que contraté un abogado para averiguar, para ver quién tiene la propiedad de la tierra ahora. Y el abogado habló con el Consejo Municipal…

—¿Qué es eso?

—China es muy grande y el gobierno no llega a todas partes. Cada ciudad y distrito tienen el Consejo Municipal que es Gong Chan Dang [Partido Comunista], comunista, y así controlan muchas cosas. El Consejo dijo que las tierras tenían dueño, ¡y que el dueño era yo!

Todos sus hijos levantaron la cabeza a la vez y sonrieron. Le rompió el corazón verlos, pero intentó sonreír tristemente también.

—Oh —intervino Saina—, pero no eras tú de verdad, ¿no?

—No. No era yo de verdad. ¡Me enteré de que era él! —Charles señaló al otro lado de la cortina con tal brusquedad que uno de los cables que monitorizaba alguna de sus constantes vitales, quién sabía cuál, se soltó. Charles se lo volvió a pegar en el pecho.

Cuando vio el email que decía que estaba en el hospital, Saina pensó que su padre se había resbalado y caído en una calle desconocida o que había tenido otro accidente de coche, pero todo eso estaba resultando ser una historia completamente diferente.

—¿Él? ¿El hombre raro de la gorra roja?

—No, ese es el hijo. «Él» está en la cama porque papá le dio una paliza. —Todos abrieron la boca para hacerle preguntas, pero él les pidió silencio—. Escuchad. Bien, pues empiezo a pensar en las tierras de China porque sé que el año pasado, en octubre, China aprobó la ley que permite tener propiedad privada en China.

—¿Y quien quiera que esté detrás de la cortina compró las tierras?

—¡No! Las robó y las perdió. Escuchad, escuchad… Mi padre, vuestro abuelo, tenía un amigo desde la infancia…

—¿Y él es el hombre que hay detrás de la cortina?

—¡No, no, silencio! Ya lo he dicho, es una historia larga, larga. Mi padre tenía un amigo de la familia Guang, de cuando eran pequeños. Amigo de mucho tiempo. Buen amigo. La familia Wang se fue a Taiwán, pero el amigo se quedó en China y los comunistas lo enviaron a un campo. Pero un campo muy duro, un campo de trabajo, no un campamento como al que ibais, el de Hess Kramer.

—¡Papá! ¿Te acuerdas de eso?

—Claro. Teníais muchas ganas de ir. Así que a Guang lo enviaron al campo durante quince años y cuando estaba en el campo le hicieron cambiar y volverse comunista. Y después le soltaron y volvió al lugar donde creció y le hicieron presidente del Consejo Municipal, porque ya era un buen comunista. Y así pasó lo peor. Zwei bu ying gai de [No es necesario, de verdad].

Charles casi estaba disfrutando contándoles la historia, pero ahora que se acercaba al momento crítico ya no podía seguir haciendo como que todo eso no eran más que historietas del pasado. Saber que había dejado que todo se le escapara, que alguien se colara en su historia y la destrozara por completo, era demasiado. Había soportado demasiado.

Gong fei! Tsao ni ma de! [¡Cerdo comunista! ¡Te follas a tu madre!] —gritó. Esas maldiciones en su lengua tradicional le hicieron sentir mejor. Eran mucho más satisfactorias que el insípido «joder».

Qu si! [¡Muérete!] —fue la respuesta que llegó desde el otro lado de la cortina.

—¿Oís? Andrew, ve ahí para que no me hable así.

—¡Papá! No voy a amedrentar a un tío tirado en una cama de hospital —respondió Andrew.

—¡Yo lo haré! —se ofreció Grace.

Andrew resopló.

—Ignórale y cuéntanos ya qué ha pasado.

—No, no, no. Vale, lo diré. Oí historias, algunas historias sobre familias que volvían a sus antiguas casas o tal vez compartían las tierras con yi qian gen di de ren [la gente que trabajaba la tierra]… Eh… Con antiguos campesinos, antiguos empleados. Así que papá buscó un abogado para ver si podía hacer lo mismo. Pero el abogado descubrió que él —y volvió a señalar violentamente al otro lado de la cortina— se hizo pasar por mí. Y todo el mundo le creyó.

—¿Qué? ¿Qué quieres decir?

—¡Él fingió ser yo! «Dijo» que era «yo». Yo. Mintió a Guang, el amigo de mi padre, ¡juró que era yo!

Cuando Charles comprendió el alcance de lo que había hecho su traicionero primo lejano, pensó que podría haber una explicación honorable. No era inverosímil esperar que su primo hubiera reclamado las tierras en nombre de Charles de forma que él, el hijo mayor del hijo mayor, pudiera volver y recuperar su propiedad legítima. Pero cuando se puso a hablar con él en la lúgubre agencia de viajes llena de humo de tabaco en la que trabajaba su primo, Wu Jong Fei (¡ni siquiera era un Wang!), la ira de Charles empezó a crecer y a expandirse por su pecho hasta que se convirtió en algo tangible que tomó la forma de un animal con plumas y garras, una bestia que quería destrozar y desgarrar, una fiera sin control. No era solo la traición. Era ese hombre en sí mismo, que había robado el pasado y el futuro de Charles, ese hombre que estaba allí sentado con una camisa fina barata, contándole lo que había hecho sin molestarse siquiera en ocultar sus fechorías. Se lo confesó todo, sin vergüenza alguna. Charles por fin volvió a abrir la boca y vomitó toda la verdad:

Wo gen ni shuo, hao. Ta zhuang yi ge hu zao, jia zhuang shi wo, ba wo de fu qing de pong you wan quan pian diao. Ke shi ni xiang ta wei she me yao wo men de di ma? Ying wei ta tai ai du buo le. Xiang he jwei de ai. Mei yi ge li bai jiou gen lue xing tuan qu Macao du. Du du du. Du bu ting. Ta ba zi ji de qian do du shu le, jiou bi qu zhao qian. Zhao lai zhao qu, xiang ge xiao zang lang zhao lai zhao qu. Qian qian de duo, ta jiou kai shi pa. Pa pa pa. Gei ta tou qian de ren yie shi da fang zi de. Ne Wu Jong Fei jiou xiang, hao le ba, da fang zi de ren zhu yao de jiou shi yao di, bu dwei ma? Ta yi ting le shang nian shi yue you guo je ge fa gwei, to jiou chen ji qu pian Lao Guang. Jia zhuang shi wo de baba, ta lao pong you, de da er zi, jia zhuang shi wo. Hai gei Lao Guang can yi pien Wall Street Journal shuo wo de gong shi. Yong ne ge lai jia juang ta you qian, yao lai da xue xiao, lai da hao de jia, gei ne li de ren zhao shi zuo. Qi shi ta ba di dou qian gei ne ge du wang, xian zai dou shi ta de le, ta yao zai ne li zuo she me jiou zuo she me. Zai di shang da jia, zuo yi ge xing chen. Wo men wan le. Mei le. [Está bien, os lo voy a decir. Él montó toda una historia haciéndose pasar por mí y mintió al amigo de mi padre. ¿Y por qué quería nuestras tierras? Pues porque a él le gusta demasiado jugar y apostar. Sí, apostar, y apostar todo su dinero. Aprovechando el trabajo en la agencia de viajes se iba todas las semanas a Macao para jugarse todo el dinero en los casinos y gastaba mucho, mucho, mucho. Gastaba sin parar. Se lo gastaba todo. Y cuando no tenía, iba a buscar más donde pudiera. Y si no lo encontraba, seguía buscándolo. Y cuando lo encontraba, se iba a jugar. Gente que le prestó dinero pertenecía a las Grandes Familias (así se denomina a la mafia del juego en Macao y Hong Kong) y se endeudó tanto con esa gente que le pidieron algo a cambio, ¿sabéis qué? ¡Nuestras tierras! El año pasado, en octubre, cuando se aprobó la ley, fue a ver al viejo Guang, el amigo de mi padre, y le pidió las tierras. Le enseñó un artículo del periódico Wall Street Journal y le convenció de que tenía empresas. Como Guang estaba en el Consejo Municipal, le dijo que quería las tierras para hacer escuelas y para dar puestos de trabajo y bienestar a la gente. Pero en realidad las tierras se las debía a las Grandes Familias, y ahora todo es suyo, pueden hacer lo que quieran con ellas. Y van a hacer un montón de casas prefabricadas. ¡Las tierras de nuestra familia! ¡Esto es el fin! ¡Ya no nos queda nada! ¡Nada!]

La fuerza del dolor y de la furia de su padre dejó a sus hijos devastados. Escucharon su rabia y vieron cómo, con cada amarga palabra que salía de su boca, se hundía poco a poco, cada vez más, en las almohadas. Cuando por fin dejó de hablar, Andrew y Grace se volvieron hacia Saina.

—¿Qué ha dicho? —Sus conocimientos de chino se limitaban a la comida, las palabras cariñosas y las órdenes fáciles. Lo que acababa de decir su padre era demasiado.

—No sé si lo he entendido todo —dijo Saina mirando a su padre—, pero básicamente ha dicho que el tío que hay detrás de la cortina es un adicto al juego y me parece que le debía mucho dinero a ¿un sindicato de Macao o algo así? Y engañó a Guang, el viejo amigo de nuestro abuelo, para que creyera que él era nuestro padre y así poder hacerse con las tierras, y supongo que pudo hacerlo porque las tierras todavía estaban bajo el control del Consejo Municipal, ¿es así? No estoy segura. Le enseñó un artículo del Wall Street Journal sobre papá y le dijo que iba a financiar la construcción de escuelas y cosas sociales y que ayudaría a crear puestos de trabajo, pero en vez de eso le dio las tierras al sindicato del juego y ahora van a construir allí algo. ¿Una ciudad instantánea? No he entendido esa parte. Baba, dwei bu dwei? [Papá, ¿es verdad?]

Saina estaba preocupada por él.

Charles asintió. Eso era lo fundamental. Sintió un orgullo algo apagado por que Saina al menos entendiera chino y lo hablara como un locutor de televisión, sin tono nasal ni acento americano. Era poco, pero era algo. La última oportunidad no era una oportunidad.

—Eso me puso muy furioso. Furioso a muerte.

Una punzada de miedo atravesó a Grace.

—No a «muerte», papá. Muy, muy furioso.

Y entonces el impostor, el hombre que había hecho añicos las esperanzas y los sueños de su padre, el jugador y suplantador de identidad, salió de detrás de la cortina en una silla de ruedas, con una escayola en el pie y con su hijo, el tío loco de la gorra roja, detrás empujándole. El impostor era más o menos de la edad de su padre y llevaba unas gafas de leer de tipo aviador bastante similares a las suyas. Miró directamente a Grace y sonrió.

Xiao meimei hao piao liang [La hermana menor es muy guapa].

Grace miró a su hermana, después a su hermano y por fin a su padre. Todos estaban petrificados por lo extraño de esa situación. Pero ¿qué le pasaba a ese hombre? Había robado todas sus tierras ¿y ahora aparecía allí tranquilamente en una silla de ruedas y le decía que era guapa? A veces Grace odiaba ser una chica.

Su padre cerró los ojos.

Andrew miró a los dos hombres que no conocía, pero que de alguna forma se habían introducido sin permiso en su historia familiar.

Uh, shu shu, ni ying gai zou le [Tío, tienes que irte].

Pero el hombre no se fue. Siguió mirando a Grace, después a Saina y finalmente volvió sus ojos lechosos hacia Andrew.

Wang Da Qian shen le san ge hao hai zi. Ta yi jiao ni men dou lai [Da Qian Wang tuvo tres hijos. Veo que habéis venido todos].

¿Es que ese hombre estaba celoso porque solo tenía un hijo y su padre tres?

Hao le ba [Está bien] —dijo su extraño hijo, que Andrew se percató de que no era mucho mayor que Saina—. Ok. Ok —añadió, mirándoles.

Una enfermera entró en la habitación con una carpeta y le dio al hombre de la silla de ruedas un montón de papeles y un boli. Sin prestarles atención, él le pasó los formularios a su hijo y siguió mirándoles a ellos tres.

«Iba bastante a la moda», pensó Grace. Había algo en cómo le quedaba la camisa y cómo llevaba las mangas remangadas que le recordaba a su antiguo jardinero, Big Pano, que siempre, hiciera lo que hiciera, llevaba unas botas de vaquero impresionantes y una camisa desvaída desabrochada hasta la mitad del pecho. Siempre que le veía pensaba que cuando por fin fuera estilista llevaría a Big Pano a una sesión de fotos de moda para conseguir que los hombres tuvieran justo su imagen.

Esperaron allí, los seis, hasta que el hijo acabó de rellenar los formularios.

—¿Deberíamos despedirnos? —le preguntó Grace a Andrew en un susurro.

—¡No! —dijo su padre abriendo los ojos de repente—. No se merece ni que habléis con él.

Andrew estaba desgarrado. El hombre de la silla de ruedas era como el Profesor X o algo así, sentado ahí como si fuera el jefe del cotarro cuando era él quien lo había estropeado todo. Sentía que debería acabar lo que su padre había empezado y romperle al hombre la otra pierna, pero en vez de eso dejó que ese hijo extraño lo sacara de la habitación, el otro padre con el otro hijo.

21 El verso original de California de Joni Mitchell dice: «Will you take me as I am/Strung out on another man». (N. de la T.)

22 Charles bromea haciendo referencia a dos populares series de televisión. (N. de la T.)

23 El jou es una especie de sopa muy espesa de arroz, similar a unas gachas, que se toma en China y en otros países asiáticos tradicionalmente en el desayuno. (N. de la T.)

24 Bei es una partícula que indica la voz pasiva que no tiene significado por sí sola. En nuestras construcciones pasivas equivaldría al verbo auxiliar, en este caso «fue». (N. de la T.)

Los Wang contra el mundo
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